«Señor, he venido ante Dios, ante vos y ante los hermanos, y os ruego y os requiero por Dios y por Nuestra Señora que me acojáis en vuestra compañía y que me hagáis partícipe de los favores de la Casa.»

La Regla de los templarios


Bernard Guils estaba inquieto y preocupado y este estado de ánimo representaba un peligroso aviso para él. Aquel viaje estaba planteando muchas dificultades, más de las previstas en un principio, y había que tener en cuenta que había previsto muchas. Su fino olfato, adiestrado en el riesgo, no cesaba de enviarle señales de alarma.

Para empezar, le desagradaba el capitán de la galera en la que viajaba, un tal Antonio d'Amato, un veneciano de cara afilada y oscuros ojos de ave de presa, que no dejaban de observarlo constantemente. Le molestaba su presencia, a pesar de las garantías que le había dado el Gran Maestre. No eran los mejores tiempos para la confianza, y la sensación de ser espiado era demasiado intensa para permitirse bajar la guardia. Sonrió ron ironía, al fin y al cabo, él mismo era un espía que se sentía espiado.

Estaba cansado, cansado y derrotado, como si un negro presagio se hubiera detenido sobre su cabeza. Había dedicado su vida a la guerra, en Oriente y en Occidente, y su propio cuerpo reflejaba una escaramuza de cicatrices, huesos mal soldados y un ojo vacío. Por un momento recordó, con absoluta precisión, la cara del joven lancero musulmán que le había herido y que no sobrevivió para contemplar su proeza. Ni tan sólo él, en el fragor de la lucha, se había dado cuenta de su pérdida, de que a partir de aquel momento su visión quedaría reducida a la mitad. El bueno de Jacques el Bretón lo había arrastrado lejos de la batalla, en tanto él seguía dando golpes con la espada, como un poseído, ajeno a la espantosa herida, ajeno a casi todo. Le curaron en la Casa del Temple de Acre, y no sólo sanaron aquella cuenca, vacía ya de vida, también salvaron su alma maldecida.

Pero entonces era joven y fuerte y el dolor pasajero. En cambio, ahora parecía que el dolor se había instalado en sus huesos, en su estómago, en sus propias entrañas, en lo más hondo de su ser y no daba señales de querer abandonarlo. Intentó consolarse al pensar que sería su última misión tras muchos años de fiel servicio, lo había solicitado y el maestre lo aceptó. Se retiraría a una encomienda tranquila, cerca de su hogar, trabajaría la tierra, criaría caballos. Le gustaban aquellos animales y su confianza en ellos superaba con creces a la que tenía en los humanos. Con un poco de suerte, incluso podría ver a alguien de su familia, si es que no estaban todos muertos. Hacía treinta años que no sabía nada de ellos.

Volvería a ser un templario normal y corriente, reconocible a los ojos de los demás, sin máscaras ni disfraces; retornaría a los rezos cotidianos con los hermanos, a su hábito, lejos de in trigas y de guerras. «Demasiado tiempo en este trabajo -pensó-, demasiado tiempo luciendo mil caras hasta olvidar la mía; quizá lo que me ocurre es que ya no puedo recordar quién soy en realidad.»

Apartó los pensamientos de su mente. Lo estaban distrayendo de su trabajo y sabía que era algo que no podía permitirse. La misión era de gran importancia y el maestre confiaba plenamente en él. Debía entregar un paquete en Barcelona y, en tanto no llegara a su destino, tenía que defenderlo con su propia vida.

– Es una misión de vital importancia, hermano Bernard, una misión de la que depende nuestra propia existencia -le había dicho el Gran Maestre, Thomás de Berard-. Es imprescindible que este paquete llegue a su destino en Occidente. Siempre he confiado en tu extraordinaria capacidad para llevar a cabo tu trabajo, eres el mejor, y gracias a ti tenemos unos de los mejores servicios de información, el Temple siempre estará en deuda contigo. Será tu último servicio de esta naturaleza, después podrás retirarte a la encomienda que tú mismo decidas. Ésa será la recompensa por tantos años de fiel servicio.

Sí, éste sería su último viaje en calidad de espía del Temple, sabía que podía confiar en la palabra de Thomás de Berard, le admiraba y lo consideraba un hombre íntegro y noble. Casi desde el principio, hacía ya nueve años, con una sola mirada habían establecido lazos de mutua comprensión. Y el maestre Kerard no lo había tenido nada fácil. Desde su nombramiento como Gran Maestre de la orden en 1256, había tenido que afrontar graves problemas y sobre todo, el dolor y la impotencia de la imparable caída y destrucción de los Estados latinos de Ultramar. Había visto morir a sus hombres, luchando desesperadamente, ante la indiferencia de Occidente, abandonados por los reyes y por el Papa, más interesados en sus propias batallas de poder.

