Capítulo II Barcelona

«Gentil hermano, los prohombres que os han hablado han hecho las preguntas necesarias, pero sea lo que sea lo que hayáis respondido, son palabras vanas y fútiles y nos podría sobrevenir la desdicha por cosas que nos hayáis ocultado. Más he aquí las santas palabras de Nuestro Señor y responded la verdad sobre las cosas que os preguntemos porque si mentís, seréis perjuro y podríais perder la Casa por ello, de lo que Dios os guarde.»


La ciudad de Barcelona estaba a la vista y el capitán D'Amato exhaló un profundo suspiro de alivio. Los últimos días habían sido una auténtica pesadilla, aquel maldito fraile le había hecho la vida imposible, exigiéndole que encerrara al viejo judío en la bodega; el comerciante Camposines no había cesado de quejarse del servicio y el mercenario tuerto hacía dos días que no se movía del camastro. Empezaba a dudar del buen negocio que todo ello le reportaba y su máximo deseo era deshacerse de aquella ralea de pasajeros y enfilar rumbo a Venecia.

Barcelona había crecido por los cuatro costados y la poderosa muralla romana que durante siglos había protegido su perímetro era ya insuficiente para contener la marea humana que albergaba. La tendencia a aprovechar los más pequeños espacios había convertido al barrio antiguo en un laberinto de callejuelas estrechas y oscuras. La necesidad de espacio obligaba a construir viviendas pegadas a la antigua muralla romana, aprovechando su grueso muro para edificar a ambos lados por medio de arcos entre las torres.

Jaime I, monarca de Catalunya y Aragón, construía una nueva línea defensiva de murallas para dar un respiro a la creciente población. Iniciada en el tramo del nuevo barrio de Sant Pere de les Puelles, la muralla avanzaba hacia la iglesia de Santa Ana y seguía hacia el mar, aprovechando el trazado del torrente de las Ramblas. Este antiguo torrente, llamado durante años por su nombre latino arenno, y denominado ahora por su término árabe de ramla, marcaba el límite occidental de la ciudad.

Un gran barrio marítimo crecía alrededor de la iglesia de Santa María de les Arenes, en el lugar donde medio siglo después se alzaría la impresionante mole de Santa María del Mar. El barrio, integrado por armadores, mercaderes y marineros, había crecido de forma espectacular, la plaza de la iglesia se había llenado de talleres y de actividad mercantil y nuevas calles se abrían hacia el exterior, dando paso a los espacios dedicados a los gremios de artesanos de la plata y a los que confeccionaban espadas y dagas.

Este nuevo barrio, la Vila Nova del Mar, enlazaba con el mercado del Portal Major, el más importante de la vieja muralla romana y que conducía a una de las vías de salida de la ciudad, la Vía Francisca, sobre el trazado de la otrora importante calzada romana. El antiguo orden romano de urbanización marcaba todavía el recuerdo del cardus y el decumanus, grabando una gran cruz en el corazón de la ciudad.

Sin embargo, aquella gran urbe en expansión carecía de un buen puerto, a pesar de haberse convertido en una de las potencias marítimas y comerciales del Mediterráneo. El antiguo puerto, a los pies del Montjuic, estaba totalmente inutilizado desde hacía largo tiempo a causa de las riadas y de la acumulación de arena. Sólo disponía de su amplia playa, con la única protección de varios islotes y bancos de arena. Las grandes naves de carga no podían acercarse a la orilla y se veían obligadas a echar el ancla a cierta distancia, dependiendo de pequeñas embarcaciones que hacían el duro trabajo de transportar a tierra mercancías y pasajeros. Aquella situación había favorecido el crecimiento de varios oficios que ocupaban a gran parte de los hombres de la ciudad. En primer lugar, los mozos de cuerda, responsables de cargar y descargar las mercancías, y también los barqueros que, con sus embarcaciones, trasladaban a gentes y fardos de un lado a otro. El mejor negocio, sin duda, lo hacían los propietarios de las barcas, que solían tener un buen número de esclavos, cosa que les reportaba importantes beneficios.

Barcelona, la gran potencia marítima, que hacía la competencia a venecianos, pisanos y genoveses, que construía grandes naves en sus atarazanas, tardaría casi dos siglos en poseer un puerto en condiciones. La urbe, que se expandía fuera de sus viejos límites, tenía una población que ya excedía los treinta mil habitantes.

Bernard Guils oyó los gritos de los marineros, anunciando la llegada a la ciudad. Intentó levantarse del jergón donde había permanecido los últimos días, deshecho, vomitando lo que ya no tenía en el cuerpo, escondido de los demás pasajeros y de la tripulación para que nadie pudiera contemplar su debilidad. Le fallaba la vista de su único ojo, como si una fina cortina de tul se hubiera descolgado de algún lugar misterioso. Sentía cómo sus entrañas se retorcían produciéndole un dolor agudo y, a veces, insoportable.

