Capítulo VI Leví el cambista

«¿Estáis sano de cuerpo y libre de toda enfermedad aparente? Porque si se probara que sois víctima de alguna antes de que seáis nuestro hermano, podríais perder la Casa, cosa de la que Dios os guarde.»


Guillem de Montclar salió de la Casa en dirección al barrio de Santa María del Mar. Parecía que todo lo que estaba sucediendo le empujara, de forma obstinada y tenaz, hacia el mismo camino.

«Salgo del punto de partida para volver a él -pensó-, como si girara dentro de un círculo cerrado del que no puedo salir.» Se sentía atrapado, dando vueltas a un mismo eje: «Guils, Guils, Guils».

En aquella ocasión, no siguió la línea recta en dirección al mar, sino que se encaminó hacia el norte. Iba encorvado, sumido en sus pensamientos, reflexionando en la mejor manera de enfrentar al viejo cambista para aprovecharse de sus debilidades. Recordaba las explicaciones de sus experimentados amigos: «Lo verás sólo entrar en el lugar de los Cambios -le habían dicho- como un pavo real entre un rebaño de cabras, vestido de sedas y oropeles, viejo y enteco como una ciruela secada al sol del mediodía y con unos ojos de pajarraco carroñero, avistando nuevas presas, en tanto su puntiaguda barba protege su bolsa. No hay pérdida, muchacho, Leví es la excentricidad hecha carne».

Mantenía una cuidadosa vigilancia a su alrededor. Desde que conocía la naturaleza de la Sombra, no estaba dispuesto a descuidar su protección. Su mirada, aunque pareciera distraída, no dejaba de observar cada centímetro de calle y a cada individuo que se cruzaba con él. Se acercaba la hora del mediodía y un cálido sol atravesaba las estrechas callejuelas por las que deambulaba, hasta que desembocó en el lugar donde se agrupaban los artesanos de la plata. Un sonido agudo y repetitivo salía de los talleres, en donde los operarios se afanaban con sus pequeños martillos de metal. De improviso, aflojó el paso, como si un gran interés le hiciera detenerse ante el trabajo de un aprendiz que, con cara de aburrimiento, bruñía un candelabro. No captó ningún brusco cambio de ritmo en el andar de las gentes, todo parecía estar en orden.

A medida que se acercaba al lugar de los Cambios, su rostro empezó a sufrir serias transformaciones, acentuándose el aire distraído e ingenuo, un paso vacilante e inseguro, como si no estuviera demasiado convencido de adónde ir. Al desembocar en la amplia zona donde los cambistas tenían instaladas sus mesas, un nuevo Guillem apareció a la luz del mediodía, más joven e inseguro, con alguna grave preocupación que le contraía el rostro, vacilante y con las manos tironeando de la capa, incapaces de mantenerse quietas.

Sólo entrar en la plazuela, descubrió a su objetivo y comprendió que Abraham y Arnau no habían exagerado lo más mínimo. A unos metros, en un rincón detrás de su mesa, el pavo enseñaba las plumas sin el menor recato, vestido con las mejores sedas y alhajas, con su puntiaguda barba recortada con esmero y hablando con un incauto que le escuchaba con desconfianza. Guillem se acercó, mirando en todas direcciones, como si se hubiera perdido, cada vez más encorvado.

– Ése es un interés muy alto, Leví. -El cliente hablaba en tono suplicante-. Es un riesgo que excede mis posibilidades. Además, mi amigo Bertrand, el naviero, me ha comentado que ofrecéis un interés que, a la vuelta, se duplica milagrosamente. Ya sabéis que esto no es legal y que puede traeros muchos problemas.

– ¡Ay, ay, ay, amigo mío! Intentáis amenazarme y esto no está nada bien. -Leví ronroneaba como un gato satisfecho, falsamente escandalizado por las insinuaciones-. Vos no me habéis pedido un servicio reglamentario ni conforme a ley alguna que yo conozca y por lo que yo sé, ¡pobre de mí!, esto tampoco es legal. Vos no queréis complicaciones, pero esperáis que me las quede yo solito, y no está bien, nada bien… Acostumbro a tener una idea exacta del precio de mis complicaciones, cosa que vos ignoráis. Sois demasiado pusilánime y la cobardía encarece mis servicios, tenedlo en cuenta. Además, si no os gustan mis condiciones, largaos a otro lugar y no me hagáis perder el tiempo.

– Sois un sinvergüenza, Leví, mi amigo ya me avisó de vuestras estratagemas para engañar a los ingenuos, y yo no lo soy.

