«Ecce quam bonum et jucundum habítare fratres.»
– ¿De verdad te encuentras bien? -Arnau estaba preocupado, la palidez de Abraham era visible y las grandes ojeras que se marcaban bajo sus ojos no indicaban nada bueno.
– Estoy cansado, amigo mío, nada más. Me vendrá bien descansar unas horas.
Finalmente habían llegado. Parecía una posada limpia y en condiciones, y Arnau había temido que su amigo no fuera capaz de llegar hasta allí. Se había arrepentido de haber iniciado el viaje, hubiera tenido que esperar o volver a la Casa, arriesgarse había sido un error. Había ayudado a su compañero a desmontar y le acompañó hasta la entrada. Esperaba encontrar una habitación digna. Sabía el tipo de posadas que uno podía encontrarse en el camino, una pandilla de ladrones que cobraban por un pajar el precio de un aposento real.
– Deja ya de maldecir, Arnau, todavía no sabes nada de esta posada, además ya te lo he dicho, sólo quiero dormir unas horas, no me ocurre nada malo -respondió Abraham ante la sorpresa del boticario.
– ¡Pero si no he dicho nada!
– Tus pensamientos son muy ruidosos, Arnau.
Entraron en una amplia sala comedor, y el boticario se apresuró a ofrecer una silla al anciano judío, en tanto le comunicaba que iba a ver qué se podía encontrar allí. Se dirigió hacia lo que parecía la cocina, atraído por un tentador aroma a asado, y encontró a un hombre corpulento inclinado ante el hogar. La amabilidad del cocinero sorprendió agradablemente al boticario, y todas las complicaciones que había temido se transformaban en un trato exquisito. Desde luego que había habitaciones libres, naturalmente que le serviría algo de comer y beber. No debía preocuparse por su amigo enfermo, en su posada cualquier dolencia huía ante una buena comida. El posadero rió con voz potente y atronadora, mientras Arnau salía de la cocina con una sonrisa beatífica en los labios. Su estómago había iniciado un escandaloso concierto ante la perspectiva de olores y texturas. Sin embargo, al dirigirse hacia la mesa en donde había acomodado a Abraham, sufrió un sobresalto al ver que no se hallaba allí.
– ¡Arnau, Arnau! No te lo vas a creer. -Los gritos de Abraham llamaron su atención. Su amigo estaba instalado en otra mesa, más alejada, hablando animadamente con dos hombres, uno de ellos un templario.
– ¡Por todos los santos, Abraham, no vuelvas a desaparecer de mi vista! Los latidos de mi corazón se pueden oír hasta el otro lado de los Pirineos. Estoy demasiado viejo para sobresaltos. -El asombro se pintó en su rostro-. ¿Guillem, Guillem de Montclar?
El joven se levantó de un salto, abrazando al boticario, incrédulo ante su presencia.
– ¡Mi buen Arnau! ¡Amigo mío!
– Pero ¿es esto posible? ¿Qué haces por aquí, muchacho? No te había reconocido vestido así, como un perfecto caballero templario. Creí que tu profesión…
– Por lo que veo, prefieres verme con mis disfraces. Por una vez que puedo manifestarme como lo que soy. -Guillem reía, alborozado de ver a sus viejos amigos en perfecto esta do-. Vamos siéntate, Arnau, tenéis muchas cosas que contarme. Soy el primer asombrado al contemplar a Abraham vestido así, como yo. ¿Qué ha ocurrido en Barcelona?
– Abraham tiene que descansar, es mejor que se acueste un rato.
– ¡Ni hablar, Arnau! Ver a este muchacho me ha devuelto los ánimos. No estoy dispuesto a perderme un rato de diversión. -El rostro del anciano judío se había iluminado y el cansancio desapareció por arte de magia.
– ¡Está bien, está bien! Pero será mejor que comas algo antes de descansar. ¿Mauro, es posible que seas tú? -Arnau contemplaba con sorpresa al hombre que se había levantado detrás de Guillem.
– Exacto, viejo compañero, pero no me preguntes cuánto tiempo llevo muerto. La pregunta empieza a irritarme. -Pero, muchacho, el propio Bernard me explicó una historia increíble de tu muerte y…
– Lo sé, lo sé. A Bernard siempre le he hecho más falta muerto que vivo, ¡qué le voy a hacer! Como puedes comprobar, sigo en este valle de lágrimas, Arnau. Me alegro de verte.
El posadero, con una gran sonrisa, avanzaba hacia ellos con cuatro humeantes platos. Todos se lanzaron sobre el asado como náufragos sobre un madero, intercambiando bromas y hambre. Una vez saciados y ante unas generosas jarras de buen vino, Abraham se disculpó:
– Señores, ha sido una comida exquisita y vuestra compañía ha devuelto fuerzas a mi ánimo, pero ahora me retiraré. Necesito unas horas de sueño para que mañana Arnau tenga un compañero de viaje en condiciones.
Abraham se encaminó hacia su habitación, tras una polémica con el boticario que se empeñaba en acompañarlo, en la que acabó jurándole que él mismo podía tomarse sus medicinas. Los tres hombres quedaron en silencio unos minutos, satisfechos del encuentro y paladeando sus jarras.
– Bien, Arnau, cuéntame -suplicó Guillem.
– Voy a decepcionarte, Guillem -respondió el boticario-. No tengo ni idea de lo que ha ocurrido en Barcelona. Abraham y yo llevamos un par de días de viaje. Verás, antes de trasladarnos a la Torre, a las habitaciones de Dalmau, apareció el comerciante Camposines pidiendo ver a Abraham con urgencia. Al principio le negué que estuviera en la Casa con todo lo que estaba pasando, no me hubiera fiado ni de mi madre, pero, Abraham, ¡maldito obstinado!, se empeñó en recibirle. Camposines tenía a su hijita gravemente enferma y suplicaba la ayuda de Abraham. No hubo manera de convencerlo de lo peligroso que todo aquello resultaba, salir de la Casa… ¡En fin! Salimos por los subterráneos hasta la casa del comerciante y allí, Abraham salvó a la pobre criatura de una muerte cierta. Después, se me ocurrió que lo mejor era largarse de la ciudad, aprovechando la situación él parecía encontrarse bien pero… ¡en mala hora! El viaje está resultando muy duro para él.
– ¿Y adónde pensabas ir? -preguntó Guillem.
– Al Mas-Deu, como al principio, tengo buenos amigos allí.
– ¡Esto sí que es una casualidad, Arnau Nosotros también vamos en la misma dirección -exclamó Mauro, ante la sorpresa de Guillem.
