Capítulo VII El Delfín Azul

«¿Habéis prometido o dado a algún seglar o a un hermano del Temple, o a cualquier otro, dinero u otra cosa para que os ayude a ingresar en esta orden? Porque esto constituiría simonía y no podríais disculparos, si estáis seguro de ello perderíais la compañía de la Casa.»


La posada El Delfín Azul se hallaba al final de un callejón sin salida, al límite del barrio de la Ribera. Leví no había exagerado al describir aquel local de mala muerte, su emplazamiento y el tipo de gente que concurría a él, no permitían engaños en cuanto a su naturaleza. Sus clientes provenían, especialmente, de los bajos fondos de la ciudad y del paso de la marinería. No era un burdel, como muchos pensaban, sino un centro de diversión y de negocios que rozaban el límite de la ley y, en muchos casos, lo sobrepasaban sin ningún problema. Las autoridades consideraban la prostitución un mal necesario que evitaba problemas peores, por ello toleraban los burdeles, aunque bajo un control municipal y real. Estaba totalmente prohibido que las prostitutas ejercieran su duro trabajo fuera de los locales adecuados para ello, de esta manera eran obligadas a vivir encerradas entre las cuatro paredes del burdel.

Sin embargo, en El Delfín Azul también se podían encontrar grupos de mujeres que se reunían allí para divertirse y hablar de sus problemas, sin que fuese posible contratar sus servicios. Si una de ellas era encontrada ejerciendo su trabajo fuera del burdel, el mismo patrón y sus compañeras la iban a buscar con redoble de tambores, y la devolvían a la casa, aunque raramente sucediera así en aquel barrio, en el que ni los guardias reales se atrevían a patrullar.

Guillem caminaba con rapidez, con la cabeza alta y cara de pocos amigos. El ingenuo muchacho de los cambios había desaparecido y en su lugar, asomaba un hombre joven, de mira da torva y con las armas a la vista. En la entrada de la posada, un grupo de hombres apalizaba a un tercero que acababa de desplomarse, desmayado o inconsciente, en tanto los golpes y puntapiés arreciaban sin que la víctima expresara el más mínimo lamento. A un lado, dos mujeres contemplaban el espectáculo con expresión aburrida, semejantes a dos estatuas de piedra que soportaran el peso del portal, excepto que carecían de capiteles en sus cabezas.

Guillem dio un vistazo al infeliz que yacía en el suelo, sin detenerse ni intervenir, aquél ya no pertenecía al mundo de los vivos y él tenía un gran interés en permanecer en él. Cuando penetró en la posada, un ambiente espeso y cargado lo envolvió, había muchas zonas de penumbra y sus ojos tardaron unos instantes en adaptarse a la oscuridad, repasando cada rincón y cada huésped que llenaba el local. Era una estancia de grandes dimensiones, rectangular, donde una enorme chimenea ocupaba un lugar de privilegio, dando mucho calor y poca luz. Las mesas se amontonaban sin orden ni concierto, como si un ejército de bárbaros hubiera conquistado el lugar y se dispusiera a arrasarlo. Los parroquianos se apretujaban alrededor de las mesas y encima de ellas, casi sin dejar un resquicio por el que pudieran pasar unas mujeres portadoras de grandes jarras. Los gritos y aullidos eran la conversación más habitual y también los coros, espontáneos, entonando obscenas canciones a voz en grito. El fragor de la peor batalla se hubiera convertido allí en un simple murmullo.

Guillem se abrió paso con dificultad, observando las miradas de curiosidad que, tras el primer vistazo, volvían a la indiferencia. Un lugar como aquél acogía caras nuevas cada día, tripulaciones enteras gastaban sus míseras pagas en aquel brebaje inclasificable que se servía, fuera vino o cerveza, para desaparecer después hacia otro puerto, hacia otro local exactamente igual a aquél. Aunque no siempre sucedía así, muchos de esos alegres parroquianos no llegarían nunca a otro puerto ni a otra taberna, el océano se los tragaría sin ningún remordimiento.

Mientras avanzaba entre la marea humana, el joven se fijó en un hombre que se apoyaba en un largo mostrador que, desde la chimenea, se extendía hasta la pared opuesta. Era un auténtico gigante de casi dos metros. Guillem le miraba con respeto, por su privilegiada situación, no podía tratarse de otro que de Santos, el conocido de Leví. El hombre estaba hablando con uno de los clientes, cosa que permitió que Guillem lo estudiara con atención. Una de las cosas que le distinguían del resto era un rostro especial, trazado por miles de cicatrices de todo tipo y tamaño, aunque una de ellas sobresalía por derecho propio cruzando toda la cara, atravesando uno de sus ojos y desapareciendo en el mentón. Era posible que continuara por la nuca hasta perderse, cuerpo abajo, en algún lugar invisible y secreto. Su gran corpulencia estaba en consonancia con su altura, y la masa muscular se dibujaba bajo sus ropas en un complicado mapa de tendones y nervios sabiamente organizados. Guillem calculó que debía de tener la edad de Bernard, quizás un par de años más, aunque era posible que las cicatrices le engañaran.

