«Nosotros, en nombre de Dios y de Nuestra Señora Santa María, de Monseñor San Pedro de Roma, de nuestro padre el Papa y de todos los hermanos del Temple, os admitimos a todos los favores de la Casa, a aquellos que le fueron hechos desde su comienzo y que le serán hechos hasta el final.»
La luz del amanecer entraba sin prisas en la habitación. Guillem se removió en el lecho, estirando los brazos, relajado y tranquilo. Hacía muchos días que no se encontraba tan bien, por unas horas había conseguido arrancar de su mente la figura de Bernard y los problemas que había causado su muerte, incluso podía recordar su carta, línea a línea, con las palabras exactas, sin sentir una profunda turbación. Se volvió buscando la calidez de la piel ajena, el abrazo que lo guiara de nuevo a la luz del día y sin embargo, sólo halló el vacío, la delicada huella de un cuerpo frágil había desaparecido. Se levantó, inquieto, y se vistió rápidamente. Un penetrante olor a leche recién ordeñada inundaba la escalera, indicándole el camino a la cocina donde la mujer de la posada atendía sus múltiples quehaceres. Dos niños de corta edad fijaron su atención en él, abandonando por unos segundos los vasos de leche y la pelea que mantenían por la posesión de una reluciente manzana. La luminosa sonrisa de la mujer, dándole los buenos días, le tranquilizó.
– ¡Buenos días, caballero! ¿Deseáis algo de comer?
– Os lo agradezco, tengo un hambre de mil demonios. ¿ Habéis visto a la mujer que me acompañaba?
– Claro que sí, señor. Bajó a la cocina muy temprano, antes del alba. Quería dar un paseo y me preguntó si había alguna iglesia por aquí cerca.
– ¿Una iglesia? -Guillem parecía sorprendido.
– Sí, señor. Le indiqué el camino a la ermita de San Gil. Aunque tiene un buen trecho, es la única que tenemos cerca, y ella parece una joven fuerte y decidida, no como yo, aquella cuesta tan empinada y estrecha ya me hace resoplar.
Guillem se quedó pensativo. Una intuición extraña y desconocida le llenó de ansiedad y después de preguntar por el camino, se dirigió a la ermita con paso rápido. Detrás de la casa, se adivinaba un pequeño sendero que subía lentamente hacia una colina. Los prados se extendían a un lado, ofreciendo toda la gama de los verdes salpicados de alfombras rojas de amapolas. Su estado de ánimo no le permitía disfrutar del placer que la naturaleza le brindaba; más bien al contrario, a cada paso crecía su inquietud. Intentaba tranquilizarse, pensando que al fin y al cabo no era tan extraño que la joven deseara un momento de recogimiento. Las cosas habían ocurrido con mucha rapidez, y ninguno de ellos había supuesto que el deseo se impondría con la fuerza de un vendaval y él mismo ignoraba cuáles eran sus sentimientos, sus emociones. La muchacha le había atraído desde el primer momento y a pesar de haber construido un espeso muro de razonamientos, reglas y deberes, no podía evitar preguntarse, de forma continua, por la profunda turbación que sentía, por el violento desasosiego interior que le producía contemplarla. Ahora empezaba a comprender la poderosa fuerza que había estallado en su interior. Por unas horas había dejado de sentirse solo, la delicada piel de la muchacha había envuelto su alma con la mejor medicina posible, como una piedra filosofal que lo protegía contra la soledad y el desamor. ¿Debía sentirse culpable por ello? Pensó en Bernard, en sus misteriosas escapadas, algún día descubriría todo aquello que le ocultó, aunque fuera con la mejor de las intenciones.
Tras un recodo, el sendero empezaba a subir en una pendiente rocosa y abrupta, estrechándose y alejándose de los campos verdes que dormían más abajo. El rumor del agua empezaba a oírse, tenuemente, mezclado con el canto de los pájaros y la brisa que mecía los arbustos, llevando un agradable aroma a tomillo. Tardó todavía media hora en llegar a un pequeño salto de agua que brincaba entre las rocas, para desaparecer cuesta abajo, y media hora más en llegar a la ermita, en un claro rocoso en lo más alto de la colina. Era una construcción pequeña y sencilla, aislada entre el terreno pedregoso y árido, su espadaña medio derruida daba una sensación de desamparo y soledad. No se veía un alma. Comprobó que la puerta estaba cerrada y dio la vuelta al edificio, sin encontrar a nadie, encogido por una sensación helada que le recorría el cuerpo. Algo llamó su atención, unos metros más al este de la ermita, cerca del borde de la roca. Se acercó, la capa de la muchacha estaba extendida, repleta de amapolas rojas y ya mustias, como una ofrenda a algún dios antiguo. Guillem cayó de rodillas sobre las flores, sin querer pensar, sin atreverse a mirar hacia abajo, esperando un milagro que sabía con certeza que no ocurriría. De su garganta salió un gemido, un sollozo débil que fue aumentando hasta convertirse en un grito desesperado, inhumano, como una fiera herida.
Unos metros más abajo, en una repisa rocosa de forma extraña, como un trono incrustado en la pared vertical, Timbors dormía. Su hermoso rostro, vuelto hacia el cielo, sonreía, ya nada ni nadie volvería a turbarlo. Su sueño se había hecho realidad.