Jerusalén, la ciudad sagrada que tanta sangre había costado, se había perdido hacía ya años, y los cristianos de Tierra Santa, enfrentados entre sí, parecían haber olvidado los motivos que los habían llevado hasta aquellas lejanas tierras.

Sí, corrían malos tiempos, pensó abatido, y nada ni nadie parecía capaz de frenar aquel enorme desastre. Como si el mismísimo infierno, abandonando sus profundidades, se hubiera instalado entre los hombres. Su misión ya había costado tres vidas y se preguntaba, inquieto, por la naturaleza del paquete que llevaba y que había costado tanta sangre en tan poco tiempo, con el oscuro presentimiento de que el mismo peligro de muerte lo envolvía.

El asesinato de un tripulante de la embarcación, en el puerto de Limassol, en Chipre, le había preocupado profundamente. La mitad de los marineros embarcados se habían negado a seguir, alegando que era una señal, un presagio de muerte y desgracia, provocando las iras del capitán veneciano.

Bernard Guils había arriesgado la vida en innumerables ocasiones a lo largo de su carrera al servicio del Temple, pero esta vez, extrañamente, sentía un frío aliento de muerte a su alrededor, como si todas las extravagantes supersticiones de los marineros de Limassol hubieran atravesado su alma.

«Me estoy volviendo viejo», meditó apoyado en la popa de la embarcación mientras veía alejarse todo aquello que le era familiar, el recuerdo de los desiertos de su juventud de joven cruzado. De este a oeste, del lugar donde nace el sol hacia donde muere. Un helado escalofrío le recorrió la espina dorsal, el pensamiento de la muerte no le abandonaba y eso no le gustaba. Era un mal presagio.

Rezó una breve oración, encomendándose a María, patrona del Temple. Faltaba poco para llegar a Barcelona y allí entregaría aquel importante paquete, que guardaba cuidadosamente en su propio cuerpo, entre la piel y la camisa. Sentía su contacto, el roce de la piel de cordero en que venía envuelto, frío y húmedo de su sudor.

Sí, pronto llegaría a Barcelona, acabaría su misión y empezaría una nueva vida.


Abraham Bar Hiyya estaba sentado en cubierta, sobre unas gruesas cuerdas, mirando el cielo, de un azul intenso. Esperaba no tener que pasar otra tormenta. La última, hacía una semana, había zarandeado aquella nave de tal manera que le había convencido de que su destino era morir en el océano. Pero no había sido así y la galera había superado los embates de las olas, sin casi ni un desperfecto. Se tocó el pecho donde llevaba la rodela, amarilla y roja, que los cristianos le obligaban a llevar para dejar constancia de su condición de judío.

«Malos tiempos se acercan», repitió mentalmente. Era un pensamiento que le acompañaba, sin cesar, los últimos años y que los acontecimientos confirmaban día a día, sin lugar a dudas.

Había sido un viaje para despedir a un viejo amigo. Sabía que no volvería a verlo, que ya no estaría en condiciones para volver a emprender aquel largo viaje. Como médico no dudaba de que su enfermedad no le dejaría tranquilo durante muchos años, aunque intuía que era posible que sus problemas de salud fueran una simple anécdota en comparación con los que podría tener por su condición de judío.

Su viaje a Palestina, a Haiffa, para ver a Nahmánides le había entristecido el alma y los pensamientos. Hacía casi dos años que su amigo estaba exiliado de su propia tierra, casi dos años de aquel gran desastre. Entonces le había insistido en el peligro de su postura, de la ingenua confianza que parecía tenerle al rey, pero ninguna de sus palabras sirvieron para convencerlo del riesgo que corría.

En el mes de julio de 1263, Jaime I, rey de Cataluña y Aragón, ordenaba a Nahmánides, más conocido entre los cristianos como Bonastruc de Porta, que se presentara en la ciudad de Barcelona para que se llevara a cabo la Controversia con un converso llamado Pau Cristiá.

A la nobleza y, sobre todo, al clero cristiano les entusiasmaban este tipo de actos, donde se discutían y se exponían los fundamentos de la fe y de forma repetitiva, la religión cristiana salía vencedora en detrimento de la fe judía. Para la Iglesia comportaba un gran acto de propaganda pública que se traducía en cientos de conversiones, más o menos espontáneas. El miedo era uno de los mejores argumentos para convencer a los infieles.