– ¡Señor, qué miedo me dais! No sé si seré capaz de superar tal espanto. ¡Que alguien me ayude! -Leví gesticulaba, poniendo voz de falsete y burlándose del pobre hombre que lo miraba entre asombrado y asqueado. Sin decir una sola palabra más, su interlocutor se dio media vuelta y se marchó a toda prisa.

Leví hizo un grosero gesto de despedida a las espaldas de su frustrado cliente, con una sonrisa de oreja a oreja y lanzando un profundo suspiro que acabó convirtiéndose en una risa es tridente y desagradable. Era un descanso para él sacarse de encima a individuos como aquél, que sólo le hacían perder su precioso tiempo. ¡Malditos cobardes, ovejas de corral sin miras ni ambiciones! Aquel estúpido estaría arruinado en menos de lo que canta un gallo, y era lo que se merecía, él lo sabía. Lo único que le pesaba era que los beneficios de su ruina no fueran a parar a su bolsillo. El mundo estaba lleno de infelices desgraciados, dispuestos a llenar sus arcas, pensó satisfecho.

Su mirada se detuvo, con penetrante interés, en un jovenzuelo de apariencia estúpida que vagaba de mesa en mesa, vacilando, con el miedo dibujado en su cara. Allí había un sujeto apropiado, un tierno cordero con problemas. Por su forma de vestir dedujo que era hijo de algún rico comerciante, inexperto y con cara de haber cometido bastantes errores, una fuente de riqueza para Leví. Sonrió, con su cara más honorable, aunque no lo consiguió del todo.

– Buenos días, joven -saludó desde su mesa.

– ¡Oh, buenos días…! -respondió Guillem, titubeante en su papel.

– Acercaos, no temáis. ¿Puedo ayudaros en algo?

– Sinceramente, no estoy seguro. He venido a familiarizarme con todo esto, mi padre es comerciante y desea que me acostumbre a este ambiente, pero…

– Una medida muy inteligente, ésa es la mejor manera de aprender, joven, 1a mejor manera.

Leví estaba encantado de la posibilidad que se le ofrecía, una fruta madura a punto de caer, lo había captado al primer vistazo. Un muchacho aterrado de enfrentarse a su padre y confesarle algún error comercial grave. Leví conocía perfectamente la casta de aquellos duros comerciantes, valientes en el riesgo y la aventura e incapaces de asumir que sus hijos no valían ni la mitad que ellos. Jóvenes estúpidos e inútiles, criados entre plumas y criados, pensó.

– No sois de aquí, mi joven amigo. Tengo un olfato especial para los acentos y a pesar de que habláis con gran corrección, noto su particularidad. Quizá provenzal… aunque lo más seguro es que sea marsellés. ¿Me equivoco?

– ¡Es increíble! Nadie se percata normalmente. -Guillern le miraba con los ojos abiertos como platos, genuinamente admirado-. Sois muy inteligente, maese…

– Leví, maese Leví -contestó el cambista, encantado con las maneras del joven. Aunque sus clientes le reportaban grandes fortunas, eran todos descorteses, con una mala educación indescriptible-. No quisiera ser indiscreto, joven, pero os veo muy preocupado, como si tuvierais graves problemas -continuó Leví lanzando su espesa tela de araña.

– Cuánta razón lleváis, maese Leví, tengo un grave problema y muy poca experiencia. No sé a quién recurrir. Cometí un pequeño error y quisiera enmendarlo antes de que llegara a oídos de mi padre.

El cambista se frotó las manos, estaba orgulloso de su fina inteligencia, no había nadie en el mundo capaz de engañarle. Podía captar las más pequeñas sutilezas con una precisión asombrosa y allí estaba aquel estúpido joven para demostrarlo. Hasta él mismo estaba admirado de su perspicacia. -Supongo que se trata de dinero, mi joven amigo. -Leví se conducía con precaución de equilibrista, no quería asustar a su víctima antes de tiempo.

– La verdad es que no estoy seguro, maese Leví. Podría corregir mi error si encontrara al bergante que me engañó. -¿Y por qué no me contáis el problema? Si está en mi mano, seguro que os ayudaré.

– Veréis, esta mañana hemos desembarcado un valioso cargamento de seda y yo era el encargado de vigilar que la descarga transcurriera con toda normalidad. Todo iba bien, pero no sé por qué razón en el último momento dos fardos del precioso tejido quedaron a un lado. Un hombre de mediana edad, que cojeaba levemente, se acercó a mí para decirme que venía a recoger aquellos dos fardos que el capataz había olvidado. Me pedía autorización para llevarlos al almacén y disculpas por lo sucedido. No me pareció nada sospechoso, os lo aseguro, pero al llegar al almacén y contar los fardos, descubrí que faltaban dos. Desde ese momento, no he hecho más que recorrer todo el barrio en busca del ladrón. Estoy realmente desesperado, maese Leví, no puedo volver a casa sin los fardos de seda.