«Dios mío -pensó-, dame fuerzas para llegar a puerto y después haz conmigo lo que te plazca, pero necesito llegar a tierra.»

Sabía que no se trataba de un simple mareo. En sus numerosos viajes le habían informado de aquel mal que convertía a los hombres más fuertes en pobres criaturas inútiles e incapaces del mínimo esfuerzo. No, lamentablemente, no era ése el mal que le hacía sufrir de aquella manera, era peor. Mucho peor.

Se obligó a levantarse, y consiguió caminar casi a rastras, con los labios apretados en una fina línea recta, intentando controlar la náusea, el dolor de un hierro candente en sus entrañas. Angustiado, palpó el paquete que todavía guardaba en su camisa comprobando que seguía allí, empapado del sudor que transpiraba todo su cuerpo.

La realidad se impuso con toda su fuerza en la mente de Guils. Se estaba muriendo, ninguna nueva vida le estaría esperando al bajar a tierra, ya no sabría nunca qué se había hecho de su familia, de sus hermanos carnales, de la gran casa rural donde había nacido. Todo se desvanecía con rapidez, finalmente aquellos que le perseguían habían dado con él, pero se había enterado demasiado tarde. Lo único que le quedaba por hacer era un esfuerzo sobrehumano antes de morir, pensar rápidamente y con claridad.

Cerró los ojos con fuerza, casi sin aliento, pero la única imagen que aparecía en su mente con diáfana nitidez era Alba, su hermosa yegua árabe que tantos años había compartido con él, tantos sufrimientos y victorias. Vio su mirada cuando cayó herida de muerte, la mirada más dulce que jamás nadie pudo imaginar y sintió el mismo dolor que le traspasó en el momento de sacrificarla para que no sufriera. Y parecidas lágrimas a las de entonces inundaron su rostro. Allí estaba, moviendo la crin en un gesto de reconocimiento.

– ¿A qué esperas, amigo Bernard? Aquí estoy, aguardando tu llegada -parecía decir, con la misma dulzura en la mirada. Subió a cubierta, arrastrándose, como un borracho perdido en sus fantasías alcohólicas. Respiró el aire puro intentando reponer unas fuerzas que le abandonaban y vio, entre nieblas, la cara del anciano judío, inclinado sobre él con expresión preocupada.

– Guils, Guils, Guils…, parecéis enfermo, necesitáis ayuda. Abraham le pasó un brazo por la espalda intentando que se incorporara y Guils comprobó que el anciano todavía conservaba una gran fuerza en los brazos. Pensó que la Providencia le proporcionaba un inesperado, si bien extraño, camino.

– Debéis ayudarme a llegar a tierra, amigo mío, es imprescindible que desembarque… llegar a tierra… -Sus palabras sonaron confusas, le costaban esfuerzo y dolor. Tenía que confiar en Abraham, no había elección.

– Os ayudaré, podéis estar seguro, Guils.

– Creo que me han envenenado, Abraham, no me queda mucho tiempo de vida, ayudadme a bajar a tierra.

Abraham dejó a Guils apoyado en el castillo de popa y corrió en busca de agua. Después, abrió con rapidez su bolsa y mezcló unos polvos de color dorado en el líquido.

– Tomad esto, Guils, os ayudará a calmar el dolor para que podáis desembarcar. Después os llevaré a mi casa, soy médico, os pondréis bien.

Bcrnard Guils bebió el remedio despacio. Tenía que pensar, sólo quería pensar con claridad. Su brazo apretaba con fuerza el paquete que llevaba consigo, como si toda su energía se concentrara en aquel gesto de protección. Oyó a uno de los tripulantes avisar de la llegada de una barca para recoger a los pasajeros y llevarlos a la playa y, ayudado por Abraham, logró incorporarse a medias.

– Ánimo Guils, apoyaos en mí, podéis hacerlo. -El anciano le sostuvo con fuerza y le obligó a dar unos pasos. Guils sintió las piernas entumecidas, muertas, pero siguió adelante, hacia el lado de estribor, donde los pasajeros hacían cola para desembarcar.

Fray Berenguer de Palmerola, en primera fila, contempló cómo Guils se aproximaba con dificultad, casi llevado en volandas por el judío.

– Mercenarios borrachos y herejes judíos -dijo sin un asomo de piedad-, qué puede esperarse de una ralea maldecida por el propio Dios. Es indigno que me obliguen a viajar en compañía de tanta escoria, tendría que escribir al propio rey para que solucione tan espantoso dilema.