Una vez en el palacio condal de Barcelona, el anciano Nahinánides pidió al rey libertad de palabra, cosa que le fue concedida, y el 20 de julio realizó una apasionada defensa de su fe hebraica. Tan apasionada y convincente que se transformó en su propia condena. Sin embargo, Nahmánides se sentía seguro, deseaba explicar los fundamentos de su religión, compartir sus conocimientos y cuando se le solicitó que hiciera una copia por escrito de sus argumentaciones, no vio ningún inconveniente en hacerlo. Y una vez aceptado, se convirtió en la principal prueba de una acusación por blasfemia contra la religión cristiana.

De nada habían servido los avisos de Abraham Bar Hiyya, su amigo y compañero de estudios, cada vez más asustado del giro que estaban tomando las cosas.

El rey, presionado por la Iglesia, lo condenó a dos años de exilio y a la quema de todos sus libros. Sin embargo, sus enemigos no quedaron satisfechos, por considerar que la condena era insuficiente. Sin perder tiempo, escribieron y apelaron al Papa, exigiendo un castigo ejemplar. Y no tardó mucho el Papa en responder a su demanda y ordenó al rey a que cambiara la condena y sentenciara al anciano judío al exilio de por vida. De esta manera, el gran filósofo fue arrancado de su Girona natal, la cuna de sus antepasados, y forzado a emprender el largo viaje hacia Palestina. Nunca volvería a pisar la tierra que le vio nacer.

Los recuerdos producían en Abraham una angustia sofocante, deseaba que su memoria desapareciera, que todo se convirtiera en un mal sueño, en una pesadilla irreal que se desvaneciera al despertar.

Se levantó, con esfuerzo, y caminó hacia la popa de la embarcación. Le convenía un poco de ejercicio, tanto para su cuerpo como para su mente. Andaba despacio, inseguro, no estaba acostumbrado al vaivén marinero. A poca distancia, contempló al pensativo Guils, apoyado en la borda, con la mirada perdida. «Su mente parece tan perdida como la mía -pensaba Abraham- Guils… sí, creo que se llama así, Bernard Guils, un mercenario, o eso me han dicho, que vuelve a casa.» Abraham reflexionaba para sí, descansado de que su mente se hubiera interesado en otro tema, agradeciendo aquel respiro que alejaba de su pensamiento las ideas oscuras y deprimentes. Contempló a Guils con interés y vio a un hombre maduro, de complexión poderosa, alto y delgado, con un parche negro cubriéndole el ojo izquierdo. Recordó la delicadeza con la que le ayudó a embarcar, tan poco acorde con la fiereza de la mirada de su único ojo. Como médico, Abraham había sido requerido, antes de embarcar, para atender a uno de los miembros de la tripulación. Lo habían encontrado detrás de un montón de sacos de trigo, a punto de ser cargados, y cuando el anciano judío llegó, se encontró a Guils, inclinado sobre el cadáver. Le indicó un imperceptible punto, enrojecido, en la base de la nuca. Ambos se miraron, calibrándose uno al otro, sin una palabra y, sin haberse visto jamás, se reconocieron.

No, Abraham no cree que Guils fuera un mercenario, ha visto a muchos hombres pendencieros en su vida y ése no era uno de ellos. Un mercenario haría sentir su presencia, no dejaría de hablar de sus supuestas heroicidades, ciertas o inventadas, y Guils era un hombre silencioso. Más bien parecía un soldado, un fiel servidor de alguna causa que el judío desconocía, y parecía preocupado y abatido, aunque no dejaba de observar todo lo que sucedía a su alrededor, de forma discreta, sin llamar la atención.

Abraham sentía un especial interés por ese hombre. Extrañamente, era el único que le transmitía una corriente de confianza y seguridad y eso era algo raro, ya que él no era una persona inclinada a confiar en extraños, la vida le había enseñado a ser prudente y cauteloso. En sus conocimientos sobre la raza humana, la confianza había sido un factor que había ido desapareciendo con el tiempo. «Quizá fuera por la intensa sensación de tristeza que Guils transmite», reflexionaba Abraham, una tristeza profunda, como si fuera el único contenido de su alma.

Contrariamente, el resto de los pasajeros eran una fuente de inquietud para el anciano judío. Los dos frailes dominicos, sobre todo el de mayor edad, que intentaban evitarle por todos los medios, le producían una intensa desazón. La gran nave en la que viajaban parecía empequeñecerse ante las maniobras de los frailes para evitar su cercanía, su mirada. Si por ellos fuera, ya estaría en medio del océano, abandonado entre las olas, sin necesidad de ninguna tormenta. «En realidad, la peor tormenta son ellos», pensaba Abraham sin poder evitar una triste sonrisa.

