«Gentil hermano, procurad habernos dicho la verdad a todas las preguntas que os hemos hecho porque, a poco que hayáis mentido, podríais perder la Casa, cosa de la que Dios os guarde.»
Mateo atravesó el Mercadal a paso rápido, molesto ante la muchedumbre que se agolpaba, curiosa, en la plaza. Oyó a unos comerciantes discutir el precio del trigo delante de él, impidiéndole el paso, como si la plaza les perteneciera. ¿Qué podía importarle a él el precio del grano? «¡Malditos ladrones!» Los empujó bruscamente, haciéndoles ver que estaban molestando y lanzándoles una mirada incendiaria. Pero éstos, lejos de sentirse ofendidos, se mofaron de sus modales y siguieron discutiendo sus problemas. Mateo siguió su camino hacia la Vía Francisca, hacia la iglesia de Marcus. Su destino era la hospedería de la iglesia, un lugar de descanso para los viajeros y los encargados de correos, un lugar en donde disponía de un buen amigo que le debía muchos favores que esperaba que le devolviera con creces. A medida que se acercaba, observó cómo el número de pordioseros aumentaba y pensó que ya era la hora del mendrugo de pan, aunque con un poco de suerte llegarían a tomar un plato de sopa caliente, si es que se podía llamar sopa a aquella bazofia.
Entró en aquella especie de posada y hospital buscando con la mirada a su conocido, sin encontrarlo. Después de vagabundear en todas direcciones, preguntó a un hombre que parecía el encargado del reparto de la sopa.
– Lo siento, buen hombre, hace mucho que vuestro amigo se marchó y no sé dónde podríais encontrarle. ¿Queréis un plato de sopa caliente? -le contestó solícito.
Enojado ante la respuesta, Mateo pidió una habitación para pasar la noche. Aquello era una contrariedad que no había previsto, algo que le obligaba a cambiar sus planes por completo. Había confiado en que su amigo le proporcionaría caballerías para emprender el viaje, necesitaba huir de la ciudad con rapidez. La idea de pagar por aquel servicio le ponía enfermo. Pero lo hubiera tenido que preveer, su amigo era un perfecto truhán que debía favores a más de la mitad de los habitantes de la populosa ciudad, y era muy propio de él huir sin pagarlos. Se echó en el catre, seguro de que iban a cobrarle una fortuna por la miserable habitación en que se encontraba, pero quería estar solo, poder pensar en lo que iba a hacer. La idea de compartir una habitación con algún maloliente parroquiano le repugnaba, y no se sabía nunca quién iba a tocarte de compañero. La última vez que había recurrido a aquel antro se había pasado la noche entera en vela ante los espantosos ronquidos de un mercader de lanas que apestaba, además, a rebaño de ovejas.
Estaba cansado de tanto correr y los párpados tendían a cerrársele de forma involuntaria. Echaría una breve siesta, quizás así podría pensar con más claridad. Unos suaves golpes en la puerta le obligaron a hacer un esfuerzo para abrir los ojos. «¿Quién demonios sería ahora? Si es ese estúpido insistiendo en que dé un donativo para el hospital, iba a acordarse durante mucho tiempo de quién era Mateo.» Se levantó pesadamente, le dolían las piernas y casi ni notaba los tobillos.
– ¡Ya os he dicho que no pienso daros nada, maldito pedigüeño, dejadme en paz! -gritó a través de la puerta cerrada.
– Lamento molestaros, señor -hablaba una voz educadamente-, pero me han dicho que os avise. El amigo al que buscáis está abajo, en el comedor.
Mateo despertó de golpe. Aquélla era una inmejorable noticia. Aquel bribón iba a pagarle hasta el último favor con intereses. Abrió la puerta y fue empujado sin miramientos, cayendo en el camastro con la sorpresa pintada en el rostro.
– Pero ¿qué significa esto?
– ¡Por fin! Mateo, no sabéis las ganas que tenía de conoceros.
Mateo abrió los ojos como platos, asombrado ante la irrupción de aquel intruso al que jamás había visto, aunque sí era cierto que algo de él le resultaba familiar. No había acabado de recuperarse de su modorra cuando un violento golpe en la mandíbula le devolvió al mundo de los sueños.
– ¡No está bien, nada bien! Andarán como locos buscándonos. ¡Esto es una auténtica locura, Abraham! -Frey Arnau estaba inquieto y nervioso, pero la obstinación de su amigo se había impuesto, y de nada habían servido sus advertencias.
– Estamos donde debemos estar, Arnau, donde se nos necesita.
El boticario exhaló un profundo suspiro de resignación ante lo inevitable, y se sentó en una silla cercana mientras observaba a su compañero. Llevaba horas pensando en la difícil situación en que se encontraban. Intentó recordar los hechos, desde aquella mañana en que estaban a punto de trasladarse a las estancias de Dalmau, en la Torre. Había recibido un aviso urgente para que se presentara en la puerta, alguien estaba empeñado en verle y juraba que no se marcharía de allí sin antes haber hablado con él. Bajó al portón con desconfianza para atender al visitante, que no era otro que el comerciante Camposines.
– Vos no me conocéis, frey Arnau, pero soy uno de los compañeros de viaje de Abraham, y necesito verlo urgentemente. Él me prometió que me ayudaría y es ahora cuanto más lo necesito y… -El hombre calló de pronto, sacudido por los sollozos.
Arnau, conmovido, lo condujo hasta una de las salas y le ayudó a sentarse, obligándole a tomar una copa de vino con especias. Recordaba las palabras de Abraham acerca de él, se trataba de un buen hombre que le había ayudado a trasladar a Bernard, pero Dalmau no entendía el motivo de la desesperación del comerciante.
– Amigo Camposines, decidme cuál es vuestro problema, quizá yo pueda ayudaros.
