Capítulo VIII Fray Berenguer de Palmerola

«¿Sois hijo de dama y caballero, de linaje de caballeros y nacido de matrimonio legal?»


Las obras de construcción del gran convento dominico de Santa Caterina seguían su ritmo. Empezadas dos años antes, en 1263, el trabajo continuaba y se colocaban los fundamentos de lo que sería su gran iglesia. Los frailes se habían habituado al trajín constante de materiales y operarios de lo que se convertiría en el convento más grande de la ciudad. Fray Berenguer de Palmerola se hallaba enfrascado en una discusión con uno de los capataces, y aunque carecía de conocimientos en el arte de la arquitectura, estaba convencido de la importancia de sus opiniones y de la ineptitud de todos aquellos hombres que, día a día, y piedra a piedra, levantaban el edificio.

– ¿Una nave, una sola nave?

– Así fue diseñada y después aprobada, fray Berenguer, de eso hace veintidós años. -El capataz estaba irritado, intentando controlar su enfado.

– ¿Y este ábside? ¡No me diréis que va a tener siete lados! -Nos encontramos en una parte delicada de la construcción, fray Berenguer; como veis, el arranque de las vueltas obliga a una cuidadosa reflexión. Os ruego que no distraigáis a los operarios.

– ¡Que no…! ¡Cómo os atrevéis a dirigiros a mí en ese tono! Tendré que hablar seriamente con mis superiores, no os permito estas formas, vos no sabéis quién soy yo y no tolero faltas de respeto.

– Hablad con ellos, os lo ruego. Yo también lo haré.


Fray Berenguer dio media vuelta, enfurecido por las palabras del capataz, y se dirigió hacia los edificios del convento. Todavía no había conseguido contarle a su superior los entresijos de su viaje, y la espera le impacientaba. Sus propios hermanos no parecían estar interesados en los grandes riesgos que había sufrido e incluso le evitaban. Incluso su acompañante, fray Pere, había desaparecido de su vista desde el día de su llegada y desconocía dónde podía estar. Y qué decir de las obras que se prolongaban durante tantos años, una orden tan importante como la suya y viviendo en medio de cientos de operarios y miles de cascotes por todos lados. Era una vergüenza, aquello más parecía una cantera que la casa del Señor.

Cuando entró en las dependencias, le dieron aviso de que tenía una visita esperándole en el locutorio. Se quedó sorprendido, calculó que hacía unos veinte años que nadie venía a verle, y lleno de curiosidad marchó con rapidez hacia la Sala de Visitas. Una amplia sonrisa apareció en su rostro al contemplar a quien le esperaba.

– ¡Mi buen amigo, esto es un honor para mí, no tenía ni idea de que os encontrarais en la ciudad! -El fraile estaba encantado, su hosco carácter se había transformado en los más exquisitos modales.

– ¡Querido fray Berenguer! El placer de volveros a ver es para mí una grata sorpresa. Me enteré por casualidad que habíais llegado de un largo viaje, y encontrándome aquí, de paso, no quise dejar escapar la oportunidad de saludaros.

– ¡Es un honor, caballero, un gran honor! Cuando fuimos presentados, no creí jamás que volvierais a acordaros de este pobre fraile.

– No seáis modesto, amigo mío, nos dejasteis realmente impresionados de vuestros conocimientos y sabiduría.

– Por favor, tomad asiento, caballero. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

– Sois muy amable, fray Berenguer, gracias pero por ahora mi sed es escasa. En realidad, quiero confesaros que en cuanto oí que estabais en la ciudad, el cielo se abrió ante mí. Sólo vos podéis ayudarme, querido amigo. Tengo un desagradable problema y necesito de vuestros sabios consejos.

– Me sobrevaloráis, caballero, soy sólo un simple fraile. -Vos y yo sabemos que eso no es cierto. Deberíais estar en un cargo digno de vuestra estatura moral, hermano. No comprendo cómo vuestra orden no se beneficia más de vuestros estudios y de vuestra competencia. Quizás es que sois demasiado humilde y dado al recogimiento.