El largo mostrador en que se apoyaba servía como frontera y delimitaba el amplio territorio de los parroquianos de su atalaya particular. A sus espaldas, las camareras desaparecían en la oscuridad para reaparecer con las jarras bien provistas. Era una situación estratégica perfecta que le permitía vigilar y controlar cada rincón de su local, cada individuo que entraba o salía, cada murmullo. Un poco más apartada del mostrador, al otro lado del fuego, una escalera de madera se perdía en las alturas. Seguramente comunicaba con las habitaciones de los huéspedes. Guillem siguió estudiando con detenimiento la posada, buscando los puntos más favorables para una hipotética huida. No deseaba encontrarse en la desagradable experiencia de acabar en un agujero sin salida y mucho menos con un contrincante como la Sombra. Su mirada se posó en una pequeña puerta bajo la escalera, posiblemente la bodega o una leñera, que estaba disimulada en la pared y que sólo por un extraño reflejo en el fuego de la chimenea había atraído su atención. Se acercó pausadamente hacia donde reinaba aquel gigante sin que nadie osara poner en duda su legitimidad. Como era de esperar, llamó su atención de inmediato. Santos le observaba, dejando en suspenso la conversación que mantenía, y la interrupción alejó a su interlocutor hacia una de las mesas cercanas, como en una ceremonia ensayada mil veces, donde todos los participantes sabían el papel que debían hacer. La mirada de Santos se concentró en el joven desconocido con una curiosidad no exenta de indiferencia.

– Sois forastero, compadre. -Era una afirmación en toda regla. Santos seguía la ley, no escrita, de evitar las preguntas.

– Y vos adivino. ¿Cómo habéis llegado a tan difícil conclusión?

– ¿Os sirvo algo o necesitáis mis servicios de adivinación?

– Tomaré lo mismo que vos, siempre que no sea la porquería que éstos están tragando.

– Vaya, vaya… un paladar fino, algo que no acostumbro a disfrutar en este antro, señor, aunque es posible que incluso lo que yo bebo, sea insuficiente para vos. -Santos parecía divertido con el nuevo parroquiano, y el sarcasmo encontraba acomodo entre los dos.

– Supongo que sois Santos, dueño absoluto de este territorio.

– Ahora el adivino sois vos. -Santos sirvió dos jarras, extraídas de algún lugar bajo el mostrador.

– Vino de Messina. Excelente. Tenéis buen gusto en el beber. -Guillem había tomado un largo trago de la jarra.

– Os costará caro, aunque no dudo de que lo podéis pagar. Vuestra salud os agradecerá la elección. Estos miserables carecen de estómago y en su lugar esconden un saco de plomo, indiferente a 1o que le echen.

– ¿Por qué Santos?

– ¿Por qué, qué?

– Me refiero a vuestro nombre, los demás nos conformamos con un santo, vos parece que necesitáis a toda la corte celestial.

Santos lanzó una estruendosa carcajada que resonó en toda la enorme estancia, sobresaltando a más de uno.

– Vaya, vaya, tenemos a un gracioso. Os lo agradezco, mi trabajo es soberanamente aburrido por norma general y me gustan las bromas, impiden que se me seque el cerebro. Por lo que se refiere a mi nombre, no os puedo responder, es tan antiguo que he olvidado su razón de ser.

Guillem sonrió, estaba pensando en la mejor manera de encauzar la conversación hacia los temas que le interesaban, sin llamar la atención ni levantar sospechas, pero Santos no era presa fácil, no era un tipo que se dejara engañar fácilmente como Leví. Tendría que arriesgarse.

– Me han aconsejado que hable con vos -dijo en voz baja.

– ¿Y qué maldito ladrón os ha dado este consejo?

– Un ladrón muerto -contestó Guillem, observando la reacción de Santos.

Santos se quedó en silencio, mirándole sin parpadear, sopesando las palabras. Aquella mirada fija, obligaba a uno de sus ojos, cruzado por la espantosa cicatriz, a tomar una forma extraña, como un ocho irregular y mal garabateado que buscara ampliar sus deformadas circunferencias.

– Deberíamos sentarnos, ¿no os parece? -dijo finalmente. Le hizo un gesto indicándole que le siguiera y su salida del mostrador provocó un murmullo de admiración, el gigante parecía estar concediendo un privilegio especial al joven desconocido. Santos avanzó hacia una mesa, cerca de la chimenea, que se desalojó en el acto cuando sus ocupantes le vieron avanzar. Ambos se sentaron con las jarras en la mano, uno frente al otro sin dejar de observarse.

