«En verdad, gentil hermano, que debéis escuchar bien lo que os decimos. ¿Prometéis a Dios y a Nuestra Señora obedecer al maestre o a cualquier comendador que tengáis, todos los días de vuestra vida a partir de este momento?»
Guillem hizo retroceder su montura hasta ponerse al lado de la muchacha. Se estaba retrasando mucho y no parecía importarle, las bridas de su caballo estaban sueltas, sin dirección, las manos apretando la capa, ausente y distante, ajena al viaje. El joven no se dirigió a ella. Lo había intentado sin conseguir ningún resultado, y se preguntaba si no sería sorda o muda, o ambas cosas a la vez. No había salido del estado en que la encontró, junto a su madre muerta. Recogió las bridas abandonadas, poniendo la montura al mismo ritmo que la suya. Debía hacer una jornada de viaje y sólo al completarla podía abrir la carta, eso era lo único que sabía. Había sido un día muy extraño.
La joven y él llegaron a un nuevo escondite, lejos de la ciudad, y Guillem volvió a acometer, sin conseguirlo, la tarea de averiguar su nombre. Después, resignado ante su silencio, reflexionó con calma: ¿Qué debía hacer con aquella chica? ¿Dejarla al cuidado de las clarisas? ¿Buscar a alguien de confianza que se encargara de ella? Unos discretos golpes en la puerta de su nuevo refugio le arrancaron de sus cavilaciones y cuando abrió, se encontró con un joven musulmán que requería hablar con él. Guillem, sorprendido, desconfió.
– ¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí? -preguntó, inquieto.
– Llevo dos días recorriendo toda la red de refugios, en alguno de ellos os tenía que encontrar. Si no conseguía localizaros en tres días, debía acudir a la Casa. Ésas fueron las órdenes de Bernard y así las he cumplido.
– ¡Bernard! -Guillem respiró con fuerza, el espectro volvía a apoderarse de él.
– Os traigo una carta y esto de su parte -dijo, entregándole un rollo y lo que parecía una cruz templaria de metal. -Bernard está muerto -le espetó Guillem con desconfianza.
– Lo siento, él ya me avisó de que era probable que eso pasara, por eso estoy aquí. Tenía órdenes de actuar sólo en el caso de que él no pudiera terminar su misión. Y tengo otra orden para vos.
– ¿Y cómo demonios voy a creerte? Podría pensar que es una trampa.
Impertérrito, ante la desconfianza de Guillem, siguió con sus instrucciones.
– Debéis abandonar la ciudad, en dirección norte, sin paradas. Al completar una jornada, os detendréis a descansar y entonces leeréis la carta. Ésas son sus órdenes. «Utilizad vuestra intuición, no hay más camino.» Ahora debo partir.
Y sin permitir más preguntas, salió del lugar dejando a Guillem con la boca abierta y la carta en la mano.
– ¿Qué significa todo esto? -lanzó la exclamación en voz alta, sin recibir contestación, ni tan sólo una mirada de consuelo de la muchacha que, ajena a cualquier problema, seguía sentada en el mismo lugar. Manoseó la carta, estudiando cada centímetro del papel cerrado y enrollado. Incluso la olió, sin saber muy bien qué esperaba de tan minucioso examen. A punto estuvo de abrirla en un arranque de enfado y desconfianza, pero no llegó a hacerlo.
¿Tal vez fue su intuición lo que le obligó a no abrir la carta?, pensaba Guillem mientras cabalgaban alejándose de la ciudad, en dirección norte, arrastrando todavía a la muchacha silenciosa. Intuición, una de las palabras mágicas de Bernard y que a él le costaba interpretar, otorgarle el sentido que él ir daba, como un talismán que abría todas las puertas. No sabía por qué seguía las indicaciones de aquel desconocido, aunque era probable que lo hacía porque todo aquel misterio era muy propio de Bernard. La carta seguía escondida en su camisa, sin abrir, como los pergaminos falsos, celosamente guardados por su maestro. Acabaría la jornada y leería la carta, y entonces averiguaría si alguien se estaba divirtiendo a su costa… Por ejemplo, aquellos dos, Dalmau y Jacques, ansiosos por apartarle de su particular ajuste de cuentas. Se enfadó pensando que podía ser una jugarreta y, torciendo su boca y dando una extraña forma a sus cejas, la ira apareció en sus facciones. Pero ¿y la cruz? ¿Otra treta? No se trataba de una cruz templaria normal, como había creído al principio. Tenía esa forma, desde luego, pero cada uno de sus lados mostraba unas oberturas irregulares y diferentes, como si fueran cuatro llaves unidas. No tenía la menor idea de para qué podía necesitar un artilugio como aquél. Otra vez vino a su mente la imagen de sus dos amigos, sus repetidas negativas a que él participara en la caza de la Sombra. ¿Estarían montando aquel colosal engaño para tenerlo apartado?
Un novicio arrancó a fray Berenguer de la insoportable traducción en la que estaba trabajando, indicándole que se presentara ante la presencia del padre superior. No debía demorarse lo mas mínimo, ya que la llamada era urgente. En un arranque de crueldad, fray Berenguer pensó que quizá le esperaba otra regañina por presentarse en la enfermería del convento y haber expresado toda su repugnancia ante el comportamiento mentiroso y servil del joven Pere de Tever. «¡Que pecado peor que la mentira era la traición!», mascullaba colérico. Aquel jovenzuelo le había traicionado, había abusado de su confianza y ahora tenía que cargar con todas las culpas a causa de su aborrecible conducta.
