«Primeramente, os preguntaremos si tenéis esposa o prometida que pudiera reclamaros por derecho de la Santa Iglesia. Por que si mintierais y acaeciera que mañana o más tarde ella viniera aquí y pudiera probar que fuisteis su hombre y reclamaros por derecho de la Santa Iglesia, se os despojaría del hábito, se os cargaría de cadenas y se os haría trabajar con los esclavos. Y cuando se os hubiera vejado lo suficiente, se os devolvería a la mujer y habríais perdido la Casa para siempre. Gentil hermano, ¿tenéis mujer o prometida?»
Se levantó del banco de piedra y volvió al ventanuco. Exactamente seis pasos, multiplicado por las veinte ocasiones en que había hecho el trayecto, daba como resultado ciento veinte pasos. Y como en las veces anteriores, echó un vistazo al exterior. Contempló la torre del monasterio de Sant Pere de les Puelles, la que llamaban «Torre dels Ocells», aquel enorme convento había dado vida a todo un barrio. Tierras y molinos, muchos molinos cerca de las aguas de la corriente del Rec Condal.
El molino en que se encontraba, propiedad del Temple, había sido punto de encuentro de innumerables citas con Guils, porque era uno de sus lugares favoritos para tratar de temas delicados.
– Verás, muchacho, ¿a quién se le puede ocurrir que dos malditos espías como nosotros, se reúnan en este viejo molino? Además como es nuestro, todo queda en familia y nadie nos va a molestar, pensarán que somos miembros selectos del sector jurídico de la orden, enredados en algún pleito con las monjas del monasterio por cualquier trozo de tierra, como siempre -le comentó Guils con sorna, al ver su expresión perpleja la primera vez que quedaron citados allí.
No era un mal lugar, había reconocido Guillem, un espacio tranquilo y bastante solitario a excepción de las inquisitivas miradas de sus hermanos del Temple que se ocupaban del molino. Sin embargo, en aquel momento Guillem de Montclar estaba realmente preocupado por la tardanza de su superior. No era habitual que éste llegara tarde a una cita y recordó los consejos de Guils referentes al tema.
– Una demora de quince minutos es motivo de grave preocupación, y media hora equivale a la alerta máxima y a prepararse para correr en dirección contraria. Métetelo en la cabeza, chico, es posible que alguna vez te salve la vida. -Guils le insistía, una y otra vez, en tono doctoral.
Sin embargo, habían pasado cuatro horas y Guillem seguía allí, pegado al ventanuco, negándose a aceptar que hubiera podido pasar algo grave, algo realmente grave.
Pensó en Bernard Guils. Trabajaba con él desde hacía cinco años y había sido su mentor, su maestro de espías, todo lo que sabía se lo debía a él. Representaba la figura paterna que jamás había conocido o que ni siquiera podía recordar. Su padre había sido asesinado cuando él contaba apenas diez años y su madre se había acogido a la protección del Temple de Barberá, el lugar de donde procedía su familia. Berenguer de Montclar, su padre, pertenecía a la nobleza local y siempre había sido un hombre del Temple, un fiel servidor de la orden y por ello, a su muerte, los templarios se habían hecho cargo del pequeño Guillem, de su educación y de su vida. Se habían convertido en su única familia conocida. Cuando cumplió catorce años, resolvió un extraño caso que tenía a su orden muy preocupada y sus maestros observaron en él una capacidad especial, un «sexto sentido», como decía su tutor. No tardaron en ponerle en manos de Guils.
La ausencia de Bernard se le hacía insoportable y una profunda perturbación interior le mantenía paralizado. «Guils, Guils, Guils, dónde demonios te has metido», pensaba con la inquietud y el miedo inundándole el ánimo. No era posible que le hubiera sucedido nada malo, a él no, podía con todo, era la persona con más recursos que había conocido en su corta vida, el más listo. Intentaba por todos los medios hallar una respuesta lógica y razonada a aquella demora, y no la encontraba.