– ¿Y bien? -Santos parecía levemente interesado. -Leví el cambista me dijo que vos me daríais una información sobre alguien a quien busco.

– ¿El avaro mercader está muerto? -Parecía realmente perplejo-. Creía que esa ralea de usureros gozaba de un trato especial ante la Parca, pero veo que no es así. ¿Le habéis matado vos?

– No, se me adelantaron. Últimamente siempre me pasa lo mismo. Si sigo así, no podré matar a nadie más, es deprimente. Santos volvió a estallar en carcajadas, lo que de nuevo provocó el desasosiego entre sus clientes más cercanos, pero había decidido que aquel muchacho le gustaba.

– Ese viejo gusano rastrero de Leví no ha hecho un buen negocio esta vez. Eso le pasa por andar con malas compañías.

– Tenéis razón -asintió Guillem, en tono grave-, no invirtió bien y me temo que no va a recuperarse de sus pérdidas. Miró el rostro del posadero en busca de alguna señal que le permitiera seguir por aquel camino, pero las facciones de Santos encerraban un misterio tan antiguo como su nombre, y no daban facilidades de ningún tipo. El joven decidió soltar un poco más de información.

– El gusano rastrero, como vos le llamáis, ha sido asesinado hace unas horas, degollado, mejor dicho, decapitado por una mano experta, sumamente hábil en estos menesteres.

– Una muerte digna para un ave carroñera como él. -Santos no parecía impresionado-. Os puedo asegurar que su muerte será celebrada por muchos cuando la noticia se conozca. Nadie va a llorar su ausencia, no tenía mujer ni hijos, ni hermanos ni tíos, nada de nada. El pobre imbécil decía siempre que la familia era una inversión sin futuro y mirad ahora, no tiene ni a un perro que se encargue de su entierro.

Guillem comenzó a exasperarse ante la impasibilidad de su interlocutor, nada parecía conmoverlo y escuchaba sus noticias sin un parpadeo de su mutilado ojo. Estaba regalando información a cambio de nada y ya no sabía qué táctica utilizar.

– Estoy buscando a un tal D'Aubert -espetó. Ya había perdido demasiado tiempo.

– O sea que es esto lo que habéis venido a buscar, muchacho, al estúpido de D'Aubert. ¡Por fin se hace la luz en la oscuridad! ¿Para qué le buscáis?

– Muchas preguntas y pocas respuestas -graznó Guillem, irritado y con su dosis de paciencia totalmente agotada. Estaba molesto ante las sonoras carcajadas de Santos, quien se divertía por su enfado.

– Perdéis muy pronto la paciencia, joven, pero voy a responderos de una vez. Conozco, desde luego, a D'Aubert. Incluso os diré que yo mismo he estado a punto de matarlo para ahorrarme su insufrible charlatanería. Es un ser repugnante.

– ¿Es uno de vuestros huéspedes?

– Era, joven, era uno de mis huéspedes, pero en estos momentos ya no lo es -le contestó Santos como única explicación.

Aquello fue un mazazo para Guillem, aquélla era la única pista que poseía para encontrar a D'Aubert, para recuperar lo robado. Si aquel ladrón había huido, sería difícil volver a localizarle y todo aquello le estaba volviendo loco. Otra vez se encontraba como al principio, sin nada sólido. Era tal su abatimiento que hasta Santos pareció compadecerse de él.

– ¿Tanto interés tenéis en semejante imbécil, «hermano»? El joven dio un salto de la silla, perplejo y asombrado. Se sentía descubierto, como si le hubieran arrancado su máscara de golpe. Su mirada se dirigió hacia una de las probables vías de escape con inquietud. «Hermano.» Aquel gigante tabernero había averiguado su condición sin una duda, casi a primera vista, y eso era algo con lo que no contaba.

– Tranquilizaos, nadie va a delataros, sólo me estaba divirtiendo un poco al contemplar a un honesto templario en un lugar como éste. Aunque, la verdad, no gozáis de muy buena reputación. -Santos parecía relajado y tranquilo.

– ¿Cómo me habéis descubierto? -La mente de Guillem se esforzaba en encontrar una explicación. Su máscara no había sido eficaz, en algo se había equivocado. Seguramente le había reconocido desde el mismo momento en que puso un pie en aquella maldita taberna de mala muerte. Estaba enfadado con Santos, que tenía la capacidad de ver a través de las máscaras y temía que si él había podido descubrirle, otros también podían hacerlo. Tenía la desagradable sensación de estar atrapado. Santos le estudiaba con atención, intuyendo los sentimientos que su broma había provocado y arrepintiéndose de su ligereza.

– Calmaos, os lo ruego, es una buena máscara, nadie más os ha descubierto. Lamento mucho haberos inquietado de tal manera, pero no os preocupéis por este atajo de borrachos, no reconocerían ni a su propia madre si entrara por la puerta. Bernard os enseñó bien.