– Sólo Abraham puede ayudarme, frey Arnau. Necesito hablar con él.
– ¿Por qué creéis que Abraham está aquí?
– Un amigo suyo del Call me sugirió que preguntara por él en vuestra Casa. Allí no saben nada de él. Muchos creen que todavía está en Palestina, pero ¡Dios misericordioso, necesito encontrarlo!
– ¿Para qué lo buscáis? Perdonad mi indiscreción.
– Mi hijita, mi pobre hijita se está muriendo. He llegado demasiado tarde. ¡Señor, tanto esfuerzo y sufrimiento y todo es inútil! Es un castigo por no haber ayudado más al anciano judío y ahora él no está para ayudarme a mí. -Camposines, abatido, lloraba con una pena profunda y sin esperanza.
Frey Arnau contemplaba la desesperación del comerciante sin saber qué hacer. No estaba seguro de poder admitir la presencia de Abraham en la Casa sin ponerle en peligro. En tanto reflexionaba, vio aparecer al anciano judío en la puerta y aunque intentó con gestos perentorios obligarle a retroceder, Abraham avanzaba sin vacilar hacia donde se encontraban.
– ¡Amigo Camposines! ¿Qué es lo que ocurre? -El anciano se acercó al comerciante con los brazos abiertos. Camposines se abalanzó sobre él sin dejar de llorar desconsoladamente, dando gracias a Dios por la presencia de Abraham y de forma entrecortada y confusa le explicó la grave situación en la que se encontraba su pequeña hija.
– No debéis preocuparos, amigo mío, inmediatamente nos pondremos en marcha. No perdáis las esperanzas. Los niños acostumbran a tener una gran capacidad de recuperación, creedme. -Abraham hablaba con convicción y dirigiéndose al boticario añadió-: Arnau, tendrás que recoger algunas de tus cosas de la botica y mi maletín.
– Pero ¿es que te has vuelto loco? -Arnau no pudo contener la exclamación, sobresaltando al pobre Camposines que ya veía un rayo de esperanza a su aflicción-. ¡No puedes salir de la Casa, Abraham! ¡No te lo permitiré!
– De lo que me doy cuenta, amigo mío, es de que alguien me necesita y de que eso es lo único, principal y prioritario. Fueron inútiles los ruegos y amenazas del boticario para impedir la marcha de Abraham, ni sus advertencias acerca de su enfermedad, ni los avisos de las grandes catástrofes que les esperaban funcionaron. Cansada de su fracaso, Arnau impuso su presencia, allí donde fuera Abraham iría él, y si de llegar al mismísimo infierno se tratara, no le temblaría el pulso. Al tiempo que lanzaba sus discursos al aire, iba recogiendo los útiles necesarios de la botica, el maletín de su amigo, y todo lo que creyó que les iba a servir de ayuda. Abraham parecía complacido con su compañía y no objetó nada a las precauciones que el boticario iba enumerando. No saldrían por la puerta principal, había allí tanta vigilancia extraña que sería como suplicar que les mataran al instante. Además, Abraham no saldría vestido con sus ropas. Arnau fue a ver al hermano encargado del ropero y volvió cargado con todo el ajuar que un caballero templario necesitaba.
Había sido una extraña procesión. Arnau, en cabeza, Abraham disfrazado de caballero templario y un asombrado Camposines, entre el llanto y la perplejidad. Recorrieron los subterráneos que los alejaban de la Casa, como delincuentes, siguiendo las instrucciones del boticario, incapaz de callar las maldiciones que iba murmurando. Salieron a la luz del día a través de la cripta de la iglesia de San Justo y Pastor, y se apresuraron en dirección a la casa de Camposines, un tanto alejada del centro de la ciudad.
A frey Arnau todavía le daba un vuelco al corazón al recordar aquella huida. Sentado, con las manos sosteniendo su cabeza, miraba a aquella pobre criatura postrada en el lecho y ardiendo de fiebre. A pesar de todo, comprendía a Abraham, comprendía su dedicación y responsabilidad. Camposines, en un rincón, abrazaba a su esposa y ambos observaban cómo el médico luchaba por la vida de su pequeña.
La estancia del superior de la orden de Predicadores era de una gran austeridad. Una gran mesa de roble oscuro presidía el lugar, y sus líneas rectas, sin adornos, aportaban un aire claustral y grave al lugar. La silla, alta y de respaldo duro, y una gran cruz de madera sobre el escritorio, eran casi los únicos elementos del mobiliario. Sentado en la silla, un hombre esbelto y enjuto, con escaso cabello, fijaba unos pequeños ojos, muy juntos, en la persona que se sentaba delante de él. A pesar de ello, tenía en sus manos unos papeles que movía con ceremonia, como si estuviera en ambas tareas a la vez.
– Bien, hermano Berenguer…
– Veréis, padre superior, me temo que mi lenguaje al escribir el informe no fuera todo lo correcto que hubiera deseado, pero el ayudante que me facilitasteis no fue de gran ayuda. Es un joven atolondrado y…
– No me interesa vuestro informe. No por ahora -atajó el Superior con voz grave-. En realidad, mi interés se centra en vuestras actividades, fray Berenguer.
– No sé de qué me habláis, padre.
– No disimuléis conmigo, fray Berenguer, hace mucho tiempo que nos conocemos. Ha llegado a mis oídos que habéis lanzado una grave acusación y que incluso os habéis atrevido a proferir amenazas.
Fray Berenguer quedó en silencio, mudo ante las palabras de su superior. Aquel maldito y arrogante templario intentaba crearle problemas, ponerle en evidencia, no se había impresionado por sus amistades y ahora tendría que dar explicaciones.
– Es un asunto muy delicado. En realidad, quería hablar con vos para pedir vuestro consejo -empezó a hablar con cautela.