– Dudo de que esto funcione, amigo mío. -Dalmau se quitó el parche que llevaba en el ojo y se sentó con gesto cansado. -El rumor se ha extendido con rapidez, Dalmau. Los hombres de D'Arlés creen que Bernard está vivo, y la noticia no tardará en llegarle. Va a salir bien, no te preocupes. -Jacques miraba con afecto a su compañero de armas. Sin la barba parecía más joven a pesar de que había sido una difícil tarea convencerlo de la necesidad de rasurársela. Un caballero templario sin su fiera barba no era nada y Dalmau parecía muy afectado por su cambio de imagen.
– ¿Y ahora qué hacemos, Jacques? -Dalmau se rascaba la barbilla, casi inconscientemente, se encontraba casi desnudo sin su barba.
– Debemos esperar la reacción de D'Arlés. No tardará mucho, entonces se hará visible a nuestros ojos y podremos actuar.
– Estoy preocupado por Arnau y Abraham, Jacques. -Dalmau no tenía la seguridad del Bretón.
– ¡Santo Cielo, Dalmau, abandona este pesimismo! Por lo menos sabemos que no están en poder de D'Arlés.
– ¿Y cómo estás tan seguro? No lo puedes saber, en realidad no estamos seguros de nada, Jacques. Trabajamos a oscuras, esperando que un golpe de suerte nos traiga a D'Arlés hasta nuestras narices.
– No sabemos casi nada, tienes razón, ni bueno ni malo, y eso es ya una buena noticia. Si les hubiera ocurrido algo malo, ya tendríamos conocimiento. La verdad, Dalmau, estás consiguiendo desmoralizarme. -Jacques parecía enfurruñado con la insistencia pesimista de su amigo.
Una llamada a la puerta hizo que se levantara rápidamente. El viejo Mauro entró en la habitación con una media sonrisa, observando la situación. Dalmau, en una esquina con aspecto abatido y el Bretón con cara de pocos amigos.
– ¿Y bien? ¿Qué noticias traes?
– Vamos por partes, caballeros, hay noticias para todos los gustos que no me atrevo a descifrar. La primera y más importante es que Monseñor ha muerto.
– ¡Muerto! -Dalmau pareció despertar de su somnolencia. -¿Cómo ha ocurrido, qué demonios le ha pasado al viejo cuervo? -Jacques estaba realmente intrigado.
– Sólo hay rumores, os lo advierto, los he recogido todos como si fuera la recolección de manzanas, pero son sólo eso, rumores. Dicen por ahí que D'Arlés lo ha convertido en picadillo para cerdos: Uno de sus hombres me ha dicho que tienen órdenes de hacer desaparecer cualquier rastro del asesinato, y de largarse después. En una palabra, Monseñor jamás ha estado en la ciudad.
– ¡Por los clavos de Cristo! D'Arlés se ha vuelto loco. -Jacques estaba asombrado ante la noticia.
– En eso llevas razón, Bretón, por las habladurías, parece que este hombre ha enloquecido completamente, y ya vuelan los emisarios a toda velocidad para comunicárselo al de Anjou. La ciudad está revuelta ante la acumulación de rumores, a cada hora hay uno nuevo. ¡Ah! Y Bernard Guils está vivo, o eso dicen por ahí. -Mauro soltó una risa cavernosa, cogiendo de la mesa el parche que Dalmau se había quitado-. No puedo negar que habéis hecho una buena representación, caballeros.
– ¿Sabes algo de D'Arlés? -preguntó Dalmau, volviendo a su abatimiento.
– Ha desaparecido de la faz de la tierra. Todo el mundo le busca con muy malas intenciones -respondió Mauro, mirándolos con curiosidad-. Pero tengo algo para vosotros.
– ¿De qué se trata, Mauro? -saltó Jacques. -Alguien quiere hablar con vosotros, hacer un trato. -¿Qué clase de trato? -casi gritó Jacques, nervioso ante la lentitud del viejo.
– Me ha parecido intuir que se refiere a D'Arlés, pero no estoy seguro. Esa persona sólo desea hablar con vosotros, sin intermediarios. Quizá sea una trampa, no lo sé.
– ¿Vas a tenernos aquí todo el día, en ascuas, dándonos información gota a gota? -estalló Jacques.
– No te pongas nervioso, Bretón, digo lo que sé, nada más. Ese hombre me ha dado una cita, un lugar y una hora. Quiere hablar con vosotros. El resto es cosa vuestra.
– ¿Podemos contar contigo, Mauro? -preguntó Dalmau con suavidad.
– Lo siento, chicos, de verdad, pero tengo que partir inmediatamente, son órdenes de Bernard. Y Ya sabéis que jamás discuto las órdenes de Bernard.
– ¡Por todos los infiernos posibles! ¿Es que tú también te has vuelto loco? ¿Qué quiere decir que tienes órdenes de Bernard, maldita sea? -Jacques estaba perdiendo la paciencia.
– Eso he dicho y es lo único que me es posible comunicaros, caballeros. -Mauro conservaba su media sonrisa, inmune a las maldiciones del Bretón. Comunicó a sus compañeros la cita que les esperaba y volviendo a insistir en sus enigmáticas órdenes, desapareció sin añadir nada más. Dalmau y Jacques se miraron con estupor.
