Capítulo IV La Sombra

«¿Habéis estado en otra orden y pronunciado vuestros votos y vuestra promesa? Porque si lo hubierais hecho y esta orden os reclamara, se os despojaría del hábito y se os de volvería a esta orden, pero antes se os habría vejado lo suficiente y habríais perdido la Casa para siempre.»


Guillem de Montclar no tardó mucho en llegar a la casa de Abraham Bar Hiyya. Había tomado todas las precauciones para comprobar que no le seguían y que nadie vigilaba la casa del anciano. Buscó la llave que le había entregado el médico y abrió la puerta. Un penetrante aroma a hierbas medicinales le dio la bienvenida, aunque también pudo percibir otro olor que empezaba a apoderarse de la casa, el del inconfundible aroma de la muerte.

Encendió un candil que encontró cerca de la puerta, tal como Abraham le había indicado, para que un poco de luz despejara la oscuridad que lo rodeaba. Y cuando lo hizo, comprendió que alguien se le había adelantado. La casa estaba patas arriba, revuelta hasta en los más mínimos detalles, los escasos muebles del judío, tirados o reventados en el suelo y sus frascos medicinales convertidos en miles de fragmentos cristalinos que, a la tenue luz del candil, devolvían reflejos fantasmales que danzaban en las paredes.

Fue hasta la habitación donde yacía el cuerpo de Guils atravesado en el lecho, en medio de un revuelo de plumas y paja. Habían destripado el colchón hasta dejarlo sin forma y el sillón del anciano, en un rincón, era un amasijo de maderas y cuero. Guillem, abatido, contempló a su viejo compañero. El cuerpo estaba boca abajo, el rostro ladeado contra los restos del colchón y su único ojo, ya cerrado, parecía dormir ajeno al desastre. Era la imagen patética del desvalimiento. El joven se desplomó en una esquina de la destrozada cama, la cara inundada de lágrimas, sin necesidad de contener más sus sentimientos y estalló en sollozos. «Guils, mi buen maestro, finalmente te he encontrado, demasiado tarde, pero he conseguido encontrarte. Siempre me avisaste de este momento, desde el primer día, pero yo jamás te creí, convencido de tu naturaleza inmortal y eterna, de que nadie lograría atraparte. ¡Qué voy a hacer ahora, Bernard!» Las últimas palabras resonaron en toda la casa, en un gemido de impotencia y rabia, sin que nada ni nadie pudiera escucharlas ni contestarlas. Pero en la mente de Guillem retumbó una carcajada de Guils. «¡Vamos, muchacho, no te duermas, que pareces un saco de mierda en medio de un establo!» Allí estaba el potente vozarrón inundando su cabeza, riéndose de su ritmo lento y torpe, perdido en divagaciones estériles y llorando como un crío. «Esto no es filosofía, carcamal, si quieres ser filósofo te vuelves a Barberá, bien protegido entre los muros del convento. Despierta de una vez, Guillem, se trata de la vida y la muerte y es de tu querido pescuezo de lo que estamos hablando, no de metafísica barata.»

Como siempre, Bernard tenía razón. Cogió una de las sábanas, tiradas en el suelo, tapó el cuerpo de su maestro y empezó a trabajar metódicamente. Registró la casa, palmo a palmo, las ropas de Guils y el propio cadáver y no encontró nada que le fuera de utilidad. Salió a la calle para inspeccionar la situación y ningún movimiento alertó su instinto, todo parecía en calma.

Fue al pequeño jardín, detrás de la casa, donde Abraham le había indicado que encontraría una vieja carretilla y volvió a entrar. Vistió el cuerpo de Guils con lo más imprescindible para que el sentido del pudor protegiera a su compañero de miradas malintencionadas y después, con dificultad, acomodó el cadáver en la carretilla lo mejor que pudo. La corpulencia de Guils no ayudaba y cuando contempló a su mentor, en aquel miserable transporte, una oleada de sollozos volvió a inundarle la garganta. Estuvo tentado de cubrirlo con una manta vieja, pero no lo hizo, si alguien le hubiera visto habría pensado que llevaba a su compañero borracho de vuelta a casa, lo que no estaría mal a aquellas horas de la noche y con un cadáver a cuestas. A los oficiales reales del Castell Nou no les gustaban las historias extravagantes, eran más tolerantes con las algaradas de borrachos alborotadores.

Volvió a salir a la calle para dar un último vistazo, nadie debía advertir su presencia allí. Apagó el candil y lo devolvió a su lugar. Acto seguido, empujó la carretilla con su carga hacia la puerta entreabierta. Emprendió entonces una carrera apresurada y veloz, inquieto por el chirriante ruido de su transporte, buscando la penumbra más oscura de la calle y sin volver la mirada atrás, igual que un caballo con anteojeras, desbocado y sin freno.