Leví le miraba con fingida conmiseración, disimulando el desprecio que sentía. El truco más viejo del mundo para el joven más estúpido del mundo. Era increíble que existiera gente de tan poca inteligencia.

– Desde luego que puedo ayudaros, aunque mis servicios no son gratuitos.

– ¡Por descontado, maese Leví! -Un rayo de esperanza iluminaba la cara de Guillem, que siguió fingiendo entusiasmo-. Os pagaré lo que me pidáis, no soy un pobre miserable. Mi trabajo me reporta beneficios y nuestra parada en Génova llenó mi bolsa, mi padre fue muy generoso.

Los ojos de Leví se entrecerraron de placer hasta formar una delgada línea recta. Génova era una palabra mágica en su idioma, la traducción exacta del metal reluciente. No hacía muchos años, aquella república había encuñado una nueva moneda, el «genovino», una joya de 3,5 gramos de peso del oro más puro y perfecto.

– Ya os he dicho que mi precio no es barato, joven, no quisiera que pensarais que os engaño, pero mi valiosa experiencia y mis consejos tienen el precio del mismísimo oro. Podéis preguntar a quien queráis, soy el hombre más respetado y con mayor reputación de este barrio.

Guillem se llevó la mano a la bolsa, sin precauciones, deseoso de arreglar sus problemas filiales al precio que fuera. Entre sus dedos brillaba un dorado «genovino» a dos palmos de la puntiaguda barba del cambista, lo que logró arrancarle un gesto de avaricia. La excitación dominaba a Leví ante aquella preciosa moneda, pero aquello podía representar un peligro para él, a alguien no le iba a gustar nada descubrir que poseía una información como aquélla… pero ¿quién iba a decírselo? El «genovino» seguía lanzando destellos en la mano del joven, hipnotizando al cambista. «Vale la pena arriesgarse», pensó Leví. Se consideraba lo suficientemente listo para poder controlar la situación sin que nadie le descubriera.

– Estoy seguro de que a vuestro padre no le importaría que ofrecierais un poco más -dijo, pensando en los posibles riesgos.

– Es un magnífico precio para una simple información, Maese Leví. No soy un tonto, sólo quiero encontrar a un ladrón, no que lo matéis en mi nombre.

Algo en el tono de voz del joven le sobresaltó, encendiendo una señal de alarma, pero el «genovino» seguía reluciendo en su mano y toda su atención se encontraba allí. No quería pensarlo más, sabía que era un precio excelente y nadie se enteraría de aquella pequeña transacción.

– Vuestros deseos son órdenes. ¿Conocéis una posada llamada El Delfín Azul, al final del barrio?

– No la conozco, pero no me será difícil encontrarla. -Allí encontraréis a vuestro cojo, joven. -Leví hizo ademán de coger la moneda, pero la mano de Guillem se cerró con rapidez y el disgusto apareció en el rostro del cambista.

– ¿Y cómo puedo estar seguro de que se trata del mismo hombre al que busco? ¿Cómo podéis estar tan seguro vos mismo?

Leví se mostraba huraño, no le había gustado aquel gesto y la desconfianza empezaba a instalarse en su mirada.

– Os lo explicaré de forma que lo podáis entender -contestó con suficiencia-. Este hombre apareció ante mi mesa para preguntarme si conocía a algún traductor de griego. Me sentí humillado ante tal pregunta. Yo soy un próspero hombre de negocios conocido en toda la ciudad, incluso yo mismo hablo griego, pero mis servicios no están al alcance de todo el mundo, no me pareció que ese hombre pudiera pagarlos. Pero juró y aseguró que contaba con los recursos necesarios, y fue entonces que me contó que había acabado de vender dos fardos de la mejor seda y que su bolsa estaba bien llena. No me convenció y me limité a enviarlo a la posada que os he indicado, un lugar de mala muerte, para que preguntara por allí. Eso es todo. Me temo que no podréis recuperar vuestra seda, pero si no os demoráis, es posible que recuperéis el dinero.

– Y decidme, Leví. -Guillem depositó la moneda en la mano del cambista, que se cerró como una garra-. ¿Por qué un simple ladrón necesita a un traductor de griego? ¿No me habréis engañado? Eso no sería justo.

– Ni lo sé ni me importa, jovencito. Nuestro negocio ha terminado. Si no estáis satisfecho, podéis ir a quejaros a vuestro padre y explicarle vuestros problemas. Quizás él no se muestre tan generoso.