Llamó con fuerza a la puerta, no iba a permitir que le amilanaran por culpa de aquel jovencito impertinente, ya había comprobado cómo utilizaba su estúpida caída para medrar a su costa. E1 propio bibliotecario le había comunicado que fray Pere de Treve ocuparía un lugar destacado de trabajo en la biblioteca por sus grandes conocimientos. ¡Aquello era escandaloso! Abrió la puerta al oír una voz que le autorizaba y entró en la estancia, pensando en encontrar a fray Pere cómodamente sentado. Pero no fue así. En su lugar, un hombre de negro ocupaba la silla preferente y su superior le recibió con una gélida mirada de hostilidad.
– ¡Al fin se ha hecho la luz, hermano Berenguer, y vuestras intenciones se han manifestado!
– El superior estaba realmente enojado.
– No sé de qué me habláis.
– Vuestro delito es de suma gravedad, hermano Berenguer. Nunca había tenido la lamentable responsabilidad de enfrentar un caso parecido -el hombre de negro habló al tiempo que se volvía para mirarlo-, ni la vergüenza de tener que admitir en un hombre de la iglesia tal comportamiento.
– Os consideraba capaz de graves infracciones, hermano, pero esto no me atrevo ni a nombrarlo. -El superior lo observaba con desagrado-. Vuestra falta es tan grave que me siento incapaz de juzgaros con imparcialidad. A Dios gracias, Monseñor me evitará tan pesada tarea.
– ¡No lo entiendo! No sé de qué me habláis. A buen seguro, fray Pere de Tever intenta causarme daño con otra mentira y…
– ¡No pongáis el nombre de esta inocente criatura en vuestra boca! Os lo prohíbo. Bendigo a Dios porque este joven no haya caído todavía en vuestras sucias garras. -La voz atronadora de Monseñor golpeó a fray Berenguer, que se quedó atónito, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. El hombre de negro se volvió hacia el superior del convento, con gesto compungido.
– No sabéis cuánto lamento que hayáis tenido que pasar por todo esto, querido hermano. Teníais una serpiente en el nido y no es fácil descubrirla. Sólo la voluntad de Dios ha puesto en nuestro camino a un testigo que, salvando la vergüenza y el deshonor, se ha atrevido a desenmascarar a este corrupto fraile.
– ¡Os lo suplico, señores, decidme de qué se me acusa y quién lo hace! No creáis más mentiras y difamaciones! -Fray Berenguer empezaba a estar asustado, aquello no tenía ningún sentido y debía tratarse de un error, un espantoso error.
– ¡Ya basta, no deseamos oír vuestras palabras! Seréis juzgado y condenado, ningún tribunal dudaría de ello.
Monseñor se levantó enérgicamente y dio una palmada. Al momento, tres hombres entraron en la habitación y rodearon a fray Berenguer.
– No deseo alargar más este penoso asunto, mi querido amigo, sé lo que representa para vos. Pero no sufráis, no habrá escándalo, llevaremos este asunto con la máxima discreción. Vuestra orden no se verá manchada por las acciones de este vil fraile. Tenéis mi palabra, nada de lo que aquí nos hemos visto obligados a hablar saldrá de esta habitación. Rezad por nosotros, querido hermano.
Monseñor se dirigió hacia la puerta. Los tres hombres cogieron a fray Berenguer por los brazos y lo arrastraron tras de él. Los gritos del fraile rebotaron en las paredes del claustro, sobresaltando a los hermanos en la hora del rezo. Finalmente, el eco se apagó y el silenció retornó, inundando todos los rincones del gran convento.
Cuando despertó, fray Berenguer se dio cuenta de que se había desvanecido. Tantos acontecimientos imprevistos le habían conmocionado y confundido, aunque estaba seguro de que todo era una pesadilla, un mal sueño provocado por alguno de los dulces de los que últimamente había abusado. «No debo comer tanto -pensó-, mi salud empieza a resentirse y eso no es bueno.» En aquel momento empezó a ampliar su perspectiva. Se incorporó y vio que no se encontraba en su cama, ni tampoco en su celda. Había una gran oscuridad, sólo una tea encendida, a la izquierda, iluminaba tenuemente el lugar donde se encontraba. No había ventanas, era imposible saber la hora del día. Pensó que tal vez seguía soñando. Se levantó y, guiándose por la tea que brillaba de forma irregular, caminó hasta que chocó contra algo duro y frío, golpeándose la cara. Sus manos palparon una reja, barrotes. ¡Toda la pared era una continuación de barrotes! Un sudor frío le recorrió el estómago. ¿Qué clase de lugar era aquél? Gritó en demanda de auxilio y contempló cómo un hombre se acercaba. La tea que llevaba el hombre en la mano iluminó el lugar.
– ¡Más vale que no gritéis, miserable, aquí no nos gusta el escándalo ni el vocerío! ¿Lo habéis entendido, puerco cebado? -El hombre, mugriento y con los dedos llenos de grasa, hablaba al tiempo que daba grandes mordiscos a un trozo de carne-. Veo que estáis muy gordo, maldito fraile, pero no creo que aquí eso os sirva de mucho.
Rompió a reír al ver la cara aterrorizada del dominico. Fray Berenguer contemplaba a la luz tenue de la antorcha un lugar de pesadilla, y no estaba ocurriendo en sus sueños. No, no era una celda de su convento, era una mazmorra lóbrega e inmunda. Retrocedió ante las sonoras carcajadas de su carcelero, aquella bestia con forma humana, y se refugió en las sombras. De la negrura, su voz, en un aullido sin nombre, chilló cuatro palabras, repitiéndolas como en una letanía sin fin.
– ¡Terribilis est locus iste!