En un instante, se encontró riendo como un loco. Guillem de Montclar, caballero del Temple, aunque nadie lo diría por su aspecto, corriendo calle abajo con una ruidosa carretilla y con el cadáver de su mejor amigo, hecho un guiñapo, como si mil de los peores demonios del abismo le persiguieran con saña.

Frey Arnau, en el portón de entrada de la Casa, estaba vigilante y alerta. No necesitó ninguna consigna especial ni contraseña, el espantoso chirrido de hierros oxidados corriendo a toda velocidad precedía la llegada del joven en medio de la noche. Cuatro hermanos estaban a sus espaldas, con las armas en la mano, dispuestos a solucionar cualquier contratiempo imprevisto. Nadie hizo preguntas, a pesar de la perplejidad en sus rostros al hacerse cargo del cadáver de Guils y de su ruidoso transporte. Guillem, apoyado en la puerta cerrada, respiraba con dificultad, todavía atormentado por convulsiones entremezcladas de risa y llanto, como si el cuerpo humano, llevado al límite, necesitara de los extremos para recuperar de nuevo el punto medio.

Frey Arnau, apenado, lo contemplaba sin intervenir. -Necesitáis descansar, muchacho, tomaros un respiro. Guillem le miró mientras intentaba recuperar la respiración y controlar los frenéticos latidos de su corazón a punto

de estallar. Su mirada fija pero extraviada inquietó al boticario.

– ¿Todo está en orden, Guillem?

– Nada ni nadie está en orden en este maldito mundo, hermano. Alguien ha entrado en casa de Abraham antes que yo y lo ha revuelto todo, como si un huracán hubiera pasado por allí en su ausencia. Mucho me temo que no podrá volver en un largo tiempo. Abraham va a necesitar toda la protección de la orden si quiere seguir vivo.

– Por cierto, quiere hablar con vos, ha recordado algo y dice que es muy importante.

Más recuperado, Guillem se encaminó a las habitaciones del boticario, seguido por éste, todavía preocupado por el estado del joven. Abraham estaba inclinado sobre unos pergaminos que observaba con atención, cuando entraron en la estancia. Se alegró de ver a Guillem sano y salvo, aunque mostró una gran preocupación al enterarse de las últimas noticias, la idea de que alguien hubiera perturbado la intimidad de su casa le producía una profunda inquietud.

– Mi buen muchacho, ¿qué es lo que tengo que hacer ahora? Mi casa es lo único que poseo y no deseo comprometer a mi comunidad en este problema, ya tiene suficientes.

Frey Arnau asintió a las palabras de su amigo, conocía las dificultades y los malos tiempos que se cernían sobre la comunidad judía. Tomando a Abraham por el brazo le tranquilizó.

– Lo he estado pensando, amigo mío, y creo que lo mejor es que os alejéis de la ciudad una temporada. Dentro de unos días, sale un destacamento de los nuestros hacia el Rosellón, a la encomienda del Masdeu. Iremos con ellos y pondremos distancia al problema.

– Mi buen amigo Arnau. -Abraham parecía conmovido por la generosidad de su compañero-. Vos no tenéis que emprender este viaje; no podéis abandonar vuestras obligaciones y no quiero implicaros más, con uno que esté en peligro es suficiente.

Guillem intervino, interrumpiendo a frey Arnau que ya se preparaba para lanzar un discurso.

– Ambos debéis marcharos, de eso no hay duda alguna, los dos sabéis demasiado y si os quedarais, representaría un problema para mí porque no puedo garantizaros una protección total. Y creedme si os digo que este asunto es realmente peligroso. La muerte de Guils es buena prueba de ello.

– Se acabó la discusión, Abraham, el muchacho tiene toda la razón del mundo. Y ahora, decidle lo que habéis recordado y os tiene tan preocupado.

– Bien, procuraré ser lo más preciso que pueda. Veréis, Guillem, no sé si para vos tendrá algún sentido lo que os voy a contar y tampoco estoy seguro de que todo ello no sea más que producto de alucinaciones del pobre Guils, pero bueno, en los últimos momentos de su agonía, recobró el conocimiento, gritó vuestro nombre y después, al reconocerme, me rogó que me pusiera en contacto con el Temple, me dijo que os haríais cargo del problema y después…

– ¡Después, qué! -Guillem casi gritaba, cosa que le valió una mirada de reprobación del boticario.

– Después me dijo que tenía que avisaros de una sombra. -Abraham respondió velozmente, casi avergonzado. -¿Una sombra? -preguntaron sus interlocutores a la vez. -Sí. Exactamente, debía avisaros de una sombra. «La sombra que surgiría de la oscuridad», eso dijo. Después murió. Los tres hombres se quedaron en absoluto silencio, cada uno inmerso en sus propias cavilaciones, intentando dar un sentido lógico a las últimas palabras de Guils. ¿Una sombra? ¿Una sombra surgiendo de la oscuridad? «Evidentemente -pensaba frey Arnau-, toda sombra que se precie debe salir de la oscuridad para manifestarse… qué extraño galimatías.»