Los ojos de Guillem se abrieron como platos y no pudo evitar una exclamación de asombro. Aquello era demasiado, no podía creer que el espectro de Bernard Guils se obstinara en perseguirle hasta aquel antro. Pero ¿quién demonios era Guils para tener conocidos como Santos? Guils el desconocido, eso era. Su enfado e irritación tomaban un camino diferente, un camino que llevaba a Bernard, el amigo desaparecido, el maestro… el que tan poco le había contado de sí mismo, el que le mantenía en la ignorancia, el mismo que le había abandonado en mitad de aquella tormenta.

– Tenéis que perdonarme, muchacho, cuando os he visto entrar no he podido evitar la tentación de reírme un rato. Pero acabo de recibir un buen puntapié en el trasero, una señal de Guils desde la tumba para que os deje recuperar el aliento. No os preocupéis por vuestra seguridad, estáis a salvo. Hace ya muchos años pertenecí a la orden, por eso os he reconocido. No hay ningún templario que entre en esta taberna al que Santos no reconozca, por muy disfrazado que vaya. Son viejas costumbres.

Guillem le miraba desafiante, intentando controlar la cólera que sentía, harto de aquel asunto que giraba y giraba siempre en torno al mismo punto: Guils.

– El fantasma de Bernard me persigue con más saña que entusiasmo. Me lo encuentro en cada esquina sobresaltándome e incluso creo haber oído su voz. Podéis pensar que me estoy volviendo loco porque así lo creo yo mismo… Y supongo que lo conocisteis en Palestina, cómo no, y que luchasteis juntos a brazo partido, íntimos amigos desde la infancia. ¡Oh, y seguro que sabéis todo lo que debe saberse de este asunto y que yo puedo largarme a la Casa y dormir tres días seguidos, abandonando definitivamente mi ridículo papel de títere!

– ¡Dios santo, estáis realmente enfadado! -Por primera vez, Santos parecía asombrado-. Lo lamento de verdad, amigo mío, no era mi intención provocar vuestro enojo, pero no tengo ni idea de lo que me estáis hablando. Conozco la muerte de Bernard, es cierto, en este barrio las noticias corren más que saetas musulmanas, pero desconozco el «maldito asunto» del que habláis. ¿Cómo murió en realidad Bernard? Aquí sólo corren rumores, historias increíbles.

Guillem comprobó que Santos estaba diciendo la verdad y se arrepintió de haber volcado toda su frustración e impotencia en aquel gigante que le miraba con verdadera preocupación.

– Fue envenenado.

– ¡Envenenado! No me lo puedo creer, no en Bernard. -La sorpresa se apoderó de las facciones de Santos, marcando de un tono púrpura la larga cicatriz.

Y entonces Guillem le contó todo lo que sabía, sin omitir nada, en un esfuerzo para determinar sus emociones y sentimientos, harto de aquel trabajo, de engañar y de ser engañado. Se vació, hasta quedar en paz, cansado de esperar que alguien le indicara una pieza en aquel rompecabezas de reliquias, sombras y muertes que le arrastraba de un lado a otro, como si estuviera unido a hilos invisibles que le manejaran a su antojo. Guillem de Montclar había decidido estallar y ya no le importaban las consecuencias.

Santos escuchó con atención, sin interrumpir en ningún momento. En tanto sus facciones se endurecían a medida que la historia avanzaba, pero sin dejar traslucir al exterior ninguna emoción. Escuchó, durante una hora, las palabras de aquel muchacho enfadado, perseguido por fantasmas que no reconocía. Y mientras le escuchaba, multitud de recuerdos e imágenes acudían a su mente en tropel, con una claridad diáfana, como destellos de la intensa luz del desierto de Judea.


En la pequeña construcción de adobe, perdida en mitad del desierto, dos hombres hablaban a gritos. Nadie les escuchaba en aquella inmensidad vacía, sólo sus dos caballos, inquietos ante el tumulto de voces.

– ¡Maldita sea, Bernard, te has vuelto totalmente loco! -Jacques el Bretón aullaba como un lobo en celo, andando a grandes zancadas por la pequeña estancia. El suelo retumbaba a cada uno de sus pasos, como si un ejército de turcomanos estuviera a punto de invadirles.

– ¡Para de una vez, Jacques, y deja ya de maldecir! ¡Ya sé que tiene todo el aspecto de una trampa! -La voz de Guils sonaba un tanto hastiada a causa de los gritos de su compañero.

– ¿Todo el aspecto? ¡Por los clavos de Cristo, Bernard, no te atrevas a contestarme esto, no después de tantos años! Tanto secretismo va a volverme loco de atar a mí también.