La posada era una sencilla y agradable casa de campo, amplia y luminosa, a decir de sus grandes ventanales abiertos a los campos de trigo. La noche empezaba a caer y Guillem decidió que la jornada completa había finalizado. Pidió una única habitación, arriesgándose a la maliciosa mirada de la robusta posadera, pero sin atreverse a dejar a la muchacha sola en aquel estado, desconocía de lo que era capaz. La arrastró escaleras arriba hasta la habitación que le indicó la mujer. Agradeció que fuera una estancia limpia, con una gran cama de matrimonio en su centro, una pequeña mesa y una silla. La posadera le enseñó una amplia ventana, asegurándole que los aires de aquella zona eran los mas saludables de la comarca. Guillem le aseguró que no tenía ninguna duda de ello, aunque le estaría mucho más agradecido si le proporcionaba algo de comer allí mismo. La robusta mujer pareció aprobar la decisión y desapareció de su vista tras asegurarle que así lo haría.
Guillem dejó las alforjas en un rincón y acomodó a la enajenada muchacha en la cama, tapándola con suavidad. Después se instaló en la mesa, que arrastró hasta la ventana, contemplando el anochecer y esperando la comida. Sentía la carta, como una voz reclamando atención, quemándole la piel, pero aún no era el momento. Seguiría las estrictas normas del manual de Bernard Guils a rajatabla: «Con el estómago vacío no se puede pensar bien».
– Bien, compañero, tengo hambre y comeré. Mi cabeza y mi estómago estarán en perfectas condiciones cuando abra la carta. Nada turbará mi atención.
– Se pondrá bien, mi querido amigo. Crecerá sana y fuerte, no debéis preocuparos. -Abraham consolaba a un emocionado Camposines, con los ojos enrojecidos por el llanto, manteniendo su mano entre las suyas.
El anciano médico estaba satisfecho de su decisión. En esta ocasión sus conocimientos eran útiles y aquella dulce criatura se salvaría de la muerte. Contempló divertido a su amigo Arnau que se había quedado dormido en la silla, tieso como un palo de escoba, con la cabeza caída hacia atrás en una postura imposible. Su cuerpo sufría regulares sacudidas al compás de sus sonoros ronquidos. Abraham lo señaló con un gesto y junto a Camposines, rieron por lo bajo, casi en silencio, para no turbar el sueño de la pequeña ni del viejo guerrero. Elvira, la mujer del comerciante, se había retirado a dormir, exhausta por las emociones. Todos necesitaban descansar, la jornada había sido interminable y el cansancio se acentuaba en sus facciones. Abraham tocó levemente al boticario, que se levantó de golpe, con la mano en la espada.
– Cálmate, Arnau, no hay peligro. Siento haberte despertado, pero estabas en una postura insana y mañana no hubieras podido dar ni dos pasos.
– ¿Dormido, qué dices? Sólo estaba pensando. ¿Cómo está la pequeña? -Arnau mantenía los ojos fijos, como si saliera del sueño de los justos.
– Se pondrá bien, amigo mío, nuestros esfuerzos han encontrado la recompensa.
– No podemos seguir aquí, Abraham, temo por tu vida. -El boticario seguía empecinado en la seguridad de su amigo. -Está bien, Arnau, ahora tienes toda la razón. He hablado con Camposines y le he recomendado a un colega mío. Acabo de escribir una carta de presentación, dándole instrucciones.
El peligro ya ha pasado, pero hay que tomar muchas precauciones
con esta bella muchachita. Estará aquí mañana, a primera hora, le he mandado aviso y me ha respondido afirmativamente. Ahora podemos pensar en nosotros.
– ¡Por fin! -exclamó el boticario-. Perdóname, Abraham, no es que la salud de esta chiquilla no me importe, pero estoy preocupado. Me alegro de que la hayas salvado, me alegro por ella y por ti, pero, como dices bien, es tiempo de pensar en nosotros.
– A partir de ahora, me pongo en tus manos, Arnau. ¿Qué debemos hacer?
– Partiremos mañana por la mañana, en cuanto llegue tu colega. Mientras tanto hablaré con Camposines, vamos a necesitar un par de caballos y un asno, provisiones, mantas…
– ¿Nos vamos de viaje? ¿No vamos a volver a la Casa, amigo mío? -preguntó Abraham sorprendido. La insistencia del boticario en su seguridad le había hecho pensar que volverían a la Casa del Temple de la ciudad.
– No volveremos, Abraham. He estado pensando y creo que ya es hora de buscar un refugio seguro para «tu amigo de Palestina». De esta manera también pondremos distancia entre la Sombra y nosotros. Es mucho mejor, aprovechar el momento y alejarnos de la ciudad.
– Ya sabes que confío en ti, Arnau, como si fueras mi propio hermano. Tú eres el estratega y sabes lo que nos conviene. ¿Ya sabes adónde ir?
– Tengo una idea, creo que debemos ir al norte, hacia la encomienda del MasDeu. Allí tengo a un buen amigo mío que podrá aconsejarnos… ya sabes… ¿Crees que estarás en condiciones de viajar?
– Estoy mucho mejor, no te preocupes -respondió Abraham con una sonrisa cómplice-. Y siempre estarás tú para perseguirme con las medicinas, amigo mío. Sí, creo que estoy preparado. Mi promesa a Nahmánides me da fuerzas para seguir adelante, incluso me siento más joven. Pero ahora necesitamos descansar, Arnau, o mañana no llegaremos muy lejos.
Guillem repasó el plato con un gran trozo de pan tierno, había comido un excelente estofado de cordero con verduras y se sentía en plena forma. No consiguió que la muchacha comiera nada y la dejó dormir, sin insistir. Colocó el candil en el alféizar de la ventana medio abierta. El aire frío le ayudaba a pensar, y sacó la carta. Desdobló el papel y lo alisó, la letra era de Bernard.