Guillem no salía de su asombro. ¿Qué demonios quería decirle Bernard con aquellas palabras, qué mensaje intentaba transmitirle? Parecía claro que era una señal de alerta, pero ¿de qué le prevenía? «Sombra» no era una palabra que entrara en el código secreto que ellos utilizaban, y que el propio Guils le había enseñado. ¿Sombra y oscuridad? ¿Qué significaba todo aquello?

Abraham intentaba recordar cualquier detalle que le hubiera pasado por alto, cualquier minucia que ayudara a clarificar aquel enigma, pero todo había ocurrido tan rápido que, incluso ahora, se veía incapaz de asumir que no fuera más que el producto de un mal sueño, una pesadilla atroz de la que despertaría en cualquier momento, en su casa, en su sillón favorito. Pero ya no tenía casa adonde ir y se veía obligado a huir como un delincuente. Notó que el miedo había hecho un cómodo nido en su interior y no tenía intenciones de abandonarlo, más bien al contrario, crecía a cada minuto que pasaba.

– Bien, lo tendré en cuenta -reaccionó Guillem, con expresión dubitativa-. Aunque no le encuentro significado, pensaré en las palabras de Bernard y actuaré con prudencia. Pero ahora debemos descansar, Abraham, aunque sólo sean unas horas, todos estamos agotados por los últimos acontecimientos y es difícil pensar en este estado

– Reconozco que ha sido excesivo para mí -convino el anciano judío con el cansancio reflejado en el rostro-. Mañana será otro día y pensaremos con más claridad. Confieso que no podría seguir ni un segundo más, mi salud no es buena.

Frey Arnau se mostró totalmente de acuerdo, el peso de las emociones también le afectaba. Comentó que se ocuparía de Abraham y salió en busca de algo que comer, no sin antes señalar que no olvidaría las medicinas del anciano.

– ¡Señor, las medicinas! -susurró Abraham-. Ni siquiera he recordado que debía tomarlas, creo que incluso he olvidado que estoy enfermo. Siento mucho no haber podido hacer algo más por vuestro compañero, Guillem.

– Hicisteis lo humanamente posible, Abraham, no permitisteis que muriera solo, abandonado en la playa, como un fardo de mercancía olvidado. Y eso fue importante. Pero debéis cuidaros. No sabía que estuvierais enfermo y lamento haberos presionado tanto con mis preguntas. Espero que me perdonéis.

– No hay nada que perdonar, muchacho, mi salud es la propia de mi edad y me alegra poderos ayudar en lo que sea. No dudéis en presionarme si este viejo judío todavía os sirve de auxilio.

Guillem se despidió con afecto del anciano y salió de la habitación. Andaba despacio, hacia el gran patio de armas, el corazón de la Casa. Necesitaba aire fresco y soledad para pensar y ordenar sus pensamientos. Todo era excesivamente confuso y las emociones todavía dominaban su alma. Tenía que poner orden, situar cada pieza en el lugar correspondiente y prescindir de lo superficial. En una palabra, aferrarse a los hechos, y uno de ellos era la muerte de Bernard Guils. ¿Por qué había muerto? Alguien quería apoderarse de lo que llevaba, no había otra razón. Sabían que no podían robarle fácilmente, no a Guils, no al mejor. Necesitaban matarlo antes y eso indicaba que le conocían, que sabían quién era. Pero ¿veneno? ¿En una nave en que casi todos compartían la comida, en que cualquier irregularidad alertaría a Bernard? ¿Cómo se lo habrían suministrado sin levantar sus sospechas? Era muy desconfiado y precavido, y en sus largos años de servicio acumulaba una gran experiencia. ¿Cómo lo habían hecho?

¿Y cuál había sido el momento del robo? Averiguarlo determinaría a los posibles sospechosos, a los que se encontraran más cerca de él y tuvieran la posibilidad de sustraer aquel misterioso paquete. Hay que empezar desde el principio, pensó, buscar a todos los que estuvieron cerca de Guils, oír sus versiones. Alguien tenía que haber visto algo, por estúpido que fuera, algo a lo que no había dado la menor importancia y que, sin embargo, la tenía.

Iniciaría sus investigaciones por la mañana. Necesitaba descansar y dejar de pensar, de dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje sin llegar a parte alguna. Pensó en pasar unos instantes por la capilla de la encomienda pero desistió. De nada serviría alargar aquel interminable día y era mucho mejor dormir en una cama que en un banco de la iglesia. No, dejaría los rezos para el día siguiente, con la mente clara y el cuerpo a punto. «Si tu vida depende de una oración, reza, pero si depende de ti, cosa harto frecuente, olvídate de letanías y mueve el culo, chico.» Máxima número dos mil quinientas treinta, del interminable libro de instrucciones de Bernard Guils, pensó Guillem con una triste sonrisa.