– Serénate y no grites más, me estás poniendo nervioso. -Está bien, no gritaré, pero Bernard…, estamos a un paso de descubrir al maldito traidor, ése es nuestro trabajo prioritario. No te parece sospechoso que tan cerca de averiguarlo nos manden tras un pringoso manto con una historia increíble. ¿ Es que quieres suicidarte!?

El potente vozarrón de Jacques hizo temblar las frágiles paredes. Guils, por toda respuesta, le propinó un puñetazo en la espalda, aunque Jacques no pareció notarlo.

– ¡Déjame hablar, Jacques, de lo contrario te amordazaré, te prometo que lo haré! No tengo tiempo de ir a Acre para convencer a quien sea de la locura de esta misión, ni tampoco tengo motivos para desobedecer. Y sí, tienes razón, es sospechoso que nos manden tras un espejismo en forma de manto, y nos obliguen a dejar nuestra investigación. Por eso quiero que me escuches con toda tu escasa atención: tú no vas a venir con nosotros.

Guils hizo un severo gesto de aviso ante la intención de su amigo de responder, pero no pudo evitar que éste la emprendiera a golpes con una de las paredes.

– Jacques, ¡Jacques! Escúchame, tú vas a ir solo a la cita con nuestro contacto e indagarás el nombre del traidor. Después te dirigirás a Acre y le contarás a Thomás de Berard todo lo que descubras y dónde nos encontramos. Y sobre todo, pondrás atención en revelar de quién fue la idea de esta absurda misión. ¿Lo has entendido bien?

– Tengo tiempo para ir a la cita y volver con vosotros, por si acaso.

– ¡No! ¡No vas a volver, te largarás a Acre a toda prisa y sin mirar atrás! ¡Sin discusión, maldita sea, por una vez obedece!

– No entiendo por qué te fías de este caballerito de corte, Bernard, siempre preocupado por subir de categoría… «Prefiero que me llamen «Caballero D'Arlés». -Jacques imitaba los modales exquisitos y amanerados del aludido-. Es una serpiente rastrera, te lo he dicho siempre… Pero lo del manto… ¡Eso no tiene nombre, Bernard, por el amor de Dios!

– Jacques, siempre has detestado a Robert d'Arlés, no lo puedes soportar, pero ¿por qué demonios iba a inventarse una historia tan absurda?

– ¡Ja! Por salvar el culo, Bernard, ése todo lo hace para que su culo encuentre mejor acomodo que una silla de montar. -Estamos metidos en un grave problema y a ti sólo se te ocurren incoherencias.

– Un grave problema, sí, señor, me alegro de que lo reconozcas, Bernard, y de que seas realista, porque en las últimas horas andas colgado de una palmera y boca abajo, sin tener los pies en el suelo. Y más que grave, es una situación peligrosa, vas a acabar con el pescuezo a rebanadas.

Bernard Guils suspiró profundamente. Necesitaba de toda su paciencia para tratar con su rebelde compañero, un hombre que se encendía con sólo oler fuego.

– Te prometo que procuraremos acabar vivos, pero tú debes hacerme caso esta vez.

– Pero Bernard, ¿quién puede creerse que un sucio mercader de Éfeso, ¡además de Éfeso!, pueda tener un manto que perteneció a la Virgen? ¿Quién puede creerse que tal cosa exista en la tierra? ¿Qué demonios os va a vender? Yo te lo diré, amigo mío, un harapo deshilachado que su madre tiró por viejo.

– No se trata de esto. ¡Olvídate del maldito manto! Estás obsesionado con él, y es lo menos importante. Lo que cuenta es que alguien nos está apartando de la investigación y que debe creer que lo ha conseguido.

– Entiendo, y por eso os vais a suicidar en grupo.

Bernard entendía el punto de vista de su compañero, el motivo para alejarles era realmente ridículo y nadie en su sano juicio correría tras un harapo deshilachado, como decía Jacques. Esto lo tenía intrigado. ¿Se estaba inventando D'Arlés todo aquello? Pero ¿por qué motivo? ¿Y si no era D'Arlés quién estaba jugando con ellos?

– Sinceramente, Jacques, lo que más me molesta de todo esto es que nos tomen por estúpidos.

– Claro, te molesta pero vas a hacerlo de todos modos -saltó Jacques, sin comprender su razonamiento.

– Sí, tienes razón, tendremos que arriesgarnos. No levantar sospechas, simular que caemos en la trampa. Por eso te necesito fuera, eres nuestro salvoconducto.

– ¿Y qué les vas a decir cuando yo no aparezca? -Jacques parecía resignado, sabía que no habría forma de convencer a Bernard de lo contrario.

– ¡Eso es fácil, querido amigo! Les diré que no te he encontrado. Todos conocemos tu afición a las fugas «a ninguna parte». Les diré que has vuelto a desaparecer, que no te has presentado. «Este maldito imbécil nos ha vuelto a plantar.» Me mirarán con resignación cristiana y no dirán esta boca es mía.