Querido muchacho:
Si estás leyendo esta carta, significará que mi viaje al otro mundo ya se ha iniciado, y espero que hayas tenido un instante para desearme suerte. He ordenado a Abdelkader que te entregue esta carta si las cosas se tuercen, es una persona de toda mi confianza y un buen amigo, no debes sospechar de él, aunque a buen seguro ya lo has hecho. Me imagino que en estos momentos estarás metido en un buen lío y que ya habrán descubierto la falsedad de los pergaminos que llevaba encima. Te confesaré que sólo de pensarlo me entran ganas de reír, me imagino a Dalmau y a Jacques, a los que inevitablemente habrás conocido, preparando de nuevo los planes de nuestra particular guerra con la Sombra, aunque también me entristece no estar a su lado. Sin embargo, como soy un espectro primerizo, no estoy seguro de no poder actuar junto a ellos. ¿Quién sabe? Tú debes apartarte de la Sombra, no ir a su encuentro, tengo otros planes más interesantes para ti.
D'Arlés, el maldito bastardo francés, ha sido una de las piezas que me ha obligado a retocar mis planes, pero, como habrás comprobado, he conseguido atraerlo hacia Barcelona, tal como tenía previsto, para facilitarles el trabajo a mis compañeros. Ésa era mi parte. Este detalle es importante, siendo ésta mi última misión, no podía evitar la fascinación que sentía por la casualidad (¿casualidad?) de que D'Arlés estuviera implicado en todo esto, como si algún elemento mágico me recordara el juramento que hice en medio de un desierto, junto a dos buenos amigos. Comprendí que se me daba la posibilidad extraordinaria de cerrar el círculo y que no podía desaprovechar la situación.
Dos días antes de que me entregaran los pergaminos, detecté la presencia de D'Arlés y sus hombres a mi alrededor, y fue entonces cuando empecé a preparar mi plan, no sólo para proteger los documentos, sino también para tender la trampa a la Sombra. Quien me entregó los documentos me dio instrucciones muy precisas, las suficientes como para no cumplir ninguna de ellas, como puedes suponer. Mis superiores conocen mi inclinación a obedecer desobedeciendo. Durante tres días, al tiempo que desaparecía para el Temple, me hacía visible para los hombres de D'Arlés, viajando de un lado para otro, hablando con cientos de personas de todo tipo, entregando multitud de paquetes parecidos al que llevaba. En una palabra, creo que conseguí volverlos completamente locos. Finalmente, desaparecí para ambos bandos durante doce horas (doce horas completamente organizadas) hasta el día que embarqué en Limassol. Aquí, en este hermoso puerto chipriota desde donde te escribo, ya se ha cometido otro asesinato: uno de los tripulantes de la embarcación en la que viajaré ha sido encontrado muerto. Ha sido un aviso que me hace temer lo peor, pero lo que debe ser protegido ya está en lugar seguro, gente anónima y de toda confianza está en ello. Esta carta es el último eslabón que queda para que el círculo inicie su giro en la dirección adecuada. Todo está previsto y ni tan sólo el factor humano podrá detenerlo. El círculo se cerrará a tiempo, a pesar de que muy probablemente lo hará conmigo en su interior. Tendrás que aceptar que es una bella forma de morir.
Y ahora, presta toda tu atención. Debes ir al Santuario Madre, encontrar la tumba que un día te mostré y orar ante ella. He leído los pergaminos, desde luego, no dudo que ellos sabían que lo haría, y siempre, extrañamente, han confiado en mí. Sé por qué lo hacen, y es posible que algún día tú también lo descubras. Bien, muchacho, tendrás que tomar tu propia decisión. Ellos querrán que ocupes mi lugar, para ello te he preparado durante estos cinco años. Pero debes pensarlo con detenimiento, no permitas que te presionen ni fuercen tu voluntad, debes escoger libremente, como yo mismo, como Dalmau, como Jacques. Es tu elección.
En cuanto a los pergaminos, siento curiosidad ante lo que vas a hacer, pero confío plenamente en ti, sea cual sea tu decisión. De todas formas, la Cruz te llevará a la Verdad. Eres el único en el mundo que sabe dónde se encuentran, y en cierto sentido te pertenecen, hay una «legitimidad» especial acerca de lo que decidas hacer con ellos. Tienes una opción, un camino para el que necesitarás ayuda, y he previsto que la encuentres en el momento adecuado. Mauro sabrá qué se debe hacer, el resto será cosa tuya. Sé que estarás maldiciendo tanto misterio, tantas opciones, ¿tanta responsabilidad? Debes entender que es la última parte de tu aprendizaje. Una vez finalizada, estarás preparado. Has sido mi mejor alumno y puedes hacerlo. En cuanto al misterio, siendo necesario, no puedo negarte mi fascinación por él después de tantos años en este trabajo, me ha divertido. Es mi único consejo, Guillem: no dejes de divertirte con lo que haces. Cuando todo desaparece, una fina ironía y la predisposición a reír ayuda a sobrellevar este valle de lágrimas.
El tiempo apremia, han encontrado un nuevo tripulante y han avisado del embarque. Ocurra lo que ocurra, no debes preocuparte por mí, casi todo está planificado, y lo que no lo está no tiene mayor importancia, créeme. Cuídate, chico, y abraza de mi parte al Bretón y a Dalmau. Esos dos viejos se lo van a pasar muy bien.
¿He de decirte qué debes hacer con esta carta? Sólo necesitas la memoria, sabes que siempre estaré ahí.