Leví ya había conseguido lo que quería. Había mezclado un poco de verdad y fantasía para contentar a aquel estúpido mozalbete y no estaba dispuesto a disimular su desprecio ni un minuto más, ni tampoco a correr riesgos mayores, sólo deseaba que desapareciera de su vista.

Guillem se alejó abatido, dando a entender con sus gestos que se sentía engañado y estafado. Aquella demostración dejaría a Leví satisfecho, encantado de haber desplumado a otro in cauto por tan escaso servicio. Guillem no se alejó demasiado, ya tendría tiempo de comprobar la veracidad de la información que le había dado. Volvió sobre sus pasos hasta encontrar una posición favorable que le permitía vigilar a Leví sin que éste se percatara de su presencia. Le había contado una verdad a medias y esperaba que la otra mitad se desvelara por sí misma. Con un poco de suerte, no tendría que aguardar mucho. Por el momento, se apoyó en el muro y esperó.

– Siempre tenemos la posibilidad de confiar en Montclar, hermano Dalmau.

– Eso es cierto, señor, pero sería mejor esperar. Si entregamos ahora esta información a Guillem, también le exigimos mucho más y es pronto todavía, está desorientado por la muerte de Guils. Habría la posibilidad de que tomara la decisión sin pensar, y vos sabéis, tan bien como yo, que esta situación exige una larga reflexión. Es para siempre, señor, no hay retorno…

– ¿Acaso vos cambiaríais vuestro camino si pudierais, hermano Dalmau? ¿Os arrepentís de vuestro juramento?

– No se trata de mi vida, señor. La he dedicado a lo que voluntariamente escogí y siempre he sido fiel a mi juramento.

– ¿Incluso cuando se trata de D'Arlés?

– Fui sincero en lo que se refiere a este tema y vos mismo me prometisteis que no intervendríais cuando se presentara el momento. Jamás he negado mis sentimientos y, ya antes de serviros, sabíais que mantenía un juramento de sangre con mis compañeros. Guils también os lo comunicó.

– Sí, tenéis razón, hermano Dalmau, pero creo que el joven Montclar está preparado. Guils lo hizo bien, aunque lo protegió en exceso, y ello es lo que motiva inquietud en Guillem, no sabe de quién depende después de la muerte del hermano Bernard. Está desorientado y confuso. Ha perdido su hilo conductor y no sabe a quién recurrir ni en quién confiar. Estaréis de acuerdo en que es una situación muy desagradable para él.

– Completamente, señor, es por ello que le he dado a entender que, por ahora, seré su superior, su hilo conductor. -Dalmau hablaba con convicción. Deseaba que Guillem decidiera por sí mismo, sin presiones. Sabía que aquella decisión determinaría la vida del joven, que en cierta manera le ocultaría definitivamente a la vista del mundo entero.

– ¿Qué ocurrió con Bernard Guils, hermano Dalmau? ¿Qué pudo pasar para que alguien le cogiera tan desprevenido? -Creo que estaba cansado, gastado de tantos años de lucha. No es un trabajo fácil, señor, vos lo sabéis.

– Está bien, hermano Dalmau, el mal ya está hecho. Pero todavía desconocemos cómo averiguaron lo que Guils transportaba. Era sumamente cauto y dudo mucho de que cometiera algún error. De todas maneras, gentes muy cercanas a la Iglesia tenían conocimiento de nuestras excavaciones en el templo de Jerusalén y desde entonces llevamos años vigilándonos unos a otros. Carlos d’Anjou necesita tener al Papa doblegado a su voluntad y la mercancía de Guils es una flecha bien dirigida al corazón de Roma. Tenemos varios sospechosos, hermano, todos ellos igual de interesados en hacerse con nuestro botín.

– No hay que perder de vista a Roma, señor. Hay una tropa de espías papales recién llegados a la ciudad y no nos pierden de vista, y si a ello sumamos a la gente de D'Anjou… bien, la situación se está complicando por momentos.

– Por eso estoy preocupado por el joven Guillem de Montclar, hermano. Está en medio de un avispero sin tener conocimiento de ello.

– Permitidme que me ocupe, señor. Jacques y yo cuidaremos de él y, llegado el momento preciso, le explicaremos todo lo que debe saber. Entonces, podrá tomar su decisión.

– Confío en vos. Sé que vuestra gran amistad con el hermano Guils os convierte en. el mejor tutor para el joven Montclar.

– Estoy completamente de acuerdo con vos, señor.

– Bien, hermano Dalmau, es hora de que me contéis vuestros planes. ¿Cómo habéis distribuido a nuestra gente y cuál es el paso siguiente?

