Capítulo V Frey Dalmau

«¿Tenéis alguna deuda contraída con algún hombre del mundo que no podáis pagar vos mismo o vuestros amigos, sin la ayuda de la Casa? Porque se os despojaría del hábito, se os entregaría al acreedor y la Casa no sería responsable de la deuda.»


La muerte de Bernard Guils era ya una noticia en la Casa de Barcelona y los preparativos para su entierro se aceleraban. Su desaparición había creado inquietud entre los miembros de la milicia. Nadie sabía, con exactitud, la causa de su muerte y los rumores añadían más misterio a su asesinato. Muchos de los hermanos, sobre todo los más jóvenes, se preguntaban qué hacía Guils, sin hábito e irreconocible como templario, en casa de un judío. Para ellos, Bernard era una leyenda nacida de sus gestas en Tierra Santa, un fiero lugarteniente del Temple de Acre al que muy pocos habían conocido personalmente. Nadie podía explicar la verdadera naturaleza de su trabajo y aunque las sospechas se extendían y la palabra «espía» se repetía en voz baja, todo aquello no dejaba de pertenecer al terreno de la duda.

Lo mismo sucedía con el joven Guillem, su compañero. También sin hábito, totalmente rasurado, no asistía a los actos litúrgicos y entraba y salía de la Casa siempre que le placía. Sin embargo, no se le conocía un historial heroico que le significara entre sus hermanos y por ello, muchos de ellos pensaron que era un simple criado, quizás un sargento de los muchos que tenía el Temple. Pasó a ser el chico de Guils, simplemente, le clasificaron y dejaron de notar su presencia. Era cierto que esta situación favorecía el especial trabajo de Guillem, pero aquella indiferencia le irritaba. «Si quieres tu capa blanca, olvídate de este trabajo, muchacho», Bernard se lo había repetido en muchas ocasiones, siempre que percibía en los ojos de su alumno aquel brillo especial al contemplar el perfecto orden de un destacamento de templarios, en marcha hacia algún lugar.

Debido a esta extraña situación en que se encontraba, se sorprendió cuando uno de los hermanos, ya entrado en años, se acercó a él para expresarle su condolencia por la muerte de Guils. Conmovido ante el sincero pesar de aquel hombre ya entrado en años pero todavía corpulento, sintió un profundo agradecimiento hacia el hecho de que alguien le tratara como a un igual y le reconociera a pesar de su aspecto.

Pero no podía perder el tiempo en disquisiciones mentales para aliviar su maltratado orgullo, le esperaba una cita con frey Dalmau, una explicación lógica a la reacción de éste ante su pregunta acerca de «la sombra». Recordó la expresión del administrador templario ante la palabra, el destello de furia en su mirada. Aquello le había intrigado y se preguntaba qué podía causar tanta rabia en un hombre aparentemente tranquilo como él.

Repasaba mentalmente los últimos acontecimientos, en tanto se encaminaba hacia las habitaciones del boticario. Era imprescindible averiguar la naturaleza del objeto que Guils transportaba con tanto celo, estaba seguro de que le ayudaría a clarificar el sentido de su investigación. Si era motivo de tanta sangre derramada, debía saber a quién beneficiaba su desaparición, descubrir quién se escondía tras el delito y a quién favorecía, porque de sobras conocía que el instigador, el verdadero culpable, se halla siempre cercano al crimen. Pero ¿qué demonios llevaba Bernard y a quién preguntárselo? Poco a poco, se daba cuenta de que lo ignoraba casi todo de Guils. ¿A quién obedecía? ¿Quiénes eran sus superiores inmediatos? No sabía nada. Él se limitaba a obedecerle, a seguirle, pero ¿quién marcaba el ritmo a Bernard? No tenía ni la más remota idea. Casi nunca compartían información con los comendadores del Temple que se encontraban en la realización de sus misiones, aunque hallaban una completa colaboración, sin preguntas, todos parecían saber que no tendrían respuestas. Entonces, ¿a quién recurrir en un momento como éste, con quién hablar y con quién no?.

La muerte de Guils le había dejado incomunicado, desorientado y sin saber qué camino tomar. A cada pregunta que se hacía a sí mismo, la ignorancia de su propia respuesta le dejaba sin aliento, con una gran sensación de rabia e impotencia que le inundaba, a riesgo -sentía él- de ahogarle sin remedio. -¡Maldita sea, Bernard, de todas las precauciones repetidas mil veces, te olvidaste de la principal, no me preparaste para tu ausencia! -Había hablado en voz alta involuntariamente, sobresaltando a un novicio que pasaba a su lado.

Cuando llegó a las estancias del boticario, le extrañó el silencio de la habitación. Frey Arnau, sentado ante su pequeña mesa que le servía de laboratorio, estaba inclinado sobre un mortero, concentrado en golpear una mezcla. Observó la alargada silueta de Abraham, tendido en el camastro, con los ojos cerrados. Frey Arnau se volvió al escuchar el ruido de la puerta.

– Malas noticias, muchacho. No será posible emprender nuestro viaje, Abraham no se encuentra bien.

– ¿Está enfermo?

– Ya lo estaba cuando emprendió esa maldita travesía. A pesar de mis súplicas, se obstinó en partir y su salud se resiente, pero como buen médico él mismo es el peor de sus pacientes. -Arnau volvió a su mortero.

– ¿Cuánto tiempo creéis que tardará en recuperarse? No es prudente que se quede aquí, cada vez estoy más seguro de que su vida corre peligro.