Bernard Guils
Las lágrimas aparecían de nuevo en el rostro del joven. El eco familiar de las palabras de Bernard resonaba en sus oídos y, al tiempo, le recordaban su estrenada soledad. La idea de no ver nunca más a Bernard, sus gritos, sus carcajadas, sus abrazos. No era capaz de imaginar la vida sin él. «¿Cómo se supone que voy a divertirme, Guils? ¿Cómo tomar decisiones sin tu consejo ni ayuda?» Releyó de nuevo la carta, como si quisiera entrar en ella, confundirse con el papel y la elegante caligrafía. «¿He de decirte qué debes hacer con esta carta?» «Desde luego que sí, Bernard. Sabes que hay que recordármelo, como si conocieras de antemano mi estado de ánimo, mi necesidad de aferrarme al papel como si fuera un sustituto.» «Ya no puedes contar conmigo, Guillem, soy sólo parte de tu memoria, debes andar tu camino -le susurraba Bernard en voz baja-. Quema la carta, muchacho, debes quemarla.»
Acercó la carta a la luz del candil, la mano temblorosa y vacilante. Ya sabía lo que tenía que saber y vio cómo el fuego prendía en una de sus esquinas, extendiéndose hacia los lados -«has sido el mejor alumno»- ennegreciendo el centro que se tornó de un color pardusco -«cuídate, chico»-. Soltó el papel a tiempo de que las llamas no rozaran sus dedos y se quedó abstraído, con la mirada en el suelo, en los fragmentos carbonizados y ligeros. Tenía la horrible sensación de haber prendido fuego en la pira de Bernard. «Sólo soy parte de tu memoria.» Era un escaso espacio, pensó el joven. Ignoraba que los años lo ampliarían y que llegaría un momento de su vida en que la memoria ocuparía, por derecho propio, un territorio inabarcable.
Un ligero sonido le sobresaltó y le sacó de su ensimismamiento, la puerta estaba entornada, y la brisa la hacía mecerse levemente. La muchacha había desaparecido del lecho. Se levantó de un salto, corriendo hacia el pasillo que daba a las habitaciones, pero no vio a nadie. Un crujido en las escaleras superiores le indicó el camino, y las subió hasta llegar a una pequeña azotea. Allí, subida sobre una frágil baranda, estaba la muchacha, con los brazos abiertos, iluminada por la intensa luz de la luna. Guillem se quedó paralizado, inmóvil ante la imagen.
– Timbors, mi nombre es Timbors. -La muchacha hablaba por primera vez, su voz tranquila, serena.
– No lo hagáis, Timbors. -Guillem intentaba no gritar.
– Timbors, mi nombre es Timbors -repetía la joven. Guillem se acercó con sigilo, no deseaba asustarla.
– Si lo hacéis, Mateo habrá ganado, toda la gentuza como él habrá ganado. Venid hacia mí, Timbors, bajad, todo ha pasado, ya no corréis peligro.
La joven se volvió hacia él, su cabellera rojiza brillando como si finos hilos de plata recorrieran su cabeza. Parecía una diosa extraña, una deidad pagana de la Madre Tierra, aparecida para amenazar a los hombres por su crueldad. Guillem, fascinado, le tendió una mano, casi podía tocarla. La joven permaneció inmóvil, mirándolo fijamente.
No supieron nunca el tiempo que transcurrió, Guillem con la mano extendida, ella inmóvil sobre el frágil espacio, el silencio como única compañía. Finalmente, la muchacha extendió su mano, él la asió con suavidad. Timbors bajó de su pedestal y se abrazó a él con fuerza. Guillem sintió el cuerpo joven y apenado de Timbors, su sufrimiento y soledad fundidos en su pecho, como si las fuerzas de la naturaleza hubieran estallado en su interior y le mostraran un nuevo camino. La cogió en brazos y la llevó a la habitación. Sus cuerpos se unieron sin una palabra, como si fueran seres antiguos reencontrados en cientos de vidas anteriores, conociendo cada recoveco de sus cuerpos, cada escondite de sus almas, sin lugar para mentiras ni traiciones. Ambos reconocían en sus cuerpos una patria olvidada y añorada, los inmensos desiertos de su interior convergían en un bosque profundo y familiar, ambos volvían a casa.
La noticia le dejó sobrecogido, inmerso en una especie de temor sobrenatural. Finalmente, el rumor se había confirmado, y varios de sus hombres juraban que habían visto a Guils en persona. Al principio, se había negado a creer en tales habladurías, pensaba que se trataría de simples supersticiones de ignorantes… A1 fin y al cabo, su propia fama se la debía al rumor que había sabido distribuir sabiamente: la Sombra era un nombre que imponía temor. Después las noticias adquirieron la solidez de testimonios fiables, pero a pesar de todo, la duda seguía instalada en la mente de Robert d'Arlés. ¿Era aquello posible? No podía serlo, de ninguna manera, él sabía mejor que nadie que la dosis ponzoñosa administrada a Guils podía matar a diez personas sin vacilación. Pero ¿y si Guils, al encontrarse mal, había vomitado y había logrado expulsar gran parte del veneno? Eso sería posible, desde luego, y mucho más con un médico de la categoría de Abraham Bar Hiyya a su lado. ¡Posible, desde luego, pero el veneno utilizado jamás le había fallado!
Tenía que pensar con rapidez, de lo contrario el estúpido de Giovanni iba a tener razón, se estaba quedando en desventaja. Sin embargo, carecía de libertad de movimientos y no estaba acostumbrado, no podía arriesgarse por las calles con el Bretón y Dalmau rondando como lobos hambrientos, y quizá Guils. ¡Guils, Guils, Guils! ¡Dios Santo, cuánto había amado a aquel hombre! Todavía no podía evitar el recuerdo de su desprecio y la hostilidad con que recibió su confesión de afecto, la repugnancia con que lo rechazó y sus continuadas tretas para alejarlo de él, sus intentos para expulsarlo de aquel cuerpo de élite formado en Tierra Santa. Pero lo había pagado caro, él y sus malditos compañeros, siempre unidos en aquella extraña cofradía de la que él nunca fue parte: «¡ Malditos hijos de Satanás! -pensó D'Arlés-. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse en el infierno».