– Es extraordinario: Abraham va a alegrarse mucho de vuestra compañía. Además, tenemos un pequeño problema. No te lo habíamos dicho porque ya tenías muchas dificultades y no queríamos ser una carga para ti.
– ¿Qué clase de «pequeño problema», Arnau? -La mirada de Guillem todavía estaba fija en el viejo Mauro, que en ningún momento le había comunicado la dirección de su camino, pero éste parecía ajeno a su enfado.
– Es un poco delicado, muchacho, puede reportarte muchos problemas y también a Mauro.
– ¡Oh, no te preocupes por los problemas, Arnau! Últimamente nuestro trabajo está plagado de conflictos diversos y variados, ¿no es cierto, Mauro? -Guillem no pudo evitar el sarcasmo.
– Bien, no sé cómo empezar. ¿Os suena el nombre de Nahmánides?
– Bonastruc de Porta -interrumpió Mauro-. ¡Cómo no vamos a saber quién es, Arnau!
– Se trata de él y de Abraham. -Arnau había bajado la voz, obligando a sus interlocutores a inclinarse hacia él-. Veréis, Abraham fue a Palestina a visitarlo (una especie de despedida, sabía que no volvería a verlo con vida) y Nahmánides le entregó algo para que lo custodiara.
– Pensaba que nuestra etapa de secretismos empezaba a terminar y creo que no ha hecho más que empezar. -Guillem miraba con atención al boticario. Arnau se quedó en silencio.
– Tienes razón, no debo cargarte con nuestros problemas, Guillem, ha sido un error y lo siento.
– Perdóname tú a mí, Arnau. -Guillem estaba arrepentido de sus ironías-. No debí decir algo parecido. Estoy harto y cansado y te lo hago pagar a ti, no es justo. Olvídate de mis palabras, te lo suplico. Sigue, por favor.,
– De todas formas, no debí empezar a contarte nada, tengo que consultar a Abraham y… -Arnau se levantó, estaba compungido y herido. Mauro le cogió por un brazo, obligándole a sentarse de nuevo.
– El chico se ha disculpado sinceramente, Arnau, no se lo tengas en cuenta. Está enfadado con todo el mundo y se ha cansado de culparme de todo a mí. Posiblemente ha pensado que eras un buen sustituto. Por favor, permítenos ayudarte, sigue con tu historia.
– Abraham y yo tenemos que encontrar un buen escondite para «algo». -Arnau no estaba convencido, miraba de reojo al joven y a Mauro, sin atreverse a ir más lejos.
– Nosotros también estamos buscando un refugio seguro para «otra cosa», Arnau -le confesó Mauro.
– Por favor, Arnau, todos tenemos problemas y no es justo que los míos sean los más importantes. -Guillem se esforzaba en enmendar su hostilidad-. Mauro tiene razón, me he dejado llevar por los malos presagios y mi mal humor es una pésima respuesta. Te suplico que lo olvides. Hagamos el viaje juntos. Creo que el hecho de habernos encontrado es mucho más que una simple casualidad, es como una señal para todos nosotros, ¿no crees? Vine a vosotros tras la muerte de Bernard, como si un hilo invisible me arrastrara a vuestro encuentro, fuisteis mis primeros amigos, consolasteis mi dolor y me ayudasteis. ¿No crees que encontrarnos en estos momentos es una señal del Cielo, Arnau?
El boticario vio la sinceridad en la mirada del joven. No mentía, y parecía profundamente abatido por su reacción. «Acaso hemos colocado una carga demasiado pesada sobre sus jóvenes espaldas», pensó. Además, el chico tenía razón, era un milagro haberse encontrado allí, una señal. Abraham y él estaban un poco viejos para aventuras, era posible que el Señor hubiera puesto un auxilio en su ranuno.
– ¿Has terminado tu misión, Guillem? -preguntó con suavidad.
– Casi, Arnau, casi. La terminaremos juntos, tal como la empezamos.
El boticario asintió en silencio, vacilando.
– Supongo que será un viaje del que nunca podremos hablar, no sólo por Nahmánides y lo que Abraham desea ocultar y proteger. Tampoco nadie debe saber lo que deseas guardar. ¿Lo has encontrado?
– Estás en lo cierto, querido amigo, será un viaje que sólo existirá para nosotros -respondió el joven, afirmando lentamente con la cabeza.
Los tres quedaron mudos, abstraídos, como si las palabras sobrasen y sólo el silencio ayudara a ordenar sus mentes y alejara la inquietud. Sin embargo, en el fondo de sus almas, no ignoraban que la inquietud y la duda jamás les abandonarían. Al rato se levantaron, se abrazaron con fuerza y subieron a sus habitaciones, mientras organizaban la jornada del día siguiente.
En la amplia sala que se encontraba en el primer piso de la torre de la Casa del Temple, Dalmau y Jacques el Bretón se hallaban desmoronados sobre unos sillones, sucios y empapados.
– Creo que no voy a olvidarlo jamás -sentenció un pálido Dalmau.
– Te creo, Dalmau, te creo, pero ha terminado, todo ha terminado.
– No puedo borrar de mi memoria el corcel blanco, Jacques, parecía que Bernard…
– Ya es suficiente, Dalmau, no te martirices. El hombre nos avisó, se le escaparon los caballos y no pudo detenerlos. Eso es todo.
– No puedes negar que todo esto tiene un aire sobrenatural, Jacques, ese mismo hombre nos dijo que era la única yegua blanca, ¡la única, entre treinta caballos! Una pura sangre árabe, que tenía sólo hace unos días. -Dalmau estaba sobrecogido.
– Te estás torturando inútilmente, Dalmau. Pero si fuera cierto, ¿qué cambiaría? Robert D'Arlés está muerto, y si Bernard quería participar en su caza desde el otro mundo estaba en su pleno derecho.
– No te entiendo, Jacques, para ti no hay nada asombroso.
– Te equivocas, eres tú quien está atemorizado ante los hechos asombrosos, has perdido el contacto, Dalmau, inmerso en tus letras de cambio, has perdido el contacto. No estoy asombrado porque creo que lo sobrenatural existe entre nosotros, que no todo tiene una explicación lógica, y que no siempre la culpa es del diablo, pero tampoco creo que lo de esta noche haya sido responsabilidad de un espectro infernal, ni nada de eso. Se escaparon unos caballos, cosa que acostumbra a suceder, y uno de ellos se escapó hacia la playa. ¡Y sí, era blanco, como el de Bernard! El caballo estaba asustado y descontrolado, embistió a D'Arlés que ya se estaba desangrando, lo pateó y lo remató. ¿Qué quieres, Dalmau? ¿Deseas que fuera el fantasma de Bernard desde su lejano mundo? Pues me alegro, muchacho, me alegro mucho si fue así. D'Arlés se lo merecía y si pudo salir del Averno por un instante para acabar con el bastardo, mucho mejor.