– Vamos a acabar todos como D'Arlés, si es que no lo estamos ya, Jacques.
Guillem cambió el rumbo de su montura, hacia el noreste, hacia el punto indicado por Guils. No apresuró el paso, nada le obligaba a cumplir las órdenes con rapidez. Dejó que el caballo encontrara el ritmo más cómodo, como un vagabundo al que no importara su destino. Su mente intentaba ordenar lo sucedido, colocar cada pieza en el lugar adecuado y comprender su significado. Aquella mañana había vuelto a la posada, pidió unas sogas para recuperar el cuerpo de Timbors y contempló la infinita tristeza de la posadera ante la noticia, sus inútiles excusas. Intentó tranquilizar su ánimo, nadie podía esperarse algo así, le dijo, no tenía culpa alguna por el hecho de indicarle el camino a la ermita, si no hubiera ocurrido allí, hubiera ocurrido en otro lugar.
Hablaba mecánicamente, sin saber qué sentir. Timbors no deseaba vivir, su existencia sólo era sufrimiento y dolor, nada podía salvarla porque nada conocía, sólo la pena. Los hijos mayores de la posadera le ayudaron, dos muchachos adolescentes de mirada grave, impresionados ante la juventud de Timbors, su belleza. «¿Por qué?», preguntó uno de ellos a un conmocionado Guillem, y éste no supo qué responder, sólo contener el sollozo que subía por su garganta. Había sido un trabajo arduo, colgado de la pared vertical, mirando fijamente el abismo que había sido la última compañía de la joven. «Timbors, Timbors», repitiendo su nombre como un talismán que impidiera su caída, que detuviera la duda de reunirse con ella para siempre, de alejarse del dolor. ¿Por qué no? Abrazó el frágil cuerpo roto, hundiendo su cabeza en su pecho, confundiéndose en el mismo dolor, pero ya no estaba allí, el sufrimiento había desaparecido liberando a la joven, ya no había nada.
Pidió enterrarla en uno de los campos de amapolas, solo, sin ayuda, llevando el cuerpo a sus espaldas. Antes de dejarla en su tumba, contempló su rostro, el vestido blanco que la posadera le había dado para enterrarla, y la tapó con una fina sábana de hilo, para que la tierra no la molestara. «¡Timbors, Timbors! Un puñado de tierra en medio del esplendor rojo. No pude salvarte, mi dulce Timbors.» Se quedó en la posada durante todo el día, contemplando desde la ventana el campo de amapolas. No tenía prisa ni nada en qué pensar, cerraba los ojos para contemplar un espacio en blanco, sin color, como si una espesa niebla se hubiera instalado en su mente dejándola en paz. No se movió del lugar durante horas y al alba, sin despedirse de nadie, preparó su montura y desapareció. Dos muchachos, desde los ventanucos de la buhardilla, le vieron partir en silencio. Sólo paró su montura una sola vez, para perder su mirada en el campo rojo.
El almacén estaba atestado de sacos ordenados en hileras y amontonados hasta la altura de dos hombres. Entre ellos había un mínimo espacio convertido en camino de un laberinto. Los dos hombres caminaban con precaución, las armas desenvainadas, el paso cauteloso, sin levantar un simple murmullo. El Bretón se detuvo haciendo un gesto de aviso a su compañero.
– No hay peligro, sólo quiero hablar con vosotros. -Una voz se oyó a su izquierda, apareciendo una silueta.
– ¿Te parece un buen lugar esta pocilga? -El tono de Jacques era burlón.
– No te preocupes, Bretón, he procurado disponer de un lugar adecuado para nosotros. No es exactamente la corte pontificia, pero creo que nos servirá.
Giovanni les guió hasta lo que parecía el centro de aquel laberinto de sacos y mercancías. Allí dos candelabros esperaban a sus visitantes, y varios sacos dispersos estaban preparados como improvisados asientos.
– Poneos cómodos, caballeros. -Giovanni sacó de las alforjas un pequeño barril y unas delicadas copas-. Brindaremos a la salud de Monseñor que ha sido tan amable de proporcionarnos su inmejorable vino y sus preciadas copas de plata.
– ¿Has robado todo esto a Monseñor? -Dalmau estaba escandalizado.
– En estos momentos, Dalmau, dudo mucho que puedan hacerle falta en su viaje, ¿no crees?
– ¿Qué significa todo esto, Giovanni? ¿También tú te has vuelto loco? -Jacques desconfiaba, su mirada vigilante escudriñaba cada rincón.
– Creí que Mauro os lo había explicado, quiero hacer un trato.
– Eso es bastante difícil de creer, Giovanni, hace ya demasiado tiempo que trabajamos en bandos diferentes -saltó Dalmau con gesto de duda.
– Sí, tienes razón, es difícil de creer. Llevamos años jugando al ratón y al gato, como estúpidos corderos al servicio de perversos pastores. Nada puedo objetar a tu desconfianza, Dalmau, pero estoy harto y cansado.
Giovanni se sentó en uno de los fardos dispuestos y llenó su copa de vino, abstraído, ajeno a la desconfianza que despertaba. El Bretón lo observaba con atención, calibrando sus palabras.
– No me extraña que estés harto. Monseñor era un auténtico hijo de mala madre y lamento decirlo, Giovanni. Lo realmente extraño es que lograras aguantar tanto tiempo a su servicio. -El gigante decidió sentarse al lado del agente papal, y aceptar la copa que se le ofrecía.