También viajaba con ellos un comerciante catalán, un tal Ricard Camposines, siempre vigilante de la carga que la galera transportaba en su vientre. Aunque su actividad, lejos de in quietarle, le divertía, viéndole subir y bajar de la bodega, persiguiendo al capitán veneciano con sus problemas… «El capitán, ése es otra historia -seguía meditando Abraham-, una mala persona. Qué se puede decir de venecianos y genoveses, siempre dispuestos a sacar provecho de la peor desgracia.» Pero al momento se arrepentía de sus prejuicios. Abraham tenía buenos amigos en Venecia y Génova, los prejuicios habían condenado a su buen amigo Nahmánides y también podían condenarle a él mismo. No, en realidad, no le gustaba el capitán, fuera de donde fuera, pero los pensamientos sombríos habían vuelto a su mente. Se sentó en un rincón de la cubierta, más próximo a popa, cerca de Bernard Guils, acariciando su vieja bolsa en la que guardaba sus útiles de medicina. Pero había algo más en ella que sus instrumentos y sus remedios, algo que no debían descubrir los dos frailes que viajaban con él, algo que debía ser protegido y ocultado por un tiempo, quizás un largo tiempo.

En la bodega de la embarcación, Ricard Camposines aseguraba, por milésima vez, las cuerdas que mantenían la carga estabilizada y fija. Desconfiaba de aquella tripulación de ineptos, divertidos ante su preocupación, a los que no parecía importar lo más mínimo que la carga llegara en perfecto estado.

Pero aquella carga era una de las cosas más importantes en la vida de Camposines, un riesgo que corría para asegurar la felicidad y la paz de su familia. Había invertido hasta su última moneda, todo su patrimonio, y lo que era peor, se había endeudado con los prestamistas que, a su llegada, le esperarían dispuestos a cobrar la deuda. Esa carga representaba su futuro.

Repasó, cuidadosamente, las cuerdas que sostenían los fardos repletos de materiales colorantes, pigmentos de los más variados colores, un hermoso arco iris cromático que embellecería pieles y tejidos y que los artesanos del tinte, con sus conocimientos, se encargarían de fijar en telas de tonalidades extraordinarias.

Llevaba un año fuera de casa, viajando por países remotos, tras la pista de aquellas materias de colores y texturas diferentes. Le gustaba su trabajo, le permitía conocer países y gentes diversas y abría su corazón y su mente. En Occidente se juzgaba con demasiada rapidez, con excesiva crueldad, pensó, en tanto observaba al anciano judío sentado en la popa de la nave.

Sus viajes le habían proporcionado otra forma de contemplar a sus semejantes. Había conocido a toda clase de gente, personas sencillas, preocupadas por el bienestar de su familia, por su salud, por su trabajo… igual que en todos los lugares. ¿Qué importancia podía tener el nombre del Dios que cada uno adoraba?

Acarició los fardos pensando en su mujer Elvira, en sus ojos de un gris profundo semejantes a las aguas de un lago en otoño. Amaba a su mujer desde el primer día en que la vio, en una de las innumerables ferias que por aquel entonces recorría. Amaba su fortaleza, la alegría con la que se enfrentaba a la vida y recordó su voz, sus risas. No habían tenido muchos motivos de alegría en los últimos años, la enfermedad de su hija había hecho decaer el ánimo de toda la familia. Y ése era uno de los motivos de aquel interminable viaje, conseguir el dinero necesario para poder pagar a uno de los mejores médicos.

Hacía un año que Ricard Camposines había jurado que su familia no volvería a pasar privaciones nunca más y nadie de aquella maldita tripulación conseguiría que su misión fracasara. Recordar aquella determinación le hizo sentirse un hombre nuevo.

Subió de nuevo a cubierta, indiferente a cómo el capitán veneciano lo observaba irónicamente. No le gustaba aquel tipo ni su mirada de ave carroñera, lista para atacar en el momento más propicio. Se acercó al lugar donde reposaba el anciano judío y le saludó cortésmente. Había observado el comportamiento de los dos frailes dominicos, su obsesión por evitar a Abraham, como si éste sufriera la peor de las pestes y pudiera contagiarles. Dudó unos instantes, al propio Ricard le asustaba acercarse a él, atemorizado por si aquellos dos frailes le vieran hablar o aproximarse demasiado al anciano judío. Les creía capaces de todo, incluso de acusarle de connivencia con los infieles tan sólo por darle los buenos días a Abraham. Deseaba mantener con él una conversación intranscendente y superficial sobre la última tormenta, o hacerle notar el azul brillante y oscuro que tenía el mar a esa hora y comentarle lo hermoso que sería poder teñir una tela con ese color.