A fray Pere de Tever, sin embargo, no le impresionaron los comentarios de su viejo hermano, no creía que Guils estuviera borracho, ni mucho menos. Parecía enfermo, muy enfermo. Cuando aquellas dos tristes figuras se acercaron a ellos, fray Pere se ofreció a ayudar a Abraham con su pesada carga y su espontánea decisión le costó una horrorizada y furiosa mirada de fray Berenguer. Pero el joven fraile estaba realmente harto del comportamiento de su superior, de su furia destructora. Aquellos últimos días, la ciega rabia de su hermano contra el judío le había hecho reflexionar y se juró a sí mismo que jamás, pasara lo que pasase, se convertiría en alguien tan desagradable como fray Berenguer.

Bajar a Guils hasta la barca fue una operación difícil y complicada que exigió la colaboración de pasajeros, tripulantes y del propio barquero. Incluso Camposines ayudó, olvidando por unos momentos su preciosa carga. La embarcación se dirigió a la costa, en tanto Bernard Guils perdía el conocimiento en brazos de Abraham. D'Aubert, en la proa, no pudo evitar sentir la satisfacción de la malicia. Menudo mercenario, rió para sí, tan orgulloso y prepotente, borracho perdido en brazos de un judío, eso sí que tenía gracia. Se alegraba de la desgracia de Guils, le hacía sentirse realmente bien y, aderezada con un poco de imaginación, aquella historia podía convertirse en una buena narración de taberna. Sí, él y Guils enfrentados en una competición para probar su resistencia con el vino, vaso tras vaso, él sereno y sin perder la compostura, bebiendo sin vacilaciones, Guils, hecho un guiñapo al tercer vaso, tambaleante y balbuciente… sí, realmente, sería una buena historia.

Al llegar a tierra, la operación de desembarcar a Guils volvió a ser ardua. No había recobrado el conocimiento y su alta estatura requirió la ayuda de todos los que pudieron correr a auxiliar, a parte de los pasajeros que se afanaban en la tarea. Todos menos fray Berenguer que, sin esperar a su joven ayudante, saltó de la embarcación sin detenerse ni un momento. Bernard Guils, tendido en la playa con Abraham a su lado, era la imagen del desvalimiento.

El anciano judío contempló al moribundo con compasión y preocupación a la vez. Miraba a su alrededor, buscando a algún compañero de Guils, alguien que esperara su llegada. La urgencia del enfermo por bajar a tierra le había hecho pensar que había alguien para recibirle, pero no encontró a nadie, únicamente la frenética actividad que la llegada de una nave producía.

«Bien -pensó-, hay que llevar a este hombre a un lugar adecuado, quizás aún es posible que le queden esperanzas de vida.» Desconocía el tipo de veneno que le habían suministrado, pero podía intentar encontrar un antídoto, algún remedio que devolviera a aquel hombre a la vida. Sin embargo, no se hacía muchas ilusiones, aquella ponzoña hacía días que atacaba el organismo de Guils, mientras permanecía tirado en el jergón, sin pedir ayuda, muriendo en la más completa soledad.

Desde el principio, Abraham había decidido que Guils le gustaba, le caía bien sin conocerlo, estaba seguro de que era un buen hombre y no pensaba abandonarlo. Pero necesitaba ayuda urgente para llevarlo a su casa y estaba claro que no podía hacerlo solo. Miró, buscando una cara amiga, un rostro que fuera capaz de sentir piedad ante aquella situación y vio que Ricard Camposines, el comerciante, se acercaba a ellos.

– No debió esperar a emborracharse el último día -dijo un tanto decepcionado-. No creí que fuera un hombre de esta clase, no le vi beber en toda la travesía. Escogió un mal momento.

Abraham lo observó atentamente. No estaba seguro de que Camposines abandonara la vigilancia de su carga para ayudarle y mucho menos en el puerto, donde el control de la mercancía tenía que ser minucioso. Lo pensó unos segundos, pero la urgencia de la situación no le permitía mucho tiempo para cavilaciones. -Veréis, Camposines -empezó a decir, con precaución-, este hombre no se halla en esta situación a causa de la bebida, está enfermo y necesita cuidados.

– ¿Enfermo? Si parecía más fuerte que un roble… ¿Estáis seguro?

– Segurísimo -confirmó Abraham-. Su enfermedad es real. Ha sido envenenado y es urgente que pueda trasladarlo a mi casa para ver si todavía es tiempo de soluciones. No hay tiempo que perder, de lo contrario este hombre morirá. Necesito ayuda, Camposines.

El comerciante dibujó una mueca de espanto, las palabras del anciano judío le habían impresionado. «Envenenado», en su lenguaje era sinónimo de conjuras y conspiraciones y él no quería problemas, todo aquel escándalo podía perjudicar su negocio, precisamente en este momento en que había logrado llegar. Sin embargo, tanto Guils como Abraham le agradaban y estaba conmovido por la compasión que demostraba el judío, por su generosidad. Se sentía mezquino y avergonzado. Contempló el cuadro que tenía ante sus ojos, un mercenario alto y fuerte, tirado sobre la playa, inconsciente y frágil, y un viejo judío con una fuerza interior que le brillaba en los ojos. Se sintió miserable, carente del valor que acompañaba a aquellos dos hombres, tan diferentes y a la vez tan parecidos.