Hacía poco más de un mes que Guillem había recibido instrucciones de Guils a través de un emisario tunecino. Estaba en la encomienda de Barberá, adonde Bernard solía enviarlo para que se tomara un respiro: «A las raíces -le decía-, húndete en las raíces para no olvidar quién eres». El mensaje cifrado no daba muchas explicaciones, como siempre, sólo las necesarias. Era un transporte prioritario con el sello de la más alta jerarquía. Sabía el día probable de la llegada de la nave de Guils, siempre que no hubiera tormentas o huracanes, naufragios o asaltos de los piratas. Por esta razón, llevaba una semana en la ciudad, vagabundeando por el puerto y la zona marítima, escuchando rumores y avisos de la llegada a puerto de las diferentes embarcaciones. Sabía que Bernard viajaba en un barco veneciano porque estaba convencido de la capacidad de los venecianos para no ver nada más que aquello que les era necesario: una buena bolsa bien repleta y no habría preguntas ni interrogatorios. Y también sabía algo que hubiera preferido ignorar: que Bernard Guils no iba a aparecer por el molino, algo terrible había sucedido y tenía que ponerse en marcha de inmediato. Ya no importaba el haber visto con sus propios ojos la llegada de la nave veneciana al puerto y la actividad que su arribada producía, las correrías de mozos de cuerda y barqueros, de mercaderes y prestamistas. Nadie se había fijado en él, con su apariencia de joven inexperto y despistado, quizás hijo de algún comerciante. Pero él se había fijado en todo y en todos, como le había enseñado Guils, comprobando que no había ningún motivo de preocupación, y que todo parecía en orden. Y siguiendo sus instrucciones, antes de que salieran las barcas en busca de los pasajeros, se apresuró a llegar al lugar de la cita. Y allí seguía, pero la demora de Guils indicaba que sí había motivos de preocupación y que nada estaba en orden.
Salió del molino y respiró hondo. No era momento de vacilaciones, y caminando a buen paso, sin correr para no llamar la atención, se encaminó de nuevo hacia el puerto.
Tenía que empezar desde el principio, sin sobresaltos, poner en marcha lo que Bernard le había enseñado todos aquellos años. Sin embargo, la actividad no disminuyó la intensa sensación de soledad que se abría paso en su plexo solar, como si un vacío intenso se agrandara en su interior. ¿Quizás aquélla no era la nave en que viajaba su compañero? ¿Era posible que algún problema le hubiera obligado a subir a otra nave?
El alfóndigo de Barcelona, l'alfondec, seguía siendo un hervidero de actividad. Su nombre derivaba del árabe, al-fondak, que significaba posada, pero era mucho más que eso. Era un edificio, o mejor un grupo de construcciones que se situaban alrededor de un gran patio central, donde los Cónsules de Ultramar ejercían su cargo y que al mismo tiempo servía de posada, de almacén para los mercaderes, y donde se podían encontrar todos los servicios necesarios: baños, hornos, tiendas, tabernas e incluso capilla. Era el centro neurálgico de la actividad mercantil y portuaria.
Guillem, todavía conmocionado, se adentró en el torbellino de gentes e idiomas diferentes, cruzándose con un nutrido grupo de marineros que se dirigían en tropel a la taberna más próxima. Se acercó al lugar donde el Temple tenía su mesa propia y sus oficiales vigilaban y controlaban sus envíos a Tierra Santa. Frey Dalmau, un maduro templario encargado de todas las transacciones que allí se realizaban, lo vio acercarse con una sonrisa. Sus largas barbas y la cruz roja en su capa blanca eran señal inequívoca de su condición, a diferencia de Guillem que, por su especial trabajo, podía parecer cualquier cosa a excepción de un caballero templario.
Frey Dalmau le miraba con una sonrisa en los labios. Conocía a aquel muchacho desde que era un crío, desde los viejos tiempos en que visitaba la encomienda de Barberá.
– Vaya, vaya, hermano Guillem, en los últimos tres años no te había visto tanto como en el día de hoy. Me alegro de tu visita a este viejo administrador.
– Buen día, hermano Dalmau, vengo en busca de un poco de información.
– ¿Información? -repitió frey Dalmau-. Me parece que tratándose de ti, poca información es un término muy extenso. -Tenéis razón, poca o mucha, necesito información. Esta mañana, rondando por aquí, he visto arribar a un barco veneciano. ¿Habéis visto algo de interés en su llegada?
Frey Dalmau lo observó con atención, había algo más que preocupación en la mirada del joven, quizá miedo, pensó. -Llegó un barco veneciano, estáis en lo cierto. Su capitán es un tal D'Amato, creo. Traía pasajeros, he visto desembarcar a dos frailes predicadores, a un judío, a un comerciante llamado Camposines al que conozco, uno de los pasajeros parecía enfermo, acaso borracho, no lo sé. Armaron un gran revuelo para sacarlo de la barca. El hombre parecía inconsciente.