– Mentir es un hábito que no habéis perdido, hermano Berenguer. Habéis tomado decisiones llevado únicamente por vuestro orgullo, sin consultar a nadie, poniendo a nuestra orden en un grave aprieto.
– ¡Eso es falso! -chilló fray Berenguer sin poder contenerse. Su humildad había desaparecido por completo-. Vos os creéis las mentiras de un hombre impío, que sólo busca ensuciar mi buen nombre. Ese templario arrogante que incluso llegó a amenazarme.
– ¿De quién me estáis hablando, hermano Berenguer?
– Lo sabéis muy bien, padre, del hombre que se encarga de los negocios del Temple, del tesorero.
– ¿Os referís al hermano Dalmau? ¿De qué le conocéis? Mis referencias de él son excelentes, nos ha asesorado en varios litigios acerca de nuestras propiedades. ¿Qué tiene él que ver con el asunto que nos ocupa, hermano Berenguer?
La estupefacción se pintó en las facciones del fraile. Sólo Dalmau estaba al tanto de sus actividades en favor del caballero francés. ¿De qué demonios le estaba hablando su superior?
– Os entregué a fray Pere de Tever para que cuidarais de él, hermano Berenguer, en lo espiritual y en lo temporal, y ¿qué me encuentro? Este joven está en la enfermería; no sólo se ha caído, lastimándose gravemente el pie, sino que el hermano enfermero ha observado también graves daños en las rodillas. Interrogado por mí, y muy a su pesar, me ha dicho que le habéis obligado a estar arrodillado durante un tiempo ilimitado, como castigo. Y eso no es lo peor, hermano, cuando le habéis encontrado, caído en el suelo y medio desvanecido, no sólo no le habéis ayudado, sino que le habéis amenazado con la expulsión de nuestra orden, acusándolo de mentir y fingir. ¿Qué tenéis que decir a eso, hermano Berenguer?
– Ese joven, y lamento decíroslo, no ha hecho otra cosa que desobedecer y crear problemas desde el primer día, padre. Y sí, mi experiencia me decía que estaba fingiendo. Es un mentiroso y un embaucador. -Fray Berenguer intentaba disimular la sorpresa. Por un momento había creído que su superior le estaba amonestando por sus relaciones con el francés, pero se trataba únicamente de aquel infeliz que le hacía la vida imposible-. Además, no quería ponerlo en vuestro conocimiento, pero ese joven desapareció desde el día de nuestra llegada y…
– Nadie desapareció, hermano Berenguer, fray Pere fue requerido por nuestro bibliotecario. Sus conocimientos exceden su juventud y nos ha sido de gran ayuda. Y sus referencias son notables, nadie nunca se ha quejado de su carácter, excepto vos. No os pido vuestra opinión, hermano; me temo que en este convento, todo el mundo ya se la imagina. En realidad, os manifiesto mi completo desacuerdo en cómo tratáis a fray Pere, parecéis creer que es vuestro criado y os equivocáis. Por lo tanto, a partir de ahora, no creo que necesitéis ningún ayudante. Desde que habéis llegado, vuestro trabajo es inexistente, y no habéis vuelto a vuestra labor en la biblioteca. ¿Puedo saber el motivo, fray Berenguer?
– Tenía que daros mi informe, padre, poneros al corriente de mi viaje y de mis experiencias, esperaba que…
– Ya me escribisteis un larguísimo informe, fray Berenguer, que por cierto, llegó antes que vos. Una vez leído, creí que ya habíais expresado todo cuanto queríais decir. Dudo que pudierais añadir algo interesante. No veo razón para que no volváis a vuestro trabajo. Y ahora, podéis retiraros, no tengo nada más que deciros.
Fray Berenguer se levantó con el rostro congestionado por la rabia. A duras penas consiguió controlarse. Cuando se dirigía hacia la puerta, la voz de su superior le detuvo.
– Por cierto, ¿qué tiene que ver frey Dalmau o la Casa del Temple, en lo que nos ocupa? -La pregunta paralizó a fray Berenguer junto a la puerta, su mente bullía de actividad en busca de la respuesta adecuada.
– Veréis, padre, como habéis dicho, me conocéis bien. Es por culpa de mi carácter. Tropecé con frey Dalmau esta mañana, en la calle, y la cólera me cegó. No fui cortés con él, me enfadé y… Creí que habían presentado una queja por mi conducta. Lo siento, padre. En cuanto le vea pediré disculpas. Si no queréis nada más, iré a los rezos.
El superior le observó detenidamente, con desconfianza, haciéndole un gesto de despedida. Sin embargo, se quedó pensativo, la reacción de fray Berenguer contra el templario había sido desmesurada, y la excusa era irrisoria. También estaba la extraña visita que había recibido. «Extraña», así la había definido el hermano portero. Temía que Berenguer volviera a crear problemas. ¿Qué estaría tramando ahora? Porque de eso estaba seguro, le conocía lo suficiente para saber que tanta humildad sólo escondía algún manejo turbio.
Llamó de nuevo a la puerta y empezó a preocuparse: tenían órdenes estrictas de no salir de casa. Probó el pomo de la puerta y se sorprendió de que girara con suavidad: también tenían órdenes de cerrar con los dos pestillos. Entró con precaución. La joven del pelo rojo estaba en el suelo, abrazada a su madre que parecía inconsciente, meciéndola de lado a lado, como en una olvidada ceremonia pagana, susurrando una melodía casi ininteligible.