– Giovanni estuvo magnífico, parecía realmente Bernard. No creí que colaborara con nosotros hasta ese punto. -Dalmau seguía fascinado por los acontecimientos.
– Ni tú, ni yo conocíamos a Giovanni tan bien como Guils, Dalmau, pero confieso que me sorprendió su actuación, y también el precio de su colaboración. Creo que odiaba a D'Arlés tanto como nosotros, ¡Dios nos perdone!
– Me quedé paralizado, Jacques, totalmente paralizado. Ese bastardo corriendo hacia él, gritando como un loco el nombre de Guils, y Giovanni, inmóvil, con la espada en alto. -Un escalofrío recorrió a Dalmau.
– Yo también me quedé de piedra, el plan era que D'Arlés corriera hacia nosotros, huyendo del espectro de Bernard, pero ¿por qué se lanzó contra Giovanni? ¿Por qué si estaba convencido de que se trataba de Bernard?
– Ya nadie podrá saber sus razones, pero fue una suerte que Giovanni estuviera preparado, fue una buena estocada. Soñaré con ese brazo empuñando la espada, volando por los aires. ¡Santo Cielo!
– ¿Y qué vas a hacer ahora, Dalmau? -preguntó con interés el Bretón.
Dalmau pareció sorprendido por la pregunta, aquella venganza se había llevado muchos años de su vida. Se dio cuenta de que se sentía vacío por dentro, como si le hubieran arrancado una parte de sí mismo, de su propia esencia, y se sintió extrañamente solo.
– Volveré a mi trabajo -contestó escuetamente.
– ¿Conseguiste lo que te pedí? -preguntó Jacques con delicadeza.
Dalmau lo miró, abatido. Se levantó con gesto cansado y se dirigió hacia un gran baúl que ocupaba toda una esquina. Rebuscó en su cuello una cadena de la que pendían varias llaves, y lo abrió. Se volvió hacia Jacques con una caja de madera labrada y se la entregó.
– Me ha costado cometer muchas irregularidades, Jacques, y la mala conciencia de estar profanando tumbas, pero es posible que tengas razón. Tanto tú como Bernard siempre tuvisteis ideas propias acerca de las reglas.
– Gracias, Dalmau -dijo Jacques, tomando la caja que se le ofrecía-. ¿Te encargarás de que Giovanni tenga lo que pidió?
– Puedes estar tranquilo, estará a salvo. Por cierto, he recibido dos notas al llegar, una de Arnau en la que me comunica que están perfectamente bien, que se encaminan hacia el MasDeu, y que ya me escribirá desde allí.
– ¡Gracias a Dios! El anciano estará feliz cuando sepa que puede volver a casa sin peligro -exclamó Jacques.
– La otra es de Guillem -continuó Dalmau-. Dice que la pista que seguía no le ha llevado a nada nuevo y apunta a la posibilidad de que alguien destruyera los pergaminos. Me comunica que después de seguir varias direcciones en la investigación, todas le han llevado a un callejón sin salida. Me ruega autorización para disponer de una temporada de reflexión, que parece ya ha comenzado, y no dice nada de dónde se encuentra.
– Déjale respirar, Dalmau, se lo merece. Deja que asimile la muerte de Bernard en paz. A ti te ha llevado toda una vida aceptar la muerte de Gilbert, y a mí…
– ¡Ya sé que se lo merece, Jacques! No es eso, es que tengo la intuición de que nos esconde algo, es sólo una sensación, no lo sé con exactitud.
– Vamos, Dalmau, muchacho. Tus intuiciones sólo han sido buenas para los negocios, pero en lo demás… Recuerda que fuiste el único que creyó en el maldito manto de la Virgen, hace ya muchos años.
– ¡Eso es un golpe bajo, y no me hace ninguna gracia!
– Está bien, tienes toda la razón, en estos momentos es una broma. de mal gusto y lo siento, perdóname. Pero deja en paz al muchacho una temporada, no le presiones ahora. Que «ellos» se esperen. Sólo te pido eso, Dalmau.
– Hay un mensaje enigmático para ti, en la nota de Guillem -apuntó Dalmau en tono de desconfianza-. Textualmente dice: «Supongo que lo has conseguido. Tus oraciones han sido escuchadas y yo me uno a tus plegarias». ¿Qué significa? ¿Sabes dónde está ahora?
– ¿Enigmático? Vamos, Dalmau, supongo que se refiere a que hemos acabado el asunto D'Arlés.
– ¡No soporto que me trates como a un estúpido, Jacques! Es posible que sea una maravilla en los negocios, pero no soy un estúpido en todo lo demás. No niego que Bernard fuera un inmejorable maestro, pero me temo que este chico, como tú y como él, tenga un escaso respeto por las reglas más elementales. Temo que, al igual que vosotros, olvide en demasiadas ocasiones que somos religiosos, y que tenemos una responsabilidad extrema.
– ¡Basta, Dalmau, basta! ¿Cómo puedes hablar así? ¿Acaso olvidas para lo que fuimos adiestrados? Nos encargamos del trabajo sucio, tú también empezaste con nosotros, ¿lo has olvidado? No hace ni dos horas estabas dispuesto a matar a otro cristiano, por muy bastardo que fuera, a ejercer tu derecho a la venganza. ¿Te he dicho, acaso, algo que pusiera en tela de juicio tus creencias o tu moralidad? Sabes que es muy complejo, Dalmau, lo sabes perfectamente. Y sí, el mensaje de Guillem es enigmático, por la simple razón de que no queremos perturbar más tu vida.
Dalmau escondió el rostro entre las manos, la contradicción en que vivía subía en oleadas, inundando su alma. Jacques lo miré) con afecto.
– Dalmau, viejo compadre, no te tortures. -Se acercó a él, rodeando su espalda con sus brazos-. Nadie te trata como a un estúpido y lo sabes. Quizás lo único que pretendemos hacer es evitarte más sufrimientos. Siempre supimos lo que este trabajo representaba para ti, eres demasiado bueno para esto, Dalmau, te parte el alma y no te deja vivir. Bernard y yo siempre fuimos unos animales, muchacho, nos encantaba revolcarnos en la porquería, pero tú eres diferente. No te preocupes por nosotros, siempre estaremos a salvo si alguien como tú reza por nosotros. Recuerda lo que decía Guils siempre, que eras la salvación de nuestras almas.
– ¿Te llevas a Bernard a Palestina? -preguntó un Dalmau entristecido, mirando la caja de madera que Jacques tenía entre las manos.