– Hermano Dalmau -Guillem sintió un viento helado en los pulmones-, necesito que hagáis un esfuerzo de memoria y, conociendo vuestras habilidades, sé que podéis hacerlo mucho mejor.
– Estáis preocupado, muchacho, algo os perturba y sería mucho mejor que fueseis al grano y me preguntarais qué es, exactamente, lo que queréis saber.
– Quiero saber todo lo que recordéis de cada uno de los viajeros que transportaba esta nave, de todos los que desembarcaron.
Guillem intentaba controlar su impaciencia, el miedo a tener que oír algo que no deseaba escuchar. «Tengo que calmarme, no crear sospechas inútiles y averiguar todo lo que pueda», se dijo a sí mismo.
– Está bien, haré lo que me habéis pedido. Veamos: la primera barca venía bastante llena, daba la impresión de que todos tenían mucha prisa por desembarcar. Ya os he dicho que bajaron dos frailes, uno bastante viejo y otro joven, de vuestra edad aproximadamente. El viejo estaba encolerizado y se marchó dejando plantado al joven; otro hombre, de mediana edad, que cojeaba levemente y se quedó por allí, curioseando; un anciano judío arrastrando a un hombre inconsciente y dos, quizá tres tripulantes; el comerciante Camposines y el capitán, la barca era de Romeu, a veces trabaja para nosotros, pero el barquero era nuevo, un chico joven.
– ¿Y el enfermo? ¿Os fijasteis en él, pudisteis ver cómo era? -Sentía que el pulso le golpeaba en las sienes, que estaba a punto de estallar.
– Era un hombre maduro. -Frey Dalmau había cambiado el tono de voz, más grave, aunque el joven no lo percibiera.
– ¿Nada más? ¿Maduro y nada más?
– Alto y muy corpulento, se necesitaron varios brazos para sacarlo de la barca. Y era tuerto. Llevaba un parche oscuro sobre uno de sus ojos. Eso es lo único que os puedo decir.
Guillem tuvo la impresión de que el mundo acababa de caerle encima. Todo el peso de aquel siglo estaba sobre sus espaldas, a punto de tumbarle, de dejarle sin respiración. Hizo un inmenso esfuerzo para sobreponerse, para no manifestar sus emociones, pero frey Dalmau percibió su dolor.
– Sentaos, Guillem. -Le pasó un brazo por los hombros, guiándole hacia su silla de contable-. Este hombre parecía muy indispuesto, pero no conozco la causa ni la gravedad de su enfermedad. El anciano judío estaba pendiente de él, vi cómo hablaba con Camposines y éste le proporcionaba un mozo de cuerda para transportar al enfermo. Marcharon los tres, mozo, anciano y enfermo, el pobre judío parecía no poder con su alma. Y ahora, decidme qué es lo que os perturba tan profundamente, muchacho, que aunque sepa que vuestro trabajo no os permite confianzas, os ayudaré en lo que pueda.
Todo daba vueltas en la cabeza de Guillem de Montclar, joven espía del Temple, y la realidad se abría paso lentamente, con esfuerzo. La soledad ya no era una simple sensación, era algo palpable y espeso que ya nunca le abandonaría. Y la realidad le indicaba que estaba obligado a actuar, encontrar a Guils vivo o muerto, aunque todas las señales le llevaban a pensar, con infinita tristeza, que su maestro había emprendido un viaje al que él no podía acompañarle.
– Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau. -La voz aún débil e insegura. El joven salía de su conmoción, nadie le había preparado para un golpe así y le costaba adaptarse a una situación de la que desconocía todas las normas. Por primera vez, era Guils quien le necesitaba allí donde estuviera, le exigía una respuesta, la aplicación de todos los conocimientos que, año tras año, le había transmitido. Por primera vez, la vida le pedía un cambio total, el inicio de un nuevo ciclo en el que Guils no estaría para guiarlo, para protegerlo. Y estaba asustado, dudaba de su capacidad sin la ayuda del maestro, pero necesitaba encontrarlo-. Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau -repitió automáticamente, al contemplar la mirada preocupada del administrador-, pero tenéis razón, mi trabajo no me permite muchas confianzas. Sólo quiero saber si conocéis al anciano judío del que me habéis hablado.
– Le conozco perfectamente, es un viejo amigo del Temple de Barcelona, muchacho. Su nombre es Abraham Bar Hiyya, uno de los mejores médicos de la ciudad y os lo digo con cono cimiento porque me ha atendido en muchas ocasiones. Es un gran amigo de frey Arnau, nuestro hermano boticario, ambos acostumbran a compartir secretos de hierbas y ungüentos. También conozco muy bien al comerciante Camposines, un buen hombre. Os ruego que contéis con mi ayuda.