Guillem se detuvo, en silencio, contemplando la escena. El clérigo había desaparecido, no había rastro ni de él ni de sus pertenencias. Se acercó lentamente a la joven y se inclinó, intentando encontrar un signo de vida en el cuerpo de la mujer yacente, aunque el color de su rostro dejaba adivinar que la muerte ya hacía unas horas que la había visitado. Se sentó en un rincón, sin dejar de mirar a la joven que parecía ajena a su presencia, como si estuviera en un mundo tan lejano como su madre. ¡El maldito bastardo de Mateo había huido y las había abandonado a su suerte! Hubiera tenido que pensar en aquella posibilidad, hacer caso a las sabias palabras de Santos. «Será difícil tener atado a ese hijo de mala madre», le había dicho. Aún le costaba trabajo pensar en él como Jacques: Santos era un buen nombre. Se centró en la resolución de este nuevo problema. ¿Valía la pena perder el tiempo buscando a Mateo? En realidad, él mismo había firmado su sentencia de muerte, la Sombra no dejaría un cabo suelto como aquél, no era su estilo. Pero ¿qué iba a hacer con la muchacha? Quizás D'Arlés no se contentara con el clérigo y estuviera dispuesto a acabar con sus mujeres, por si acaso. ¿Debía abandonar a la chica a su suerte? La estudió con atención, era una muchacha muy hermosa, tras aquellos harapos informes se adivinaba un cuerpo joven, de formas armónicas y redondeadas. Sacudió la cabeza con fuerza. Bernard siempre había sido muy confuso a este respecto. Recordó a la bella dama de Tolosa, las escapadas de Bernard cuando creía que estaba dormido, su negativa a hablar del tema. «Son cosas muy complejas, Guillem, tú eres un crío y debes dejar de preguntar, ya hablaremos cuando tengas pelos en la cara, bribón, ahora tienes otras cosas en qué pensar.» Pero ni siquiera cuando el vello apuntaba en su barbilla quiso entrar en polémicas, a pesar de que seguía con sus escapadas, de dos o tres días, en que a Bernard se lo tragaba la tierra, aunque Guillem estaba seguro de que estaba en Tolosa. En realidad, más que excitación, Guillem había sentido curiosidad, sabía que su orden prohibía incluso besar a la madre o a la hermana y que la Regla era muy estricta en este tema, pero también había visto muchas cosas y no se atrevía a juzgar el comportamiento ajeno. Como le había enseñado Bernard, creía que era mejor observar que criticar, mucho más saludable para el cuerpo y la mente y también para el alma.
Se había quedado abstraído en la contemplación de la muchacha, preguntándose qué demonios iba a hacer ahora. No tenía muchas opciones. Se levantó y cogió a la muchacha por un brazo, con desgana. Ella se resistía a abandonar el cuerpo de su madre.
– Está muerta, ya nada podéis hacer por ella. Debemos irnos. Guillem la arrastró hasta la salida, intentando que se alejara de su pesadilla de muerte. Ella, finalmente, se dejó arrastrar, sin resistirse, muda a cualquier pregunta. Antes de llegar a la puerta, el joven encontró una vieja capa con capucha y se la colocó; después, le pasó un brazo por los hombros y ambos desaparecieron. Una espesa neblina caía sobre aquella parte de la ciudad, húmeda y fría. Los escasos viandantes se convertían en espectros de humo que aparecían y se esfumaban en medio de la bruma. El olor de los deshechos se mezclaba con un aire plomizo y mojado que parecía salir de los suspiros de una tumba vacía.
– No os conozco, no sé lo que queréis de mí.
Mateo intentaba controlar el miedo. Estaba atado de pies y manos con una soga áspera de marinero, sentado en el alféizar de la ventana que daba a un patio interior repleto de ropa tendida. La visión de la ropa, más abajo, lavada cien veces hasta parecer un harapo, le convenció del engaño que representaba el precio de aquella habitación. ¿Qué pretendía aquel hombre, tirarle por la ventana? Calculó que no habría más de tres metros, lo peor que le podía pasar era romperse una pierna o quedar atrapado entre aquellos paños impresentables. Pensó que su atacante estaba fanfarroneando y decidió que él no estaba dispuesto a colaborar. No quería admitir que le conocía, que sabía perfectamente que era el hombre de la ballesta, el de la taberna de Santos.
– Quiero que me expliquéis qué representa esto. -D’Arlés esgrimía un papel en la mano, el mismo que Guillem había dejado en casa del clérigo.
– No tengo la menor idea de lo que me estáis hablando -contestó Mateo, enfadado.
D’Arlés sacó una gruesa soga de su capa, estirándola, dándole unos golpes secos, como si comprobara su resistencia. Mientras hablaba, sus manos no dejaban de tironear la cuerda.
– No me gusta perder el tiempo, Mateo, soy un hombre muy ocupado. Encontré esta nota en tu casa. Está dirigida a mí. ¿Quién la dejó allí?
– Vinieron dos hombres a buscarme, se llevaron los pergaminos de D'Aubert. No los tengo, si son los que buscáis. Me los robaron.
– No me interesan tus papeluchos, Mateo, y no ha sido ésa la pregunta, o sea que te la repetiré: ¿quién dejó esta nota?
– No me fijé. Me pegaron, me torturaron… Uno de ellos, supongo.
D'Arlés había acabado de trenzar la cuerda. Se acercó al clérigo y se la puso alrededor del cuello; después dio un paso atrás, fascinado por su obra. Mateo empezó a sudar copiosa mente, había comprendido que aquel hombre no tenía intención de tirarlo por la ventana, sino que ¡quería colgarlo! Procuró pensar con rapidez, no sabía qué respuesta esperaba de él, ni tampoco recordaba nada parecido a una nota. Tenía que intentar engañarle, decirle precisamente lo que deseaba oír.
– ¿Dos hombres? ¿Y cómo eran esos dos hombres? -Recuerdo a uno de ellos, era un gigante, muy alto, con una horrible cicatriz.
– ¿Santos? ¿El patrón de El Delfín Azul? -preguntó D'Arlés, poniéndose en tensión.
– Sí, era Santos. -Mateo hablaba con precaución, temiendo provocar la cólera del intruso-. Y el otro, no sé… era más joven.