– Sabes que sí, ése era su deseo. Por esto te pedí algo que rompe todas las reglas, Dalmau, y con ello volví a perturbar tu alma y lo siento. Eras el único que podía conseguirme las cenizas.
Dalmau suspiró hondo. Envidiaba la seguridad de Jacques, en cierto sentido envidiaba su falta de escrúpulos en muchas cosas. Como si fuera parte misma de su alma, la parte que le faltaba y que deseaba en muchas ocasiones. Ésa había sido la base de su amistad durante años, como si fueran fragmentos sueltos de un todo que sólo se manifestaba cuando estaban juntos, como una moneda partida en pedazos.
– No sabes lo mucho que me gustaría acompañarte, Jacques -murmuró con tristeza.
– Lo sé, y de alguna manera, estarás allí. Cuando el viento del desierto esparza las cenizas de Bernard, estarás allí, siempre estuviste allí.
Una pequeña comitiva avanzaba lentamente por el camino bordeado de bosques. La mañana era espléndida, sin una sola nube en el horizonte, y el intenso sol había obligado a los viajeros a aligerarse de ropa. Abraham montaba erguido, con la capa blanca ondeando sobre su montura y nadie hubiera adivinado tras el altivo templario a un anciano judío y enfermo. El viaje le estaba sentando bien, y las profundas ojeras que mostraba en la posada, habían desaparecido para dejar paso a una miríada de minúsculas arrugas rodeando a sus pequeños ojos claros.
Arnau había dejado de observarle continuamente y había aceptado la regañina que el anciano médico, harto de su vigilancia, le había lanzado. «Si me sigues examinando así -le había dicho Abraham-, voy a empeorar de un momento a otro.» El boticario comprendió que su amigo tenía toda la razón del mundo, su exagerada atención no hacía más que exasperar al anciano y no servía de otra ayuda. En realidad, lo que tenía más preocupado al boticario en aquellos momentos era la actitud de Guillem. El joven parecía encerrado en una profunda meditación, sin comunicar sus preocupaciones a nadie. Abstraído y silencioso cabalgaba a su lado contestando con monosílabos a sus intentos de entablar conversación. Arnau estaba convencido de que su alma estaba atravesada por graves problemas, y su actitud, cerrada y aislada, le confirmaban sus sospechas, pero no sabía qué hacer para procurarle alivio.
Detrás de él, Mauro y Abraham habían hecho una buena amistad, sin parar de hablar, descubriendo amistades comunes que les llenaban de regocijo. «¡El viejo Mauro! -reflexionaba Arnau-, nadie sabe la edad que tiene, es un misterio peor que la propia resurrección de Cristo, ¡que el Cielo me perdone!» Pero su memoria, aburrida, seguía buscando una referencia que le aproximara a la edad de su viejo compañero: era mayor que él, de eso estaba seguro. Había sido el maestro de Guils, y ya estaba en la orden cuando Arnau ingresó, ¿o no? Se esforzó en recordar cuándo conoció a Mauro por primera vez. ¿Fue en Palestina?
Llegaron a una encrucijada de camino. En el de la izquierda, una cruz de piedra solitaria parecía marcar el límite de algún territorio. Mauro les avisó que tenían que seguir por aquel sendero, y tanto él como Abraham se colocaron a la cabeza de la comitiva, abriendo la marcha, como si fueran portadores de un invisible «bausant», la enseña del Temple, blanca y negra, que marcaba el compás de los combates. Arnau sonrió, aquellos dos simbolizaban el mejor «bausant» posible. La teoría de los contrarios hecha carne y sangre, un viejo espía del Temple al que todos daban por muerto y un viejo judío que seguía vivo por algún milagro del cielo.
El sendero se adentraba en un hermoso bosque de encinas, estrechándose en curvas sinuosas, con los cálidos rayos del sol filtrándose entre el techo vegetal. Media hora después, volvían a desviarse para entrar en un olvidado atajo, sus bordes casi borrados por la maleza, obligados a seguir en fila de a uno, uno tras otro, ordenadamente. Mauro, en cabeza, seguido por Abraham, después Arnau y, cerrando la marcha, un melancólico Guillem.
El pequeño sendero desembocaba en una planicie y desde la breve plataforma una continuación de bajas colinas verdes se extendía ante sus ojos, salpicada de reflejos dorados. Se detuvieron allí unos minutos, para admirar el paisaje, momento que aprovechó Abraham para desmontar en busca de plantas medicinales.
– ¡Ven Arnau, mira qué maravilla! ¿ Cuánto tiempo hacía que no veías esta variedad tan extraña?
El boticario se contagió del entusiasmo de su compañero, dedicándose ambos a la búsqueda, mientras los demás se disponían a tomar un breve respiro. Mauro aprovechó el momento para indicar un alto en el camino, preparando una improvisada mesa sobre una gran piedra plana, y dando cuenta de los restos del asado que les había preparado el cordial posadero. Después, continuaron el viaje descendiendo por la suave colina, hacia los destellos dorados. Transcurrida una hora, Arnau descubrió con asombro que los destellos eran estanques, una serie de estanques agrupados por alguna mano humana y desconocida y repartidos de forma extraña.
El boticario conocía la habilidad que su orden había adquirido en la construcción de estanques artificiales para todo tipo de usos: viveros de peces, regadío, reservas de agua en tiempos de escasez… Por lo que pudo observar, Arnau comprobó que se dirigían hacia ellos.
Al rato, Mauro ordenó que se detuvieran y desmontaran, el resto del camino sería a pie, les dijo. Se internaron en el bosque, hasta llegar al primer estanque, rodeado de arboleda y vegetación, con perfectas piedras talladas que delimitaban su perímetro de aguas cristalinas. Pasaron de largo, y así lo hicieron con los cinco estanques que seguían, hasta llegar al séptimo. Mauro les comunicó que habían llegado. Guillem se quedó perplejo ante las palabras de Mauro, estudiando la zona con asombro.
– ¿Es aquí? ¿Por qué aquí, qué tiene de diferente éste de los demás? ¿Esto es lo que buscabas, Mauro, un estanque?
– Si hay algo que no soporto de la juventud es la avalancha de preguntas sin sentido -respondió el viejo templario.
– No es igual a los demás, Guillem -apuntó Abraham-. Éste tiene una peana en el centro, y estoy seguro de que los demás carecían de ella.
– Y su forma es diferente, muchacho, éste es redondo y los demás eran cuadrangulares o cuadrados -añadió Arnau observando con atención el estanque.
– Está bien, está bien, me rindo ante la perspicacia de la senectud. Y ahora, mis sabios amigos, ¿qué se supone que hay que hacer?