– ¡Maldita sea, Bernard., no voy a poder sacarte de mi cabeza en lo que me resta de vida!

A la mañana siguiente, después de un sueño reparador y un buen desayuno en la cocina del convento, Guillem de Montclar se encaminó, con paso decidido, hacia el barrio marítimo. Antes de salir, había preguntado por frey Dalmau, el oficial templario encargado de los asuntos comerciales de la zona del puerto y le habían contestado que ya había salido hacía unas horas y que le encontraría allí.

La mañana aparecía gris y sobre la ciudad caía el peso de oscuros nubarrones que amenazaban lluvia. Guillem husmeó el aire, inspirando la fría humedad, y apretó el paso en tanto su mente ordenaba el plan del día. La amenaza de lluvia no influía en la actividad del barrio, en pleno rendimiento, con una muchedumbre deambulando en todas direcciones. El joven pensó que éste constituía un magnífico lugar para pasar desapercibido, aunque cambió de idea al observar los penetrantes ojos de frey Dalmau clavados en él desde la distancia. No había nada que escapara a la observación de aquel hombre, habituado a distinguir lo que le interesaba entre una multitud. Se acercó a él, lentamente, con una sonrisa irónica ante la agudeza visual de su hermano.

– Buenos días, frey Dalmau, empezáis muy pronto el día. -Buenos días, hermano Guillem. Por lo que parece, el tiempo está bien repartido, unos empezamos al alba y otros lo acaban empujando una carretilla.

– Las noticias corren muy rápido en la Casa.

– Ya sabéis, hermano, lo mucho que le gusta al Temple estar bien informado y esto debe contagiarse a sus miembros. Últimamente estábamos un poco aburridos y la verdad, todos preferiríamos seguir aburridos si con ello evitáramos la muerte de uno de los nuestros. Pero no os haré perder el tiempo con palabrería. Decidme en qué puedo ayudaros.

– Quería que me indicarais dónde puedo encontrar al tal Camposines, el comerciante del que me hablasteis. -¿Camposines? Con gusto lo haré, aunque dudo de que él os pueda ayudar demasiado. El problema de los comerciantes, un problema que ellos consideran virtud, es que su mirada pocas veces se aparta de su mercancía y me parece que no estáis interesado en pigmentos para el tinte.

– Frey Dalmau -rogó Guillem con una sonrisa-, por algo hay que empezar y en mi situación cualquier camino es bueno.

– ¿Tan mal andamos? -Dalmau lo observaba con atención, intentando encajar al joven en su particular escala de valores-. Veréis, muchacho. Ayer, cuando la barca arribó a la playa y dejaron a Guils tendido en la arena, me fijé en un detalle un poco extraño que quizás os sirva de algo.

– ¿De qué se trata?

– Cuando Abraham hablaba con Camposines, vi que el hombre que se había quedado con Guils se largaba, y uno de los miembros de la tripulación se acercó al enfermo como si estuviera interesado en su estado. Pero no era interés por su salud lo que demostró. En realidad, hizo un registro completo de Bernard, con unas manos realmente rápidas y educadas en estos menesteres. Y esto no es lo más extraño…

– Me tenéis en ascuas, hermano Dalmau. -El joven estaba nervioso ante la precisión de los recuerdos del administrador. -No perdáis la paciencia, muchacho. Después del registro, el individuo se levantó de un salto, parecía muy sorprendido y enfadado. Miró a su alrededor, luego a Guils y cuando estaba seguro de que nadie lo observaba, le pegó un brutal puntapié al hermano Guils, que gracias a Dios estaba inconsciente. Después se largó en dirección al barrio de Santa María, hacia la Ribera. ¿Qué opináis?

Guillem se había quedado sorprendido ante la historia y no acababa de comprender el significado de aquello. Frey Dalmau, el administrador, viendo su desorientación, continuó:

– Escuchad, lo que quiero decir es que este hombre buscaba algo y estaba convencido de que lo tenía Guils. Cuando no lo encontró, se sorprendió y enfureció hasta el extremo de desahogar su frustración en un pobre moribundo, arriesgándose a ser visto por alguien. Y lo que es más, me he enterado esta mañana de que ese tipo se ha largado, dejando plantado al capitán D Amato. El veneciano está de un humor de perros buscando un sustituto para poder largar amarras. ¿No lo encontráis interesante?

Guillem pensó unos segundos antes de contestar, empezaba a comprender el hilo conductor que le brindaban.