– Sois muy amable conmigo, caballero. Os ayudaré en todo lo que pueda. -Fray Berenguer rezumaba satisfacción por todos sus poros, los halagos habían hecho mella en él.

– Veréis, es un asunto sumamente delicado, una misión diplomática difícil. Me han enviado tras la pista de un hombre muy peligroso, uno de los enemigos de nuestro querido rey Luis. Nos han llegado rumores de que se está preparando algo contra la vida de mi señor, Dios no lo permita, y me encuentro en un momento decisivo.

– ¡Por todos los santos! No puedo creer que sucedan tales cosas.

– El diablo anda suelto en estos tiempos, fray Berenguer, vos lo sabéis tan bien como yo y es una lástima que el resto del mundo parezca tan poco interesado… Por eso he pensado que vos podríais ayudarme. Mi señor, Carlos d'Anjou, el amado hermano de nuestro rey, me comentó que sería una suerte contar con vuestra ayuda, y aquí estáis, como si de un milagro se tratara.

– ¡Bendito sea vuestro señor, caballero, disponed de mí! -El hombre que busco es judío, un médico judío, y creo que goza de buena reputación en vuestra ciudad, hermano Berenguer.

– ¡Esa maldita raza de asesinos de Nuestro Señor! Nuestro rey es demasiado tolerante con ellos, le engañan con el brillo del oro, caballero. No podéis imaginar mis continuas plegarias para que esa convivencia se acabe.

– ¡Cuánta razón lleváis, fray Berenguer, cuánta razón y ya veis lo incapaces que somos de solucionarlo! Veréis, ese hombre se llama Abraham Bar Hiyya y ha desaparecido de su casa desde hace dos días. Nadie sabe nada, dicen que está fuera de la ciudad. Pero ¿cómo voy a creer a gente tan dada al engaño?

Fray Berenguer abrió la boca, como si se estuviera ahogando, con la sorpresa pintada en el rostro.

– ¡Es increíble, realmente increíble, caballero!… Como si el Señor guiara nuestro camino para encontrarnos. ¡Un milagro!

– ¿Acaso sabéis alguna cosa que pueda ayudarme, amigo mío?

– Ese hombre que buscáis viajó conmigo desde Chipre hasta llegar a la ciudad. ¿No lo creéis milagroso? Claro que vi enseguida que no era de confianza, sólo poner un pie en la nave descubrí rápidamente que era un hombre peligroso. Incluso llegué a quejarme al capitán por obligarnos, a nosotros, cristianos, a viajar en compañía tan detestable, pero ya sabéis cómo son estos venecianos. Los conocéis muy bien, me temo.

– ¡Por el dulce nombre de Nuestro Señor! Tenéis razón, es casi un milagro, los propios ángeles me han guiado hasta vos. Sois la respuesta a mis plegarias, fray Berenguer, la persona adecuada para ayudarme. -Robert d'Arlés cogió las manos del fraile entre las suyas, en un intento de besarlas con veneración.

– ¡Oh, no, no, mi buen caballero, no hagáis eso! Vos un caballero tan importante, el mejor amigo de nuestro cristianísimo señor Carlos, el más fiel servidor del buen rey Luis. ¡Soy yo quien tendría que inclinarse ante vos!


Era ya noche cerrada y las calles estaban vacías, en la lejanía se escuchaba a los borrachos, perdidos y desorientados, sin encontrar el rumbo de vuelta a casa. Guillem avanzaba hacia la seguridad de su encomienda con la única idea de desaparecer en su camastro y dormir durante tres días seguidos. No pensar en nada, dejar la mente en blanco sin que un solo pensamiento le turbara. Pero algo le puso en aviso, casi de forma inconsciente. El cansancio desapareció de inmediato y todo su cuerpo se puso en tensión. Alguien le estaba siguiendo, sin lugar a dudas, alguien de su oficio, con la habilidad especial que procuraba un buen adiestramiento y que sólo una fina intuición educada podía percibir.