– Os auxiliaré, Abraham, aunque no podré hacerlo personalmente. Eso me sería imposible, pero encargaré a uno de mis mozos de cuerda que os ayude a llevar a Guils a donde vos indiquéis. Espero que esto os sirva de ayuda.

– Ése será el mejor socorro que me podéis dar, amigo Camposines. Espero que el tiempo sea generoso conmigo para poder devolveros el favor. Soy médico y estoy a vuestra disposición para lo que necesitéis.

Esta declaración quedó grabada en la mente de Ricard Camposines: médico, había dicho que era médico y sabía que los judíos gozaban de una merecida fama en aquella profesión, no en vano los reclamaban reyes y nobles. Era una casualidad extraordinaria, una lección que tenía que aprender, había viajado con aquel hombre en una larga travesía, casi sin haberle dirigido la palabra, atemorizado. Dios escribía torcido y los hombres se obstinaban en poner las líneas rectas.

Corrió a buscar a su capataz que dirigía la operación de descarga, controlando cada fardo que descendía de la embarcación, tan minucioso como su patrón. Le ordenó que buscara a un mozo de cuerda para un trabajo especial que sería remunerado adecuadamente.

Camposines contempló cómo se alejaban. El mozo transportaba a Guils sobre su espalda, como si fuera una carga ligera y Abraham, a su lado, le indicaba el camino llevando su pequeño maletín. Los vio dirigirse, casi invisibles entre la multitud, hacia la izquierda, como si el anciano judío buscara el camino más corto para llegar al Call, la judería de Barcelona. No se movió hasta perderlos de vista.

Los judíos que integraban las aljamas acostumbraban a vivir dentro de las ciudades donde, por una disposición del papado, tenían barrios especiales que en Cataluña se llamaron calls. En aquel espacio, llevaban su vida en comunidad, poseían su sinagoga que era punto de reunión y a la vez escuela, su propia carnicería, horno, baños y todo aquello que les fuera necesario.

Eran propiedad real y por lo tanto no estaban sujetos al capricho de los nobles, sino al único requerimiento del rey. Era al propio monarca a quien pagaban sus tributos y quien se encargaba de protegerlos, aunque esta protección no resultara nada barata. A los impuestos había que sumar los constantes préstamos a la corona, siempre tan necesitada de dinero y de aumentar las finanzas del tesoro real. Pero la comunidad judía se organizaba para hacer frente a los pagos y ésta era una de las funciones prácticas del Call, tenerlo todo dispuesto para el momento en que aparecía el Recaudador Real. A cambio, el barrio judío y sus integrantes estaban bajo la protección del rey contra los excesos de la nobleza y las inesperadas revueltas populares contra ellos.

El IV Concilio de Letrán, hacia el 1215, establecía una disposición por la cual los judíos debían llevar una señal física que los diferenciara de los cristianos, y determinaba que el motivo de esta distinción era evitar cualquier alegato de ignorancia en e1 caso de relaciones entre judíos y cristianos. En Cataluña, significó la imposición de un círculo de tela, amarilla y roja, que debían llevar cosido a sus vestiduras, los hombres en el pecho y las mujeres en la frente. La mezcla de razas era una prohibición estricta.

Abraham caminaba con rapidez hacia la seguridad de su barrio. Se había dirigido hacia las dos torres redondas del Portal de Regomir, sin entrar en la ciudad vieja, dando un rodeo por el camino de ronda exterior que circundaba la muralla romana y siguiéndolo hasta llegar al Castell Nou, que guardaba el lado sur de la ciudad y era, al mismo tiempo, puerta de entrada al barrio del Call.

Pensaba en los problemas que le reportaría lo que estaba haciendo, y no sólo con los cristianos, sino con su propia comunidad, siempre temerosa de infringir cualquier ley. Pero había tomado una decisión y su condición de médico no le permitía diferencias, fueran de raza o de religión. Para un enfermo lo único importante es su enfermedad y disponer a su lado de alguien con capacidad para aliviarle. Si todo aquello tenía consecuencias, tendría que pensarlo más tarde, después de atender a Guils. Sin embargo, no dejaba de sentirse perturbado e inquieto, si Guils moría en su casa, tendría que explicar qué haría el cuerpo de un cristiano en el seno de una comunidad judía, algo nada fácil de justificar.

Se obligó a sí mismo a dejar de pensar en las consecuencias, mientras seguía caminando, casi corriendo detrás del mozo. Debía recordar a su buen amigo Nahmánides, él no hubiera dudado ni un momento, actuaría según su conciencia y no según su miedo.