D'Arlés estaba en una elegante habitación, rodeado de una hermosa biblioteca de fina madera de castaño, pulida hasta brillar como si fuera un metal precioso. En su escritorio se amontonaban las cartas que no había contestado desde hacía días. El de Anjou estaba inquieto y nervioso ante sus continuados fracasos y quería resultados inmediatos. Aquel maldito arrogante creía estar en una banal cacería de zorros. «¡Que los perros hagan su trabajo! Pero los perros están hartos -pensó D'Arlés-, que venga él mismo a husmear y a buscar sus malditos pergaminos.» Nunca pensó que el juego iba a complicarse tanto, que pudiera encontrarse en aquella situación de extrema debilidad, sin la victoria al alcance de la mano. Nunca antes le había ocurrido y le costaba aceptar las dificultades. Debía encontrar una salida.
Apartó los papeles de la mesa de un manotazo, empujando la silla de un puntapié y dejando caer los puños con fuerza encima del escritorio. La rabia de la impotencia le estallaba en el cerebro, era un dolor agudo al que no estaba habituado y que no podía soportar. Resbaló, dejándose caer, hasta que sus rodillas tocaron el suelo, con los ojos fuertemente cerrados. Vio a Guils bebiendo el agua que se le ofrecía, el destello del reconocimiento en sus pupilas, la mirada irónica mientras tragaba sin apartar la mirada de él. Le había reconocido, estaba seguro, y a pesar de todo, bebía el líquido emponzoñado. ¿Por qué?, se preguntó D'Arlés, por qué le hacía aquello, acaso deseaba morir?
Sabía que Guils no llevaba los pergaminos auténticos. Le conocía lo suficiente para saber que no se arriesgaría a llevarlos en la travesía. ¿De qué demonios se mofaba aquel bastardo del infierno? ¿De que a pesar de que le matara no iba a encontrar nada? D'Arlés se encogió en el suelo, con las manos en la cabeza a punto de estallar. ¿Qué hacía él en aquella nave, sabiendo que no encontraría lo que buscaba? El deseo de matar a Bernard, simplemente, acabar con aquella mirada despreciativa, con la sonrisa irónica con que le taladraba, con su desprecio.
Se estiró en el suelo cuan largo era, acariciando las hermosas losas de mármol, siguiendo el dibujo del mosaico con los dedos y apartando los papeles caídos. «¿Dónde has escondido los pergaminos, maldito hijo de perra? ¿Dónde estuviste durante doce horas, con quién hablaste? ¿Sabría algo aquel miserable judío?» No se había dado cuenta de la presencia de uno de sus hombres que lo contemplaba atónito, tendido en el suelo, arrastrándose y hablando solo con sus espectros.
– ¡Malditos inútiles! ¡Tenéis la culpa de todo! -Perdonad, señor, me ordenasteis que os avisara de cualquier pequeño cambio. -El hombre temblaba.
– ¿Y te crees lo suficientemente importante para prescindir de una llamada a la puerta, estúpido? -D'Arlés se levantó con lentitud.
– Lo siento, señor, es la urgencia de la noticia. Fray Berenguer ha sido arrestado, señor.
– ¿Arrestado ese cerdo?
– Monseñor se lo ha llevado, señor. Hay rumores…, se dice que este fraile sentía un malsano interés por los jóvenes, que…
D'Arlés estalló en grandes carcajadas, se retorcía sobre sí mismo como un poseso ante el asombro de su esbirro que, retrocediendo con cautela, intentaba llegar a la puerta. Se paró en seco, al ver que su señor lo miraba fijamente, enmudeciendo las risas.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó D'Arlés con los ojos extraviados.
– Dubois, señor, soy Dubois. -Temblaba de miedo ante el comportamiento de su patrón. Trabajaba para él desde hacía cinco años y conocía su refinada crueldad, pero ahora era diferente. Parecía descontrolado, enloquecido. Llevaba días sin contestar los apremiantes mensajes que llegaban de París, de la Provenza, de Roma… Nadie sabía qué hacer. Muchos de sus compañeros habían huido ante la situación, atónitos y atemorizados, con la convicción de que debían dar aviso de su comportamiento antes de que los matara en un arranque de furia destructora. Él no tardaría en hacer lo mismo, no podía soportar aquella incertidumbre. Había tenido suficiente con la muerte de Peyre, su compañero, a manos de su propio patrón. Aquel encarnizamiento había sido atroz y le era difícil borrarlo de su memoria.
– ¡Lárgate, Dubois, no te conozco, no sé quién eres! -Le hizo un gesto de desdén con los brazos, como si intentara ahuyentarlo. El hombre respiró tranquilo y salió de la habitación apresuradamente, para no volver.
D'Arlés volvió a sentarse en el suelo. Aquellos inútiles eran incapaces de hacer un buen trabajo, ni tan sólo le permitían pensar, únicamente se obstinaban en traerle malas noticias. Carlos d'Anjou no le perdonaría aquel fracaso y eso iba a reportarle muchos problemas, su influencia se convertiría en polvo y su ascenso, que consideraba imparable, se vería detenido, paralizado… o mucho peor. Alguien tenía que sacarle de aquel atolladero, pero ¿quién? Por un instante pensó en Monseñor, en aquel maldito arrogante con el que había aprendido tantas cosas, y estalló de nuevo en carcajadas. El buitre negro tenía muchos problemas, se estaba apagando a la velocidad del rayo y el Papa tampoco iba a ser muy generoso con sus fracasos. ¿Quién si no él le había puesto en el camino del crimen y la conjura? ¿Quién si no él había conseguido que ingresara en la orden del Temple para convertirlo en su mejor espía? Aquel demonio oscuro le había cambiado, le había moldeado a su gusto y placer, sin tener en cuenta sus propios sentimientos. Se dio cuenta de que nunca le había manifestado lo que realmente pensaba de él, que no se había atrevido a escupirle la repugnancia que le producía el roce de sus manos. Ahora quería comunicarle la salvaje alegría que sentía ante su imparable caída, a la que había contribuido con todas sus fuerzas. El fuego no había sido suficiente, el hijo de perra había sobrevivido.