– Menos D'Arlés. «El Temple tendría que escoger mejor a sus miembros de élite, alguien tendrá que dar cuenta de las fugas de nuestro hermano, esto no puede quedar así…»

Bernard Guils lanzó una carcajada ante la imitación de Jacques. Tenía razón, además de imitarlo perfectamente, seguro que D'Arlés iba a decir algo parecido.

Salieron de la cabaña con la preocupación reflejada en sus rostros. Jacques abrazó a su compañero con fuerza, tenía un mal presentimiento. Vio montar a Bernard en su hermosa yegua blanca, y se acercó a acariciar la cabeza del animal.

– Jacques, ten mucho cuidado, no dejes que ese maldito traidor se escape. ¡Y vete a Acre!

– Lo mataré con mis propias manos, te lo juro.

Pero Bernard ya no le oía, él y su montura se alejaban a toda prisa en dirección a1 norte. Durante un rato observó la silueta de su amigo alejarse, empequeñeciéndose en el horizonte de arena.


Santos despertó bruscamente del ensueño de su memoria, las palabras del joven templario le traían de vuelta a la posada.

– Es urgente que hable con D'Aubert -decía Guillem.

– Perdonad, muchacho, estaba distraído. Comprendo vuestra urgencia, pero os he de confesar que ese charlatán os servirá de bien poco.

– ¿Habéis hablado con él, os ha contado algo de interés?

– Está muerto. De nuevo alguien se os ha adelantado. Guillem se quedó helado, no esperaba que la Sombra pudiera adelantársele esta vez. Más bien creía que estaría muy ocupado buscando una nueva madriguera. Había supuesto que no quería quedarse allí, con el cadáver de Leví.

– Pero ¿quién va a encontrar a Leví en una casa semiderruída y abandonada? Pueden pasar días, meses… ¡Dios Santo, acabo de cometer un error imperdonable! -musitó el joven.

– Bienvenido al mundo real, muchacho -respondió Santos, con ironía- Mal estaría que fuerais perfecto, seríais insoportable. Espero que Bernard no os metiera esta idea en la cabeza, aunque era muy capaz. Hace unos momentos, recordaba un día en que intenté convencerle y…

– ¿Cómo sabéis que D'Aubert está muerto, Santos? -interrumpió el joven, una nueva posibilidad se abría paso en el laberinto.

– Lo encontré yo mismo, ya cadáver, en su habitación. -Santos empezaba a pensar que aquel muchacho era tan cabezota como Guils.

– ¿ Cuándo? -Ayer por la noche.

– Entonces mató a D'Aubert antes que a Leví. ¡Ya había descubierto la madriguera del ladrón! Y es posible que recuperara lo que éste robó a Bernard. ¿Cómo murió D'Aubert? -Guillem saltaba de una cosa a la otra, excitado.

– De mala manera, os lo aseguro. Todavía está arriba, en su habitación. Lo maniataron de tal modo que él mismo se asfixió, no pudo aguantar la presión de las cuerdas. Hacía mucho tiempo que no veía este sistema, le llamaban el «nudo del suicida», aunque os confieso que no comprendo la razón del nombre, es casi imposible que uno mismo se mate de esta manera. Tuvo que pasarlo muy mal, os lo aseguro. Estaba amordazado y los pocos muebles que hay en la habitación estaban cuidadosamente apartados, para que no pudiera alertar a nadie. De todas formas hubo algo que me llamó la atención: una silla, muy cerca de él, casi pegada a su cara. Como si alguien se hubiera sentado tranquilamente, mientras el infeliz agonizaba. No debía ser un espectáculo muy agradable, muchacho.

– Montclar. Guillem de Montclar -contestó el joven con el ceño fruncido.

– ¿Cómo decís?

– Que no me llamo muchacho, ni joven, ni nada parecido. Mi nombre es Guillem de Montclar.

– Perdonad, no quería ofenderos, Guillem.

– ¿Registrasteis la habitación de D'Aubert? -Guillem estaba seguro de que lo había hecho.

– Naturalmente, pero si queréis, podemos volver a hacerlo. El joven hizo un gesto afirmativo y ambos se levantaron de la mesa, dirigiéndose hacia las escaleras.


D'Aubert todavía conservaba un gesto de sorpresa, como si no pudiera creer lo que le estaba sucediendo. Su cuerpo, retorcido por las cuerdas, parecía el de un contorsionista paralizado, interrumpido en mitad de su ejercicio. Santos le echó una sábana encima mientras observaba el cuidadoso registro que llevaba a cabo Guillem, era indudable que le habían instruido bien.

– ¿Qué vais a hacer con él? -dijo el joven, señalando el cadáver.

– Tengo que pensarlo, no os preocupéis. Es posible que nadie vuelva a saber de este miserable.

– Aquí no hay nada de lo que busco, la Sombra ha debido encontrarlo.