El mozo de cuerda se paró en seco ante la mole del Castell Nou. No pensaba dar un paso más y mucho menos entrar en el barrio judío, aquel trabajo podía ser todo lo especial que quisieran y como tal lo cobraba, pero nadie le había dicho que había que entrar en la judería. No había hecho preguntas por consideración al patrón, pero no pensaba dar un paso más y así se, lo hizo saber al anciano judío.

Abraham no contestó, había visto a su amigo Moshe, dueño de la carnicería y vecino suyo. Le llamó discretamente y le rogó que le ayudara.

– Son sólo unos metros, Moshe, yo solo no podré. Ayúdame, por favor.

– ¡Esto es increíble, Abraham! Desapareces durante un año y pico sin mandar un triste recado, un aviso de que estás bien, de que vas a llegar. Yo qué sé, ¡algo! Y de repente, apareces cargando con un cristiano moribundo. ¡Te has vuelto completamente loco!

El carnicero estaba enfadado, él apreciaba mucho a Abraham, era uno de sus amigos y le debía muchos favores, pero tenía una manera muy peligrosa de cobrarlos, y no estaban los tiempos para correr riesgos inútiles. Accedió a ayudarlo a regañadientes, mostrando su total desacuerdo y exponiendo todos los argumentos que se le ocurrieron, y fueron muchos, para que el médico desistiera de sus propósitos.

– Tienes toda la razón del mundo -le respondió Abraham, en tanto sostenía a Guils con lo que le quedaba de fuerzas-, todos tus argumentos son acertados, pero se trata de un hombre enfermo, Moshe, y yo soy médico, la enfermedad no tiene religión ni raza, debes comprenderlo.

Entre ambos trasladaron a Guils al dormitorio del anciano, en el primer piso de la casa. Moshe resoplaba por el esfuerzo, pero parecía querer recobrar el aliento para seguir con sus argumentaciones. Abraham no se lo permitió, tenía mucho trabajo que hacer y, después de agradecerle a su amigo la ayuda, le despidió sin contemplaciones.

– Te doy las gracias, Moshe, pero no deseo comprometerte más en este asunto. Cuanto menos sepas, mucho mejor para ti. Abraham desnudó a Guils, que ardía de fiebre, le abrigó y se dirigió a la pequeña habitación que le servía de consulta y laboratorio. Allí preparaba sus medicinas, poseía una amplia botica repleta de hierbas medicinales y remedios para la sanación. Le tranquilizó el intenso y familiar aroma, pero la urgencia de la situación le obligó a darse prisa, desconocía la naturaleza del veneno pero se guiaba por los síntomas que había apreciado en el enfermo. Tenía que probar con un antídoto general, que abarcara un gran número de sustancias tóxicas, no tenía tiempo para grandes estudios. Empezó a trabajar sin dejar de hacer constantes visitas al enfermo, de aplicarle compresas de saúco para la fiebre y de intentar que tragara pequeños sorbos de agua.

Finalmente encontró una fórmula que le pareció adecuada y una vez preparada, empezó a suministrársela lentamente, gota a gota, hasta que creyó que la dosis era la necesaria. Tenía que actuar con prudencia, un veneno mata a otro veneno, pero también puede rematar al paciente, la dosis debía ser exacta, sin un margen de error.

Se sentó en un pequeño taburete, al lado del lecho, observando la respiración del enfermo. A las dos horas, pareció que Guils mejoraba. Su rostro de un gris macilento empezaba a cobrar vida. Un pálido color rosado empezó a teñir su bronceado rostro y su respiración dejó de ser jadeante, para emprender un ritmo más pausado. Abraham se tomó un respiro, era una buena señal, pero no podía confiarse, los años de experiencia le habían enseñado que los venenos actúan de forma traidora e inesperada. En algunos casos, la mejoría sólo significaba el preámbulo de la muerte, pero reconoció que nada más podía hacer, únicamente esperar y rezar.

Apartó el taburete a un lado y arrastró su sillón preferido al lado de Bernard Guils. El mueble estaba viejo y enmohecido, como él, pero todavía guardaba en sus gastados cojines la forma de su cuerpo. Estaba exhausto, la desenfrenada actividad de las últimas horas se convertía en una fatiga inmensa, y ni tan sólo se había acordado de tomar sus propias medicinas. Pensó que tendría tiempo de sobra más tarde, ahora necesitaba descansar.

Se despertó sobresaltado. Un hermoso caballo árabe, blanco como la nieve, le miraba desafiante. La crin al viento, sus patas delanteras levantadas golpeando el aire, impaciente. Su relincho, como un grito desesperado, atravesó sus tímpanos en una demanda desconocida. Se tapó los oídos con ambas manos, incapaz de asumir aquel sonido agudo, semiconsciente todavía, atontado. Necesitó unos segundos para darse cuenta de que todo había sido un sueño. Se había dormido profundamente y su alma había abandonado el cuerpo para viajar a regiones desconocidas y lejanas y desde allí, alguien le mandaba un mensaje que no podía descifrar; alguien o tal vez algo.