Su rostro se iluminó de golpe. Había tenido una idea extraordinaria. Había estado demasiado preocupado por Guils y su banda, le tenían ciego y sordo, por eso no lo había pensado antes, a pesar de tenerlo en sus propias narices. Siempre había sido así, siempre había funcionado. ¿Por qué no esta vez? Tenía que encontrar al chivo expiatorio. Eso le había salvado en innumerables ocasiones y podía volver a hacerlo, buscar una historia inverosímil, mucho más creíble que la propia realidad. Una persona y una buena historia era lo único que necesitaba, no había por qué preocuparse.
Se levantó de un salto, dando vueltas por la habitación, y se detuvo ante uno de los ventanales. Una sonrisa se extendía por su rostro y empezó a canturrear por lo bajo. Sí, un oscuro sendero se extendía a través de su mente en una dirección muy adecuada a sus intereses. Estaba claro y diáfano como la mismísima luz del día. El susurro de su canto empezó a elevarse hasta atronar las paredes. Fuera de la habitación dos hombres que hacían guardia se miraron con temor, era el momento preciso para largarse de allí.
Monseñor leía con atención los últimos mensajes recibidos. No eran buenas noticias, la situación parecía empeorar por segundos y su reputación en la corte pontificia sufría un desgaste continuado. Sus enemigos tenían una información precisa de sus continuados fracasos y no tenían reparo alguno en utilizarla de forma artera. Hacía demasiado tiempo que estaba fuera de la corte y ese riesgo se estaba cobrando un alto interés. Aquel nido de aves de rapiña siempre al acecho de los despojos más próximos estaba dispuesto a sacarle las entrañas en vida. Había estado demasiado obsesionado con D'Arlés, y aquella obsesión le había restado capacidad para ocuparse de problemas más importantes, como los pergaminos. A pesar de todo, ¿cómo estaba llegando la información a la corte, con tanta rapidez? ¿Había en su propio nido serpientes dispuestas a traicionarle? ¿De quién se trataría? Escogía personalmente a sus hombres, los vigilaba, incluso los más cercanos habían sido educados bajo su protección. ¿Quién?
Firmó unos despachos y mandó llamar a Giovanni, era la única persona en la que podía confiar. Llevaba tantos años con él que ni tan sólo recordaba con precisión el tiempo transcurrido. Conservaba la imagen de un jovencito muy atractivo, casi un niño. Su propia familia, gente de la baja nobleza con ínfulas aristocráticas, se lo habían entregado a cambio de algunos favores. Lo había moldeado a su gusto, educado bajo una estricta supervisión para que sirviera fielmente sus intereses privados y públicos. Y aquel experimento había funcionado con Giovanni, se había convertido en su perro más leal, sin más ambiciones que satisfacer a su amo. En cambio, con D'Arlés, aquel maldito bastardo del demonio…
– Monseñor. -Giovanni entró en la estancia con un breve saludo de cabeza.
– Mi querido Giovanni, tenemos un problema grave. Uno de esos problemas que tú siempre solucionas a la perfección.
– ¿Un problema, Monseñor? ¿Uno solo?
– Veo que no pierdes el sentido del humor y me alegro, Giovanni. En esta situación, otros ya se habrían ahorcado. ¿Sabes algo de D'Arlés?
– Si éste es el problema, Monseñor, todos mis hombres están trabajando en él, y tengo noticias que seguramente os agradarán. Los hombres de D'Arlés le están abandonando. Corren rumores de que está loco, algunos de ellos han partido hacia Provenza con graves quejas contra él.
– Sus hombres le abandonan. ¿Qué significa esto? -Monseñor no podía disimular su asombro.
– He estado hablando con uno de ellos, antes de que huyera, y ni siquiera ha querido cobrar la confidencia. Según él, D'Arlés se ha vuelto completamente loco, parece que mató a dos de sus propios hombres sin causa aparente. Este hombre asegura que la causa fue el desagrado de D'Arlés ante las noticias que traían.
– ¿Son de confianza esos hombres, Giovanni? ¿No podría tratarse de una trampa de ese bastardo?
– También lo pensé al principio, Monseñor, pero conozco a Dubois hace tiempo y nunca hemos perdido el contacto. No es de los que mienten. Estaba realmente atemorizado y os puedo asegurar que jamás le faltó el valor. Me contó que D'Arlés se encarnizó con su compañero, y que casi tuvieron que enterrarlo a trozos.
– ¿Está Carlos d'Anjou al corriente?
– No sé si ya ha llegado a sus oídos, Monseñor, pero os aseguró que no tardará en hacerlo.
– ¡Ese bastardo enloquecido se está buscando la ruina! ¿Cómo ha podido llegar a este punto? -Monseñor estaba perplejo ante las noticias, no se esperaba algo así.
– Tendréis que perdonarme, Monseñor, pero no sé de qué os asombráis. Siempre fue un loco asesino, la sangre derramada le producía placer y sus métodos… aunque en un tiempo trabajó para vos, sus prácticas siempre fueron especiales.