– No voy a brindar por ninguna muerte, ni siquiera por la de ese malnacido. -Dalmau vacilaba, se negaba a aquella turbia camaradería.
– No te preocupes, nadie te obliga a ello. Puedes brindar por lo que te apetezca. Por tu hermano Gilbert, por ejemplo. Dalmau se abalanzó sobre el italiano con los ojos ardiendo en cólera, y el Bretón tuvo que hacer un esfuerzo por separarlo.
– ¡Maldita sea, Dalmau! Tu hermano era mi amigo. ¿Lo has olvidado? -Giovanni se secaba el vino derramado.
– ¡No me olvido de a quién sirves, esbirro del diablo! ¡Ni te atrevas a pronunciar el nombre de mi hermano! -La ira dominaba al buen Dalmau, todavía en forcejeo con su compañero.
– ¡Cálmate, Dalmau! No ganamos nada actuando de esta manera. Siéntate y escuchemos lo que nos tiene que decir. Lo único que nos liga al pasado es una maldita cuenta pendiente. ¡Déjalo correr, por el amor de Dios!
Jacques empujó a su colérico compañero sobre uno de los fardos y volvió a sentarse.
– Está bien, Giovanni, no perdamos más el tiempo. ¿De qué se trata?
– Sé dónde se encuentra D'Arlés.
– ¿Y por qué maldita razón estás dispuesto a darnos esta información? ¿Crees que somos un hatajo de imbéciles? -Dalmau no estaba dispuesto a tranquilizarse fácilmente.
– No quiero regalaros esta información, quiero venderla.
– ¿Quieres vender a D'Arlés? -Jacques no pudo disimular su asombro.
– Creo que hablo vuestra lengua con bastante corrección, pero si lo deseáis puedo explicarlo en árabe. -El sarcasmo fue lanzado con dureza.
– ¿Y cuál es el precio en que has pensado, Giovanni? Jacques seguía sorprendido, no se esperaba aquello de un hombre como Giovanni. Le conocía desde hacía ya mucho tiempo y podía jurar que su forma de actuar era, en cierto sentido, honesta, si es que se podía utilizar la palabra en un sucio trabajo como aquél. Se habían enfrentado en varias ocasiones e incluso recordaba el respeto que le profesaba Bernard. Siempre aseguraba que Giovanni era un «rara avis» en medio de las intrigas pontificias. El Bretón se preguntaba qué había podido suceder para que el italiano actuara de aquel modo. Sabía que odiaba a D'Arlés con todas sus fuerzas, pero… Miró a Dalmau, que se había quedado paralizado al oír la respuesta de Giovanni, como una gárgola de piedra detenida en el tiempo. -¿Cuál es el precio, Giovanni? -repitió.
– Quiero ingresar en el Temple, en una encomienda alejada, sin cargos ni responsabilidades. Quiero alejarme de todo esto y que nadie pueda encontrarme. Ése es mi precio.
– ¡Realmente todo el mundo se ha vuelto loco! -exclamó Dalmau en tono lúgubre.
– ¿Estás hablando en serio, Giovanni, o simplemente te estás riendo de nosotros, para luego contárselo a tus compinches? -Jacques no salía de su asombro.
– Estoy hablando en serio, Jacques. Y os aviso, D'Arlés está trastornado, enfermo de sangre, como una bestia enloquecida. No sé si podréis detenerlo. No tenéis ni idea de lo que hizo con Monseñor, ni en vuestras peores pesadillas os lo podríais imaginar. Quiero acabar con esto, ya he tenido suficiente.
– ¿Es por eso, por lo que le hizo a Monseñor? -preguntó Dalmau.
– No, no tiene nada que ver. Yo mismo hubiera acabado con él si hubiera tenido valor. Es por mí, Dalmau, únicamente por mí, quiero cambiar mi vida ahora que estoy a tiempo.
– ¿Tienes miedo a que D'Arlés te atrape? -insistió Dalmau.
– No puedes entenderlo, ¿verdad? -Giovanni pareció entristecerse-. Está bien, olvidadlo, yo mismo me encargaré de D'Arlés, también tengo viejas cuentas que saldar. Él o yo, tanto da, sea quien sea, el que sobreviva poca cosa cambiará. Pero tenía que intentarlo.
– ¡Espera Giovanni! Nadie ha tomado una decisión todavía. Déjame hablar con Dalmau un momento, a solas.
Los dos hombres desaparecieron tras una fila de fardos, mientras Giovanni prescindía de la hermosa copa de plata y bebía directamente del barrilete. Tras unos breves minutos, reaparecieron con semblante serio.
– De acuerdo, Giovanni, trato hecho. -Jacques le tendía una mano.
Los tres hombres volvieron a sus asientos. Giovanni llenó de nuevos las copas y tres brazos se alzaron en la penumbra del almacén. Bebieron en silencio y después, en tono muy bajo, Giovanni empezó a hablar.