– No me ha gustado nada lo de senectud, muchacho -respondió Mauro-. Y se supone que eres tú, y no nosotros, quien sabe lo que hay que hacer.,
Los tres viejos se lo quedaron mirando con curiosidad, un tanto divertidos ante la perplejidad del joven.
– Siempre tienes la posibilidad de quedarte con tu enfado y melancolía, Guillem, pero si nos dices lo que hay que hacer, quizá nosotros… -Abraham lo contemplaba con afecto y ternura.
– ¿Qué te ha dicho Bernard? -interrogó Mauro.
– ¡Maldita sea, Mauro! Bernard está muerto, no puede decirme nada.
– Estás equivocado, te escribió una carta, yo te la hice llegar. Y también te mandó algo más.
– ¿Por qué no nos lo cuentas, Guillem? Es posible que podamos ayudarte, puedes confiar en nosotros. -El boticario intentaba convencerlo.
– ¿No has aprendido nada allá arriba, en el Santuario Madre, Guillem? -inquirió Mauro con firmeza-. Qué importa la vida o la muerte: Bernard te escribió, te dio instrucciones. No eran las palabras de un hombre muerto, y tú te obstinas en el dolor de la pérdida, en el dolor de tu propia soledad. Bernard está vivo, esté donde esté, y te sigue hablando, muchacho, y seguirás ciego en tanto no puedas escucharlo. Está aquí, con nosotros. ¿Por qué yo puedo percibirlo y tú no?
Guillem se sentó en la orilla del estanque, mirando sus aguas, y de repente empezó a hablar de Timbors y de su muerte, de la carta de Bernard, del Santuario Madre. Los tres hombres se acercaron a él, rodeándolo, escuchándole con atención, sin interrumpirle, comprendiendo su tristeza.
– Eso es todo. Lo único que no puedo explicaros es la naturaleza de los pergaminos. Bernard echó sobre mis espaldas esa responsabilidad.
– ¡Mi pobre muchacho! Qué desgraciada muerte la de esa hermosa joven, qué extraña liberación y cuánto dolor para ti. -El boticario tenía lágrimas en sus ojos.
– Guillem, Guils confiaba en ti, sabía que tus espaldas soportarían el peso de la responsabilidad. No debes estar enfadado con él. Yo descargaré ese peso y llevaré la mitad, muchacho. -Mauro intentaba transmitirle algo, cogía su brazo con calidez y le miraba con tristeza. Guillem se dio cuenta, de repente, de que Mauro sabía la verdad, conocía la naturaleza de los pergaminos. Comprendió que aquella mirada le comunicaba el mismo dolor que él sentía, que Bernard había recurrido a su viejo Maestro en busca de consejo y guía, y que lo había encontrado. Ahora se lo ofrecía a él, sin interferir en sus decisiones, regalándole la libertad de una confianza absoluta. Sí, el viejo Mauro tenía razón, el dolor le había cegado completamente, Bernard estaba allí, más vivo que nunca, con la mano tendida, esperando simplemente que él alargara la suya.
La enfermería del convento era una luminosa sala cerca del huerto, tres camas se alineaban de forma ordenada en el muro, recibiendo la luz que entraba por los ventanales de la pared contraria. Fray Pere de Tever yacía en una de ellas, con una de sus piernas rígidas por los vendajes.
– Os agradezco mucho vuestra visita, frey Dalmau, sois muy amable.
– Quería tranquilizaros, poneros al corriente de los últimos acontecimientos. -Dalmau estaba sentado en una silla, delante del enfermo.
– ¿El anciano Abraham está bien? -Fray Pere tenía los ojos excitados.
– Podéis descansar tranquilamente, mi querido joven, Abraham está perfectamente bien y no hay ningún peligro que le aceche.
– ¿Aquel hombre perverso, el caballero francés…?
– Ha muerto, fray Pere, ya no podrá perjudicar a nadie, pero decidme, ¿cómo os encontráis?
– Me siento mucho mejor, pero el hermano enfermero desea que esté aquí unos días más, sin mover la pierna. Es muy aburrido. Frey Dalmau, ¿qué le han hecho al pobre fray Berenguer? Nadie quiere decirme nada.
– Está en un buen lío, me temo -contestó Dalmau.
– ¡Dios mío, todo es por mi culpa! -Las lágrimas asomaron a los ojos del joven fraile.
– No, fray Pere, vos no tenéis ninguna culpa de lo que ocurre, su desmedida ambición ha sido la única causante de su desgracia. He hablado con vuestro superior, fray Berenguer fue utilizado por gente perversa que se aprovechó de su orgullo, y ése es su único pecado, joven. Merece un castigo, aunque no sea el que le tenían reservado, por lo tanto no creo que tarden mucho en sacarlo de la mazmorra en que se halla. Su castigo será consecuente con su pecado. Me han dicho, aunque sólo son rumores, que sus superiores tienen la intención de enviarlo a un convento alejado, tan alejado que ni siquiera recordaban el nombre.
– ¡Pobre fray Berenguer! -exclamó fray Pere.
– Vuestra misericordia os honra, pero tengo entendido que fray Berenguer va a salir de la mazmorra con su orgullo muy menguado, lo cual es una buena noticia.
– Quiero que me hagáis un favor, frey Dalmau. Deseo que comuniquéis mi agradecimiento al templario que me salvó la vida en la cripta. Si no hubiera sido por él, estaría muerto en aquellos laberintos. Decidle que rezaré por él hasta el día en que me muera.
– ¿Un templario os salvó la vida? ¿Cómo fue eso?
Fray Pere de Tever pasó a explicarle, con todo lujo de detalles, su odisea por la cripta de la nueva iglesia. Dalmau le escuchaba con atención, perplejo ante aquella nueva historia. ¿Giovanni haciéndose pasar por un templario?, ¿perdiendo el tiempo en salvar a un mozalbete? Porque no había ninguna duda, por la descripción del joven fraile, sólo podía tratarse de Giovanni. «Los caminos del Señor son muy oscuros», pensó Dalmau.
– No os preocupéis. Comunicaré a frey Giovanni vuestro agradecimiento. ¿Tenéis pensado lo que haréis en cuanto estéis bien?
– Volveré a mi convento, frey Dalmau. Me gusta mi trabajo e incluso encuentro a faltar a mis hermanos. Ayer vinieron a visitarme, hicieron un largo viaje sólo para comprobar que estaba bien y para mostrarme su afecto.