«Bien -pensó-, otra noche sin sábanas.» Mantuvo el ritmo de sus pasos sin variación, su perseguidor no debía descubrir que le había descubierto. Cambió el rumbo, alejándose de la Casa del Temple, en dirección a la pequeña plaza de Santa Maria y se internó en la callejuela de los Baños Viejos. Reflexionaba en cuál sería el mejor camino para sorprender a su perseguidor, desconocía sus intenciones y por el momento era sólo un leve murmullo a sus espaldas. Pasó el edificio de los Baños y giró a la izquierda, entrando en un oscuro callejón, percibiendo casi al instante la silueta de una puerta medio abierta por la que se coló. Un ronco gruñido de aviso provocó su sobresalto. Un cerdo de considerable tamaño le observaba tras su cerca, inquieto ante la llegada del intruso. Entornó silenciosamente la puerta hasta dejar un delgado resquicio, casi invisible en la oscuridad, y quedó a la espera, inmóvil, agradeciendo interiormente la imprudencia de los propietarios. No eran buenos tiempos para olvidar cerrar las puertas y mucho menos con animales a la vista, pero unos jadeos y el crujido de la madera por encima de su cabeza le hicieron sonreír: tenían una buena razón para el olvido.

Guillem esperó con paciencia hasta observar la silueta oscura que parecía trepar por los muros, vio cómo se detenía y volvía a avanzar como un gato pegado a la pared. Pasó tan cerca de él que pudo aspirar el penetrante olor a sudor frío que transpiraba, la ligera brisa que provocaba su movimiento. Transcurridos unos segundos, salió de su escondite sin que un solo murmullo delatara su presencia, entornando cuidadosamente la puerta y dispuesto a seguir con la cacería. Pero esta vez él sería el cazador.

No había avanzado muchos metros, cuando vio la presencia oscura cerca de unas casas, agazapada y a la espera. Alguien andaba delante de su perseguidor, un hombre envuelto en su capa que marchaba apresuradamente ansioso por llegar a su portal, quizá rezando para no tener que dar muchas explicaciones a su mujer. Lo que siguió a continuación fue tan rápido que Guillem no tuvo tiempo para reaccionar. El hombre que le perseguía se movió a la velocidad del viento cayendo sobre el incauto trasnochador sin un ruido, y sólo el destello del metal avisó a Guillem del fatal desenlace. Contuvo el aliento mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal. El asesino había confundido a aquel infeliz con él y ya era demasiado tarde para ayudarlo, nunca regresaría a su casa. Observó cómo el desconocido registraba las ropas de la inocente víctima al tiempo que lanzaba un juramento, una exclamación reprimida que denotaba la frustración del asesino, porque no había encontrado lo que buscaba. Un revuelo de capa le confirmó que el individuo daba por terminado su trabajo y se alejaba maldiciendo en voz baja. Guillem reemprendió entonces la persecución.

Se alejaban de la ciudad, hacia el norte. Guillem intentaba controlar el impulso de saltar sobre aquel sicario y dar rienda suelta a su rabia contenida, pero algo reprimía su deseo. Quizás el recuerdo de la maldición que había escuchado, en italiano, una lengua que conocía a la perfección. ¿Qué motivos podía tener aquel sujeto para querer matarle? No era D’Arlés, la Sombra, su voz era totalmente distinta, alejada del tono duro y cortante, metálico, que el joven guardaba en su memoria. ¿Quizás uno de sus esbirros? Era posible que pensara que él era una pieza menor, que no se tomara la molestia de hacer personalmente el trabajo. ¿Habían descubierto su verdadera identidad? Pero ¿cómo? D'Arlés no dejaba cabos sueltos, lo tenía comprobado, por muy superficiales que éstos fueran, borraba sus huellas con la precisión de un carnicero. Entonces, ¿quién era aquel hombre al que seguía? Entraba dentro de lo posible que estuviera perdiendo el tiempo, que persiguiera a un simple salteador de caminos ya de regreso al seguro refugio de su madriguera. Tenía que arriesgarse, pensó protegiéndose tras la sombra protectora de los árboles que delimitaban el camino. Su presa caminaba delante de él, tranquila, ajena a su persecución.