Se obligó a despertarse del todo para observar a su paciente. Bernard parecía sumido en un tranquilo sueño, sus facciones estaban relajadas y serenas, ajenas a cualquier peligro. La respiración era normal, aquel bronco silbido de los pulmones había desaparecido y su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado. Abraham se tranquilizó, aún era posible recuperarlo, quizá sus remedios salvaran aquella vida y todos sus conocimientos, que tanto esfuerzo le habían exigido, sirvieran para algo. Tan viejo, tantos años, y todavía se sentía impotente ante la muerte. Recordó su juventud, su aprendizaje, su primera muerte… tanto llegó a afectarle que estuvo a punto de abandonar sus estudios, dejarlo todo y volver a casa para sustituir a su padre en el taller de joyería. Pero no lo hizo y su padre, decepcionado por aquel hijo que no deseaba continuar la tradición familiar, nunca le perdonó, recordó abatido.

Pero no era el momento adecuado para reflexiones inútiles, divagaciones de la memoria que parece viajar libre e independiente de nuestro sufrimiento, ajena a nuestro dolor. Un caballo blanco y la figura de su padre no eran los mejores compañeros para el trabajo que le esperaba, pero conocía los laberintos de la mente humana, sus extrañas relaciones con la realidad. Abraham había reconocido, hacía ya mucho tiempo, que la realidad no existía. Por lo menos no aquella de la que hablaban en la sinagoga o en los templos cristianos, y este tema le había reportado muchos problemas en su propia comunidad.

– Problemas teológicos -musitó con una leve sonrisa. No, no era el momento para divagaciones filosóficas.

Dejó dormir a Guils. Parecía sereno, pero Abraham no estaba seguro de si despertaría, acaso lo único que él podía proporcionarle era la paz de la agonía, la ausencia de dolor. Apartó todos sus pensamientos con dificultad, el caballo blanco seguía allí, desafiante e impaciente, trasmitiéndole un mensaje que no entendía.

Preparó una sopa caliente. Si Guils despertaba, sería el mejor alimento, un caldo especial elaborado con hierbas, para dos enfermos. La única diferencia entre ambos era la fecha límite. Paseó por la casa, lo único que había encontrado a faltar en su viaje, su estudio, su botica, sus estudios de geometría…, todo estaba igual. Su cuñada se había encargado de mantener aquellas cuatro paredes limpias y en orden durante su ausencia, de que todo se mantuviera como si nunca se hubiera marchado, y de que el fantasma de su mujer, Rebeca, muerta hacía muchos años, siguiera en activo limpiando y ordenando la vida de Abraham.

Volvía a perderse en los recuerdos, como si éstos se negaran a dejarle libre, cuando oyó el grito de Guils. Bruscamente, salió de su ensueño y corrió hacia la habitación donde encontró al enfermo alterado, de nuevo empapado en sudor, con la tez lívida.

– ¡Guillem, Guillem, Guillem! -gritaba Guils, con un hilo de voz.

– Soy Abraham, amigo Bernard, vuestro compañero de travesía, tranquilizaos, estáis en un lugar seguro, en mi casa, no debéis preocuparos. -El anciano secaba el sudor, sostenía al hombre en sus brazos.

– Abraham Bar Hiyya. -Guils había dicho el nombre completo, la voz clara y fuerte, la conciencia recobrada-. Abraham, buen amigo, tengo muy poco tiempo. Es muy importante que guardéis el paquete que llevaba en mi camisa. No permitáis que caiga en malas manos. Juradme que lo haréis.

– Debéis descansar, Bernard, no os preocupéis por nada que no sea recuperar la salud.

El anciano intentaba tranquilizarle y no le dijo nada de que no había ningún paquete, nada entre sus ropas. Pensó que quizá se tratara de una alucinación a causa de la fiebre y no quiso alterarlo más.

– Debéis avisar a la Casa del Temple, Abraham, debéis comunicar mi llegada, mi muerte… ellos sabrán qué hay que hacer, procurarán que no tengáis ningún problema por prestarme ayuda, ellos… Avisadles inmediatamente y entregad el paquete a Guillem, me espera…

Bernard Guils se retorció de dolor, el gris ceniciento reapareció en su rostro, el jadeo volvió a sus pulmones. El médico comprobó con tristeza que sus esfuerzos habían sido inútiles, nada parecía detener los efectos de aquel tóxico letal. Volvió a administrarle la poción que había preparado, aunque esta vez sabía que sólo podría calmar su angustia y nada más podía hacer por su vida.

– ¡Abraham, hay que avisar a Guillem…, la Sombra surgirá de la oscuridad, que se aleje de la oscuridad!