Salió del bosque para enfilar un sendero que discurría paralelo a un arroyo. Los campos y la exuberante vegetación empezaban a dar paso a un paisaje diferente. Miró hacia lo alto, contemplando la montaña de piedra rojiza, tallada de forma caprichosa, como si un escultor se hubiera dedicado a dar forma a sus pesadillas. Por el camino, que iba estrechándose, todavía podía disfrutar del olor de las plantas aromáticas que definían su límite, el tomillo que abrazaba con fuerza la roca y el orégano meciéndose al compás de la ligera brisa que presagiaba lluvia. El aire llevaba consigo ráfagas de una humedad fría que le recordaba el ambiente de una tumba abierta. Guillem sacudió la cabeza, no podía desprenderse de la memoria de la muerte, la vieja dama de la guadaña le visitaba con demasiada frecuencia últimamente, como si intentara transmitirle un mensaje oculto y enigmático. Vio a dos águilas a lo lejos, planeando por encima de las peñas, ascendiendo en círculos concéntricos. El camino se había convertido en un pedregal y, en uno de sus lados, el arroyo se transformaba en un torrente que caía hacia un abismo cada vez más profundo. Su caballo seguía con paso lento, tranquilo, indiferente al precipicio y a las dificultades, seguro de su destino.
Llegó a un amplio terraplén donde el camino parecía terminar, y una solitaria torre se erguía pegada a una impresionante pared vertical de piedra gris. El rojo y el gris de la roca eran los dos únicos colores que se alternaban en aquel paraje desolador y sombrío. Minúsculas gotas de lluvia comenzaron a caer, alterando el silencio del lugar. Guillem se envolvió en su capa oscura y desmontó. Descargó al animal de todo su peso y contempló la torre abandonada de vida. Había sido una construcción importante hacía ya muchos años, pero la frontera se había desplazado y las victorias cristianas la habían convertido en lo que actualmente era un simple recuerdo que la escasa vegetación conquistaba día a día. Doce metros de orgullosa altura, con estrechas saeteras que parecían observarle con prepotencia. Se acercó a la construcción. Su única puerta colgaba a unos cuatro metros de altura del suelo, como un enorme escalón para gigantes o dioses que no necesitaran de escaleras ni cuerdas para acceder a ella. Sobre la inalcanzable puerta, una pétrea cruz del Temple indicaba a los extraños quién era el verdadero señor del lugar. Guillem dio la vuelta al edificio, en el lugar donde la torre se fundía con la pared rocosa, convirtiéndose en parte de ella. Se arrodilló en el mismo ángulo, donde una losa cubierta de moho, parecía empotrada en la roca y presionó con fuerza sobre ella hasta que se hundió con un seco crujido. Un sonido de ruedas y goznes se mezcló con la lluvia que arreciaba con fuerza, empapando al joven que volvió a su posición anterior, ante la elevada puerta, esperando. La fachada de la torre sufrió una sacudida y lo que hasta entonces parecían grandes sillares perfectamente tallados, empezaron a transformarse en bloques más pequeños que, a breves intervalos, se desplazaban hacia el exterior. Bajo la elevada puerta, de forma ordenada, aparecían unos estrechos escalones de la propia piedra, uno tras otro, hasta que el último, a unos treinta centímetros del suelo, dio por terminada la operación. Con un último temblor, la construcción quedó de nuevo en silencio.
Guillem subió los empinados escalones hasta la puerta y entró en la torre. Las saeteras dejaban entrar una tenue luz gris y mortecina y esperó unos instantes hasta que su vista se acostumbrara a la pálida claridad. No había nada en la estancia. Su desnudez sólo estaba rota por una colosal chimenea en el lado norte, donde la torre se fundía con la roca viva. Guillem se acercó al hogar, viejos rescoldos en descomposición eran el último vestigio de una presencia humana, y el joven recordó la exquisita meticulosidad de Bernard en el arte de borrar cualquier rastro de su presencia. Sacó de la alforja una pequeña tea preparada y los utensilios para encenderla, y una luz rojiza brillante inundó de improviso la estancia, iluminando sus altos muros. Entró en la chimenea, alzando el brazo en su interior hasta que su mano rozó la forma de una cadena, y tiró con un movimiento brusco. La pesada losa que cerraba el hogar se levantó lentamente, casi sin un ruido y a la luz de su antorcha, pudo ver el comienzo de una angosta escalera tallada en la piedra. Respiró hondo varias veces, como si intentara llenar sus pulmones con todo el aire contenido en la torre y emprendió el ascenso. Doscientos cincuenta y dos escalones, pensó, dos más cinco más dos, nueve. «Si estás abatido, piensa en el nueve, dibújalo en el aire, dentro de tu mente», le aconsejaba Bernard el Cabalista: nueve días, nueve horas con Timbors, nueve maldiciones en tu honor, querido maestro.
Se detuvo a descansar, sentado en la estrechez del frío escalón, contemplando el agujero negro que seguía delante de él y que seguía a sus espaldas. Con un último esfuerzo, empujó la trampilla de madera con la espalda, y quedó tendido en el suelo, respirando con dificultad y absorbiendo el aire helado, limpio, que le llegaba. Después de unos largos minutos allí, boqueando como un pez arrojado fuera del agua, se levantó y caminó por la áspera roca, desembocando en una impresionante balma, una gran cueva abierta como una herida en el corazón de la montaña, azotada por el viento y la lluvia. Desde cientos de metros de altitud, contempló la inmensidad del paisaje que se abría ante sus ojos, la diminuta silueta de la torre allá abajo, perdida su arrogancia en un punto indefinido, devorada por los picos montañosos que la rodeaban.