Dalmau salió del convento con aspecto pensativo, el comportamiento humano siempre había sido un enigma difícil de resolver. Sonrió al pensar en el astuto espía papal, Giovanni, en socorro de jóvenes frailes perdidos en subterráneos. Giovanni, cuyo único precio era convertirse en templario. Giovanni, convertido en un Bernard sediento de venganza… ¡Por los clavos de…! Detuvo la maldición en su mente, Jacques le había contagiado el gusto por las blasfemias y se temía que alguna otra cosa más. Lanzó un profundo suspiro de satisfacción al pensar en el día siguiente, se levantaría temprano, como siempre, pasearía hasta su mesa del alfóndigo, disfrutando del aire frío del alba, ordenaría sus papeles y no dejaría de vigilar a sus competidores. ¡Bendita rutina, que lo alejaba de la tentación! Jacques tenía razón, alguien tenía que hacer el trabajo sucio, alguien que supiera hacerlo sin que su espíritu se atormentase. Simplemente, en muchas ocasiones, él daba las órdenes. ¿No era esto también una forma de mancharse las manos? Bernard se lo había aconsejado hacía ya muchos años, «aléjate de esto, Dalmau, te está matando por dentro, dedícate a lo que sabes hacer. Organiza nuestro trabajo, desde lejos, conviértete en cabeza y deja para nosotros las manos y los pies». Y le había hecho caso, aunque siempre les echó de menos, las atronadoras carcajadas del Bretón y Bernard, irreverentes y, en ocasiones, obscenas. Sí, cada uno a su trabajo, Dios los protegería igual a todos, sin diferencias. Los hombres eran los únicos que las establecían.
Se sentía contento, por primera vez desde la muerte de Bernard, su corazón volvía a latir con su ritmo pausado, sin sobresaltos. ¿Y qué demonios les iba a explicar a «ellos», como decía Jacques? Algo se le ocurriría, había que otorgar a Guillem un plazo de tiempo. ¿Y los pergaminos? ¿Estarían perdidos? No iban a contentarse con eso, lo mejor era ceñirse a la verdad. Nadie los había encontrado, ni D'Arlés, ni Monseñor, ni ellos. Hasta aquí llegaba lo que él sabía, pero ¿y Guillem? Nadie iba a creerse que Bernard hubiera perdido algo de tanto valor, no Bernard Guils, desde luego. Era posible que los hubiera escondido y que hubiera muerto sin poder comunicar el escondrijo donde los había guardado. Ésa era una buena hipótesis por el momento. Sabía que sus superiores seguirían buscando y que no se darían por vencidos fácilmente, pero por lo menos facilitaría que Guillem se tomara un respiro, un descanso, fuera lo que fuera lo que necesitara.
– La cruz te llevara a la verdad -exclamó Mauro.
– ¿Y qué significa esto? -inquirió Arnau.
Guillem terminó de contar las indicaciones que Bernard le había transmitido en la carta, enseñándoles la cruz metálica. Abraham la cogió, observándola con atención, dándole vueltas en su mano.
– Eso es lo que decía la carta. Pensé que Mauro sabría qué hacer después, que conocería el escondite, no lo sé. -Guillem se había recuperado. Vaciar su alma, contar a sus viejos amigos gran parte de la historia, le había ayudado a encontrarse. Al tiempo que narraba sus dificultades, se oía a sí mismo, como si fuera un extraño el que hablara, un extraño al que podía comprender y entender.
– ¡Una llave, es una llave! -gritó Abraham.
– ¿De qué estás hablando, viejo amigo? -El boticario estaba sorprendido ante los gritos de Abraham.
– ¡Os digo que esta cruz es una llave! Había visto algo parecido hace mucho tiempo, pero no lo recordaba.
– ¿Una llave para abrir qué? -Guillem miraba a su alrededor.
– Busquemos una cruz, si Bernard dice que la cruz nos llevará a la verdad, hay que buscar una cruz que encaje con ésta. -Mauro se alejó de ellos, estudiando cada piedra que formaba el perímetro del estanque, seguido por la mirada de Guillem, todavía incapaz de acostumbrarse a la forma en que tenía de referirse a Guils, en presente.
Los tres ancianos se apresuraron, uno por cada lado, a examinar las piedras, tocándolas, buscando en cada ranura y resquicio, y expresando sus ideas en voz alta. Guillem los observaba, divertido, intentando hacerse una idea general del asunto. De repente se quedó paralizado, como si un rayo lo hubiera partido por la mitad, ¡la peana! Sin pensarlo dos veces, se sumergió en el estanque. Tenía bastante profundidad ya que su pie no tocaba el fondo, y las aguas eran más oscuras que en los anteriores. No se había fijado en ello hasta aquel momento, en el resto de los estanques, el agua cristalina permitía vislumbrar el fondo, pero en aquél las aguas eran tan oscuras que nada dejaba adivinar de su fondo. Nadó lentamente hasta el centro, seguido por las exclamaciones de sus compañeros.
– ¡Ten cuidado, chico, es posible que haya serpientes! -Las serpientes de agua no son peligrosas, Arnau.
– ¿Estáis seguros de que ahí dentro hay serpientes? Odio a estos bichos, me dan repugnancia.
– ¡Qué estupidez, Mauro! Ya has oído a Abraham, estas serpientes no hacen nada.
Guillem había llegado a la peana, una especie de monolito de forma triangular, y sus pies tocaron fondo. La peana parecía estar fija a una plataforma como base, y unos escalones descendían hasta el fondo. Se alzó del agua, agarrándose a ella, estudiándola detenidamente.
– ¡Está aquí, está aquí! ¡La cruz está aquí! Es mejor que vengáis todos aquí conmigo, lo más prudente es seguir todos juntos.
Contempló la mirada de prevención de sus compañeros, no parecían muy entusiasmados con la travesía, pero la curiosidad era más fuerte que el temor. Abraham fue el primero, desprendiéndose de la capa, se sumergió en el estanque, nadando con dificultad. Arnau y Mauro le siguieron, con rapidez, el temor a los posibles habitantes marinos imprimía velocidad a sus pies.
Cuando llegaron al centro, el joven les indicó que se pusieran en los cuatro lados de la base, bien agarrados a la peana. Cogió la llave e intentó introducirla en la muesca que había en uno de los lados de la peana, bajo el signo de una cruz paté, sin conseguirlo. Abraham limpió de moho la superficie y le animó a intentarlo de nuevo. Cuando lo hizo, la cruz se deslizó sin dificultad en la ranura, hasta el fondo. Los cuatro quedaron a la expectativa, sin que nada sucediera, mirándose entre sí, con la duda y el temor en los ojos.
– ¿Y ahora qué hacemos? -Arnau temblaba de frío.
– Es una llave, Guillem, muévela, gírala -sugirió Abraham.