Pero no lo hizo y pasó de largo, sin detenerse. Su conciencia se entristeció, aunque escuchó con atención a su mente que le aconsejaba prudencia, porque el viaje estaba llegando casi a su fin y no podía arriesgar tanto esfuerzo por un anciano judío que parecía absorto en sí mismo.

Estiró sus miembros entumecidos y respiró hondamente el aire marino, limpio y transparente, que dio energía a sus pulmones. Se dispuso a dar su paseo diario por cubierta para que sus piernas no olvidasen la función para las que estaban hechas.

Vio a Bernard Guils, apoyado en la popa, como si contemplara todo aquello que se alejaba con pesar, indiferente a todo lo que se aproximaba. A los dominicos en proa, alejados todo lo físicamente posible del viejo judío, rezando sus oraciones, sin dejar su vigilancia. Observó el movimiento de sus labios pendientes de la letanía, en tanto sus mentes y sus miradas prescindían de la plegaria, atentos al mundo exterior. También vio a Arnaud d'Aubert, junto al capitán, contándole una de sus innumerables hazañas en donde él mismo era el principal protagonista, y que no se cansaba de repetir a quien quisiera escucharle. «Éste sí tiene pinta de mercenario -pensó Camposines-, éste y no el otro que dice que lo es. Las apariencias siempre engañan.»

Dio por acabado su paseo y volvió a bajar a la bodega. No iba a permitir que ningún fardo se rompiera, ni que un gramo de su preciosa carga quedara abandonado en aquella maldita nave. Ni hablar, si de él dependía, eso no iba a suceder.

El capitán Antonio d'Amato escuchaba, indiferente, el relato de Arnaud d'Aubert. No creía una sola palabra del discurso del provenzal, ni tan sólo que lo fuera, había trabajado, tratado e incluso matado a muchos provenzales para creerse a aquel charlatán. Sordo a su torrente de palabras, le observó con detenimiento. Era de estatura mediana y muy delgado, aunque bajo la camisa se adivinaba una musculatura tensa, preparada para la acción. Poseía unos ojos claros, azules o grises, desvaídos, aunque en ocasiones un destello de crueldad asomara en ellos. Y después estaba la cojera, aquel andar arrastrando levemente la pierna izquierda. Según D'Aubert, era una vieja herida de guerra, una flecha musulmana que le había atravesado el muslo. Pero D'Amato dudaba mucho de la veracidad de aquella historia, incluso de la propia cojera. Había observado que en algunas ocasiones desaparecía totalmente, y que D'Aubert se levantaba con excesiva rapidez para un tullido. El veneciano no tenía ni idea de por qué un hombre sano finge no serlo, y no le importaba en absoluto. Únicamente pensaba que tal disimulo no podía esconder nada bueno.

El capitán tenía ganas de llegar a puerto y deshacerse de toda la carga de pasajeros que había embarcado en Chipre. No le gustaba aceptar viajeros excepto que ello le reportara beneficios interesantes, y era necesario tener la bolsa muy repleta para satisfacer sus exigencias. Por eso le sorprendió encontrar a tantos pasajeros dispuestos a soltar sumas tan importantes sin una sola queja ni un intento de regateo. Era un caso asombroso, meditó, tantos a la vez y en una misma dirección: Barcelona… nunca había encontrado tantos pasajeros y con los bolsillos tan rebosantes, y eso que llevaba muchos años dedicado a la navegación y al transporte.

En el puerto de Limassol era tiempo de embarque de peregrinos hacia Tierra Santa, aunque el negocio estaba a la baja a causa de las hostilidades en el Mediterráneo. Aquel puerto se había convertido en refugio de comerciantes y náufragos sin destino, y de esos últimos había demasiados y de todas las nacionalidades. El lucrativo negocio de las Cruzadas, tan rentable durante años para los venecianos, estaba en sus peores momentos y la guerra abierta entre las repúblicas italianas no mejoraba la situación. El peor problema para D'Amato en aquellos momentos no era encontrarse frente a una flota egipcia, sino frente a una sola nave genovesa.