– Su vida ya corría peligro antes de todo este lío, hermano Guillem. Pero tranquilizaos, se recuperará. Este obstinado judío no se va a marchar de nuevo sin mi permiso, os lo aseguro. ¡Ah, por cierto! Dalmau os espera en la Sala Capitular y parece nervioso. ¿Pasa algo de lo que debiera enterarme, muchacho?

– En el mismo instante en que lo sepa, os lo comunicaré. -Guillem lo miró con afecto y dándole una palmada en la espalda, salió de la habitación. No era una buena noticia que Abraham estuviera enfermo y no pudiera partir. Ignoraba hasta qué punto el Temple podía protegerlo y los acontecimientos, tras la muerte de Guils, parecían complicarse sin que él pudiera evitarlo.

Se ordenó a sí mismo alejarse de pensamientos sombríos, que sólo iban a conseguir que le estallase la cabeza. Debía apresurarse porque frey Dalmau lo esperaba y necesitaba tener la mente despejada y clara para escuchar lo que tenía que decirle.

Abraham despertaba de su sueño con dificultad, pensando que su buen amigo Arnau le había suministrado algún calmante en la sopa, para paliar el dolor de su cuerpo y de su mente. Había oído, en la lejanía de la inconsciencia, la voz del joven Guillem y los murmullos del boticario, y éstos le habían traído de vuelta a la realidad.

Su cuerpo estaba cansado y débil. La enfermedad avanzaba inexorable, paso a paso, sin ninguna prisa. Pensó en Nahmánides, su viejo compañero, y en el encargo que éste le había hecho. Confiaba en él y temía decepcionarlo, no tener las fuerzas necesarias para llevar a buen fin su misión. Tendría que fiarse de Arnau. Sólo pensar que el manuscrito de Nahmánides pudiera caer en malas manos le aterraba, aquel hermoso libro no podía convertirse en ceniza.

– ¡Arnau, Arnau! -Su voz era débil, casi un murmullo.

– Aquí estoy, mi buen Abraham, a vuestro lado. -Arnau había acudido al instante, con cara de preocupación-. No debéis inquietaros, descansad, ya habéis abusado demasiado de vuestras fuerzas. Os dije y os repetí que no estabais en condiciones de partir. Un viaje tan difícil y…

– Debo hablar con vos urgentemente, Arnau -le cortó el anciano judío, intentando incorporarse.

– Vos y yo no tenemos edad para urgencias, os conviene descansar y hablar poco.

– Arnau, no seáis obstinado y ayudadme, os digo que tengo que hablar con vos. -La voz de Abraham se había recuperado y en su tono había enfado e irritación, cosa que sorprendió a su compañero.

– ¡Está bien, está bien! -respondió el boticario, colocando varios almohadones en la espalda del enfermo-. No niego que puedo ser muy obstinado en ocasiones, Abraham, pero vive Dios que vos me superáis ampliamente. ¡Qué carácter! No sabéis estar enfermo.

– Callad y escuchad con atención -cortó Abraham en seco-. Si lo hacéis, comprobaréis la urgencia del tema que me preocupa, y si no os lo he contado antes es porque temía crearos problemas. Y creedme, es un tema que puede causaros innumerables complicaciones.

– Me estáis asustando, amigo mío, y eso no es fácil. Creía que confiabais en mí y que nuestras diferentes circunstancias personales no afectaban a nuestra relación.

– Lo siento, Arnau, pero esto no tiene nada que ver con la confianza, sino con el miedo -murmuró Abraham, mirando con franqueza al boticario-. Sabéis que estoy enfermo, enfermo y cansado, me queda poco tiempo y la muerte se ha convertido en una compañía incómoda, invisible, y no se aparta de mí. No puedo arriesgarme a morir sin confiaros el último deseo de otro viejo amigo.

– El querido Bonastruc de Porta. Claro que para ti siempre será Nahmánides -le interrumpió Arnau, mirándole con ironía.

– Pero ¡cómo podéis saberlo!

– Sois un viejo judío terco y tonto -suspiró el boticario con paciencia-. Por mucho que disimularais vuestro viaje a Palestina con los motivos más inverosímiles, sabía que queríais despediros de vuestro estimado amigo. En vuestro estado, la razón tenía que ser muy importante y lo comprendí de inmediato, pero reconozco que me dolió que no confiarais en mí. Vos sabéis lo mucho que apreciaba a Bonastruc y lo injusto que me pareció todo lo que hacían con él. Me enfadé con vos, lo confieso, pero no tardé mucho en rezar por vuestro retorno, a mi Dios y al vuestro, por si acaso.

Abraham lo contempló con ternura y afecto. Su amigo tenía razón, habían compartido una excelente amistad durante años y sus diferentes creencias no habían alterado su relación, sino al contrario, ambos se habían enriquecido con sus diferentes conocimientos, intercambiando información y ciencia.

– Tenéis toda la razón, Arnau, soy un judío tonto y cansado y estoy asustado, muy asustado. Por primera vez, la idea de

la muerte me atemoriza, como si viviera un inmenso vacío sin futuro ni esperanza en el que de nada me sirven todos mis estudios y conocimientos.

– Os pasa lo mismo que al resto de la humanidad, Abraham, pero como sois más sabio en conocimientos, más orgulloso en realidades -contestó el boticario, con la risa bailándole en los ojos-. Sin embargo, si lo que os preocupa es morir ahora, ya os lo podéis quitar de la cabeza. Moriréis algún día, de eso no cabe ninguna duda, pero no ahora. Os recuperaréis poco a poco. Dentro de unos días os encontraréis mucho mejor y esos lúgubres pensamientos desaparecerán. Os lo dice un buen boticario.