Se sentó, recordando el asombro que le produjo el lugar la primera vez que lo visitó con Bernard, su incredulidad ante aquella obra de la naturaleza. Y pensó que sus emociones cada vez, habían sido distintas, como si el paraje cambiara constantemente para sorprenderlo. La gruta tenía la forma de una lágrima horizontal. Su punto más estrecho, en el inicio de la lágrima, era un pasadizo natural que se abría al exterior y donde se hallaba la trampilla de madera, el final de la larga escalera que ascendía por el vientre pétreo. Desde allí, la caverna se abría a lo largo y ancho, extendiéndose y formando una gran bolsa y, a la vez, ocultándose a la mirada humana.
A1 final, en su lado más amplio, en el lado contrario de donde se hallaba el joven, una sencilla construcción se erigía dentro de la balma, aferrada a los mismos bordes de la cornisa más extrema que caía sobre un precipicio vertical de piedra casi lisa. Sólo las águilas eran las fieles guardianas del Santuario Madre.
Bernard le había explicado muchas leyendas acerca del lugar, de cómo al construir la torre de defensa sobre unas antiguas ruinas paganas, se habían encontrado la escalera tallada en roca viva, los doscientos cincuenta y dos escalones pacientemente esculpidos, del olvido de sus constructores, perdidos en el laberinto de las memorias, y de sus poderosos dioses. Le explicó que la torre había sido construida especialmente para proteger aquel lugar secreto e inaccesible, que nadie sabía el nombre del lugar hasta que él decidió bautizarlo como el Santuario Madre, el primigenio, el principio y fin de todas las cosas. Leyendas acerca de otros túneles, cegados o destruidos que perforaban las entrañas de la tierra y nadie sabía a dónde llevaban. Guillem había quedado impresionado por el misterio, la cavernosa voz de Bernard, el contador de cuentos y enigmas le sobrecogía de terror con sus historias de espectros y dioses antiguos. Sonrió con ternura ante el recuerdo y se levantó, estirando sus doloridos miembros, casi se había olvidado del por qué se hallaba allí.
Se encaminó hacia el pequeño templo, en el interior de la cueva, y de nuevo las cruces templarias le dieron la bienvenida. En el interior, iluminado por un rústico rosetón, la desnudez era también la protagonista de la nave. Un único sepulcro de mármol ocupaba el centro exacto, como el punto máximo de gravedad del que dependiera la estabilidad de toda la montaña. Se acercó a él y con esfuerzo tiró de la pesada losa que lo cubría, buscando en su interior. Extrajo un paquete cuidadosamente envuelto y lo dejó en el suelo, a su lado, observándolo con respeto. Volvió a mirar en el interior y pareció sorprenderse, otro envoltorio estaba esperando en el interior del sepulcro. Se apartó, apretando contra sí el segundo paquete, abandonando su primer hallazgo en el suelo como si fuera portador de una extraña peste y volvió al exterior, sentándose contra el muro, casi sin atreverse a respirar. A pesar del aire helado, el joven sudaba cuando arrancó el cordel y una hermosa espada resbaló hasta el suelo, provocando que su eco metálico se multiplicara a través de la bóveda de piedra, quedándose en el suelo desnudo y lanzando destellos ante la hipnótica mirada del muchacho. El resto del paquete se escurrió de entre los dedos de Guillem, esparciéndose el contenido, fragmentos de ropa dispersa y el vuelo de la capa blanca cayendo suavemente hasta quedar inmóvil. Un pequeño papel se mantuvo en el aire, mecido por el viento, acercándose al joven que lo atrapó al vuelo. «Tu capa blanca y mi compañera de acero. Ya no necesitarás nada más. Bernard.»
Se quedó allí, encogido, entre las ropas dispersas de un caballero templario, con la mirada fija en la empuñadura de la espada. Un destello carmesí en el centro de una cruz paté, le observaba sin intervenir, esperando.