– Tengo a Guillem tras la pista del ladrón, ese tal D'Aubert, un simple delincuente sin implicaciones políticas. Es un caso de mala suerte, señor, si Guils no hubiera estado tan enfermo, jamás nadie le…

– Si ese ladronzuelo de D'Aubert no le hubiera robado, nuestro transporte ya estaría en manos de D'Arlés, hermano, y eso sería mucho más grave y complicado. Nos queda una oportunidad, espero que sepáis aprovecharla.

Dalmau asintió, no podía negar la evidencia. Después de un breve silencio, pasó a informar detalladamente de todos los pasos dados.


Leví seguía abstraído, perdido en pensamientos más bien desagradables, según evidenciaba por los gestos de su rostro. Sus ojos se movían intranquilos y vigilantes, de un lado a otro, observando cada detalle a su alrededor. Algo le preocupaba y no le dejaba en paz. Después de pasear, nervioso, de una punta a otra de su mesa, pareció tomar una decisión y recogiendo sus bártulos de trabajo, emprendió la marcha.

Guillem le siguió a prudente distancia, la suficiente para que el perspicaz cambista no se diera cuenta de la persecución. Llevaba unas tres horas vigilando a Leví y agradecía un poco de acción, sus piernas estaban entumecidas por el tiempo de espera y su espalda casi se había convertido en parte del muro en que se apoyaba. Las estrechas calles se sucedían como en un laberinto, y cuanto más avanzaban peores lugares atravesaban, como en un descenso a los infiernos. Los excrementos cubrían las calles y las paredes, y montones de deshechos de todo tipo se amontonaban en las esquinas, hasta que el hedor empezó a molestar el olfato del joven.

Leví seguía su marcha incansable, a buen paso, y Guillem comprendió que habían estado dando vueltas y más vueltas, cosa que le alegró comprobar. Las precauciones del viejo usurero sólo podían indicar que la verdad, medio oculta, estaba en proceso de iluminación. Varios borrachos deambulaban, sin sentido, entre vapores etílicos y zigzagueando de esquina en esquina, buscando un apoyo sólido para llegar a la siguiente taberna. Guillem extremó las precauciones. Sabía que algunos maleantes se hacían pasar por ebrios para poder así tener un amplio radio de acción que les permitiera un rápido y sorpresivo ataque. Cuando la víctima reaccionaba, ya era demasiado tarde. Se detuvo en seco, atento, Leví se había parado ante un portal, tras lanzar una mirada a sus espaldas.

El joven esperó unos minutos mientras estudiaba la casa por donde había desaparecido el cambista. Era una construcción casi en ruinas, a punto de desmoronarse, un lugar interesante para una cita.

La puerta se hallaba en estado de putrefacción y ni tan sólo ajustaba en el dintel. Únicamente tuvo que empujarla un poco, con precaución para evitar el chirrido de los goznes sueltos, y colarse dentro del edificio. Tardó unos segundos en habituarse a la oscuridad reinante y poder definir las sombras que lo rodeaban. Se encontraba en una amplia estancia, abandonada hacía tiempo, pero que guardaba todavía el olor de las bestias que había cobijado. Maderos y restos de cercas por el suelo, fragmentos de vajilla y excrementos secos… Andaba con cuidado, evitando provocar cualquier ruido que delatara su presencia. Al fondo, encontró una escalera de piedra, en bastante buen estado de conservación, por la que empezó a subir, tanteando cada escalón, sin apoyarse en la frágil barandilla, temiendo que toda la casa se desmoronase sobre él. A1 llegar al primer rellano descubrió una insospechada limpieza; alguien había eliminado los restos de polvo acumulado, y sobre el pavimento recién fregado, las pisadas de las zapatillas del cambista, como única señal. Una pequeña lámpara de aceite reposaba en un estante de la pared, llena y preparada para iluminar. Guillem continuó la ascensión con las mismas precauciones, conteniendo la respiración y con el cuerpo en tensión, hasta llegar a un estrecho corredor con tres puertas, todas ellas cerradas. Oyó murmullos en la última y en absoluto silencio, entró en la que tenía más cerca, encontrándose en un sencillo dormitorio, limpio y preparado para su huésped, con la tinaja de agua fresca lista para ser usada. Salió cerrando de nuevo la puerta con sigilo, y continuó por la escalera que se estrechaba en este último tramo, perdiéndose en la oscuridad. Finalmente, llegó a una diminuta buhardilla, un antiguo palomar abandonado, y desde allí comprobó que las voces del piso de abajo, se oían con toda claridad. Ajustó su cuerpo al mínimo espacio, sin levantar el más pequeño crujido y se quedó inmóvil.