– Os haré caso y me cuidaré, pero de todas formas tengo que hablaros de algo muy importante para mí. Como sospechabais fui a Palestina a ver a Nahmánides y también para cumplir uno de sus deseos. Ya sabéis el triste destino de todas sus obras, quemadas en la hoguera, pero yo… Bien, será mejor que os lo enseñe. Traedme mi maletín y ruego a Dios que esto no os reporte grandes males.

Guillem golpeó un par de veces la puerta de la Sala Capitular. Una voz le ordenó que pasara y, al entrar, se encontró en una habitación muy hermosa. Paneles de madera noble cubrían parte de sus paredes y una amplia chimenea de piedra y mármol, esculpida, proyectaba destellos de luz en el artesonado del techo.

– Pasad, Guillem. Supongo que frey Arnau os ha comunicado los problemas de salud de Abraham y la imposibilidad de emprender nuestro viaje.

Dalmau estaba cerca del hogar, en pie, observándole con afecto. Le pareció más alto y más joven, como si fuera la mesa de administrador que tenía en el alfóndigo la que añadiera años a su figura. Sus ojos, de un gris claro, se hundían tras unas considerables ojeras y, sin embargo, su mirada transmitía serenidad. Su rasgo más característico era su extrema delgadez, casi exagerada en comparación con su altura.

– Parecéis sorprendido -le dijo-. Mucha gente cree que soy una continuación de mi mesa y cuando me levanto, impresiono a más de uno. A Guils le divertía mucho esto, decía que me había convertido en una letra de cambio andante… y creo que no le faltaba razón.

– Ignoraba que conocierais tan bien a Bernard.

– No teníais modo de saberlo, muchacho. Fuimos juntos a Tierra Santa, muy jóvenes, y juntos entramos en el Temple. Durante algunos años, compartimos este trabajo que ahora es el vuestro, una tarea difícil y anónima. Y peligrosa. Después nuestros caminos tomaron rumbos diferentes, pero nuestra amistad continuó.

Guillem le escuchaba con atención. No le había extrañado el pasado de espía de frey Dalmau, había comprobado su habilidad en la observación, su fino olfato de sabueso adiestrado.

– Habéis conseguido una buena máscara -le dijo, sin dejar de observarle.

– Comprendo. Habláis de la vieja teoría de Guils de cómo disfrazarse sin tener que hacerlo. -Dalmau soltó una estruendosa carcajada que contagió al joven-. Un magnífico concepto, no lo dudo, aunque no todos teníamos la extraordinaria capacidad de Bernard para aplicarlo. Os aseguro que provocó muchas polémicas entre nosotros, sobre todo porque yo necesitaba muchos elementos de camuflaje para pasar desapercibido, y Guils se partía de risa con mis disfraces. De ahí viene la broma de la letra de cambio, comentaba que por fin había entendido la filosofía de la «máscara» y que sin añadir nada a mi persona, me había convertido en el administrador más convincente del puerto.

Ambos se contemplaron, riendo, recordando las bromas del amigo desaparecido, cerca de la calidez del fuego que ardía en la chimenea.

– Bien, Guillem, tenemos asuntos de los que hablar.

La gravedad había vuelto al rostro de frey Dalmau. Le indicó con señas que le siguiera y se encaminó hacia uno de los paneles de madera que cubrían la pared. Guillem se fijó en la hermosa rosa del Temple, tan finamente trabajada, que llenaba todo el espacio del panel. También observó los distintos símbolos grabados a lo largo del muro de la Sala, diferentes todos, y se preguntó si en cada lado de la habitación habría el mismo orden. Frey Dalmau manipuló un mecanismo, oculto a la mirada de Guillem, y el panel se deslizó a un lado, sin casi un sonido. Entró tras Dalmau a un oscuro agujero donde unos escalones de piedra descendían hacia el fondo, con dificultad al principio, medio encorvado y con la roca del techo rozándole la espalda.

Bajaron durante un tiempo que al joven le pareció interminable, sobre todo por la estrechez del pasadizo. No era la primera vez que se encontraba en un lugar como éste. Recordó los pasadizos del castillo templario de Monzón, un auténtico laberinto subterráneo, donde Guils le había enseñado a orientarse. A oscuras, solo, perdido en la oscuridad de los túneles. «Sabes lo necesario para salir, chico, cuando lo consigas, comerás.» La primera vez se había pasado tres días perdido, sin comer, con el minúsculo frasco de agua vacío, hasta que Bernard lo encontró, desmoralizado y desfallecido. La segunda vez tardó veinticuatro horas, pero la orgullosa mirada de aprobación de Bernard fue mucho mejor que una copiosa comida y una jarra de buen vino. Sin embargo, nunca se acostumbró al fuerte olor a humedad, a tumba vacía, que parecía que saliera de la misma piedra viva. Guils los llamaba «lugares seguros», y para eso estaban, para reunirse o para fugarse, dependiendo de la circunstancia. «Y para esconderse, chico, como conejos en medio de una cacería.»

Desembocaron en una gran gruta natural. Grandes piedras se amontonaban en uno de sus lados, columnas con capiteles, derribadas. Una colosal estatua de la diosa Cibeles, mutilada sin manos, su hermoso rostro ladeado, mirando con la majestad de un dios que contempla, hierático, el dolor humano. Guillem reflexionó sobre ese imperio, que se creía inmutable e imperecedero y que había caído. Tal vez, en realidad, era la memoria la verdadera guardiana de la inmortalidad.

Diferentes túneles salían de una de las paredes de la cueva, un murmullo de agua de otro sumergido en la sombra. De repente aparecieron frente a una amplia sala con una mesa y varios asientos. Frey Dalmau se sentó, invitándole a hacer lo mismo.