– ¿No tenía ninguna característica especial? ¿Nada que le diferenciara de las otras personas? -La voz de D'Arlés se volvía más amenazante.
– ¡No sé lo que queréis decir! -chilló Mateo. -¿Era tuerto? ¿Era ese hombre tuerto?
– ¡Sí, era tuerto! ¡Ahora lo recuerdo! -Mateo suspiró. Por fin sabía qué era lo que buscaba aquel hombre.
– ¿Estás seguro? ¿Completamente seguro?
– Una cosa así no se olvida, no señor. Os puedo decir dónde me escondieron. Seguro que vuelven, ya sabéis…, me estaban vigilando. Los encontraréis allí, si es a ellos a los que buscáis.
– ¿Y dónde te escondieron? -La voz de D'Arlés sonó casi amable.
Mateo seguía pensando, aquel hombre no le buscaba a él, iba detrás de los estúpidos que le habían sacado de su casa, sobre todo del tuerto. Y si lo que quería era un tuerto, él estaba dispuesto a servírselo en bandeja de plata.
El clérigo le susurró la dirección del escondrijo, con instrucciones precisas para llegar a él y vio cómo el hombre se acercaba para sacarle el nudo del cuello. Exhaló un suspiro de satisfacción, había llevado las cosas con maestría; siempre había sido un auténtico experto en el comportamiento humano y una vez más las cosas iban a salirle bien. Pero el gesto del hombre de la ballesta le convenció rápidamente de lo contrario, sólo había sido un instante de esperanza, roto por el brusco tirón de la cuerda atenazando su garganta como una serpiente, casi ahogándole. D'Arlés observó la ventana, el patio en que desembocaba y sonrió con ironía.
– ¡Es perfecto, Mateo, el lugar adecuado!
Dio un violento empujón al clérigo que, por unos breves segundos, quedó encajonado en el alféizar, preso de su propia obesidad, pero el mismo peso acabó arrastrándole al vacío. Los ojos desorbitados de Mateo desaparecieron de la vista de D'Arlés, y la cuerda, atada a una de las vigas, se tensó con un crujido desagradable. No hubo tiempo ni para un alarido.
D'Arlés arregló la cama con delicadeza, odiaba el desorden. La preocupación endurecía sus facciones. ¿Era posible que Guils estuviera vivo? Eso encajaría con el interés del Temple de mantener a Abraham incomunicado y encerrado en su Casa. Acaso no fuera exactamente protección lo que le estaban ofreciendo al judío. ¿Tal vez querían ocultar que Guils estaba vivo? ¿Y por qué?
Giovanni contempló cómo el cuerpo de Mateo caía pesadamente, como un fardo de harina, y quedaba suspendido en el aire, balanceándose de lado a lado. Se apartó de la ventana, justo a tiempo. D'Arlés se asomó desde la habitación del clérigo para admirar su obra. El italiano se hallaba en la estancia de al lado; dos hombres dormían en los camastros habilitados, ajenos a su presencia y al drama que había tenido lugar unos segundos antes. Nada parecía tener el poder de despertarles. Se apoyó en la pared, cerca de la ventana. Había oído con toda claridad la conversación entre D'Arlés y el clérigo, sin perderse ni una sílaba. ¿ Bernard Guils vivo? De ser cierto, la Sombra se hallaría en grandes dificultades. El Bretón y Dalmau formaban una peligrosa pareja, pero si Guils vivía, el trío era mortal y D'Arlés lo sabía.
Todavía no tenía muy claro cuál sería el plan adecuado. Actuaba por intuición, dejándose llevar por la cadena de acontecimientos. No se presentó ante Monseñor, ni tampoco le había comunicado que sus hombres habían localizado a D'Arlés y le seguían a todas partes. Aunque no podría explicar las razones de su convicción, sabía que aún no había llegado el momento de hacerlo. Se preguntó qué debía hacer ahora. D'Arlés estaba aislado, su único punto de conexión con la realidad era aquel fraile dominico, el tal fray Berenguer, aunque quizás era ya tiempo de cortar aquel lazo, de inutilizarlo. A decir verdad, su servicio era escaso y de pésima calidad. Aquella ciudad, Barcelona, no era territorio de la Sombra, pensó con satisfacción. Más bien al contrario, era un terreno inseguro y lleno de antiguos camaradas sedientos de venganza. Siempre existía la posibilidad de que la Sombra lograra escabullirse de nuevo, escapándose a una de sus madrigueras seguras, pero ¿se lo permitiría su patrón, el déspota Carlos d'Anjou? No, de ninguna manera, aquellos pergaminos tenían una importancia vital para Carlos y para el Papa, para Roma y para el Temple. D'Arlés no podía presentarse ante su amo con un fracaso, no habría excusas suficientes para una cosa así, con un asunto de aquella naturaleza. Sin embargo, no había nada seguro sobre el tablero de juego, nada previsible que pudiera guiarle en una dirección concreta. Decidió dejar de pensar, seguir con la intuición, le llevara donde le llevase, y en aquel preciso momento, le conducía hasta fray Berenguer. «Monseñor tiene razón en una sola cosa -pensó-, hay demasiada gente implicada en aquel asunto. Ya es hora de hacer limpieza a fondo.»
Salió de la habitación sin prisas, había oído el portazo de D'Arlés, que indicaba su huida, pero sus hombres se encargarían de seguirle, era el momento preciso de hablar con Monseñor.
Jacques el Bretón quedó paralizado ante la puerta. Dalmau, -a sus espaldas, gruñía de desaprobación ante su inmovilidad.
– Pero, bueno… ¿A qué estás esperando?
– Creo que los problemas están aumentando a gran velocidad, Dalmau.
Jacques entró en la estancia seguido por su nervioso compañero y se inclinó sobre el cuerpo de la mujer, la vieja compañera de Mateo.