Se despertó de golpe incorporándose sobre el lecho, chorreando sudor. Su mente, inundada de rojo escarlata, inmersa todavía en su pesadilla de muerte. Las manos enguantadas de Monseñor seguían ante él sin que nada lograra hacerlas desaparecer, danzando al son de una melodía muda. Se levantó de la cama en un intento de vencer a los espectros que le perseguían, y se dio cuenta de que estaba empapado, sus manos rojas y húmedas. Se arrastró hasta apoyarse en la pared, frente a la cama. Un cuerpo yacía allí, cubierto con una sábana, rojo, rojo, rojo… D'Arlés lanzó un aullido de terror. Monseñor le había perseguido hasta allí y clamaba venganza, no estaba dispuesto a partir sin él. Pero no podía permitírselo, si era necesario lo mataría cien veces, mil veces. Vio su estilete en el suelo, la afilada punta enrojecida, a un solo metro de él, y arrastrándose con cautela se apoderó de él, la silueta bajo la sábana no pareció oír. Esta vez no iba a fallar, Monseñor moriría definitivamente, desaparecería de su vida. Retiró la sábana de golpe, con el cuchillo fuertemente aferrado y dispuesto. Una larga melena oscura tapaba el rostro, el cuerpo estaba irreconocible, un simple amasijo de sangre y hueso en desorden. D'Arlés estaba sorprendido, aquello no parecía Monseñor, sus manos eran demasiado pequeñas, sin sus guantes. Estuvo a punto de sonreír. ¿Acaso su amado mentor no encontraba la puerta de regreso del infierno? De repente, recordó a la delgada prostituta, tan orgullosa de su interés por ella. Aquella infeliz de los ojos redondos. Una carcajada sorda y silenciosa se apoderó de su cuerpo. El maldito bastardo de Monseñor intentaba invadir su sueño, atraparlo en la pesadilla, pero no lo había conseguido, él era más fuerte. Pretendía viajar en compañía, no quería estar solo en la puerta del Averno. ¡Maldito esbirro del diablo! No lo conseguiría, no volvería a dormirse, no le daría aquella oportunidad. Todavía riendo, se acercó a la jarra de agua y se limpió, tiró la camisa ensangrentada y se quedó desnudo, admirado de la perfección de las formas de su cuerpo. No tardaría en largarse de aquella maldita ciudad, faltaban pocas horas para embarcar y esperaría la protección de la noche para huir, desaparecería para siempre. Robert D'Arlés la leyenda, la Sombra, se desvanecería en la niebla. Se vistió lentamente, con extremada pulcritud, atisbando de vez en cuando por el ventanuco de aquella espantosa posada. Desde allí tenía una inmejorable vista de la nave con la que pensaba huir, y seguía allí, mecida por las olas, esperándole. Su rostro se ensombreció al recordar a Bernard Guils, otro espectro que le perseguía con saña, porque sólo podía ser eso, un miserable y vengativo aparecido. Lo había matado, nadie era capaz de sobrevivir a su pócima. ¿Por qué Guils iba a ser diferente? Sólo intentaban asustarle, ¡a él, la Sombra! ¡Hatajo de inútiles! Volvió a estallar en carcajadas contenidas, sordas, tapándose la boca con ambas manos. Empezaría de nuevo, podía hacerlo, incluso era posible que volviera al servicio del de Anjou, ¿por qué no?, sólo se trataba de encontrar una bonita historia y todos caerían rendidos ante él. Siempre había sucedido así, nada había cambiado.
Contempló una silueta en la playa, cerca del agua, inmóvil, impidiéndole la visión completa de su nave. ¿Quién demonios sería? No faltaba mucho para salir, la oscuridad empezaba a cubrir el cielo rápidamente. Era una hora tranquila, sin actividad aparente, y le había costado una fortuna que el patrón de la nave consintiera en viajar a aquella hora. Aguzó la vista, la luz de la luna era todavía incierta y espesos nubarrones amenazaban con taparla completamente. Le pareció vislumbrar una capa blanca. La silueta había empezado a pasear arriba y abajo. La escasa luz daba un sinfín de tonalidades a la capa que ondeaba con la brisa. Tenía que prepararse para salir, pero estaba paralizado ante el ventanuco, vacilando, aquel andar le parecía familiar. Dos hombres se sumaron a la silueta que vagaba por la playa. Miraban en su dirección, como si pudieran verle perfectamente.
D'Arlés sintió un escalofrío de terror. Debía salir, no podía perder el tiempo con espectros infernales. Pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, y se apartó del ventanuco respirando con dificultad. No había nada ni nadie allí, estaban muertos, todos muertos. Volvió a mirar, la playa estaba desierta, todo eran imaginaciones suyas, estúpidas visiones de espejismos, como en el desierto de Palestina. Era Monseñor, intentaba manipular su mente desde los infiernos, gritaba su nombre llamándolo. No lo conseguiría, nadie iba a detenerlo, nadie de este mundo y mucho menos un espectro colérico clamando venganza.
– ¡Estás muerto, hijo de mala madre! ¡Muerto! -Se tiró la capa sobre los hombros, dejando caer la capucha sobre la cabeza, y salió del cuartucho sin volver la vista atrás.
La playa estaba desierta y ninguna barca le esperaba todavía. Sin embargo, se encaminó hacia el lugar pactado, en donde lo recogerían para embarcar. Los nubarrones avanzaban con rapidez y la luz se extinguía mortecina. De golpe, lo vio, a su izquierda: Bernard Guils con la espada en la mano, envuelto en la difusa claridad, avanzando hacia él. Corrió en dirección contraria en el mismo momento en que la barca se acercaba a la orilla, no cesó de correr, luchando con la arena que atrapaba sus pies y dificultaba su marcha.
A pocos metros, delante de él, una voz le saludó:
– ¡Robert d'Arlés, por fin nos encontramos! -Jacques el Bretón le cortaba la retirada y, junto a él, Dalmau.