– Y ahora que estamos tranquilos, Guillem, necesito saber dónde oísteis hablar de la «sombra», a quién y en qué circunstancias. Comprendo que os sorprenda mi demanda. No sabéis quién soy ni me conocéis demasiado, e ignoráis si podéis confiar en mí. Sin embargo, os ruego que lo hagáis.

Guillem pensó durante unos momentos. Su situación no era fácil, no sabía a quién acudir y desconocía qué ordenes debía seguir. La muerte de Guils escondía algo mucho más importante que un simple asesinato por robo, de eso estaba seguro, aunque ya no sabía qué pensar. Necesitaba confiar en alguien y Dalmau no le parecía una mala opción, era posible que pudiera indicarle a quién debía recurrir.

– Si os lo cuento, pondré en peligro vuestra vida. -Correremos ese riesgo -respondió Dalmau, paciente. Y Guillem empezó a hablar. Primero, con cautela, buscan do las palabras apropiadas; después, como si una necesidad vital lo impulsara a confiar a alguien toda aquella absurda historia. Dalmau escuchaba, y no quiso interrumpirle ni una sola vez, dejándole hablar libremente de Bernard, de lo que éste había significado en la vida del joven, de su desorientación sin él. Cuando Guillem terminó, se sintió seco y vacío, y permaneció en silencio. No sabía nada de su trabajo, ni de la muerte de Guils, los cinco años a su lado no le habían servido de nada. Frey Dalmau pareció comprender su estado de ánimo, la voz interior que atormentaba al joven.

– Creéis que Bernard no confió en vos y esto os hace daño. Pero creo que os equivocáis, Guillem, él no esperaba este final, era una previsión difícil de hacer. Es posible que, durante este tiempo, lo único que intentara fuera protegeros, adiestraros y al mismo tiempo, alejaros de las consecuencias de vuestro trabajo. Quizás os estaba regalando tiempo para que tomarais una decisión.

– Vos sabéis lo que quiso decir, sabéis qué significa la «sombra». -Guillem se aferraba a su única pista. No quería pensar en Bernard, en los motivos por los que le había dejado en la ignorancia.

– Sí, lo sé y no me gusta. Prueba de ello es que él está muerto.

– ¿Por eso este lugar? ¿Y tanto secreto?

– No, muchacho. -Dalmau contestó de forma tajante-. No se trata de nuestra seguridad, sino la de los otros. Nadie que sepa de la Sombra tiene una larga vida, y sería estúpido y superficial poner en peligro a los miembros de esta comunidad, ¿no creéis? Estamos aquí para evitar más muertes inútiles.

Frey Dalmau miró largamente al joven, calibrando sus aptitudes, y continuó.

– Ésta es una historia de espías, Guillem, un mundo aparte, irreal. Ya sabéis que ésta es una profesión que no existe, no hay espías en el Temple ni en Roma, no los hay en las Cortes reales ni en los caballeros Hospitalarios, ni en los Teutónicos. Los espías no existen y el mundo puede dormir tranquilo. Guillem sonrió ante la ironía del administrador, pero sabía que decía la verdad. Nadie aceptaba que hubiera espías, pero mientras tanto su número crecía de forma alarmante, desde las cancillerías hasta los conventos.

– La Sombra es un hombre que, en un tiempo, tuvo una estrecha relación con nosotros. Con Guils, conmigo y con el Temple. Su nombre, o el que dio al ingresar en la orden, era D'Arlés, Robert d'Arlés. Era un joven muy atractivo, con una gran cultura y una habilidad especial para los idiomas. Escaló puestos en la orden rápidamente, hasta que llegó a los que empezaban a llamarse «servicios especiales», con Guils y conmigo. -Dalmau calló un momento, inspirando hondo, como si no le fuera agradable recordar.

– Trabajamos varios años juntos, sin problemas. Éramos un buen equipo. Hasta 1251 no empezaron los conflictos. Hacía ya un tiempo que habíamos detectado filtraciones importantes en nuestra orden y varios compañeros habían muerto en extrañas circunstancias. Estábamos realmente preocupados, eran tiempos difíciles y la cruzada de Luis en Egipto había sido un desastre. Toda Tierra Santa lo estaba pagando muy caro. -¿Luis de Francia?

– El mismísimo rey de Francia, instalado en San Juan de Acre después del desastre de Damieta. Aquella matanza habría podido evitarse. Nosotros habíamos insistido en la necesidad de recuperar Jerusalén y dejar la campaña egipcia para más adelante, pero todo fue inútil.

– Los franceses estaban más preocupados por conseguir el poder en Occidente, frey Dalmau, igual que el Papa. La muerte del emperador Federico y la desintegración del imperio era un enorme pastel, una gran tarta de colores llamando a los comensales.

– Sí, tenéis razón, un apetitoso pastel…, todavía lo es, a pesar del tiempo transcurrido. -Dalmau resopló en un gesto de disgusto-. Siria y Egipto estaban en guerra entonces y no negaré que los intereses de la Orden estaban con los sirios, lo que nos iba a traer graves problemas. Siria acababa de tener una grave derrota y ofreció al rey Luis la ciudad de Jerusalén, a cambio de una alianza militar contra Egipto. Era una propuesta tentadora, sobre todo después de Damieta. Luis podía recuperar su fama y convertirse en el héroe de la cristiandad, algo que él deseaba. Sin embargo, entre esta halagadora propuesta y el rey, se encontraban los miles de cautivos cristianos encerrados en las mazmorras egipcias. Era un asunto delicado, los nobles le presionaban con la amenaza de que si pactaba con los sirios, Egipto mataría a todos los cautivos.