Guillem le miró agradecido, no quería preocuparle más de lo necesario y tampoco podía confiarle sus problemas, porque eso sólo conseguiría poner en peligro al administrador. Recordó una de las frases lapidarias de Guils: «Cuantos menos conozcan tu problema, menos muertos en tu conciencia». Sí, ciertamente, éste era el lado malo de su trabajo, no podía confiar en nadie aunque en aquellos momentos era una condición difícil de cumplir.
Se despidió agradeciendo su colaboración y tranquilizándole con las primeras palabras que encontró. Tenía que encontrar a Abraham Bar Hiyya, tenía que dar con Guils.
Mientras se apresuraba, dejando el barrio marítimo a sus espaldas, reflexionó sobre cuál tenía que ser su próximo paso. ¿Debía detenerse en la Casa del Temple y hablar con el herma no boticario? ¿Dirigirse directamente hacia la judería y preguntar por el médico? Todos conocerían su domicilio, seguro que era un personaje conocido. Se detuvo, respirando con dificultad. Estaba claro que lo primero que tenía que hacer era recuperar el control de sus nervios. Si Bernard Guils estuviera a su lado no podría ocultar su decepción ante el comportamiento atolondrado e imprudente de su alumno. Se obligó a controlarse. Cerró los ojos respirando hondo, sin pensar en nada, permitiendo que su mente se llenara de un único color, el blanco dominando al negro.
Una mujer, que pasaba por su lado acarreando un pesado saco, se lo quedó mirando, perpleja ante su inmovilidad. Le preguntó si se encontraba bien o si necesitaba ayuda. Guillem le contestó, amablemente, que estaba bien, que había tenido un ligero mareo, y ya estaba casi recuperado. La mujer se alejó, mirándole, poco convencida de sus palabras. Él todavía se quedó allí, inmóvil, durante unos instantes. Después sus facciones se endurecieron y emprendió la marcha sin vacilar. Algo había cambiado en su interior, ya no había lugar para el muchacho que unos segundos antes ocupaba su lugar.
La tarde declinaba cuando llegó al barrio judío y se dio cuenta del tiempo que había perdido esperando inútilmente en el molino, un error que no debía repetir. Se cruzó con un hombre de mediana edad al que detuvo para preguntar por la casa del médico.
– Aquí mismo, en la calle de la Gran Sinagoga, a la vuelta de la esquina. Pero me temo que no vais a encontrarle, Abraham está de viaje a Palestina, hace ya mucho tiempo que partió y no sabemos nada de él. Vaya a saber, un hombre de su edad y enfermo emprendiendo un viaje tan peligroso. Guillem se dirigió al lugar señalado, una respetable casa de dos pisos, muy cerca de una carnicería judía. Llamó y esperó, sin oír ningún ruido, la casa parecía vacía. Esperó y volvió a llamar, sin resultado. «Bien -pensó-, continuaremos con la segunda opción, la Casa del Temple y el hermano boticario.» Se dio la vuelta y observó, a su izquierda, una sombra que parecía querer ocultarse en el rincón más alejado. Alguien estaba espiando la casa de Abraham Bar Hiyya. ¿O tal vez le estaban siguiendo a él? Preocupado, pensó que se estaba saltando todas las normas de seguridad desde primeras horas de la mañana y que si alguien estuviera interesado en matarle, hubiera podido hacerlo quinientas veces, con toda tranquilidad.
– ¡Soy un perfecto imbécil! -murmuró-. Si la vida de Bernard hubiera dependido de mí, él mismo me habría asesinado por inepto. ¡Tengo que empezar a actuar con la cabeza!
Bien, si alguien le seguía ahora se daría cuenta muy pronto, y si vigilaban la casa del judío lo tendría presente. Se encaminó hacia la Casa del Temple de Barcelona, con los ojos bien abiertos y enfadado consigo mismo.
El gran convento templario de la ciudad estaba construido en los terrenos suroccidentales de la muralla romana, en las torres denominadas den Gallifa, a las que la misma muralla servía como muro protector. En realidad, la Casa madre se hallaba a unos kilómetros de la ciudad, en Palau-Solitá: allí estaba el centro administrativo y neurálgico de la encomienda desde hacía muchos años. Sin embargo, poco a poco y por razones prácticas, debido a sus grandes intereses en la ciudad, el convento de Barcelona había tomado mayor importancia.