– Indica que lo que quería este individuo, fue robado a Guils antes de llegar a la playa. No se os escapa nada, frey Dalmau, me extraña que la orden no os haya dado un trabajo como el mío.

Dalmau lanzó una carcajada. Le gustaba aquel chico. -Porque esta misma habilidad es lo que salva al Temple de los malos negocios, Guillem, y ya sabéis que sin buenos negocios estamos perdidos.

Guillem se contagió del buen humor del administrador y ambos rieron de la mala fama mercantilista que tenía su orden. -Me recordáis los chistes malos de un buen amigo.

– Os comprendo, yo también conocía a Guils y muchas de mis ocurrencias son fruto de su ingenio, que no del mío. Juntos, nos habíamos reído mucho en Palestina, luchando codo con codo. Cuando le vi desembarcar en aquel estado, a punto estuve de correr a su lado, pero no lo hice, no le hubiera gustado que le descubriese y me quedé aquí, paralizado e impotente, viendo cómo Abraham se lo llevaba. Mandé recado urgente a la Casa de lo que estaba pasando.

– Desconocía que Guils tuviera buenos amigos en la Casa, pero os comprendo. No hubierais podido hacer nada por él, nadie podía ya hacer nada…

– Podría haber estado a su lado, Guillem, compartir su soledad en el último momento. Podría haber dado una paliza de muerte al individuo que le pegó un puntapié y llevarlo a ras tras hasta la Casa para que explicara su indigna conducta. Fijaos en las cosas que hubiera podido hacer, y no hice nada. Ya veis, hermano Guillem, que yo os puedo explicar mis problemas, en tanto que vos y Guils no podéis compartir nada, ésa es la diferencia. Un trabajo solitario el vuestro.

Guillem asintió, el administrador había descrito su trabajo con una sola palabra: soledad. Sin Bernard, esta soledad se hacía irrespirable y sólo entonces se dio cuenta de lo que su muerte representaba para él, y comprendió el intenso miedo que sentía en su interior.

– Debéis encontrar a D’Amato, muchacho. Ignoro si el individuo del que os he hablado pueda ser el asesino de Guils, pero es un buen sospechoso, mucho mejor que Camposines.

– ¿Y cuál es el mejor lugar para encontrar al capitán veneciano?

– Yo recorrería todas las tabernas del puerto. Seguro que lo encontráis en una de ellas, borracho o buscando tripulante nuevo, o ambas cosas a la vez.

Guillem agradeció su valiosa ayuda y Dalmau prometió tener los ojos bien abiertos y los oídos prestos a cualquier rumor interesante. Ya estaba a punto de marcharse, cuando se dio la vuelta de repente.

– ¿Frey Dalmau, tiene para vos algún significado la palabra «sombra»?

Se arrepintió de la pregunta ante la sorprendente reacción de frey Dalmau. Su cuerpo se tensó, rígido como una vara, y su expresión pacífica se transformó en una mueca de ira y miedo.

– Escuchad, muchacho, ésta es una pregunta peligrosa y debéis ser prudente al hacerla. Ahora no es momento de hablar, pero quiero saber dónde la habéis oído y en qué circunstancias. Nos veremos esta noche, en la Casa, en la habitación de Arnau y charlaremos. Ahora marchaos y buscad a D'Amato. Averiguad todo lo que podáis sobre aquel hombre de la tripulación.

No era un simple comentario, era una orden y eso asombró a Guillem. Frey Dalmau todavía conservaba aquella expresión de rabia contenida, como si algo hubiera removido un poso profundo y espeso. El joven se preguntó qué podía causar aquella reacción. ¿De qué se enteraría aquella noche? Necesitaba la guía de Bernard, su experiencia y seguridad, sin él se sentía perdido. Apartó aquellos pensamientos, que sólo aceleraban el miedo que sentía de no estar a la altura de las circunstancias. Fuera lo que fuese lo que el hermano Dalmau tuviera que contarle, tendría que esperar. Mientras tanto, tenía mucho trabajo que hacer.

Inició su recorrido en busca del veneciano por las tabernas del puerto, y a la sexta lo encontró. Estaba ante una mesa, con una jarra de vino y cara de pocos amigos. Guillem se acercó a él.

– ¿Me permitís invitaros a una ronda, capitán? -El joven se sentó a su lado, sin esperar la respuesta.

– ¿Qué ocurre? ¿Acaso os interesa el trabajo? Porque si no es así, os juro que no deseo perder el tiempo. -La voz de D'Amato empezaba a tener la misma textura del vino barato que consumía.

Guillem puso una bolsa de cuero encima de la mesa y sonrió al hombre.

– Vaya, vaya…, está claro que el trabajo no os interesa. Pero algo habrá de vuestro interés para que esta bolsa acabe en mis manos, ¿no es así? -La mirada del veneciano había que dado fija en la pequeña bolsa de cuero, calibrando su peso, el tipo de moneda que podía contener, su tacto.