– Eres un maldito embustero, Leví, me haces perder el tiempo.

Hasta el viejo palomar subía una voz sin tono, fría y del color del acero.

– Sois injusto conmigo, señor, vos me ordenasteis que os avisara de cualquier cosa que tuviera relación con D’Aubert, por pequeña que fuera. Vos lo dijisteis y así lo he hecho. -La voz de Leví había perdido la consistencia presuntuosa con la que acostumbraba a tratar a sus clientes y en su lugar, un agudo falsete atemorizado se adhería a cada partícula de aire.

– Muy bien, un jovencito estúpido te preguntó por D’Aubert porque le había estafado con la mierda de la seda. ¡Estupendo! Muy propio de D’Aubert. En cuanto al chico, sólo era un crío inútil que pide a gritos que le estafen. ¿Me dejo algún dato de vital importancia, Leví?

Guillem grabó aquella voz en su memoria, aquella frialdad impersonal del sonido le impresionaba.

– Y todavía hay más. El inteligente e importante usurero de ladrones, corre como un conejo asustado para avisar al amo de tan impresionante hecho, sin detenerse a pensar que es posible que le sigan, o que le estén vigilando desde hace días. Una simple escaramuza de ladronzuelos convertida en la tragedia del día. Eres un estúpido, Leví, sólo tu codicia es tan grande como tu estupidez.

– ¡No me han seguido! Estuve dando rodeos, tal como me enseñasteis. Llevo una hora dando vueltas y vueltas, asegurándome de que nadie me pisara los talones, muy alerta. Y sólo se acercó a mi mesa ese jovencito inútil, ningún templario ni nadie de aspecto sospechoso me ha hecho preguntas embarazosas. ¡Os lo juro!

– Vamos, vamos… un descreído como tú jurando en vano, Leví. Tus palabras no servirían ni para asegurar tu nombre, maldito embustero.

– ¡Os digo la verdad, nadie del Temple se ha…!

– O sea que ningún templario se ha dejado caer por los Cambios. -La voz pareció metalizarse más, en un tono que no parecía posible en una garganta humana-. Supongo que quieres decir que no has visto templarios, porque no has visto capas blancas. ¡Qué extraordinario talento para la observación!

– Ninguna capa blanca, no señor, ni ninguna pregunta sobre D’Aubert… Eso es, pero creo tener una pista.

Por un instante, Guillem se apiadó del pomposo usurero. Estaba jugando en terreno peligroso y desconocía las reglas. Era una mala transacción que le reportaría serias pérdidas, posiblemente irreparables. Pero Leví seguía convencido de su habilidad para el engaño, ajeno a la realidad que se imponía por momentos y al tono, cada vez más acerado, de su interlocutor. Quería jugar fuerte sin disponer de capital, un mal negocio para su profesión.

– ¿Una pista de D'Aubert? -repitió la voz, con sorna-. Me tienes en ascuas, Leví, después de tantos días de escasez informativa, logras sorprenderme.

Su tono, sin embargo, no era de sorpresa.

– He oído rumores, señor, rumores que indican que puede estar escondido en una posada de mala muerte, en el barrio marítimo, cerca de…

– ¿No será por casualidad, la posada de tu amigo Santos? -cortó la voz con desprecio.

– Santos no es mi amigo -se defendió Leví-. Hemos hecho algún negocio juntos, pero no es un tipo de confianza.

– ¡Claro! Tú no tienes amistades, viejo avaricioso, todo el mundo confiaría antes en un escorpión del desierto que en una escoria como tú. Y además eres un pésimo embustero, me temo. Desde el principio sabías dónde encontrar a D'Aubert, pero has preferido sacarle tú misma la ganancia. ¿No es así, Leví?

– ¡Eso no es cierto, jamás os engañaría!

– Desde luego que sí, amigo mío, engañarías a tu propia madre si con ello sacaras unas miserables monedas. Lo sabías desde el principio, D'Aubert es de tu calaña, un viejo conocido que acudió a ti en el mismo instante que desembarcó. Lo que sí es cierto es que no tienes ni remota idea de dónde está escondido el médico judío, pero D'Aubert… tú mismo lo escondiste, esperando a ver qué podías sacar de este negocio. Me has engañado, Leví, y ya te avisé de las consecuencias.

– ¡No es verdad, lo juro por lo más sagrado! ¡No conozco a D'Aubert! He trabajado para vos honradamente, no os mentiría, no me atrevería, señor.

– ¡Por todos los demonios, Leví, di de una vez la verdad. Te va la vida en ello!