– No os precipitéis, Guillem. Encontré algo que quizás tenga interés para vos. A1 principio, no le di importancia, pero al oír vuestra historia he cambiado de parecer.

Guillem se acercó a él, con curiosidad. Santos le mostraba algo en su mano extendida.

– ¿Piel de cordero? ¿De dónde la habéis sacado?

– Sí, es piel de cordero, tratada y pulida con extrema delicadeza. Es posible que protegiera lo que andáis buscando. Había también unas cuerdas muy finas y resistentes, seguramente para asegurar el paquete. Lo encontré aquí, en la habitación, alguien lo había tirado sobre la cama.

– O sea, que la Sombra ya tiene lo que quería -afirmó Guillem.

– Vais demasiado rápido en vuestros razonamientos. -Santos hablaba en voz baja-. D'Aubert recibió varias visitas en pocas horas, buscaba un traductor de griego, ya lo sabéis, y yo le di algunas ideas.

– ¿Qué intentáis decirme?

– Estuvo hablando con un tal Mateo, un clérigo de mala vida. Creo que le expulsaron de la orden de Predicadores por algún escándalo que desconozco. Ahora vive a costa de dos prostitutas que le mantienen a cuerpo de rey y tiene muy buena relación con gentuza poco recomendable.

– ¿Y creéis que ese hombre sabe algo?

– Mateo y D'Aubert estuvieron discutiendo, creo que no se ponían de acuerdo en el precio. Finalmente, cerraron el trato y el clérigo se marchó precipitadamente de la taberna. Eso sucedió anoche. Observé que Mateo llevaba algo escondido entre sus ropas. Aunque intentaba disimularlo, era visible que apretaba algo con fuerza entre sus garras, incluso llegué a pensar que había robado algo de la habitación del ladronzuelo.

– ¿Sospecháis que fuera el asesino de D'Aubert?

– ¡No, no! De eso estoy bien seguro, Guillem. A1 observar su conducta, subí a la habitación de D'Aubert y estaba muy vivo, preocupado y nervioso, pero vivo. Me preguntó si Mateo era de confianza, si yo respondía de él, que tenía un negocio muy importante entre manos y que el clérigo no le acababa de gustar.

– ¿Y no conseguisteis averiguar nada más?

– Le contesté que yo no respondía de nadie y me reí de su desconfianza, añadiendo que entre ladrones era difícil encontrar una virtud tan escasa y que, al fin y al cabo, Mateo era de su misma calaña. Intenté averiguar de qué tipo de negocio hablaba, pero se cerró en banda, me juró que tendría mi parte por los servicios prestados y que no necesitaba saber nada más.

– ¿Y no visteis nada extraño esa noche, algo que os llamara la atención?

– Nada que me asombrara en un local como éste, pero hoy he reflexionado a la luz de vuestras noticias. Se produjo una colosal pelea, una tripulación forastera se enzarzó en un brutal tumulto y no quedó ni un mueble en su sitio…, pienso que es muy posible que alguien pagara la pelea, algo muy favorable para quien quisiera colarse hasta las habitaciones superiores. Nadie se hubiera fijado en él. Muy apropiado, ¿no os parece?

– ¿Sabéis dónde puedo encontrar al tal Mateo? Parece que es mi única pista.

– Viene de vez en cuando a la taberna -respondió Santos-, pero haré averiguaciones para saber dónde está su madriguera.

– No quiero implicaros más, Santos, ya veis cómo acaban todos los que tienen que ver con este sucio asunto.

Santos se rió con ganas, la preocupación del muchacho por su salud era algo nuevo en su mundo. Normalmente, la vida y la muerte ocupaban el mismo lugar de privilegio en su taberna, el privilegio de la indiferencia más absoluta.

– Sois muy amable, Guillem, pero ya estoy implicado. ¿No os parece que matar a uno de mis huéspedes, en mi propia taberna y en una de mis habitaciones, es un detalle de mal gusto? Encontraré a Mateo, mis pesquisas levantarán menos sospechas que las vuestras, os lo aseguro, nadie se interesará por mis motivos para encontrar al clérigo y sé a quién preguntar.

– Está bien, es posible que tengáis razón. ¿Cómo sabré que le habéis encontrado?

– Os enviaré recado a la Casa. Sed paciente, muchacho. Guillem dio un último vistazo a la habitación de D'Aubert. Ya nada más podía hacerse allí y Santos le había proporcionado toda la información que tenía. Miró con aprecio al gigante tuerto, admiraba la seguridad que emanaba de su persona, el control que tenía de la situación, como si cada día encontrara cadáveres maniatados repartidos entre las habitaciones. Necesitaba confiar en él, un contacto en aquel barrio le sería de gran utilidad, y era más prudente tener a una persona como amigo que como enemigo. Estaba a punto de marcharse, cuando el tabernero le llamó.