– Un poco de información, nada más -contestó Guillem. -Mientras el peso de la bolsa y el de la información estén en equilibrio, procuraré complaceros. -El veneciano pidió otra ronda, observando a su interlocutor con interés-. Dejadme adivinar…, seguro que os interesa uno de mis pasajeros, uno que llegó medio muerto a la playa. ¿Me equivoco? ¿Acaso era vuestro padre?

– Os equivocáis, capitán, mi padre hace tantos años que está muerto que ni recuerdo su cara. Tampoco sé nada de ningún moribundo, ni me interesa. Lo que deseo saber es todo lo que sepáis acerca de uno de los miembros de vuestra tripulación, uno que recogisteis en el puerto de Limassol, en una de vuestras paradas.

– ¡Ese mal nacido, hijo de Satanás! Maldita sea su estampa -aulló D'Amato en un arranque de cólera. El color de su rostro subió varios tonos, pasando del rojo al escarlata-. ¡Ha desaparecido, me ha dejado plantado, varado en esta maldita ciudad! Nunca debí fiarme de él. Desde el primer día supe que era un maldito traidor, escoria. ¿A vos, qué os ha hecho?

Guillem meditó la respuesta, pues no quería que el veneciano relacionara a Guils con aquel asunto.

– Estafó a un comerciante de Chipre y huyó. Me han contratado para llevarlo de vuelta, de la manera que sea. Ya conocéis las malas pulgas de los mercaderes chipriotas. No sé demasiado del asunto ni me importa, pero creo que la hija de ese comerciante tiene algo que ver.

– O sea, que es un maldito estafador que utilizó mi barco para huir. No me extraña la prisa que tenía por abandonar Limassol. Y no me sorprendería que también fuera un criminal. El hombre al que sustituyó apareció muerto, asesinado.

– ¿Asesinado? -Guillem sólo parecía mostrar una indiferente curiosidad.

– Eso he dicho. Uno de mis pasajeros, un médico judío, comentó que había sido del corazón, pero… ¡ca!, ni hablar. Aquel bergante tenía una salud de hierro. Además, vi la mirada de aquel mercenario, el tal Guils, el moribundo de la playa, cuando estaba examinando el cadáver. ¡Menuda ralea de pasajeros, sólo me faltaban ellos, otro atajo de escoria!

– ¿Ese tipo, el estafador, os provocó problemas durante el viaje? -El joven tanteaba el terreno, sin prisas, un excesivo interés pondría al veneciano en guardia.

– ¿Problemas? Amigo mío, no paró de crear conflictos durante toda la travesía. Estaba donde no tenía que estar, que es lo peor que se puede hacer en una embarcación, no tenía ni idea de hacer el nudo más sencillo, era un inepto. Llegué a la conclusión de que se había embarcado por algún motivo oscuro.

– ¿Qué queréis decir?

D'Amato se acercó a él, en tono confidencial. El fuerte olor a vino, en oleadas, llegaba hacia el olfato de Guillem. -Observé que no le quitaba el ojo a uno de los pasajeros, ese tal Guils del que os hablaba. Desatendía todas sus obligaciones para estar lo más cerca posible de él, cualquier excusa era buena si lo acercaba a ese hombre, pero se dio cuenta de que yo lo vigilaba, de que no me engañaba, y entonces intentó disimular su interés. Pero eso no es posible con Antonio d’Amato, amigo mío, no soy tonto. Pensé que quería robarle, pero ya me diréis qué demonios iba a robar a un mercenario como aquél.

– No tengo la menor idea -le contestó Guillem apurando su jarra y pidiendo otra ronda. Se había percatado de que la bebida aflojaba la lengua del veneciano-. De todas formas, capitán, es un comportamiento extraño para un ladrón.

– Vamos, compañero, no seáis ingenuo, ése tenía de ladrón lo que yo de genovés. No sé si estafó a vuestro patrón, pero de lo que estoy seguro es que buscaba alguna cosa y os juro que no debía de ser nada bueno. ¡Fijaos que incluso he llegado a pensar que tenía algo que ver con la enfermedad del tal Guils, el mercenario, quizás hasta con su muerte!

– ¡Otro asesinato! Creí que me habíais dicho que este hombre no había muerto, que estaba enfermo pero vivo.

– Se rumoreó que estaba borracho, pero os puedo asegurar que eso no es cierto. Era un hombre extraño pero no un borracho. Y estaba muy enfermo. Vos no le visteis la cara cuando desembarcó, pero os juro que era el rostro de un muerto.

D'Amato se persignó tres veces para alejar los malos espíritus y continuó en tono enigmático.