– ¿No fue por aquel tiempo que saltó el escándalo Vichiers? -comentó Guillem.

– Estáis bien informado, muchacho. En medio de aquella delicada situación, alguien susurró al oído del rey Luis que el Temple mantenía negocios con los sirios. Como veis, las filtraciones en nuestro servicio iban de mal en peor y todos nuestros esfuerzos para atrapar al traidor habían sido inútiles hasta entonces. Nos costaba creer que fuera uno de los nuestros, que estábamos alimentando a la serpiente en nuestras propias entrañas.

– ¿Cuál fue la reacción del rey?

– Luis montó en cólera contra el Temple, no podía creer que alguien moviera un dedo sin su divino consentimiento. Planeó una humillación sin precedentes para la orden, y el comportamiento del entonces Gran Maestre, Vichiers, le hizo caer en la ignominia para el Temple. Su nombre debería ser borrado de nuestros Libros.

– Pero ¿qué tiene que ver la Sombra en todo esto? -Guillem perdía el hilo y la paciencia.

– La Sombra era nuestro traidor, muchacho. El que desvelaba a oídos franceses y papales nuestros secretos, por eso os he puesto en antecedentes, para que podáis calibrar el peso de su traición.

– Creo recordar que Luis no llegó a pactar con nadie, ni con sirios ni con egipcios.

– Cierto, se quedó donde estaba, sin Jerusalén ni cautivos, pero muy irritado con el Temple. ¿ Conocéis la obsesión de Luis por las reliquias?

Guillem hizo un gesto negativo, desconcertado por el cambio en la conversación.

– Veréis, Luis creía que las reliquias eran portadoras del Cielo y que cuantas más poseyera, más Cielo tendría. Tenía la colección más increíble de la historia, amigo mío, y os la puedo recitar de memoria de tanto que se hablaba de ellas: la corona de espinas y un fragmento de la Vera Cruz, compradas en Constantinopla por un precio fabuloso; la Santa Lanza, los Santos Clavos, la Santa Esponja…

– ¿ La Santa Esponja? -murmuró Guillem, estupefacto. – La Túnica Sagrada, un trozo del Santo Sudario, un trozo de la toalla que María Magdalena usó con Jesucristo -Dalmau seguía la lista imparable-, una ampolla con leche de la Virgen y otra con la Divina Sangre… En fin, cuando acabó con el Nuevo Testamento, empezó con el Antiguo. Al mismo tiempo, las arcas de los comerciantes bizantinos, venecianos y genoveses se llenaban con fortunas colosales. Cada día salía a la luz una nueva reliquia, y no sé cómo el tesoro francés pudo soportar un saqueo parecido. Bueno, el caso es que en las reliquias está el principio y fin de esta historia, muchacho, aunque os sea difícil de creer.

– Tendréis que perdonarme, frey Dalmau, pero no veo la relación.

– No me extraña, Guillem. Todavía hoy me admira la complicada e increíble historia en que nos metió D'Arlés, sólo para salvar el pellejo. Habíamos conseguido encontrar la pista definitiva que nos llevaría al traidor, cuando D’Arlés se presentó para comunicarnos que había encontrado una reliquia auténtica, que había hablado con nuestros superiores y que se había decidido que su búsqueda era prioritaria. Había que encontrarla para ofrecérsela al rey de Francia y calmar así su cólera contra la orden.

– ¿Y os lo creísteis?

– Sí y no, nos creímos lo que decía D'Arlés, pero no nos creímos la naturaleza de la reliquia en cuestión. Llevábamos dos meses en el desierto, aislados de nuestros compañeros, únicamente en contacto con nuestros informadores árabes, y no os miento si os digo que estábamos exhaustos. Pero, por fin, habíamos logrado abrir una brecha en nuestra investigación, un camino que nos llevaba, directo, al nombre de nuestro traidor. Y aparece D'Arlés con una historia demencial.

– ¿Qué debíais buscar, una sandalia de Nuestro Señor o el mendrugo que sobró de la Santa Cena?

– ¡Oh, no, amigo mío! Se trataba del Manto de la Virgen. D'Arlés juró que su plan había sido aprobado y que debíamos partir de inmediato, que el comerciante que poseía la reliquia nos estaba esperando y que nuestros superiores habían insistido en que fuéramos nosotros los encargados de la misión, ya que no deseaban más filtraciones. Tuvimos una reunión de urgencia, no podíamos abandonar nuestra investigación en el punto en que se hallaba, y para nosotros lo prioritario era encontrar al traidor. Decidimos enviar a Jacques el Bretón para que continuara, pensando que en un par de días nos reuniríamos con él. Guils estaba furioso, convencido de que nos habíamos vuelto completamente locos y aullando que no daría ni un paso hasta tener la confirmación del maestre para aquella demencial misión. Pero estábamos muy lejos de San Juan de Acre y D'Arlés jugó muy bien su papel.

– Pero vosotros todavía desconocíais el nombre del traidor. -Así es. Jacques el Bretón lo averiguó dos días más tarde, y nosotros fuimos capturados y encerrados en una mazmorra siria. Mientras tanto, D'Arlés se escapaba a Francia, a convencer al rey Luis.

– ¿Qué ocurrió?