– ¡Santo Cielo, Dios nos proteja! ¿Qué es esto? ¿Dónde están los demás, y Guillem?
El Bretón no respondió a ninguna de sus preguntas. Registró cuidadosamente el resto de la casa, palmo a palmo. Al acabar, su gesto expresaba gravedad.
– Sólo nos faltaba esto. Esta mujer está muerta, Dalmau, calculo que debe hacer un par de horas. Y encima, Abraham y Arnau desaparecidos. ¡Vaya panorama! Pero ¿dónde está el chico?
Dos sonoros golpes en la puerta sobresaltaron a los dos hombres. Jacques indicó a su compañero que guardara silencio y se acercó con sigilo a la puerta, entreabriéndola unos centímetros sin apartar la mano de la empuñadura de su espada. Un hombre entrado en años esperaba en el dintel, con el puño en alto, dispuesto a seguir golpeando la puerta hasta el día del juicio final.
– ¡Por todos los…! ¿De dónde sales tú?
– Del infierno, Jacques, del abismo de Lucifer. ¿Qué ocurre, ya me dabas por muerto y enterrado? -El hombre entró, apartando a un lado al Bretón, inmóvil por la sorpresa-. ¿Qué hay, Dalmau?
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Eres tú, Mauro? ¡Te suponía muerto hace años! -exclamó igual de asombrado Dalmau.
– Siento decepcionaros, muchachos, pero Bernard me mantiene vivo, durmiendo a temporadas, pero vivo. Vengo a encargarme del cadáver y a entregaros un mensaje de Guillem de Montclar.
– Bernard ha muerto, Mauro. ¿No te has enterado? -Dalmau estaba intranquilo.
– ¡Bah! Vivo o muerto…, ¿qué diferencia hay? Yo sólo cumplo sus órdenes. -El viejo les miraba con una sonrisa cómplice.
– ¿Dónde está Guillem? ¿Qué mensaje traes? -Jacques estaba impaciente, conocía las tendencias filosóficas de Mauro.
– No tengo la menor idea de dónde se encuentra, pero me ha ordenado que os transmita que está bien, que no debéis preocuparos por él. Dice que tiene una nueva pista de los pergaminos y que va a seguirla, que os dediquéis a liquidar vuestras viejas cuentas con toda tranquilidad, que no tiene tiempo de interferir en vuestros asuntos aunque le agradaría hacerlo, a pesar de vuestra opinión. Se pondrá en contacto con vosotros cuando pueda. Fin del mensaje. -Mauro había recitado sus palabras de un tirón, con los ojos cerrados para no olvidar ni una sola sílaba.
– ¿Y qué nueva pista es ésa? -inquirió Dalmau.
– Pasan los años y tú sigues como siempre, Dalmau -respondió Mauro con una mirada irónica-. He dicho fin del mensaje, porque nada más me ha dicho. Sólo me encargo del transporte de cadáveres y mensajes, no intento descifrar ni lo uno ni lo otro. Ése es vuestro trabajo, no el mío. Aunque, en realidad, Guillem ha añadido otra cosa, dice que puedo echaros una mano en lo que gustéis, que no es bueno que Bernard me tenga dormido tanto tiempo y que necesito un poco de ejercicio, y…
– Bernard está muerto, Mauro -insistió Dalmau, visiblemente nervioso.
– Y la muchacha, ¿dónde está? -interrumpió Jacques.
– Me satisface ver que también estáis en baja forma, chicos -suspiró el viejo Mauro-. Eso, o es que los años han aumentado vuestra sordera. Por más que preguntes, Jacques, no tengo respuestas en mis alforjas.
Mauro abrió la puerta y dejó entrar a dos hombres jóvenes. Dalmau y Jacques se apartaron, permitiendo que los dos recién llegados se hicieran cargo del cuerpo de la pobre mujer. Cuidadosamente, la envolvieron en una sábana de lino, la cargaron a sus espaldas y salieron tan silenciosamente como habían entrado.
– ¿Qué vas a hacer con ella, Mauro? -preguntó Dalmau con curiosidad.
– ¡Por fin tengo una respuesta para ti! Vamos a enterrarla, lo que se acostumbra a hacer con los muertos. Decentemente, por supuesto, nada de agujeros anónimos. Eso lo dejó muy claro Guillem. Una sepultura digna para una vida de sufrimiento, es lo justo, caballeros. Bien, si me necesitáis dejad un aviso en el molino del Temple de Sant Pere de les Puelles. Ellos me avisarán.
Mauro soltó una carcajada al ver las caras llenas de perplejidad de sus compañeros, pero no añadió nada más. Con un saludo de cabeza salió de la habitación.
– Hubiera jurado que estaba muerto -susurró Dalmau. -Que yo recuerde, no es la primera vez que resucita de forma tan dramática. Es uno de los perros fieles de Bernard, y no te olvides que siempre bromeaba acerca de su inmortalidad, creo que le gusta sorprendernos con sus apariciones.
– Tendremos que cambiar los planes, Jacques. La ausencia de Guillem nos complica las cosas.¡ Todo el mundo ha decidido desaparecer! ¡Es inadmisible!
– No te precipites, compañero -contestó Jacques, riendo ante el enfado de Dalmau-. Quizá sea lo mejor, hemos intentado apartar al chico de todo esto, ahora no podemos volvernos atrás.
– Tienes razón, pero el asunto del pergamino y de D'Arlés se han mezclado hasta tal punto, que ya no sé dónde empieza uno y acaba el otro.
– Por eso es mucho mejor que el chico se haya apartado del camino, Dalmau. Ese maldito pergamino nos ha apartado del nuestro y nos está confundiendo. Los datos se cruzan y se entremezclan sin orden ni concierto, eso nos ha despistado desde el principio.
– Quizá tengas razón, no lo sé… -Dalmau estaba dubitativo.