– Debéis andar con mucha precaución. Por lo que me habéis contado, hay demasiados muertos en esta historia y no sería prudente distraerse ni un segundo. Centrad vuestra atención y manteneos alerta. No permitáis que la muerte de vuestro compañero os afecte hasta el punto de bajar la guardia, eso sería muy peligroso.

Guillem le aseguró que tendría sus consejos muy en cuenta y después de despedirse, salió de la taberna. El cuerpo del hombre apalizado seguía en el mismo lugar, doblado sobre sí mismo, y lo único que había cambiado era el tamaño de la gran mancha de sangre que se extendía a su alrededor. Las mujeres también seguían allí, inmutables, ajenas a todo lo que ocurría. El joven tuvo la sensación de hallarse dentro de un sueño, el cansancio y la oscuridad daban un aire de irrealidad a la escena y si por la esquina hubiera aparecido un unicornio, ni tan sólo se hubiera inmutado. «Si esto es una pesadilla -pensó-, lo mejor será despertarse en la Casa y en mi camastro.» Llevaba cuarenta y ocho horas de pie y el sueño empezaba a vencerlo.

Santos vio alejarse al muchacho con la preocupación en el rostro, temía por su vida. No le había dicho toda la verdad, Guillem aún no necesitaba saberlo todo. Las viejas sombras de su memoria no debían acumularse en sus espaldas y a Bernard no le hubiera gustado que el joven se viera envuelto en un antiguo ajuste de cuentas. No, eso era cosa suya y de Dalmau, aunque ahora Guils no estaría a su lado. El viejo y querido Guils.


Por primera vez, desde hacía mucho, tenían a D'Arlés al alcance de la mano. Lo que le había obligado a venir tenía que ser muy importante, vital. Robert había evitado su proximidad como quien evita al diablo, y había hecho bien, no ignoraba que las viejas cuentas siempre acaban saldándose y que ellos no olvidarían jamás, pasara lo que pasase. Mientras quedara uno de ellos con vida, D'Arlés no dormiría tranquilo. Ahora comprendía la nota urgente que Dalmau le había enviado y que acariciaba dentro de su bolsillo, esta vez serían más rápidos… Recordó su estupor cuando descubrió el nombre del traidor. No se lo podía creer. A pesar de su animadversión hacia D'Arlés, nunca había soportado a aquel «caballerito» que creía ser alguien importante, pero ¿un traidor? No, era un engreído, un presuntuoso y un ambicioso, pero no un traidor… Tardó unos minutos en reaccionar cuando finalmente se enteró del nombre: el maldito D'Arlés les había engañado a todos. Desobedeciendo las órdenes de Guils, galopó como un loco para avisarles, pero llegó tarde, la tragedia se había consumado y él no pudo evitarlo. Volvió a Acre, abatido y furioso, para comunicar al maestre el final de sus averiguaciones y enterarse, por descontado, que ninguna orden tan increíble como aquélla había salido de las paredes de la Casa templaria. El nombre del traidor había sido un gran escándalo para la orden y D'Arlés, huido, corría hacia Francia para susurrar en los oídos del rey francés calumnias y mentiras. Aquel malnacido arrogante había conseguido lo que ambicionaba, a costa de lo que fuera y sin que Jacques el Bretón pudiera impedirlo. Estos pensamientos todavía encendían su cólera. ¡Maldita política! Un traidor elevado a la categoría de confidente de un rey mientras sus compañeros agonizaban en una mazmorra siria. ¿Quién podía entender todo aquello? Ni tan sólo ahora, convertido en Santos, lo comprendía.

No se arrepentía de nada, había abandonado el Temple para rescatar a sus compañeros, el maestre Thomás Berard tenía las manos atadas. Aquel maldito traidor había convencido al rey Luis de la culpabilidad de sus amigos, imputándoles sus propios actos y e1 rey había prohibido a la orden cualquier tentativa o canje para salvarlos. Sólo estaba él, Guils se lo había dicho, «eres nuestro salvoconducto, Jacques», y no dudó ni un instante en lanzarse en su busca. Le había llevado tiempo, demasiado tiempo, pensó, recordando al joven y dulce Gilbert. Recordaba la huida, en plena noche, con Dalmau herido y rabioso por abandonar el cuerpo de su hermano, con Bernard medio muerto, llevándolos a los dos, uno en cada hombro. Sí, él, Jacques el Bretón, la mula más obstinada del Temple de Acre, lo había conseguido. Los escondió y los curó, y un atardecer, en mitad de la nada del desierto, juraron su venganza ante las dunas rojizas. Una venganza que pasaría por encima de todo, hasta de sus propios votos si ello era necesario.

«Se acerca la hora, Bernard, mi querido amigo, las piezas volverán a su lugar y el peón dejará de ser rey. ¡Y que el infierno se nos trague si lo considera conveniente.»

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