La amenaza era cortante, no había necesitado ni siquiera elevar el tono de voz para que un aire gélido se extendiera por toda la casa. Leví sollozaba, jadeaba como un animal herido y el sonido de su respiración reptaba por la paredes, en un desesperado intento de huida. Las posibilidades de transacción se agotaban y empezaba a darse cuenta, aquello era un mal negocio.

– Está bien, tenéis razón. Conocía a D’Aubert, pero sólo superficialmente. Vino a verme al desembarcar, buscaba un refugio seguro y me prometió mucho dinero. Decía que iba tras algo grande.

– ¿Cómo de grande, Leví?

– ¡No lo sé! No quiso explicarme nada, decía que todavía

tenía que descubrir algunas cosas. Sólo quería que le pusiera en contacto con un traductor de griego. ¡Sólo eso!

– ¿Y eso es lo que hiciste, le enviaste a alguien?

– ¡No, a nadie, os lo juro! Le dije que en la posada encontraría la información que buscaba. ¡Nada más!

– No me molesta que mientas, Leví, todo el mundo lo hace continuamente. Lo que me enfurece es que intentes engañarme a mí, y que tengas la convicción de que puedes hacerlo. No me gusta nada, vieja rata de muelle. Por eso he decidido prescindir de tus servicios, ya no me sirves de nada. Nada personal, ya lo sabes, sólo negocios, y me temo que tú has hecho una inversión equivocada.

Guillem oyó un sollozo roto, las súplicas del usurero en demanda de clemencia, y un escalofrío le recorrió el espinazo al escuchar sus gritos de auxilio. Leví lloraba, gritaba, se le oía arrastrarse por el suelo mientras balbuceaba frases incoherentes. Se trataba de su último negocio y el joven no le juzgó por ello, estaba intentando apostar hasta su dorado genovino para salvar el pellejo. Pero Leví desconocía la verdadera naturaleza de la Sombra, porque Guillem sabía con seguridad que aquella voz sólo podía pertenecerle. El usurero estaba perdido, porque desconocía su total ausencia de piedad.

Un sonido entrecortado que no supo identificar llegó hasta el palomar, un ruido leve, casi un murmullo. El vacío volvió a apoderarse de la casa; un silencio sepulcral lo envolvía todo, como si las palabras que Guillem había escuchado no se hubieran pronunciado jamás. No se movió ni un milímetro, rígido, con la musculatura contraída contra la pared, atento a cualquier rumor, a cualquier sonido que le indicara la presencia del hombre, su trayectoria. «Nada puede desvanecerse en el aire», pensó.

La espera se hacía interminable y el dolor por la inmovilidad agarrotaba sus piernas. De repente, oyó con claridad el ruido de una puerta al cerrarse. Se relajó en silencio, intentando recuperar el ritmo de su respiración, casi detenida, mover un pie. De repente, una voz de ultratumba le obligó a detenerse, a permanecer paralizado. «¡Quieto!» Apoyado en aquella sucia pared llena de excrementos de palomas, conmocionado, tardó unos segundos en comprender que la orden provenía de su propia memoria. Como si el recuerdo viajara en su ayuda para salvarle la vida, los consejos de Guils y sus particulares opiniones acerca de los espías papales se le hicieron audibles.


«Son como serpientes, muchacho, de las peores. Utilizan los trucos más sucios que puedas imaginarte, reptando por las paredes, dispuestos a lanzarte su veneno cuando tú crees que han desaparecido. O sea, mi querido caballero Montclar, debes actuar como si nunca se hubieran ido, otorgarles el divino don de la ubicuidad y de la transmutación, igual que si trataras con espectros del infierno.» Guils se reía a carcajadas, el odio que sentía hacia los espías papales le hacía maldecir como un poseso. «¿Conoces el truco de la puerta? Pues escucha con atención, chico. Tú espías en tanto ellos también espían y estás convencido de que ignoran que tú estas allí. ¿Me sigues, cachorro de hiena? Bien, sin que sepas muy bien por dónde han ido, oirás una puerta que se cierra y respirarás tranquilo, pensarás que por fin, esta peste romana ha desaparecido de tu vista, y te moverás. Y estarás muerto en unos segundos. ¿Por qué? Ya te lo he dicho, asno, no se van, permanecen inmutables y eternos, esperando que el pobre imbécil se mueva y les indique su presencia. Tu única esperanza es tener más tiempo que ellos, esperar pacientemente y rezar, rezar para que después de tantas tonterías, tengan prisa en jorobar a algún otro desgraciado como tú.»