Bernard Guils se desplomó en el lecho, agitado, presa de sus alucinaciones. Se encontraba en el camino, cerca del Jordán, había andado por el desierto y estaba exhausto y sediento. Fue entonces cuando la vio, estaba allí, esperándole, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida que aguardarle. Blanca como la capa que llevaba sobre los hombros, con la crin al viento, las patas delanteras golpeando el aire, lanzando un relincho de bienvenida. Su hermosa yegua árabe le estaba esperando hacía mucho tiempo. Se acercó a ella, acariciándole la cabeza, hablándole en un susurro como sabía que le gustaba y, cogiendo las riendas, montó con suavidad. Ya nada le ataba a su pasado, una nueva vida se abría ante sus ojos y ni tan sólo volvió la cabeza, sonrió y cruzó el Jordán.

Abraham vio cómo una gran paz se extendía por la cara de Bernard, cómo su cuerpo se relajaba liberado del dolor, el estertor desaparecía y con él, la vida. Una enorme tristeza se apoderó del anciano médico cuando cerró el único ojo entreabierto y cubrió su rostro con la sábana. Se quedó sentado, inmóvil y sus labios empezaron a recitar una oración hebrea por aquel cristiano que no había podido salvar.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. No tenía ni idea del tiempo que llevaba allí, sentado al lado del cadáver. Pero ni tan sólo los golpes lograron perturbar su espíritu, se levantó lentamente, como si el cuerpo le pesara y se encaminó a la puerta. Su amigo Moshe, el carnicero, estaba ante él con una expresión de disculpa en la mirada.

– Abraham, siento mucho mi comportamiento anterior, no tenía derecho a juzgarte tan severamente, te pido perdón. -Su mirada expresaba tal arrepentimiento que el médico no pudo negarle la entrada, divertido ante los escrúpulos de su amigo. -Pasa, viejo cascarrabias judío, dentro de un rato pensaba ir a buscarte.

– ¿Cómo está tu paciente? ¿Has logrado que se recuperara? ¿Necesitas algo? -Moshe ya no sabía cómo disculparse. -Ha muerto no hace mucho. Poco he podido hacer contra un veneno tan potente como el que han utilizado para robarle la vida -contestó Abraham, invitándole a que pasara a la pequeña estancia que le servía de comedor.

– ¡Veneno! -exclamó Moshe.

Abraham le contó la historia sin ocultarle nada, necesitaba hablar con alguien y conocía a Moshe desde que tenía memoria. Aunque un poco más joven que él, se habían criado juntos desde niños y siempre habían mantenido una fiel amistad. Moshe siempre había sido un conservador, como su padre, siguió la tradición familiar en su oficio y se casó con quien su familia dispuso, a pesar de que Abraham sabía que siempre había estado profundamente enamorado de su hermana Miriam y que ésta le correspondía. Pero aquellos infelices jóvenes no se atrevieron a afrontar las consecuencias y los resultados no habían sido buenos. La esposa de Moshe era una mujer autoritaria y orgullosa que le despreciaba, y su querida hermana Miriam tenía por marido a un rígido rabino que había borrado la sonrisa de su rostro.

El mundo ordenado y rutinario de Moshe sufrió un sobresalto al oír la historia de su amigo. Admiraba a Abraham desde que eran niños, sabía que tenía la amistad de un hombre sabio que le respetaba y quería.

– ¡Dios sea con nosotros, Abraharn! En buen lío te has metido. Y este pobre hombre, muerto en tu casa. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Abraham sonrió al oír que su amigo utilizaba el plural, inmerso en la historia, realmente preocupado por su seguridad. -Tú volverás a casa y no dirás nada a nadie. Si te preguntan por mí, dirás que he vuelto a emprender un viaje para atender a un paciente y que no sabes cuándo volveré.

– Pero Abraham la gente puede pensar que no has vuelto de Palestina, lo mejor sería…

– No, Moshe -le atajó el médico-, es muy posible que alguien me viera llegar al Call, ya sabes cómo corren las noticias en este barrio, parece que nadie te ve y acabas siendo el tema principal de conversación en la sinagoga. Lo mejor será ceñirse a la verdad lo máximo posible. En cuanto a mí, haré lo que Guils me pidió antes de morir, iré a la Casa del Temple y les contaré la historia.

– Tienes razón, es lo mejor -asintió Moshe, convencido-. Es una suerte que todo este lío dependa del Temple y no del aguacil real. Pero Abraham, ¿has pensado ya con quién vas a hablar? No puedes presentarte allí diciendo «tengo un muerto que les pertenece»…

– No te preocupes, tengo un buen amigo en la Casa, uno de toda confianza. Pero necesito que me hagas un favor, ten los oídos bien abiertos, entérate de si alguien me vio llegar y habla con mi cuñada. Puedes contarle que ya he llegado, pero que una urgencia médica me obliga a marchar de nuevo. No des demasiadas explicaciones, ser demasiado locuaz es la manera de atrapar a un mentiroso.