– Cuando llegamos al lugar indicado, D'Arlés dijo que se adelantaba para recibir al individuo del Manto, mientras nosotros aligerábamos las monturas. Pero no había ningún comerciante ni Manto: D'Arlés nos había vendido y fuimos atacados y capturados, Guils, mi hermano Gilbert y yo. Pasamos dos años en aquella mazmorra, mi hermano murió allí, y nosotros también hubiéramos muerto de no ser por Jacques el Bretón. Nos encontró, nos sacó de aquel inmundo agujero y nos contó lo que había ocurrido.

– ¿Y D'Arlés?

– Se presentó ante el rey de Francia con un mugriento trapo, jurando que se trataba del Manto de María. Contó que el Temple tenía escondida la reliquia porque tenía propiedades milagrosas de curación, que él, en persona, había insistido en donarla al rey, pero que la orden se lo había prohibido. Dijo que su fidelidad a Luis era mayor que la que sentía por el Temple, que suplicaba su protección porque la orden había puesto precio a su cabeza y que, al mismo tiempo, le suplicaba discreción. Que a pesar del gran sufrimiento que le había causado la orden, conocía la valentía y honradez de muchos de sus miembros y no quería ofenderlos, por ello rogaba al rey que sólo comunicara al Gran Maestre el resultado de su acción y que quedara secreto para el resto. Luis estaba encantado, con el trapo, con D'Arlés y con la idea de soltarle una dura reprimenda al maestre Thomás de Berard. Pero mi hermano Gilbert estaba muerto y tanto Guils como yo habíamos perdido dos años encerrados, sin saber nada.

– Podríais haberle descubierto.

– Lo intentamos. También lo intentó el maestre Berard, pero Luis no quiso oír nada. «Francia no necesita ni tiene espías», le dijo, negándose a escuchar cualquier hecho delictivo de D'Arlés, ni tampoco a poner en duda la autenticidad de la reliquia. Ya os he dicho que estaba encantado. En cuanto a D'Arlés, podéis suponer que se hizo un nombre en la corte y se convirtió en el brazo derecho de Carlos d'Anjou, el hermano menor de Luis. Berard estaba convencido de que siempre había trabajado para él y es posible que tuviera razón.

– ¡Carlos d'Anjou! Un hombre ambicioso -dijo Guillem, asombrado por toda la historia.

– Eso es decir poco, querido muchacho. Es un hombre sin escrúpulos, con un servicio de espionaje digno de un rey, y que tiene en su centro a D'Arlés. Ambos son almas gemelas, no se detendrán ante nada, ni tan sólo ante el Papa que ahora come en su mano.

– Recuerdo unos versos que me enseñó Guils, no hace mucho. -Guillem se concentró para recordar mejor el poema-. Creo que son de uno de nuestros hermanos.

El Papa prodiga indulgencias a Carlos y a los franceses para luchar contra los lombardos y, en contra nuestra, da pruebas de gran codicia, ya que concede indulgencias y dona nuestras cruces a cambio de sueldos torneses.

Y a cualquiera que quiera cambiar la expedición a Ultramar por la guerra de Lombardía nuestro legado le dará poder, puesto que los clérigos venden a Dios y las indulgencias, por dinero contante.

– Versos del templario Ricaut Bonomel, muchacho, que explican claramente cuál es la situación actual. -Dalmau bajó la mirada, abatido-. Carlos d'Anjou no se detendrá ahora, ha conseguido que el Papa apoye y financie su ambición en Sicilia y que, a través de él, aniquile a toda la dinastía del emperador Federico, los Hohenstauffen. Sin embargo, su ambición va más lejos, hacia Constantinopla, el viejo imperio de Oriente. Tierra Santa abandonada a su suerte, en tanto el Papa desvía dinero y gentes para Carlos, en el corazón de Occidente, en una guerra de cristianos. Son malos tiempos para nosotros, Guillem.

– ¿Por qué la Sombra? ¿Por qué este nombre? -preguntó el joven, interesado.

– Por su forma de matar. Se ha convertido en un asesino experto, el brazo ejecutor del D'Anjou. El apodo se lo pusieron los genoveses, por su habilidad en no dejar rastro, se rumoreaba que después de derramar sangre, lo único que puede percibirse de él es el murmullo de una sombra desvaneciéndose. Muy poca gente conoce su rostro, vive en la sombra que proyecta Carlos d'Anjou y se ha convertido en una leyenda entre los espías.

– Pero vosotros sabéis quién es -afirmó Guillem.

– Sí, pero vamos quedando pocos. Guils, Jacques y yo, juramos encontrarle y ejecutarle, en un pacto de sangre. Bernard nos ha dejado a medio camino, sólo quedamos Jacques y yo.

– Contad conmigo, frey Dalmau, ocuparé el lugar de Guils. -No, Guillem, vos tenéis otro trabajo. Debéis buscar lo que robaron. La Sombra es nuestra tarea desde hace años. No debéis inmiscuiros en nuestra caza. Es algo personal que no tiene nada que ver con vos, ni con la Orden. Alejaos de D'Arlés.

– Frey Dalmau había hablado con autoridad, sin una vacilación.

– Pero es posible que matara a Guils, y si fue así, ¿por qué no le reconoció?

– Le reconoció, aunque tarde. Bernard nos envió un último mensaje con su nombre. Es posible que D'Arlés haya cambiado después de tantos años, o que encontrara la «máscara» perfecta para engañar a Bernard, no lo sé. Quizás estaba distraído, cansado… Es posible que nunca lo sepamos, ahora no es importante.

– Si la Sombra va detrás de lo que llevaba Guils, es posible pensar que es algo que interesa a Carlos d’Anjou. ¿No creéis, frey Dalmau?

Dalmau estaba absorto en sus propios pensamientos, con la mirada perdida en algún punto de la oscuridad. Tardó unos segundos en responder.