Al llegar, Guillem preguntó por el hermano Arnau, el boticario, y le indicaron unas dependencias situadas en un extremo, muy cerca del huerto. Se dirigió allí y llamó a la puerta. Una voz le invitó a pasar.
Entró en una amplia habitación muy iluminada, atestada de libros y frascos, con un intenso aroma a especias y hierbas medicinales. Dos ancianos le contemplaban con curiosidad. Uno de ellos, vestido con el hábito templario y sentado en un desvencijado sillón, tomaba un brebaje humeante. Sus pequeños ojos azules parecían no corresponder a su rostro curtido, de facciones cortantes y con unas inmensas barbas grises. El otro anciano era, sin lugar a dudas, un judío. Su capa con capucha y la rodela roja y amarilla no permitían equivocaciones. También sostenía un tazón en la mano, dando la impresión de una gran fragilidad, quizá por su extrema delgadez y el color pálido de su piel.
Eran muy diferentes uno del otro y sin embargo, Guillem tenía la sensación de encontrarse ante dos hermanos, como si un hilo invisible de familiaridad les uniera.
– Adelante, joven, adelante. ¿Qué os trae por aquí? -La voz de frey Arnau era suave y afectuosa-. Entrad y sentaos, si podéis encontrar algo con qué hacerlo, tengo que ordenar esta habitación un día de éstos. ¿Qué pueden hacer dos ancianos boticarios por vos? ¡Oh, por cierto!, os presento a mi buen amigo Abraham Bar Hiyya.
– A él precisamente iba buscando, frey Arnau -respondió Guillem, mirando con atención al anciano judío. Parecía sereno y eso le dio esperanzas. Era posible que al buen Guils no le hubiera pasado nada grave, que estuviera cerca, descansando.
– ¿Me buscáis a mí, joven? ¿Os encontráis mal, estáis enfermo?
– No, no. No se trata de mi salud, sino de la de un compañero con el que tenía que encontrarme esta mañana. En el puerto me han dicho que parecía muy enfermo y que vos os habéis encargado de su cuidado. Quisiera saber dónde puedo encontrarlo.
Los dos ancianos se miraron sin decir nada, impresionados por las palabras del muchacho que tenían delante. Abraham intentaba aparentar una tranquilidad que no sentía y que aumentó al observar una cierta tristeza en la mirada del joven, una tristeza que le recordaba a alguien. No tardó en averiguarlo, con veinte años menos, aquel joven era el espejo, vital y lleno de energía, de Bernard Guils. Y si no hubiera sabido que aquél era un templario, bien podía pasar por su propio hijo.
– ¿Os llamáis Guillem? -preguntó con suavidad. -Así es. Mi nombre es Guillem de Montclar.
– Si estoy aquí, con frey Arnau, es precisamente a causa de vuestro compañero. -Abraham intentaba encontrar las palabras adecuadas para una triste noticia, sin conseguirlo. En su profesión había dos cosas que le producían una honda perturbación, todavía ahora, después de tantos años de ejercer la medicina. La primera era la impotencia que le causaba la propia muerte de sus pacientes; la segunda, comunicarlo a sus seres queridos.
– Os lo ruego, Abraham, decidme dónde está Guils.
Los dos ancianos parecían obstinados en el silencio, buscando palabras perdidas en su mente, negándose a comunicar la tragedia. Su silencio aumentó la angustia que Guillem sentía desde hacía horas, confirmándole sus peores sospechas.
– Guillem, vuestro compañero Bernard Guils murió esta mañana en casa de Abraham -rompió finalmente frey Arnau su silencio.
Aunque esperaba la noticia y se preparaba para ella, las palabras del viejo templario cayeron como un mazo en el alma del joven. Intentó reprimir el dolor que subía por su garganta, pero no pudo evitar que las lágrimas asomaran a su rostro. Inmóvil, en medio de la habitación, con la cara contraída, aguantando la respiración para no gritar, era la imagen del desconsuelo. Abraham y frey Arnau estaban conmovidos por el dolor del joven, pero se mantuvieron en silencio, sabían que debían permitir su sufrimiento, esperar a que se calmara y lo aceptara. La edad y la experiencia les había enseñado a respetar el dolor ajeno, a no inmiscuirse con palabras fáciles y sin sentido. Había que esperar, la pena se colocaría en su lugar correspondiente en silencio.