– Os lo contaré porque me caéis bien, compañero. Un día, durante la travesía, encontré a ese malnacido repartiendo las raciones de agua, y ése no era su trabajo. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, salió corriendo. A1 principio pensé que, como siempre, estaba eludiendo sus tareas, más duras, desde luego, pero después…, cuando ese hombre se puso tan enfermo, no dejaba de pensar en el día que lo había visto trasegar con el agua.

– Pero ¿por qué haría una cosa así? -preguntó Guillem. -¡Ja!, por cualquier buena cantidad de oro, amigo mío -le respondió el veneciano, convencido del valor del metal-. ¿Por qué otra razón había de ser? Ha sido una travesía de pesadilla, con problemas con la tripulación y con los pasajeros… y ahora que recuerdo, también hemos tenido un ladronzuelo, un auténtico profesional el tal D'Aubert, siempre con la mano metida en bolsa ajena. Con mis propios ojos contemplé cómo desvalijaba a uno de los frailes sin que éste se diera cuenta. Unas manos rápidas y limpias, sí señor, en el último momento y a punto de desembarcar y ¡zas!, la bolsa del fraile ya estaba en otras manos.

Guillem insistió en pagar una nueva ronda, aunque ya sabía todo lo que tenía que saber. Había vaciado al veneciano de toda la información necesaria. Sin embargo, todavía se quedó un rato con él, escuchando sus diatribas contra marineros y pasajeros, pisanos y genoveses. Mientras D’Amato hablaba, algo se iba perfilando en sus pensamientos. Ya se despedía, cuando le preguntó por D'Aubert.

– ¿Sabéis adónde ha ido?

– Se fue corriendo como un conejo, antes de que se llevaran a Guils. Estaba en la playa, rondando como un hurón y vigilando cualquier descuido para sacar ganancia. No me extrañaría que hubiera desvalijado al propio moribundo, aprovechando que estaba medio muerto ¡Ralea de malditos cobardes!.

Guillem salió de la taberna. Las piezas iban encajando poco a poco. Pensó entonces que era posible que D’Aubert hubiera robado a Guils en la playa, aprovechando el momento en que Abraham hablaba con Camposines, y que después huyera. O quizás, antes de desembarcar. Si había robado al fraile, era probable que hubiera probado suerte con un hombre gravemente enfermo. Y después había llegado el otro, convencido de encontrar algo que ya no estaba en su lugar.

Algo por lo que estaba dispuesto a matar. No tenía ni idea de lo que Guils transportaba, pero estaba seguro de que si D'Aubert lo había robado, estaba en un grave peligro de muerte. O sea que se imponía encontrar al ladrón, antes de que el asesino de Guils diera con él. A1 mismo tiempo que reflexionaba, descubrió una manera para controlar su miedo, incluso para hacerlo desaparecer. Un nuevo sentimiento le exigía encontrar al asesino de Guils y matarlo con sus propias manos. En su ánimo cobraba fuerza una sensación desconocida, que iba a convertirse en su compañera durante un tiempo.

Recorrió de nuevo todas las tabernas del barrio marítimo, en busca de D'Aubert, sin encontrarlo. De vuelta, vio a Ricard Camposines hablando con unos hombres y aprovechó la casualidad, como si la mano del destino le auxiliara en su camino. Quizá tenía razón frey Dalmau, y el comerciante no podría ofrecerle ningún dato de interés, pero valía la pena intentarlo y, sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia él.

– Buenos días, señores -se presentó-. Quisiera hablar unos momentos con el señor Ricard Camposines, si fuera posible. No quisiera interrumpir su trabajo.

Camposines se adelantó un paso hacia Guillem, intrigado y a la vez asustado de que éste fuera uno de los representantes de sus acreedores, impacientes por recobrar sus beneficios antes de tiempo.

– Soy Camposines. Supongo que os envían por el asunto del préstamo, pero antes tengo que cerrar el trato, ayer mismo llegué y…

– No, no me envía ningún prestamista, no os preocupéis. Soy un amigo de Abraham Bar Hiyya y de Bernard Guils, vuestros compañeros de viaje, y sólo quisiera haceros unas preguntas, nada más. Si estáis ocupado en estos momentos, volveré más tarde, en cuanto podáis.

– ¡Dios Santo! -exclamó aterrorizado el comerciante-. Sois un oficial real. Os aseguro que ya no sé nada.

Al joven le costó tranquilizar al agitado Camposines, presa del pánico ante cualquier conflicto que estorbara su negocio. Le explicó, con suavidad, que era amigo de Guils y que su única pretensión era saber qué había pasado y cómo, y que no tenía ningún interés en perjudicarle. Le llevó a la posada del alfóndigo, con palabras tranquilizadoras, y le invitó a una jarra de vino, comprobando que el comerciante se calmaba poco a poco. -Y bien, ¿cómo está vuestro amigo? -preguntó.