Abraham despidió a su amigo, dándole las últimas instrucciones. Después hizo otra visita a la habitación donde Guils ya no sentía dolor ni tristeza. Aquella forma humana que escondía la sábana había emprendido un viaje que nadie podía compartir. Revisó de nuevo sus ropas, palpando cuidadosamente cada centímetro de tela, buscando en las costuras y en los bolsillos, pero no encontró nada. Pensó que era posible que todo aquello fuera parte de una alucinación provocada por el veneno, pero algo en su interior le decía que era cierto. Una de las razones era la propia muerte de Guils, su asesinato. Se necesitaba una buena razón para acabar con la vida de un hombre y la existencia de aquel paquete podía ser una causa legítima para matar.

Sin embargo, entre las ropas de Guils no había nada. Abraham se sentó al lado del cadáver e hizo un esfuerzo por recordar. Cerró los ojos y vio a Bernard en la popa de la nave, con el brazo derecho fuertemente apretado contra el pecho. Recordó los enérgicos paseos del hombre, de popa a proa, de proa a popa y de forma constante y reiterativa, el gesto de su mano izquierda rozando el pecho, como queriendo asegurarse de que algo importante seguía en su lugar. Sí, estaba seguro de que Guils llevaba algo valioso para él, pero mientras estuvieron embarcados Abraham había llegado a la conclusión de que estaba preocupado por la seguridad de su bolsa, algo muy común en este tipo de travesías, en la que se encontraban rodeados de una tripulación desconocida y, en muchos casos, proclive al hurto.

Alguien había robado a Guils aprovechando su estado o peor todavía, alguien había provocado el estado de Guils para robarle. Ocasiones para hacerlo no habían faltado, ya que desde el momento del desembarco mucha gente se había acercado al enfermo. La historia iba cobrando forma en la mente de Abraham… Guils había gritado un nombre en su agonía, Guillem, le pedía que avisara a un tal Guillem, pero Guillem qué, era un nombre común que no le proporcionaba ninguna pista. Tenía que actuar con prudencia, la intensa angustia de Bernard indicaba que aquel lo por lo que había muerto tenía una gran importancia y un gran peligro. Abraham quería cumplir sus últimos deseos, pero su información era escasa, casi mínima. Después de unos minutos de reflexión, el anciano judío tomó una decisión, tomó su capa y salió de la casa.

La tarde empezaba a caer. Tenía que apresurarse, no podía arriesgarse a que cerraran el Portal del Castell Nou y le impidieran salir hasta la mañana siguiente. A Dios gracias, la Casa del Temple estaba muy cerca y no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta allí. No se encontró con nadie conocido, a esa hora la gente acostumbraba a recogerse y las patrullas de vigilancia aún estarían apurando los últimos instantes en alguna taberna, antes de empezar la ronda de la noche.

Su mente no dejaba de trabajar. ¿Guillem?… El maestre provincial se llamaba así, Guillem de Pontons, pero… ¿era realmente el hombre al que se refería Guils? Tendría que improvisar sobre la marcha.

Abraham tenía muy buena relación con los templarios de la ciudad. En su calidad de médico había atendido a muchos miembros de la milicia que habían solicitado sus servicios. Siempre había sido tratado con respeto y afecto, y no había que olvidar las intensas relaciones que el Temple mantenía con los prestamistas del Call, ambas partes se beneficiaban de aquella relación y hacían excelentes negocios.

Se paró en seco, deteniendo el ritmo de sus pensamientos. Tenía la desagradable sensación de que alguien lo seguía, pero sólo logró observar, en medio de la creciente oscuridad, un juego de sombras dispersas, casi inmóviles. Hubiera jurado que en tanto se giraba, la sombra de un aleteo de capa se había movido a sus espaldas, desapareciendo en un instante y disolviéndose en un rincón oscuro, como un espejismo. El silencio era total, vacío de cualquier sonido familiar.

Abraham apresuró el paso, ciñéndose la capa a su delgado cuerpo. Un escalofrío le había recorrido la espina dorsal y estaba seguro de que no era a causa del frío, era simplemente miedo. Se reconoció asustado, muy asustado y demasiado viejo para aquel tipo de experiencias. En la penumbra, a pocos pasos, reconoció la imponente mole de las torres del Temple y respiró aliviado, ellos sabrían qué hacer y cómo actuar.

Una sombra extraña se dibujaba en un muro sin que luz alguna ayudara a proyectarla. Parecía una mancha de la propia piedra, castigada por las lluvias de siglos. Cuando Abraham desapareció por el portón del Temple, una brisa silenciosa arrancó la sombra de la piedra, desvaneciéndose.

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