Y esperaron. Cada uno absorto en sus propios pensamientos, inmóviles, sin intervenir, recordando la primera muerte que les había traspasado el alma. Abraham pensaba en la muerte de su padre, ocurrida a poco de acabar sus estudios de medicina. «Nada puedes hacer por mí, márchate», le había dicho en su agonía, intransigente y orgulloso. No le había perdonado, nunca lo haría, pero él no se marchó, se quedó a su lado probando todos los remedios que conocía, inútilmente.
Frey Arnau estaba perdido en los desiertos de Palestina donde su hermano encontró la muerte, entre sus brazos, arropado con la blanca capa del Temple para protegerlo del frío final. Casi un niño, sin tiempo para crecer. «No me dejes solo, Arnau -había murmurado-, no me dejes solo.»
Así, de esta manera quedaron los tres, estatuas mudas, que no podían evitar la soledad del momento, testimonios de las palabras del sabio poeta que clamaba contra el árido desierto que se extiende en el interior de los seres humanos.
Fue el más joven el que rompió el silencio, cuando ya los dos ancianos se perdían en laberintos de antiguas culpas. Los rescató de su propia memoria, como ocurre en las ocasiones en que la juventud rescata a la vejez del ensimismamiento de antiguas sombras, siempre acechantes en momentos de reflexión.
– ¿Qué ocurrió, Abraham?
– Alguien le envenenó en el barco -respondió Abraham-. Los últimos días de la travesía los pasó en el jergón de la bodega, sin poder aceptar ningún alimento porque su cuerpo lo rechazaba. Tampoco quiso ayuda alguna, por mucho que intenté convencerle. Me pareció que, en cierta manera, deseaba morir. Cuando llegaron las barcas ya no se tenía en pie, aunque su único deseo era pisar tierra firme. En el corto trayecto hasta la playa, perdió el conocimiento y no conseguí que lo recuperara, así que lo trasladé hasta mi casa, pensando que era posible salvarlo. Pero no lo conseguí, el veneno había invadido todo su cuerpo, su avance fue fulminante. Creo que aguantó mucho, era un hombre fuerte. La persona que lo envenenó debía dudar de la eficacia de su acción, al ver que pasaban los días y Guils seguía vivo. Quizás incluso ahora, ignora que su plan ha tenido éxito.
– Hicisteis todo lo posible por él, Abraham -le interrumpió frey Arnau, que conocía la pena que le causaba la muerte. -Sólo hice lo que sabía, Arnau, y por los resultados no sabía lo suficiente.
– Abraham, ¿os dijo algo?, ¿os confió algo que llevara? -Guillem despertaba de la impresión, su misión seguía siendo la misma y el trabajo se imponía.
– Os llamó repetidas veces y después me rogó que guardara algo que llevaba entre las ropas, pero nada encontré. Registré su ropa, pieza por pieza, desconociendo si lo que re clamaba era grande o pequeño, delgado o grueso. Pero allí no había nada.
– ¿Y durante el trayecto, os fijasteis si ocultaba algo en la embarcación o en algún otro lugar?
– Observé, por su gesto, que guardaba algo entre sus ropas. Su brazo parecía pegado al torso, custodiando algo celosamente, quizás en el pecho o bajo el mismo brazo. Recuerdo que su mano iba repetidamente hacia su pecho, como si comprobara que fuera lo que fuese, seguía allí. Pero acabé pensando que era una simple precaución, la tripulación de estas naves no son gente de fiar ni tampoco muchos de sus pasajeros. No sé si sabéis a qué tipo de gente me refiero, pero hay algunos que parecen salidos directamente de la mazmorra. Supongo que pensé que cuidaba de su bolsa, como todos los demás, y no le di importancia.
– ¿Y cuando desembarcasteis? -Guillem empezaba a tener una sospecha.
Abraham pensó durante unos segundos, intentando recordar con precisión.
– Tuvieron que ayudarme a bajarlo a la barca, y después a llevarlo hasta la playa. Aquellos asnos creían que estaba borracho y no pararon de hacer bromas groseras durante todo el trayecto, casi tuve que suplicar su ayuda.
– Veamos, Abraham. ¿Quién os ayudó a bajarlo a la barca? ¿Quién se acercó a él durante el trayecto hasta la playa? -El joven se aferraba a su disciplina de trabajo, guiando al anciano judío por los rincones de su memoria. «Debes empezar por el principio -le decía Guils-, con paciencia, no te descontroles, abandona toda especulación que creas cierta y aférrate a los hechos. Esto no es un trabajo para filósofos, chico, sino para artesanos.»