– Dalmau, tienes que escoger. Tu fidelidad a la orden está en encontrar los malditos documentos, y tu juramento te obliga a dar caza a D'Arlés. No debes confundir ambas cosas, aunque en tu interior así lo desees.
Dalmau meditaba con expresión abatida. Siempre había creído que lo tenía claro, lo había expuesto ante sus superiores con exactitud. Saldar cuentas había sido lo prioritario, si se presentaba la posibilidad. Y ahora la tenía y sin embargo, dudaba. Jacques pareció entender el ánimo de su amigo.
– Dalmau, déjalo ahora, no tiene importancia, han pasado muchos años, es lógico cambiar de opinión.
– ¡Tú no has cambiado! -cortó Dalmau-. Sientes lo mismo que aquella noche. Bernard también sentiría lo mismo si estuviera vivo.
– No puedes tener la seguridad de que así fuera -le contestó Jacques con suavidad, en voz baja.
– Debo seguir, lo sabes. Acaso sólo sea temor, miedo a ser demasiado viejo para esto, Jacques, a no poder soportar un nuevo fracaso y que D'Arlés vuelva a huir… Mis piernas ya no son tan veloces, amigo mío, el dolor ha sustituido a la rapidez. Es miedo, Jacques. Simple y llanamente miedo, nada más.
– Entonces estamos en igualdad de condiciones, Dalmau. -El Bretón se había acercado a él, rodeándolo con un abrazo-. Dos viejos gruñones asustados planeando cosas perversas. Pero no debemos preocuparnos, no ahora que el inmortal Mauro se ha incorporado a nuestro pequeño ejército.
Dalmau le observó con seriedad, para estallar en carcajadas unos segundos después. Jacques no tardó en seguirle, el humor les ayudaba a ahuyentar los temores que cargaban sobre sus hombros.
– ¡Por todos los diablos del Averno, Jacques, qué situación más ridícula! Tantas cicatrices para llegar a depender del viejo Mauro y su colección de espectros. ¿Te has fijado en que sigue hablando de Bernard en presente? -Dalmau se secaba las lágrimas, todavía riendo, pero de golpe volvió a la seriedad, como si una ráfaga de preocupación le hubiera envuelto-. De todas formas, tendremos que idear otro plan, sin el chico.
– Olvídate de Guillem. Nuestro plan es genial, sólo habrá que modificarlo un poco.
– ¡Un poco! ¡Te has vuelto loco! -saltó Dalmau-. Todo el plan descansaba en la actuación de Guillem. No tenemos tiempo de encontrar a otro que se preste a esta locura y no podemos dar muchas explicaciones, la verdad.
– Cálmate y piensa. No necesitamos dar explicaciones a nadie, porque no necesitamos a nadie, ¿entiendes? -Jacques le observaba con atención, calibrando su peso y su estatura, dan do vueltas a su alrededor y asintiendo con la cabeza. Dalmau empezó a intuir las intenciones de su amigo.
– ¡Por todos los santos! ¡No! No va a funcionar, Jacques.
Monseñor estaba agitado, su elegante sotana, realizada con la mejor seda, revoloteaba de un lado a otro al compás de sus nerviosos pasos. Sus guantes negros reposaban sobre la mesa, y Giovanni no podía apartar la vista de sus manos: habían sido unas hermosas manos exhibidas con orgullo, pero habían dejado de serlo hacía ya mucho tiempo. Observó las deformadas extremidades, de un color rojizo, como las garras de algún animal del inframundo. Se hacía extraño contemplar a Monseñor sin sus guantes, casi nadie tenía esa oportunidad. Giovanni desconocía las circunstancias exactas en que había tenido lugar el accidente, pero sabía que D'Arlés había tenido mucho que ver en ello. Sólo podía recordar los gritos de Monseñor cuando entró en la habitación. Estaba en llamas, como una tea danzante, intentando apagar el fuego que consumía sus ropas, aullando el nombre de D'Arlés como un poseso. El hábito cubría la memoria del fuego, pero sus manos… Sólo los guantes ocultaban aquella pesadilla. Monseñor había descubierto el doble juego de D'Arlés y ese descubrimiento siempre era peligroso. De repente, Giovanni fue despertado de su ensueño.
– ¿Y qué tiene que ver ese tal Berenguer de Palmerola con lo que nos ocupa? ¿De dónde sale este estúpido ahora, Giovanni?
– D'Arlés y él se han visto en varias ocasiones, Monseñor. Por mis averiguaciones, intenta utilizar al fraile contra vos.
– ¡Contra mí! -le atajó bruscamente-. Vamos, Giovanni, no puede nada contra mí, no seas ingenuo.
– Monseñor, creo que no tenéis en cuenta la situación. El Papa ya no está en Roma y allí tenéis enemigos considerables. El propio Carlos d’Anjou no puede seguir tolerando vuestra influencia, tiene al Papa en sus manos, no debéis olvidarlo. La importancia de este asunto no puede cegar la realidad de vuestra situación.
– Conozco perfectamente la situación, Giovanni, no necesito consejeros políticos. ¿Qué es lo que se supone que D'Arlés puede utilizar en mi contra?
– Es un asunto delicado, Monseñor. Os referiré la última conversación que mantuvieron, vos decidiréis su importancia. -Vio la expectación en su superior, la curiosidad en su mirada. Giovanni aspiró una bocanada de aire fresco y empezó-: D'Arlés le contó a fray Berenguer una dramática historia en medio de sollozos y arrepentimiento, una historia que narra la espantosa seducción de la que fue víctima, la violación de su cuerpo y de su alma. Según él, vos, aprovechándoos de su inocencia y confianza, abusasteis de su tierna juventud y vuestra perversidad y concupiscencia han sido la causa de sus horribles sufrimientos durante estos años. Aseguraba que no podía soportarlo más en silencio y que estaba decidido a confiar en el benevolente corazón de fray Berenguer para que pusiera en conocimiento de quien corresponda tales hechos. D'Arlés le suplicaba que ningún otro joven tuviera que pasar por aquel calvario y…
Giovanni se detuvo unos instantes, contemplaba la extraña sucesión de sentimientos en el rostro de Monseñor: la cólera, el resentimiento, el asombro, el horror y el miedo.