Ningún monarca cristiano estaba interesado en salvar Tierra Santa, sus intereses estaban en Occidente, en afilar sus espadas para apoderarse de los restos del gran Imperio alemán, una vez muerto Federico, el último emperador HohenstaufFen. «Los buitres se pelean por cada trozo de despojo -meditó D’Amato-. Pronto se devorarán entre sí y será un buen momento para mí.» De todas maneras no se podía quejar, la guerra comercial contra Génova le había reportado grandes beneficios y, por lo que parecía, iba a poder continuar con el saqueo.

No soportaba a los genoveses, ni a los pisanos; en realidad, D'Amato no soportaba a casi nadie.

Demasiados pasajeros, volvió a mascullar con malhumor. Su mente regresaba al punto de partida, pero faltaba muy poco para llegar a Barcelona y había sido una buena ganancia desviarse de su ruta hacia Venecia. Pensó en las hermosas piedras preciosas que el viejo judío le había entregado en pago a su pasaje. Sacaría una buena tajada por ellas en cuanto llegara a casa, una cantidad equivalente a seis viajes como aquél en el mercado marítimo. Mucha prisa debía de tener aquel judío para volver a casa o quizás era tan rico que no le importaba gastar una suma semejante. De todas maneras, los motivos de sus pasajeros eran la última preocupación del veneciano.

En proa, las oraciones no lograban tranquilizar el ánimo de fray Berenguer de Palmerola. Había sido un viaje de pesadilla, en medio de bárbaros que se llamaban a sí mismos cristianos. Jamás hubiera tenido que aceptar aquella misión, pero su ambición se había impuesto con fuerza, pensando que un encargo de aquella naturaleza le haría brillar a los ojos de sus superiores. Finalmente comprobarían su innata valía, su inteligencia, menospreciada durante demasiado tiempo entre las paredes del convento.

Sus conocimientos de árabe y hebreo, que él había considerado el punto de partida para una brillante carrera, le habían encerrado en bibliotecas, aferrado a una pluma y traduciendo aburridos textos que nadie leería. Se había sentido decepcionado y encolerizado ante la indiferencia de sus superiores -que no apreciaban sus extraordinarias dotes como predicador-, y sus súplicas para ser enviado en misiones de conversión habían sido repetidamente denegadas.

Pero había creído que llegaba su hora cuando su superior le llamó para encargarle aquella delicada misión hacía ya dos años. Debía trasladarse a la corte del Gran Khan mongol y ponerse en contacto con los cristianos que allí había. Le sorprendió saber que entre aquellos salvajes pudiera haber hermanos de fe, pero su superior le comunicó que se trataba de una secta cristiana primitiva, llamada de los Nestorianos, y que la propia madre del Khan y su esposa principal pertenecían a dicha religión. Se enteró también de que los mongoles habían destruido los principales nidos de los infieles musulmanes, que habían caído ciudades como Bagdad, Alepo y Damasco. Era el momento adecuado para emprender aquel viaje y entablar relaciones con el pueblo mongol, y su superior quería un informe completo de la situación.

A pesar de su edad, fray Berenguer emprendió el viaje con la fe de un soldado y la ambición de un príncipe. Soportó las penalidades imaginando que iba a convertirse en la figura más admirada, que todas las tribus mongolas se rendirían ante sus inspiradas palabras, y que el propio Papa suplicaría su ayuda. Hasta era muy posible que llegara a alcanzar la cima más alta dentro de su orden de Predicadores. Por fin, después de tantos años, iba a demostrar su gran talento.

Pero ninguno de sus sueños se había cumplido y el viaje pronto se convirtió en su peor pesadilla. Desde el principio, el Gran Khan se negó a recibirle, ordenándole de forma obstinada que se entrevistara con su hermano, el Ilkhan Hulagu. Nada pudo hacer para convencer al soberano mongol de la importancia de su visita, ni tan sólo cuando, en un arranque de desesperación, juró que le enviaba el mismísimo Papa y que su negativa a recibirle podría acarrearle la excomunión. El Gran Khan no pareció conmoverse lo más mínimo.

Durante un año había esperado la audiencia con el Ilkhan Hulagu, entonces concentrado en conseguir una alianza con los bizantinos, y cuando lo consiguió, sus encendidas palabras no causaron un gran efecto, más bien una cortés indiferencia y el consejo de que lo mejor sería que hablara con su primera esposa, la emperatriz Dokuz Khatum.

Fray Berenguer había quedado escandalizado ante el comportamiento de aquella secta de mal llamados cristianos, de su ignorancia y del libertinaje de sus eclesiásticos, de sus bárbaras ceremonias y de su tolerancia hacia otras religiones herejes. Se había apresurado a escribir a su superior un informe incendiario, notificando que la única solución para aquel pueblo de salvajes era que una lluvia de azufre los borrara de la faz de la tierra, que no había salvación posible para ellos y que la orden de Predicadores haría bien ahorrándose aquel penoso viaje.