– Está bien, joven Guillem, procuraré ir en orden y no confundirme. Veamos: cuando lo bajamos a la barca, me ayudó el fraile más joven y dos miembros de la tripulación, uno de ellos muy fuerte y tosco. También me ayudaron D'Aubert y Camposines. Recuerdo que el viejo fraile despotricaba contra borrachos y judíos y se negó a prestarnos la más mínima ayuda. Incluso ya en la barca, se colocó lo más lejos posible de nosotros. Cuando llegamos a la playa, creo que me ayudaron los mismos y unos mozos de cuerda que esperaban para embarcar. En cuanto al trayecto, nadie se nos acercó. Yo sostenía a vuestro amigo mientras los demás nos contemplaban como a auténticos leprosos.
– Lo más probable es que el robo tuviera lugar al bajarlo o en la misma playa -interrumpió frey Arnau-. Tuvo que ser en un momento de confusión entre tanta gente, de lo contrario alguien se hubiera dado cuenta. Haced un esfuerzo, Abraham, quizá recordéis algo de utilidad.
– ¡D'Auberti -exclamó Abraham, excitado-, se quedó solo con Guils cuando yo buscaba ayuda para transportarlo a mi casa. Fui a hablar con Camposines y al volverme, D’Aubert había desaparecido. Guils estaba tendido en la arena, solo, y aunque yo sólo estaba a unos pasos, le rogué que se quedara unos segundos con él.
– ¿D’Aubert? ¿Quién es este hombre? -preguntó Guillem. -Según él, un mercenario y no puedo negar que se esforzaba en comportarse como tal, ya sabéis, contando heroicidades y fantasías que nadie creía.
– ¿Y pensáis que ocultaba algo?
– Es muy posible -respondió Abraham, pensativo-. Lo único que os puedo decir, es que no me pareció que fuera quien decía ser. Se esforzaba demasiado en demostrar lo que nadie le pedía. No me caía bien, lo siento, me desentendí de su persona a los pocos días.
– Decidme, Abraham, ¿pasó algo durante la travesía que os llamara la atención? -siguió interrogando Guillem.
– Una tormenta espantosa que estuvo a punto de engullirnos a todos -contestó de inmediato el anciano-. Estuve convencido de que el Altísimo había decidido mi hora, jamás viví algo parecido, os lo juro.
Abraham quedó mudo por el recuerdo, nunca volvería a pisar una nave si podía evitarlo. De golpe, algo le vino a la memoria como un relámpago.
– Tuvimos un asesinato en Limassol, antes de embarcar.
– ¡Un asesinato! -Guillem y frey Arnau habían soltado la exclamación al unísono, asombrados.
– Abraham, amigo mío, podríais haber empezado por ahí -le comentó el boticario. Pero todas las alarmas se habían encendido en el cerebro de Guillem.
– ¿Recordáis los detalles, Abraham, o sólo oísteis rumores? -Fuimos espectadores de primera fila, Guils y yo. El capitán D Amato me rogó que, en mi condición de médico, le diera mi opinión sobre la muerte de un marinero cuyo cadáver había aparecido aquella misma mañana. Fuimos hasta allí y encontramos a Guils, que estaba examinando al muerto. A1 principio no hallamos señales de violencia. D'Amato temía que hubiera muerto a causa de alguna enfermedad contagiosa, pero al rato, Guils me indicó una finísima marca en la base del cuello. Llegamos a la conclusión de que alguien había atravesado al infeliz con un estilete muy fino que casi no dejó marca. Guils me pidió que no dijera nada de ello y así lo hice. En realidad, no sé por qué, no le conocía de nada, pero era el único que me inspiraba confianza. Cuando el capitán se interesó por mis conclusiones, mentí y le dije que lo más probable era que hubiera muerto del corazón. -Abraham -preguntó Guillem con cautela-, ¿se sustituyó el hombre asesinado, se buscó a alguien que hiciera su trabajo?
– Casi de inmediato. Estábamos a punto de partir y el capitán estaba furioso, la tripulación era escasa y no podía permitirse continuar con un hombre menos. Admitió al primero que se presentó.
– ¿Y recordáis algo de ese nuevo tripulante?
– ¡Oh, sí, desde luego! Fue uno de los que me ayudó con Guils. Se portó muy amablemente conmigo, incluso se ofreció sin necesidad de pedírselo.