Lanzó un alarido y sacó su espada. Tres hombres se acercaban a él, rodeándolo. Su mente trabajaba con rapidez, como un animal herido, pensando en la dirección adecuada. Dio un rodeo, corriendo en dirección a Guils y pasando a un escaso metro del espectro, oyendo el seco silbido de una estocada, pero siguió adelante en su enloquecida carrera, sin detenerse, notando la ligereza del brazo armado, hasta que se dio cuenta con horror de que su brazo había desaparecido con el arma. En su lugar, un chorro incontrolado de un líquido viscoso salía con fuerza. D'Arlés gritó, girándose, sintiendo que sus piernas desfallecían. Los tres hombres se acercaban, parecían gritarle algo, maldiciéndole quizás. Reunió todas sus fuerzas, todavía podía llegar a la barca, todavía estaba a tiempo. Dio media vuelta para emprender de nuevo la carrera, cuando contempló con supersticioso espanto la silueta de un caballo blanco acercándose a él. El corcel parecía emerger de la espuma de la olas, galopando ciego y desbocado, las crines flameando al viento, su poderoso pecho avanzando sin freno que lo detuviera. D'Arlés cayó de rodillas en la arena, con la boca abierta, el grito enmudecido, con el tiempo justo de volver el rostro hacia sus perseguidores, paralizados como él, atrapados en las arenas movedizas de la memoria. El caballo no se apartó de su camino, el choque lanzó a D'Arlés, todavía consciente, hacia la orilla. Tumbado boca abajo, intentó incorporarse con el único brazo que le quedaba, los ojos desorbitados ante el avance del corcel que pateaba el viento con sus patas delanteras. Un agudo relincho desesperado, atravesándole los tímpanos, fue lo último que pudo oír. Unas manos enguantadas danzaban en el agua, acercándose, acariciando la cabeza rota, medio sumergida, arrastrando el cuerpo con el ritmo pausado de la marea.
Guillem bajaba de la torre. Poco quedaba del joven que había iniciado la ascensión y, en su lugar, un reconocible templario avanzaba hacia la pequeña losa que devolvió los escalones de piedra a su secreto refugio. Cuando regresara, le esperaba una sorpresa.
– No has tardado en venir -dijo, sin saludar.
– Mis órdenes son esperar el tiempo que haga falta, eso me ha dicho Bernard y eso haré. Una palabra tuya y me iré por donde he venido.
– Bernard está muerto, Mauro.
– ¡Bah! Todos estamos muertos y vivos a la vez. No soy yo quien decide el momento, muchacho, sólo obedezco órdenes.
– ¿Órdenes de un muerto? -le respondió Guillem, fascinado por la lealtad del hombre.
– Eso es una superficialidad y me extraña de ti, la verdad. Si me permites, conozco a muertos que están más vivos que los que todavía respiran. ¡Fíjate en mí! ¿Crees que estoy vivo o muerto? Estás enfadado, Bernard ya me avisó de que lo estarías.
– ¡Vaya! O sea, que Bernard sabía exactamente cómo estaría! -El joven empezaba a estar de mal humor.
– Exacto, y como llevas el hábito, supongo que he de llevarte a dónde Bernard me ordenó.
– ¡Bernard, Bernard, Bernard. Basta de letanía, Mauro! Guillem se apartó, dejó las alforjas en el suelo y se sentó, sacó un trozo de pan seco y queso y empezó a comer. Mauro le observaba con atención, acercándose a él.
– Esa espada que llevas se la regalé a Bernard cuando tenía más o menos tu edad. -Mauro estalló en una risita seca y aguda-. Le expliqué una historia fantástica de verdad: le con té que la había encontrado en un sepulcro de un rey bárbaro, entre los huesos de sus dedos… y ¿sabes qué? No me creyó, pensó que le estaba tratando como a un estúpido, y se enfadó, igual que tú.
– ¿Y qué, Mauro? ¿Por qué no me dejas en paz?
– Estuvo enfadado dos días enteros, con sus noches completas. Al tercer día, se dio cuenta de que se había equivocado. Comprendió que la historia era cierta, que el sepulcro del que le hablaba era el de allá arriba, y que, aunque vacío, en algún momento tuvo que proteger algún cuerpo. Entonces dejó de ser un jovenzuelo, podía andar su propio camino.
– No tengo ganas de oír historias, Mauro. -Te comprendo, es una decisión difícil.
– ¡Qué demonios sabes tú de mis decisiones! -estalló el joven.
– Sé de las decisiones de Bernard, de sus dudas y sufrimientos. -Mauro se apartó de Guillem y fue a refugiarse junto a los caballos.
El muchacho había quedado en silencio. En su interior se desarrollaba una lucha tensa y contradictoria. Era injusto que Bernard le hubiera dejado una responsabilidad tan inmensa, que hubiera confiado en su buen juicio. La situación era insoportable, ignoraba si la solución escogida sería la adecuada. ¿Y qué podía saber Mauro? Miró al anciano cabizbajo, entretenido en arrancar briznas a su alrededor.
– Fuiste el maestro de Bernard.
– Lo fui hasta el día en que él se convirtió en el mío.
– Podrías haber ayudado mucho antes, desde el principio… hasta es posible que no hubiera perdido tanto el tiempo.
– Ésas no eran mis órdenes. En cuanto el tiempo, es tuyo, si crees que lo has perdido estás en desventaja y lo siento. A mi parecer, el tiempo no se pierde nunca. Tú eres el único que cree que no está preparado. Ni Bernard, ni yo pensamos así, por eso estás tan enfadado. Cuando dejes de estarlo, es probable que sepas qué es lo que hay que hacer.
Guillem suspiró y puso una mano en el hombro del anciano.
– Lo siento, Mauro, tienes razón. Supe lo que había que hacer cuando estaba allá arriba, pero me negaba a aceptarlo.
– ¿Debo irme? -preguntó Mauro con suavidad.
– No. Debes guiar mis pasos, Mauro. Juntos cerraremos el círculo que inició Bernard.