– ¿En qué dirección? Caballeros, esto puede ser peligroso, algo que está tan oculto a la mirada, acostumbra a tener trampas para incautos. -Guillem no se decidía.
– ¿Podría ser en dirección a las agujas del reloj? -apuntó, Mauro.
– ¡O al revés! ¡Pruébalo con mucho cuidado, chico!
El joven presionó la llave en dirección contraria a las agujas del reloj, y pareció ceder. Cogiendo aire, dio la vuelta completa a la llave. Esperaron unos segundos con el rostro demudado, aferrados a la peana, casi sin atreverse a abrir la boca. Un temblor los sacudió, sobresaltándoles; un nuevo temblor, seguido de otros más, les obligó a pescar a Abraham que había resbalado y manoteaba asustado. Un murmullo de agua deslizándose empezó a oírse a espaldas de Arnau, hasta convertirse en un atronador ruido de cascada. Los cuatro hombres, con los ojos fuertemente cerrados, abrazados entre sí y aferrados a la peana central, iniciaron un coro de alaridos de pánico. El ruido era ensordecedor y en la mente de todos ellos, voló el pensamiento de que estaban a punto de asistir a una de las sesiones del juicio Final con todas sus consecuencias. Un grito de Mauro los rescató de peores pensamientos.
– ¡Está bajando! ¡El agua está bajando!
Estaba en lo cierto, el nivel del agua bajaba con gran rapidez, dejando al descubierto los escalones de la base de la peana. El fragor desapareció tan repentinamente como había aparecido y se encontraron en lo alto de una base que descendía veintiún escalones hasta el fondo del estanque. Abajo el suelo era
de un negro intenso, brillante. Bajaron con precaución los empinados escalones, empapados y tiritando de frío, asombrados ante la maquinaria que había hecho realidad tal prodigio. El estanque, completamente vacío, asemejaba un gran pozo. Guillem anduvo por el fondo seguido de cerca por los demás, hasta encontrar una losa de una tonalidad negra diferente, sin brillo, casi mate, con una argolla de plata en uno de sus extremos. Entre los cuatro la levantaron, dejando al descubierto una boca oscura en la que se adivinaba el principio de una estrecha escalera.
– Nos hemos dejados las alforjas fuera, las teas están allí. -Mauro estaba preocupado, no le gustaba la oscuridad.
– Tendremos que arriesgarnos, quizá quien construyó esto pensó en nuestra ignorancia -respondió Guillem, iniciando la bajada.
Los tres ancianos vacilaban, parecían no ponerse de acuerdo en quién debía ser el primero en bajar. La voz de Guillem, desde abajo, les sacó de dudas.
– Aquí hay todo lo necesario para procurarnos luz, bajad de una vez.
Ordenadamente y sin discusión, los tres desaparecieron por el agujero. A los pocos metros, la escalera se ensanchaba para desembocar en una estancia de dimensiones regulares. Guillem les esperaba con una tea encendida, y con las restantes dispuestas para ser repartidas. Un túnel de anchura considerable, se abría en el centro de uno de los muros, y por él se adentraron, cada uno portando su propia luz. Caminaban en silencio, impresionados. El túnel finalizaba en tres escalones que se abrían a otra estancia de grandes dimensiones. El suelo era del mismo material que la losa del estanque, un negro mate, y por todos los lados se veían objetos cuidadosamente envueltos, refugiados en nichos perfectamente tallados en las paredes.
– ¡La cueva de los secretos! -musitó Mauro.
– No tocaremos nada, no miraremos nada. Sólo haremos lo que hemos venido a hacer -instruyó Guillem.
Sacó de su camisa un paquete cuidadosamente atado y protegido con brea y tendió una mano a Abraham. El anciano judío, rebuscó entre sus ropas y le entregó el Manuscrito de Nahmánides, envuelto en varias capas de tirante cuero. El joven miró a su alrededor, pero Arnau se le había adelantado, ofreciéndole un paño blanco, con la cruz del Temple bordada en rojo, en uno de sus costados, y unos cordeles dorados. Con un gesto, le indicó uno de los nichos. Cuidadosamente apilados, paños blancos y cordeles dorados, parecían soñar el momento de descubrir su utilidad. Guillem escogió uno de los nichos vacíos y se apoyó en él, envolvió con delicadeza ambos objetos -Nahmánides y los pergaminos de Guils, hermanados en el secreto- y los ató con firmeza. Después los colocó en el nicho y se retiró unos pasos.
Abraham se acercó y besó el paquete.
– Buena suerte, querido amigo, aquí estarás seguro -dijo en un murmullo suave y bajo.
Los cuatro permanecieron unos minutos allí, contemplando el fruto de su aventura, en silencio. Después, volvieron sobre sus pasos y salieron al estanque, cerraron de nuevo la losa y se encaramaron a los veintiún escalones, aferrándose a la peana. Volvieron a girar la llave, pero esta vez el estrépito no les sobresaltó. El agua subía con la misma rapidez que había desaparecido, apoderándose de sus ropas, impregnando sus helados huesos. Nadaron hacia la orilla del estanque, exhaustos, tirados sobre la hierba, intentando recuperar la respiración.
Guillem apretaba la llave en su mano, mientras el estanque volvía a su tranquila apariencia, sus aguas rizadas por una ligera brisa.
En un muelle abandonado en la playa, cerca de la ciudad de Marsella, tres hombres se reunían cerca del fuego. Pan, queso y uvas ocupaban parte de la mesa y el vino corría con generosidad. Jacques el Bretón se levantó para sentarse en el suelo, cerca del fuego. Tenía frío en el cuerpo y en el alma. Mauro, en un rincón, parecía amodorrado, con una jarra balanceándose en sus rodillas.