«Aniquilarlos completamente -pensó en tanto la plegaria salía de sus labios-, ésa era la respuesta.» Si él, con su talento indiscutible, no había podido convencerlos del error en que vivían, nadie iba a conseguirlo, de eso estaba totalmente seguro. Sentía una gran rabia y frustración, aquellos malditos nestorianos, que con sus ritos humillaban la liturgia romana, se habían convertido en un obstáculo para su carrera. Ni tan sólo había esperado la contestación a su carta, ya que podía tardar meses, y no estaba dispuesto a seguir en aquella tierra de pecado. Más que partir, había huido lleno de cólera y rabia.

Lo único que le faltaba era verse obligado a compartir el escaso espacio de aquel maldito barco con un repugnante judío, que pronto se convirtió en blanco de sus iras. Fray Berenguer ni siquiera reparaba en el resto de pasajeros porque su mirada se había concentrado, desde el principio, en el venerable anciano que para él representaba toda la mezcla pecaminosa de vicios y herejías que había encontrado entre los mongoles. Para él, no había la más mínima diferencia.

Para su compañero, fray Pere de Tever, esta postura había representado un grave problema desde el principio. La intransigencia y el fanatismo de fray Berenguer habían sido malos compañeros de viaje. Sin embargo, su función era la de un simple ayudante además de que, dada la edad de su hermano en religión, más parecía una muleta que un secretario. Su juventud le inclinaba hacia la curiosidad y la excitación de un viaje como aquél, y se había sentido cómodo entre el pueblo mongol. Le había sorprendido la gran tolerancia que existía en aquella corte y las múltiples embajadas de países remotos en espera de audiencia, le habían permitido ocupar muchas horas en conocer a gente diferente y de costumbres tan opuestas. Estaba fascinado por la religión del Gran Khan, el chamanismo, con su creencia de que existe un solo Dios, al que se puede adorar de muchas formas diferentes. Perplejo, contempló cómo el Ilkhan Hulagu asistía a diferentes ceremonias religiosas -budistas, cristianas, musulmanas- con el mismo respeto que le merecía la suya propia.

De todo ello no había dicho ni una palabra a fray Berenguer que, desde el principio, se había negado a aceptar cualquier hecho positivo allá donde fueran. Criticaba ferozmente la comida, la vestimenta e incluso la tradicional cortesía mongol. La propia emperatriz Dokuz Khatum quedó desagradablemente sorprendida ante la violencia de sus argumentos, aunque le escuchó con amabilidad, y no volvió a recibirle, a pesar de los ruegos del joven fraile y de la ira de fray Berenguer, ciego ante todo aquello que no fueran sus propias creencias.

En realidad, los mongoles dejaron a su viejo hermano hirviendo en su propia rabia y frustración, negándose a escuchar sus palabras y, al mismo tiempo, tratándole con suma amabilidad. Y eso había sido lo peor, aquella cortesía era cien veces peor que la tortura y el martirio para su intolerante hermano. Por otro lado, fray Pere de Tever no había conocido nada igual en su corta vida. Como hijo segundón de una familia de la nobleza rural, había sido entregado a la orden de Predicadores con diez años y había crecido entre las paredes del convento, pensando que su vida permanecería inmutable, de la misma manera. Desde muy joven demostró un gran talento para el estudio y el aprendizaje de las lenguas: el latín, el griego, el árabe, el hebreo. Le apasionaban las bibliotecas de los monasterios, la traducción de antiguos y olvidados libros, y durante mucho tiempo pensó que su futuro estaba allí. Al cumplir dieciséis años, su orden lo enviaba de monasterio en monasterio a copiar algún pergamino, a traducir un texto o simplemente a averiguar el número de libros que poseía alguna gran biblioteca conventual. Y le gustaba su trabajo, le gustaba mucho.

Cuando su superior le comunicó la orden de emprender aquel viaje, su ánimo se inquietó y la perturbación se adueñó de él. No conocía de la vida nada más que el orden estricto del convento y del mundo exterior sólo los rumores de grandes peligros que murmuraban los frailes de más edad. Pero toda su turbación desapareció por arte de magia, cuando embarcó en Marsella rumbo a lo desconocido. La vida agitada de la travesía, el aire marino que le impregnaba los pulmones como nunca antes nada le llenó, la visión de la inmensidad de océanos y estepas, todo ello le transmitió el sentimiento de lo minúsculo que era el mundo de donde procedía. Su realidad se ampliaba a cada paso que daba y su mente se enriquecía ante el estallido de colores, lenguas y costumbres que conocía.