Frey Arnau y Guillem se miraron con preocupación.
– Abraham, amigo mío, ¿recordáis cómo era, qué cara tenía? -Frey Arnau había hecho la pregunta con curiosidad y tacto, no deseaba alarmar a su viejo compañero.
– Era de mediana edad, no tan alto como Guils. Normal, un hombre corriente.
– ¿«Normal, corriente»? ¿Qué demonios quiere decir esto? -La impaciencia volvía al ánimo de Guillem.
– Lo más posible, hermano Montclar -interrumpió de nuevo el boticario, lanzando una mirada de aviso al joven-, es que Abraham quiera decir que era de ese tipo de personas sin ningún rasgo característico que las definan. Caras y cuerpos anónimos hay muchos, ¿no es así, Abraham?
Frey Arnau sufría por su amigo, conocía su enfermedad y había notado las muestras de cansancio de éste ante el interrogatorio del joven. El día había estado lleno de emociones fuertes para su fatigado corazón, en una jornada excesiva para él. Guillem también percibía el agotamiento del anciano y decidió terminar. Tiempo habría para aclarar sus dudas. Sin embargo, era preciso empezar a tomar precauciones.
– Abraham -dijo en tono serio-, no podéis volver a casa por ahora. Éste es un asunto peligroso y alguien podría creer que sabéis más de lo necesario. No quiero arriesgar vuestra vida, ya hemos tenido bastantes muertos por hoy.
– Estoy totalmente de acuerdo -confirmó el hermano boticario-. Abraham se quedará aquí, conmigo, todo el tiempo que haga falta. No hay sitio más seguro en toda la ciudad que esta casa, nadie se atrevería a entrar.
– ¿Y Guils? -preguntó el anciano judío en tono bajo. -Hay que ir a buscarlo y darle una sepultura digna. Reconocer en su muerte lo que en vida no pudo manifestar a causa de su trabajo, enterrarlo como el magnífico templario que fue. -Frey Arnau había hablado con firmeza.
Guillem asintió en silencio, sabía exactamente lo que Bernard hubiera deseado y así lo manifestó.
– Bernard hubiera deseado descansar en Tierra Santa, en el desierto de Judea, junto al lugar donde reposa Alba, su mejor yegua árabe. Sentía un afecto especial por aquel caballo y juraba que tenía más corazón que la mayoría de personas que había conocido en su vida.
Abraham dio un respingo que casi lo hizo caer de la silla. Los dos hombres le miraron con asombro y cierta preocupación, Arnau creía que se trataba de un síntoma de su enferme dad. El anciano les explicó su sueño, al lado del moribundo Guils: un hermoso corcel blanco como la nieve, con su crin agitada al viento y con un relincho impaciente que atravesó sus oídos, despertándole.
Guillem estaba profundamente impresionado y contempló en la mirada de frey Arnau el mismo sentimiento. Finalmente el boticario habló.
– Posiblemente, el lugar donde enterremos al hermano Guils no sea importante. Lo que me transmite el sueño de Abraham es que él está donde quería estar, su alma ha vuelto al desierto que tanto amó, junto a su caballo blanco que le esperaba. Ambos ya están juntos de nuevo y nada volverá a separarles.
– Tenéis razón, Arnau. Estoy convencido de que soñé lo que Guils también soñaba y que ésta fue su manera de agradecer mi ayuda. Me regaló un sueño y un mensaje para su joven alumno, decirle que está bien, que no está solo en su viaje y que no debe preocuparse por él.
Ambos ancianos asintieron en silencio, mirándose con mutua comprensión. El mundo estaba tejido con hechos asombrosos y desconocidos, y uno de ellos los había convertido en espectadores involuntarios del milagro. Los dos sabían que la esencia misma del milagro no necesitaba comprenderse, únicamente contemplarse.
Guillem de Montclar observó a los dos sabios, con afecto. Entre ellos había encontrado el único consuelo que podían darle, el milagro de la esperanza. Lejos de desdeñar aquel sueño, le habían dado forma y consistencia, transformándolo en un mensaje de su querido Bernard. Una gran paz se adueñó de su interior, como un bálsamo que curara y aliviara sus heridas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer a continuación y dando unas breves instrucciones a los dos ancianos, salió de la Casa. La noche caía sobre la ciudad y los grandes hachones encendidos iluminaban la fachada de la Casa del Temple. Más allá, la oscuridad levantaba su reino, y hacia ella se dirigió Guillem sin vacilar.