– De eso podéis estar seguro, muchacho.

– Entonces, necesito saber de qué se trata. ¿Qué era lo que Guils transportaba? ¿A quién iba dirigido? ¿Quién era su superior, de quién recibía las ordenes? -Las preguntas se agolpaban en la mente de Guillem.

Frey Dalmau lo miró fijamente, con preocupación. Ignoraba hasta qué punto aquel joven estaba preparado para dar el último paso. Bernard lo había protegido hasta el final, lo había alejado de aquella decisión que una vez ambos habían tomado y que había determinado sus vidas. Dudaba, a pesar de que las circunstancias parecían empujar al joven Montclar, hacia aquella delgada línea que, una vez cruzada, no tenía retorno. Debía pensarlo, no estaba seguro de que fuera la mejor solución. Esperaría y quizá Bernard, allá donde estuviera, le enviaría una señal que le guiara.

– Debéis buscar a D'Aubert, es muy posible que él sea el ladrón, y la pista del traductor de griego es un buen inicio. Concentraos en buscar toda la información posible del robo, no os preocupéis de nada más.

– ¿He de entender que vos seréis mi superior inmediato, frey Dalmau?

– Si ello os tranquiliza, así podéis pensarlo, Guillem.

El joven lo estudió con curiosidad, convencido de que podría darle mucha más información, pero no insistió. Sabía que no conseguiría nada, llevaba el tiempo suficiente con Guils para aceptar que hay respuestas que no existen. Necesitaba respirar aire puro con urgencia, aquel lugar le deprimía y la oscuridad empezaba a pesarle físicamente. Dalmau pareció intuir los sentimientos del joven y levantándose, dio por terminada la reunión.

Guillem salió al gran patio central de la Casa, respirando con fuerza, como si hubiera estada inmerso en una tinaja de agua durante demasiado tiempo. Se apoyó en el pozo que había en el centro, concentrando su mirada en el oscuro vacío. Imaginaba a Guils en el barco, alargando la mano hacia el cuenco de agua, sin prestar atención al rostro que se lo ofrecía, perdido en sus propias reflexiones. ¿En qué estaba pensando? Lo contempló mientras se acercaba el cuenco a los labios y bebía, distraído, sin sospechar que sería su último sorbo de agua, palpando su camisa para encontrar la seguridad de que «aquello» seguía allí. De golpe, recordó la silueta que había visto desaparecer en casa del anciano judío, ¿ la Sombra? Por un instante habían respirado el mismo soplo de aire.

Y frey Dalmau, desde luego, sabía mucho más de lo que decía, estaba seguro. Ya tenía demasiada información que asimilar, pensó: sombras y reliquias, traiciones y muertes. ¡ La Santa Esponja! ¿Quién podía creerse tal cosa? El rey de Francia, por ejemplo. ¡Por los clavos de Cristo, aquello era un monumental laberinto! Se arrepintió de la maldición y, por un breve momento, deseó estar en la seguridad de la capilla, junto a sus hermanos, en el orden regular de los rezos, sin sorpresas ni sobresaltos.

– Abraham, esto es una auténtica maravilla. -Frey Arnau acariciaba, con delicadeza, la página del manuscrito, casi con veneración.

– Estoy de acuerdo con vos, Arnau, es una auténtica maravilla. Incluso su título, El Tesoro de la Vida, expresa con fuerza sus extraordinarias palabras. Debemos evitar que caiga en malas manos, amigo mío, encontrarle un refugio seguro lejos del peligro de las llamas.

Abraham se expresaba con excitación, sus mejillas enrojecidas por la fiebre, mientras reseguía cada página, cada línea del manuscrito que el boticario sujetaba con respeto. Ambos lanzaban frases de admiración, vencidos por el verbo luminoso del sabio judío.

– Podéis estar seguro, Abraham, de que este tesoro no alimentará ninguna hoguera y, si lo creéis necesario, os lo prometo por mi propia vida. Encontraremos el lugar más seguro para que nada ni nadie pueda amenazar su existencia.

– Gracias, amigo mío, no sabéis la ayuda que me estáis ofreciendo, vuestra fortaleza compensa mi debilidad. -Animaos, Abraham, pronto os habréis recuperado. Tenemos mucho que pensar y mucho que hacer. -Frey Arnau apretaba una de las manos del anciano entre las suyas, transmitiéndole todo el calor y la vitalidad que necesitaba.

Unos golpes en la puerta sobresaltaron a los dos hombres y el pánico se reflejó en el rostro de Abraham. El boticario se levantó de un salto, guardando el manuscrito en el maletín del médico e indicándole, con gestos, que guardara silencio. Si hasta entonces aquel escondrijo había resultado seguro, pensó, que siga siéndolo.

– ¡Ahora voy, enseguida abro la puerta, un momento por favor! -gritó Arnau, dirigiéndose a la puerta y lanzando gestos tranquilizadores hacia Abraham.

Guillem asomó la cabeza, sorprendido por encontrar la puerta cerrada y ante la expresión de los dos ancianos.

– ¿Qué ocurre? ¿Habéis visto a un fantasma? No he dormido mucho y es seguro que tengo mala cara, pero no me imaginaba que fuera algo tan espantoso.

– ¡No, no, muchacho, no es eso! Lo que ocurre es que estos dos viejos se habían dormido corno marmotas y vuestra llamada nos ha despertado de golpe -le contestó frey Arnau, con una risita nerviosa.