En tanto el cerebro de fray Berenguer se encerraba en el baúl de sus creencias, fray Pere de Tever descubría que el mundo no terminaba en el jardín del claustro.

Escribió con pulcritud la carta que su hermano le dictaba, sin hacer ningún comentario, caligrafió la larga lista de ofensas y oprobios, guardando su opinión para sí. Sabía que era perder el tiempo intentar convencer a su hermano y también que podía resultar sumamente peligroso disuadirle. «No -reflexionó-, será mucho mejor esperar una ocasión más propicia, siempre habrá una posibilidad de ofrecer mi punto de vista cuando sea preguntado.» Estaba seguro de que sería interrogado a conciencia, sus superiores no dejarían de comprobar si aquel viaje había influido en sus creencias, si había contraído algún contagio peligroso en su contacto con el mundo exterior. Tenía que actuar con mucha prudencia y cautela. Se quedó absorto en sus pensamientos e incluso sus labios dejaron de musitar la oración. Debía encontrar cómo manifestar su opinión sin ser acusado de rebeldía.

Arnaud d'Aubert vio cómo se alejaba el capitán veneciano con una expresión burlona. Había conseguido molestarlo durante media hora y eso le llenaba de satisfacción, aquel maldito arrogante lo había tenido que soportar únicamente por la abultada bolsa que había pagado. Sentía un enorme desprecio por los venecianos para los que no existía otra idea que la del beneficio; nada los hacía mover tan rápido como una buena cantidad de oro, incapaces de pensar en otra cosa con su escaso cerebro mercantil. Estuvo a punto de soltar una carcajada, aquel cretino presuntuoso le divertía y el viaje era lo suficientemente largo y tedioso como para aprovechar cualquier ocasión para distraerse. Y lo estaba consiguiendo. Hacía unos días, se había acercado al anciano judío para decirle, en voz baja, que había oído rumores de grandes algaradas en la judería de Barcelona, provocándole un gran sobresalto. Se había regocijado al contemplar el pánico en su cara.

Se tocó la pierna izquierda, intentando calmar el dolor que subía, en línea recta, hacia sus riñones. Aquel maldito teutónico de Acre había dirigido una puñalada certera, dejando la memoria de su rostro en la mente de D'Aubert. Saeta musulmana o riña de taberna, qué demonios le importaría a nadie, meditó taciturno. El recuerdo del teutónico le ponía de mal humor y ni siquiera la imagen de las suaves curvas de la adolescente árabe por la que habían peleado, logró tranquilizar el dolor, intenso y agudo, parecido a la misma daga que lo traspasó. «Quizá se acerca una tormenta -rumió-, el dolor es siempre un aviso, tan cerca de puerto… y sólo faltaría que una tormenta nos echara a pique.» Una sensación de hastío subió hasta su garganta, corno un alimento en malas condiciones. Necesitaba a alguien con quien distraerse. Estiró las piernas, mirando a su alrededor, buscando a una nueva víctima. La tripulación parecía más activa y atareada que de costumbre y el mar había cambiado de color, el azul intenso desaparecía para dar paso a un gris plomo. Se agarró a las cuerdas que recorrían la nave, alejándose de popa. Había visto a Guils y no le parecía buena compañía, aquel hombre no estaba para chanzas y en su mirada se intuían señales de peligro indefinido, como en los ojos del teutónico de la taberna, clavados en su memoria como su maldita daga.

Empezó a caer una lluvia fina y muy fría, y D'Aubert encaminó sus pasos hacia la bodega. Bien, seguro que allí encontraría al comerciante catalán vigilando su mercancía, repasando cada cuerda, cada saco… podía ser un buen motivo de distracción. Tropezó con un miembro de la tripulación y soltó una imprecación en voz alta, atravesado por el dolor que, traspasando sus riñones, había decidido instalarse en su cerebro. Su primer impulso fue volverse y propinarle un fuerte puntapié al responsable del encontronazo, pero se paró en seco, helado ante la mirada sarcástica del otro que parecía provocarle, esperar su reacción. «Dame un buen motivo para matarte», parecían decir aquellos ojos. Se apartó de un salto de ese hombre que le producía aquel escalofrío extraño y penetrante y descubrió, asombrado, que se encontraba ante la mirada de un asesino. Retrocedió paso a paso, lentamente, sin perder de vista al sujeto que le sonreía, hasta llegar al extremo de la proa, lo más lejos posible. A Arnaud d'Aubert se le habían pasado las ganas de distraerse.

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