– Y -continuó- se teme que no llegará a tiempo. Ha comunicado al fraile la sospecha de que muchos de vuestros servidores, sobre todo los más jóvenes, son víctimas de vuestra espantosa lujuria.
– ¡Maldito bastardo! ¡El diablo se llevó su alma en el mismo momento de nacer!
– Lo que ignoro, Monseñor -siguió Giovanni, impasible-, es lo que puede hacer fray Berenguer al respecto, no es ninguna personalidad ni tiene ningún tipo de influencias, ni…
– ¡No importa quién sea, estúpido! ¡No puedo permitir que ese bastardo provoque un escándalo en estos momentos! Un pequeño error, Giovanni, un sólo pequeño error y mis enemigos caerán sobre mí como aves carroñeras.
– Me encargaré de solucionarlo, Monseñor. No debéis preocuparos por fray Berenguer, nadie notará su ausencia.
– ¡No! -exclamó rotunda y firmemente. Monseñor no podía ocultar su turbación, pero intentaba mantener el control-. No -repitió, con la mirada perdida-. No vas a encargarte de nada, Giovanni. Eso es asunto mío. Lo único que quiero es que me traigas a ese malnacido embustero, bastardo de Satanás. ¡Maldigo su vida mil veces! Tráemelo y olvídate de lo demás. Y ahora vete, necesito pensar. ¡Largo de aquí!
Giovanni retrocedió hacia la puerta, desconcertado por la reacción que habían causado sus palabras. Quería grabar en su memoria la imagen de aquel hombre en proceso de destrucción. Se detuvo, todavía tenía una noticia que dar.
– Por cierto, Monseñor, corren rumores de que Bernard Guils no ha muerto.
Esperó unos breves segundos, por una sola vez en muchos años, Monseñor no tenía una respuesta preparada, únicamente le miraba con estupefacción. Se giró, dirigiéndose hacia la puerta de salida, sin poder evitar una ancha sonrisa. Ya no necesitaba ver ni oír nada más.
En una esquina cerca de la Casa del Temple, uno de los espías de D'Arlés combatía el aburrimiento de la vigilancia. Nadie había entrado ni salido de la Casa, ni siquiera los mendigos habían acudido en demanda de su habitual mendrugo de pan. Se apoyó en la pared, le dolían los pies y tenía todo el cuerpo agarrotado. Pensó en la posibilidad de encontrar un nuevo trabajo y buscar una buena mujer, iba siendo hora de crear una familia y volver a casa. Empezaba a estar harto de viajes y de aquella maldita ciudad, húmeda y tediosa. Incluso su jefe había cambiado, todo el mundo le temía y últimamente actuaba como un ser enloquecido y demencial. Recordaba con espanto cómo había matado a uno de sus compañeros, uno de sus propios hombres sólo porque las noticias que traía no eran de su agrado. Lo había acuchillado sin parar, sin que nadie pudiera impedirlo, ni apartarlo, ni convencerlo de que aquel hombre ya estaba muerto.
Un escalofrío helado le recorrió el cuerpo ante el recuerdo de aquella carnicería. Aquel hombre no estaba bien, estaba descontrolado y representaba un peligro para sus propios hombres. Nunca le había gustado D'Arlés, pero necesitaba el trabajo y éste traía consigo una suma considerable de monedas. Las grandes puertas de la Casa del Temple se abrieron, sorprendiéndole en mitad de sus reflexiones. Abandonó el gesto cansino y se puso alerta. Dos hombres salieron llevando de la mano las bridas de sus respectivas monturas; reconoció de inmediato a Jacques el Bretón, no era fácil de confundir, pero el otro… «¡Por todos los santos! -murmuró-. O sea que es cierto lo que dicen, los rumores no mentían, es Guils, Bernard Guils en persona.» Estudió con detenimiento al hombre, iba envuelto en una capa oscura, con la capucha echada sobre el rostro, pero había visto perfectamente el parche negro sobre su ojo. No había error posible, él conocía a Guils, estaba más delgado, pero era él.
Pegó la espalda a la pared, respirando con dificultad, aquello no iba a gustar nada a su patrón y temía sus excesos, estaba completamente loco. Todavía estaba allí cuando se acercó uno de sus compañeros.
– ¿Lo has visto, lo has visto? -cuchicheaba.
Asintió con la cabeza. Ambos se miraron con temor reverencial, hasta que su compañero sacó una moneda del bolsillo.
– ¿ Cara o cruz?
– ¡Cruz! -respondió, en un arranque de piedad religiosa. La moneda saltó en el aire, mientras ambos la veían caer conteniendo la respiración.
– ¡Cruz! -exclamó su compañero con el miedo en el rostro. Le vio alejarse abatido y asustado, ignoraba si volvería a verlo con vida alguna vez, pero no pudo evitar un suspiro de satisfacción. D'Arlés iba a volverse más loco con la noticia, si es que ello era posible. Ya no se trataba de un rumor, lo habían visto con sus propios ojos, no había ninguna duda. Guils estaba vivo y dispuesto a pasar cuentas al maldito D'Arlés. El hombre se encogió en su esquina, había decidido cambiar definitivamente de trabajo, buscar a una de sus primas… desaparecer. Un rumor corría por la ciudad, una red invisible pero tupida se extendía como una plaga bíblica, distribuyéndose por finos canales, de oído en oído, de boca en boca.
Bernard Guils estaba vivo y había vuelto.