– Murió ayer, en casa de Abraham, amigo mío. -Guillem le miraba con simpatía y preocupación, esperando su reacción ante la noticia.

Camposines empezó a temblar, como si un frío glacial hubiera atravesado las puertas de la posada, bebiendo la jarra de un golpe.

– ¡Dios Santo, Dios Santo, me lo temía! Estaba muy mal al desembarcar, hice lo que pude, no podía dejar la mercancía, yo… -Calmaos, por favor, nadie os está acusando de nada malo. Hicisteis lo que creísteis correcto, ayudasteis a Abraham, no podíais hacer nada por Guils.

– ¿Lo creéis realmente? -Una sombra de duda se extendía por el rostro del comerciante, entristeciendo sus facciones, y Guillem se apiadó de él.

– Estoy convencido de que actuasteis correctamente, y Abraham os agradece mucho vuestra ayuda. Si he venido a hablar con vos, es simplemente porque he pensado que a lo mejor podríais darme noticias de uno de los otros pasajeros.

Camposines parpadeó con sorpresa. Había temido que aquel joven viniera a pasarle cuentas por su cobardía, porque así se sentía, un cobarde que había abandonado a su suerte al viejo judío y a su pesada carga.

– ¿De quién me estáis hablando?

– De un tal D'Aubert. Me han contado que robó a uno de los frailes que os acompañaban, y es posible que también robara a Guils cuando éste enfermé.

– ¡D'Aubert robó a uno de los dominicos! -Por un momento, la sonrisa inundó la cara de Camposines-. Tenéis que perdonarme, joven, pero uno de estos frailes era realmente desagradable y me estaba imaginando su cara al descubrir el robo. Pero, en fin, no me extraña. D'Aubert era una mala pieza, espero no tener que volverle a ver en mi vida. ¿Sabéis que me lo encontré, más de una vez, rondando mi mercancía en la bodega de la embarcación? Si os he de ser sincero, no le saqué el ojo de encima en todo el viaje, no me fiaba de él.

– ¿Lo habéis visto después del desembarco?

– ¡Qué casualidad, joven! Precisamente, estábamos hablando de él cuando vos llegasteis.

– Continuad, amigo Camposines, os escucho.

– Veréis, me han contado que el tal D'Aubert se ha pasado el día en el alfóndigo buscando a alguien que dominara el idioma griego. ¿No os parece extraño? Un iletrado ignorante como él, en busca de un traductor de griego. Seguramente está tramando algo y por lo que sabemos, no será nada bueno.

Ya calmado, Camposines se lanzó a narrar su difícil y complicado viaje por tierras lejanas, en busca de sus exóticos pigmentos. Guillem le escuchó durante un rato, interesándose por sus problemas y después se levantó para marcharse. Se despidieron como dos buenos amigos y el comerciante se ofreció a darle toda la ayuda necesaria, e insistió en que contara con él, y se reafirmó en que sentía profundamente la muerte de Guils.

Guillem se encaminó de nuevo hacia la Casa del Temple. La fina lluvia que había caído durante el día, lo tenía empapado y necesitaba cambiarse y comer algo. Ya había recogido bastante información y era momento de ordenarla, de buscar el lugar correspondiente a cada hecho. Meditaba acerca de las palabras de Camposines. ¿Un traductor de griego? ¿Para qué necesitaba un ladronzuelo como D'Aubert a alguien así? Existía la posibilidad de que hubiera robado al fraile una carta o documento escrito en esta lengua, pero ¿qué valor podía tener para lanzarse a la busca de un traductor, de manera tan indiscreta? ¿O quizás era algo que guardaba relación con Bernard Guils? ¡Qué demonios sería lo que llevaba! Nadie le había comunicado la naturaleza del paquete que transportaba, sólo su importancia.

Todo el asunto era cada vez más confuso y su mente no dejaba de dar vueltas y más vueltas, intentando encontrar un hilo conductor que lo guiara. Sin embargo, no conseguía poner en orden la información conseguida. Lejos de clarificar los hechos, los oscurecía todavía más. Personas y datos tejían un complicado laberinto y cuanto más avanzaba, más perdido se sentía.

«Bien -pensó-, frey Dalmau me espera esta noche y es posible que descubra el mensaje de Bernard, acaso sea la solución a todo el enigma, una especie de código secreto que desconozco. Pero si Guils intentaba mandarme una señal de peligro, ¿por qué no utilizar una clave conocida por ambos? Guils, mi buen maestro, me has abandonado en medio de este monumental laberinto lleno de sombras, ladrones y traductores de griego. No estoy preparado para esto, todavía no.» Estaba cansado y harto. Aquel trabajo, sin Bernard, perdía todo su sentido, toda su razón de ser.

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