Sí, tenía que haber sido aquel recuerdo lo que le había paralizado cuando con seguridad iba a encontrarse con su muerte. Pero todavía no lo estaba, pensó concentrándose en su propia inmovilidad, olvidando el dolor del cuerpo entumecido y respirando sin que un solo murmullo saliera de sus labios. Hombre y pared, casi fundidos, convertidos en la misma espera. Su mente distraída en Guils y en los ejercicios que le obligaba a hacer, «ejercicios antipapales» los llamaba con irreverencia, al tiempo que lo tenía paralizado en los lugares más increíbles. «Hazme un favor, chico, pierde el sentido del tiempo, ya no existe.» Horas y horas, colgado de un árbol, arrodillado en un confesionario, sentado, de pie, estirado, boca arriba, boca abajo… ¡Dios, lo que había llegado a maldecir a Bernard por aquella tortura! «Maldice, caballero Montclar, pero en silencio y no me mires como un carnero en el matadero.»

Oyó de nuevo la puerta pero se mantuvo quieto. Hasta el aire parecía paralizado, atrapado en miles de motas de polvo eterno. «Sí, eso es, lo he conseguido, soy ubicuo y transmuta do, tengo todo el tiempo del mundo, me quedaré aquí, me moriré aquí mismo dentro de unos años.» Oyó unos pasos, alejándose, pero no le importó, iba a quedarse allí hasta el final del mundo, convertido en mota de polvo.

Cuando se movió, no tenía noción del tiempo transcurrido ni le importaba, se sentía ligero y despierto. Bajó al piso y encontró a Leví, el mentiroso, con los ojos muy abiertos, todavía sorprendidos por la manera en que había acabado su negocio. Un preciso corte le recorría el cuello de oreja a oreja, tendido en medio de un gran charco de sangre. Cuando Guillem se inclinó para observarlo, la cabeza del usurero rodó hasta el final de la estancia despidiéndose del resto del cuerpo. Era una imagen patética, aunque el joven se concentró en un detalle extraño. Las ropas de Leví estaban en un orden exquisito, su larga túnica de seda y su capa, con cada pliegue dispuesto de forma armoniosa; ni sus collares se habían movido al desprenderse su cabeza. Alguien había dado un toque final a la escena. Guillem encontró su genovino y lo devolvió a su bolsa, el préstamo había vencido y no había nadie para cobrar los intereses. Después, sin tocar nada, abandonó la habitación. Salió de la casa tan sigilosamente como había entrado y no encontró a nadie en su camino.

Su cita involuntaria con la Sombra le provocaba reacciones contradictorias y extremas. Por un lado, se sentía eufórico por su actuación, casi al límite de lo permitido y que había estado cerca de ponerlo junto a Leví camino del infierno de los judíos, si es que tal cosa existía. ¿Había sido parte de su memoria o era la voz de Guils, convertido en protector de ultratumba? Por otro lado, estaba impresionado por el sonido de aquella voz que había quedado grabada en su ánimo, dejándole un rescoldo de miedo y respeto por aquel asesino. Dalmau tenía razón, Robert d'Arlés era un hombre peligroso y extraño, y él tendría que andar con mucho cuidado si quería seguir vivo.

Se detuvo un momento, inconscientemente no había parado desde que salió de aquella casa, como si le persiguieran cien demonios. Debía pensar cuál era el siguiente paso, y ya anochecía, su estado de eternidad se había alargado y se hacía tarde. Pero ¿tarde para qué? No lo era para hacer una visita a El Delfín Azul, todo lo contrario, era la mejor hora, la más concurrida. Y si tenía que encontrarse de nuevo con la Sombra, prefería un lugar público, con mucha gente; su última experiencia le aconsejaba tomarse un respiro. ¿Qué máscara necesitaría para ir allí? La del joven estúpido e inútil ya no le servía, tendría que pensarlo mientras se dirigía hacia allí. Pensó en D'Aubert, el ladronzuelo. La Sombra conocía su escondite antes de hablar con Leví, era posible que se le hubiera adelantado. ¿Debía informar a frey Dalmau? Quería encontrar a D'Aubert vivo, interrogarle, recuperar lo que le había robado a Bernard y cada instante que perdía en elucubraciones y dudas era un regalo para la Sombra. Dejó de pensar para encaminarse con rapidez hacia la posada. Sólo una cosa le inquietaba profundamente: ¿habría adivinado la Sombra su presencia en la casa? «Carne y hueso -había dicho frey Dalmau-, lo demás es sólo una leyenda que él mismo se ha encargado de transmitir y aumentar, es tan mortal como tú o yo.» Pero el joven no estaba tan seguro, ni siquiera lo había visto pero había notado su presencia, el murmullo de una sombra desvaneciéndose.

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