El joven los observó con escepticismo. Frey Arnau era un pésimo mentiroso y Abraham, pese a sus esfuerzos, conservaba una mirada de pánico en sus ojos. El boticario mantenía una sonrisa rígida, como si la hubiera cogido prestada y todavía le faltara encajarla en el lugar correspondiente. Algo le ocultaban, aunque procuró disimular y conformarse con la explicación que le habían dado.

– Bien, me alegro de veros más animado, Abraham, porque necesito de vuestra ayuda.

– Contad con ella, muchacho. Este pobre enfermo hará lo que pueda para ayudaros. -Las manos de Abraham todavía temblaban.

– Bien, necesito encontrar a un traductor de griego -soltó Guillem, escuetamente.

– ¿Un traductor de griego? -repitió frey Arnau, sorprendido-. Pues no tenéis que ir demasiado lejos, tanto Abraham como yo conocemos el idioma.

– Muy agradecido, pero yo también conozco el idioma. No se trata de esto, caballeros. Veréis, necesito al tipo de traductor que un ladrón escogería, alguien sin escrúpulos pero con cono cimientos y que por un buen puñado de monedas sepa guardar un secreto.

Viendo la cara de perplejidad de sus amigos, Guillem les puso al corriente de sus últimas pesquisas.

– Creo que vais por buen camino -asintió Abraham-. Lo que Guils ocultaba tenía que ser de pequeño tamaño, quizás un manuscrito o documentos, posiblemente escritos en esta lengua.

– O acaso papeles del fraile al que también robó. -Arnau estaba pensativo-. Sea lo que sea, podemos deducir que estaba escrito en griego y que el ladrón lo necesita traducir para averiguar si tiene algún valor.

– O para tirarlo al mar si cree que no puede sacarle beneficio -sugirió Guillem-. Lo realmente seguro es que, tratándose de un objeto robado, recurra a alguien que no le reporte problemas con la ley. ¿Comprendéis lo que estoy buscando? -Leví, el cambista. -Abraham dijo el nombre sin dudar. Guillem se lo quedó mirando, en tanto frey Arnau entraba en profunda meditación, absorto en el nombre que su amigo había dicho. Finalmente, el boticario levantó la cabeza, en un gesto de asentimiento.

– Sois un clarividente, Abraham, no se me hubiera ocurrido. Pero sí, es una posibilidad acertada que encaja con las necesidades del ladrón, de ese tal D'Aubert, como un anillo al dedo. Leví responde a todas las características que buscáis, Guillem, si hay un negocio turbio en esta ciudad, a buen seguro que el

bolsillo de Leví aumentará de peso. Tiene magníficas relaciones con los bajos fondos y una reputación que asustaría a cualquier buen cristiano… y a todo buen judío.

Las palabras del boticario arrancaron una sonora carcajada de Abraham, divertido ante su turbación.

– Leví es escoria, Guillem -dijo, todavía riendo-, pero hay que reconocer que es un tipo listo. No es fácil seguir viviendo entre tantos criminales a los que conoce y de los que sabe demasiado. Creo que debes tener mucho cuidado con él, muchacho, es astuto como un zorro y no se dejará engañar fácilmente.

– Podemos considerar que tiene un punto débil -dijo Arnau mirando a Abraham, cómplice-, su vanidad excede a su inteligencia, está convencido de ser alguien muy importante.

Ambos estallaron en carcajadas, ante el asombro de Guillem que, por un instante, pensó que habían perdido la razón. -Debéis perdonarnos, muchacho -exclamó Abraham, sacudido por la risa-, pero Leví es un personaje que nos ha proporcionado momentos hilarantes a ambos, aunque a prudencial distancia. Lo comprenderéis en cuanto le veáis.

– Es por su forma de vestir -añadió Arnau, sin dejar de reír.

– Por lo visto será difícil que me equivoque de persona, caballeros. Me alegra veros de tan buen humor y espero a mi regreso no sobresaltar vuestro tranquilo sueño.

Guillem no había podido evitar el sarcasmo, pero se arrepintió al momento. Las carcajadas de los dos ancianos pararon en seco y el miedo reapareció en las pupilas de Abraham. El joven salió de la estancia con una profunda sensación de culpa y pesar por haber estropeado aquel momento de placer. -Sospecha, Arnau, este muchacho sospecha de nosotros -murmuró Abraham cuando Guillem hubo cerrado la puerta tras él.

– No me extraña, Abraham, le hemos recibido como si se tratara del mismísimo Satanás, ¡Por el amor de Dios!, debe estar convencido de que le ocultamos algo.

– Y con toda la razón, amigo mío, somos un desastre disimulando.

– De todas formas, no debemos preocuparnos por Guillem, Abraham. Es un buen chico. Incluso he estado tentado de confesarle nuestro problema, pero ya tiene bastantes preocupaciones con las que cargar. Esto debemos llevarlo sobre nuestras espaldas y si flaquean, entonces le pediremos ayuda. Merece toda nuestra confianza, además, ¡por todos los santos, Abraham, tampoco somos tan viejos!

– Estoy de acuerdo en cuanto a Guillem, pero en lo demás… somos viejos, Arnau, dos mulas viejas, ésa es la realidad. -Me alegro profundamente de que después de veinte años de amistad, te hayas decidido a tutearme aunque sea para decirme mula vieja. Pero es hora de descansar, viejo obstinado, tantas emociones acabarán contigo.

Arnau reclinó a su amigo en el lecho y lo abrigó. Después, se sentó a su lado, montando guardia, como en los viejos tiempos. Acariciaba el pequeño puñal que guardaba entre sus ropas, la edad no le había hecho olvidar su manejo, acaso más lento pero no por ello menos preciso. Estaría preparado y vigilante.

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