Guillem seguía hablando:
– Entonces encontré los pergaminos de Guils, en el Santuario Madre, donde él los había guardado. Eran tres documentos, en realidad. Dos pergaminos eran muy antiguos, uno escrito en arameo y el otro en griego. El tercero estaba en latín, con el sello de la orden, escrito hace setenta y siete años. Por comodidad, decidí empezar por éste. Era un informe de las excavaciones en el templo y ofrecía con todo detalle el resultado de un hallazgo especial, el descubrimiento de una tumba real. Explicaba las medidas de un sepulcro, construido con una piedra parecida al mármol, en perfecto estado de conservación. Por sus inscripciones, en arameo, descifraron que el cuerpo allí exhumado pertenecía a un tal Joshua Bar Abba, para nosotros, Jesús Hijo del Padre, perteneciente a la línea davídica y por lo tanto de linaje real. Su cuerpo mostraba indicios de haber sufrido crucifixión y tenía las piernas rotas. Dentro del sepulcro, encontraron los pergaminos: el texto arameo era el resumen de un juicio, llevado a cabo por los romanos, y que un escriba del sanedrín había abreviado para información de los sacerdotes. Se acusaba a Joshua Bar Abba de sedición y rebelión contra Roma, de encabezar innumerables revueltas contra el Imperio, de cobrar diezmos e impuestos y de practicar la delincuencia junto a sus tropas. La condena era a muerte por la cruz, junto a dos de sus lugartenientes. El escriba del sanedrín añadía otros datos más, a instancias del sumo sacerdote: la constatación de dos ataques al templo de Jerusalén, agresiones a cambistas, mercaderes y peregrinos, que señalaban igualmente a Joshua Bar Abba y sus tropas como autores de los delitos. El texto griego es una traducción de todo lo anterior. En un añadido posterior de nuestro documento latino, dando cuenta del resultado de las excavaciones, se asegura que todo volvió a dejarse en el mismo lugar en que se había encontrado, tapiando la cámara mortuoria y abriendo un pasadizo desde allí hasta el almacén de grano de la explanada del Templo, cerca de las caballerizas. Y volvieron a tapiar la entrada. Otro breve apunte afirma que un año antes de caer Jerusalén de nuevo en manos musulmanas, el sepulcro fue trasladado, con gran secreto, a San Juan de Acre, «en espera de que el Consejo tome una decisión», textualmente. No hay firmas ni nombres, sólo el sello templario, nada más.
Jacques no se había movido. Le escuchaba sin mirarle, junto al fuego.
– Hubo rumores, hace muchos años -dijo en un murmullo casi inaudible.
– ¿Quieres decir que sabíais algo de todo esto, Jacques? -Quiero decir lo que he dicho, muchacho. Oímos rumores de que había un secreto, algo muy peligroso de conocer, algo que podría salvar o destruir nuestra orden.
– ¿Y crees que es verdad, que no se trata de una nueva falsificación, que son documentos auténticos? -Guillem parecía esperar la respuesta del Bretón.
– Te daré dos respuestas a eso, puedes quedarte con la que más te plazca. Hace años, me explicó un hombre muy sabio que me encontré en Alejandría, que en el siglo cuarto después de la muerte de Cristo los mandatarios de la Iglesia ordenaron realizar multitud de copias de los textos considerados sagrados, y destruyeron los originales. No contentos con ello, copiaron y mutilaron obras de historia y filosofía. Siempre según él, estos mismos personajes reescribieron la historia y la adecuaron a sus intereses. Con el tiempo eran tantas las falsificaciones y las contradicciones, que ni ellos mismos podían recordar dónde empezaba la verdad y terminaba la mentira. Este hombre del que te hablo creía que el poder necesita mentir para conservar sus privilegios y que todo esto no era más que un grano de arena en la gran historia de la infamia.
– ¿O sea que crees que los pergaminos son auténticos?
– Mi segunda respuesta, muchacho -continuó Jacques sin levantarse-, es que soy un simple servidor del Temple, que no me importa la verdad o la mentira, cuando están tan íntimamente mezcladas que, siendo opuestas, resultan iguales. Soy viejo, Guillem, he aprendido a soportar la mentira del poderoso, pero soportar no es creer.
– ¿Te das cuenta de lo que representa, de lo que significa este hallazgo, Jacques? Todo el poder de Roma, de la Iglesia, se basa en la resurrección de Cristo, en el privilegio de los primeros doce apóstoles, con los que compartió el misterio.
– Deja de pensar, muchacho, te volverás loco -atajó Jacques, con un gesto de malhumor.
Los doce apóstoles fueron los únicos que conocían la verdad, y la autoridad de Roma, del Papa, emana directamente de ellos, de su experiencia. Pedro fue el primer testigo de la resurrección. ¿Y si mintieron? -Guillem parecía pensar para sí, concentrado en sus propias reflexiones, ajeno a la expresión de indiferencia del Bretón-. ¿Te das cuenta, Jacques? Esa resurrección convirtió a ese selecto grupo de apóstoles en un poder incontestable. Nadie podía acceder a Cristo si no era a través de ellos y de sus continuadores, hasta ahora.
– ¿Y qué importancia puede tener todo ello, Guillem?, ¿qué demonios importa ahora? ¿Tan vital es descubrir quién mintió? Alguien lo hizo, de eso no hay duda, pero es posible que ellos hablaran en un sentido simbólico, no real, del momento de la muerte como una resurrección espiritual, de iluminación.
– Y alguien lo transformó en un instrumento de poder -puntualizó el joven con el ceño fruncido.
– ¿Y qué, Guillem, qué cambia esta teoría? El mundo avanza mentira sobre mentira, así ha sido desde el principio de los tiempos, y así continuará, el poder es el eje sobre el que bailamos, muchacho, ¡deja de atormentarte!
– Ninguna de estas respuestas me sirve, Jacques.
– Está bien, lo comprendo, pero no tengo otras. Tendrás que construir tus propias respuestas, chico, y actuar en consecuencia.
Guillem calló, absorto en sus propios pensamientos. La autoridad del Papa fluye directamente de Pedro, pensaba, y a la Iglesia de los primeros tiempos, sacudida por graves enfrentamientos internos, le convenía aceptar aquella verdad, la resurrección del Cristo como un hecho real y literal. Los beneficios eran inmensos, un inmenso poder sobrenatural, de ultratumba, que les ofrecía el poder absoluto sobre la masa de creyentes. Un poder para unos pocos escogidos…
– ¿Qué creía Bernard de todo esto, Bretón. -El joven buscaba la seguridad del maestro.
– Bernard creía en la vida y en la existencia irrefutable de los espías papales. -Jacques soltó una carcajada-. Déjalo, muchacho, no conseguirás nada por este camino, da media vuelta y entra en tu interior, allí están las respuestas.
– Bernard está orgulloso de ti, Guillem… -La voz de Mauro los sobresaltó, ambos creían que el anciano dormía.
– Abraham y Arnau ya habrán vuelto a Barcelona -murmuró Guillem, llenando de nuevo su copa.
Se envolvió en la capa oscura, el vino le proporcionaba una agradable calidez y le protegía del frío helado que se había instalado en su interior. Subía en suaves oleadas por su garganta, destellos azules en su mente. Estaba flotando en la estancia sin esfuerzo…, el Bretón estaba acurrucado junto al fuego como una vieja, el inmortal Mauro dormía con los ojos abiertos, las cenizas de Bernard Guils soñaban en su caja de madera tallada. El frío desaparecía y una dulce modorra le invadía, meciéndole, suspendido en el aire. Un rostro se acercaba a él envuelto en una lluvia de pétalos rojos. «Timbors, Timbors…»