– Ni siquiera tendré que darle un empujón si sigue así. -Monseñor parecía decepcionado, incluso abatido-. Bien, Giovanni, tengo otra cosa para ti. Tendrás que hacerlo solo, en estos momentos no puedo confiar en nadie más. Estoy convencido de que alguien habla más de la cuenta en nuestro nido, en la corte pontificia corren rumores que me afectan gravemente, rumores que sólo pueden salir de nuestra propia casa.
– ¿Un traidor, Monseñor? ¿Aquí? Eso es difícil de creer, ninguno de mis hombres se atrevería a algo parecido.
– Es tiempo de cambios, Giovanni, grandes cambios. Lo que antes no tendría lugar, sucede en tiempo de mudanzas. Hay un traidor, créeme, alguien que intenta precipitar mi caída, mis informes lo aseguran.
– Entonces no debéis preocuparos, Monseñor, yo personalmente me ocuparé de ello. -Giovanni inclinó la cabeza al comprobar que Monseñor se había refugiado en una profunda meditación y salió de la habitación.
Monseñor contemplaba fijamente el cuadro que tenía delante: un obispo, en un pedestal, exhortaba a los fieles, una muchedumbre anónima y confusa, casi sin rostro, que se agolpaba entre banderas y armas. Detrás del obispo, unos caballeros montados en sus corceles, rendían el poder temporal ante la fuerza divina de la iglesia. Aquel cuadro siempre había inspirado sus mejores proyectos, lo llevaba consigo allí donde fuera y en aquel momento todas sus energías se concentraban en pedirle un milagro, una estrategia perfecta que acabara con sus enemigos. Oyó un murmullo a sus espaldas, pero siguió inmerso en su contemplación.
– Padre.
– ¿Habrá un solo momento del día en que me permitáis medit… -La pregunta quedó en el aire y el estupor más profundo apareció en su cara.
– Padre amadísimo.
D'Arlés se hallaba postrado ante él, el cuerpo estirado en el suelo formando una cruz, la cabeza oculta entre los brazos extendidos.
– Perdóname, padre -casi en un susurro íntimo. -¡Levántate maldito bastardo del demonio! ¿Acaso crees que vas a engañarme con tus miserables representaciones? -Sin embargo, Monseñor se había quedado paralizado, incapaz de reaccionar.
– Tenéis razón, soy un bastardo sin nombre, padre. -D'Arlés se había incorporado, quedando de rodillas, con el rostro inundado de lágrimas-. ¡Matadme! He venido para que me matéis. Sólo vos, eminencia, sólo vos habéis sido un padre y yo os traicioné con la peor de las traiciones. Merezco la muerte, padre, y sólo vos podéis hacerlo. Sólo me quedáis vos.
Monseñor vacilaba ante aquella imagen, nunca antes había visto a alguien tan sinceramente arrepentido, y mucho menos a D'Arlés, arrogante traidor, el hombre que había traspasado su alma y la había arrojado el infierno de la desesperación y la oscuridad.
– Me han abandonado, padre, por mis muchos pecados y errores. Me buscan para matarme, porque así me lo merezco. He sido ruin y vil, mi orgullo es la causa de mi perdición. ¡Lo merezco, padre, lo merezco! ¡Abrazadme, limpiad mi alma de pecado!
– Me han dicho que os habéis vuelto loco. Acaso vuestro arrepentimiento sea causa de vuestra locura, y un demente no tiene conciencia, hijo mío. -Monseñor estaba roto por la duda, quería creer en él, en su arrepentimiento, en sus lágrimas, pero algo retenía aquel deseo.
– Jamás dejé de pensar en vos, en la seguridad de vuestro abrazo, como un pequeño que busca el consuelo que le es negado, pero temía vuestra legítima ira, decían que vos ya no me amabais.
– Levantaos, hijo mío, levantaos. -El tono había cambiado, la cólera luchaba con el deseo, la esperanza borraba lentamente la duda.
D'Arlés intentó incorporarse, con dificultad, pero los sollozos le obligaron a arrodillarse de nuevo, escondiendo la cara entre las manos. Monseñor corrió hacia él, como un padre turbado ante el dolor de su hijo, y le cogió entre sus brazos, levantándolo del suelo. El hombre se aferró a su abrazo, entre lágrimas, y así permanecieron durante unos minutos, Monseñor acariciando la cabeza del sufriente, transmitiéndole todo el deseo y la alegría por la llegada del hijo pródigo. Transcurrido ese tiempo, su rostro experimentó un cambio, de nuevo el asombro y el estupor aparecieron, sin aviso alguno que los provocara. Monseñor caía con lentitud, sus ropas formando una danza -circular de destellos de seda, todavía abrazado al hijo que lo sostenía.
– Eres el padre de todos los demonios del Averno -le susurraba D'Arlés al oído, en voz muy baja, todavía abrazado a él con fuerza-, mi mejor maestro, y yo soy tu engendro especial, también el mejor engendro, el más hermoso. Padre, he venido en tu ayuda.
Monseñor se deslizó hasta el suelo, suavemente. El dolor comenzaba a aparecer tras aquel golpe seco, duro, que había conmocionado su rostro. Sus hermosas ropas empezaron a empaparse del fluido vital que corría, libre, lejos de sus cauces, y un sopor profundo le invadió. Su mirada se detuvo, por un instante, en los ojos de aquel al que había amado tanto, y vio la locura en sus pupilas, en el fino estilete que le mostraba con una sonrisa. Se le otorgó una última gracia, algún dios oscuro y olvidado se apiadó de él y le sumió en la inconsciencia que precede a la agonía, borrando la imagen de aquel rostro y de su cuchillo. Cuando D'Arlés, empapado en sangre, iniciaba su macabro ritual, Monseñor se alejaba, perdido en sueños de grandeza y ambición.