La noche era clara, iluminada por una luna transparente que reflejaba una luminosidad espectral a su alrededor. Guillem pudo ver, unos metros más adelante, el perfil de una casa de campo para la que los buenos tiempos ya habían pasado, un caserón grande y abandonado con un considerable pajar a su izquierda. Allí se adivinaba un resplandor entre las rendijas de su desvencijado portón, y hacia allí se dirigía su presa, entrando en el pajar sin una vacilación.

Guillem rodeó el edificio, inspeccionándolo, buscando el espacio perfecto que le permitiera entrar sin llamar la atención. Lo encontró en el lado sur, donde una escalera indolente se apoyaba en la pared. Había sido construida con manos hábiles y a pesar de los años de escaso servicio, parecía sólida. Subió con precaución, probando la resistencia de cada escalón antes de apoyarse en él, hasta llegar a la boca oscura en donde tiempo atrás se amontonaba la paja recién cortada. Una vez arriba, se arrastró por el altillo, buscando una rendija en el suelo lo suficientemente ancha para ver cómodamente lo que sucedía unos metros más abajo.

Dos hombres estaban sentados en el suelo del pajar, comiendo y calentándose en torno a una pequeña fogata. -¿Ya has acabado tu trabajo, Giovanni? -preguntó uno de ellos al recién llegado.

– ¿No ha llegado Monseñor? -El mencionado Giovanni no parecía dispuesto a dar explicaciones.

– No creo que tarde mucho, acostumbra a ser muy puntual, como ya sabes.

– No me gusta este asunto -masculló Giovanni-. He visto a uno de los esbirros de DArlés merodeando por El Delfín Azul.

– A ti no te gusta y yo no entiendo nada. No hace ni tres días que trabajábamos juntos, la gente de DArlés y nosotros, y ahora… ¿Puede alguien explicarme este embrollo? -El hombre masticaba un trozo de pan con dificultad, sus escasos dientes provocaban un extraño silbido cuando hablaba.

– Más vale no hacer demasiadas preguntas, Carlo -respondió Giovanni-. Tu vida se alargará, a Monseñor no le gusta dar respuestas. ¡Este asunto lo ha descontrolado todo!

– Pero ¿qué demonios de asunto, Giovanni? Estamos a oscuras, ni tan sólo sabemos qué estamos buscando. Lo único cierto es que en esta ciudad se han reunido tantos espías con diferentes amos que ya nadie sabe a quién vigila.

– Te repito lo mismo que le he dicho a Carlo, cuando los -amos se pelean entre sí, más nos vale no prestar atención, Antonio. Ellos ya sabrán el porqué, yo prefiero ignorarlo.

En el exterior, el sonido de un galope se acercaba rápidamente.

– Bien, muchachos -comentó Giovanni, levantándose-, si alguien quiere acortar su vida, es momento de preguntar, creo que Monseñor ya está aquí. Más vale que nos preparemos, nuestros resultados han sido escasos.


Fray Berenguer de Palmerola aprovechó su paseo diario para acercarse hasta la Casa del Temple. Las noticias que le había comunicado aquel importante caballero francés le habían inquietado. ¿Aquel viejo judío un traidor, un conspirador? Apartó las dudas de su mente, aquella raza abominable era capaz de todo y Robert d'Arlés era un hombre de toda confianza, no le mentiría. Sabía que era un íntimo colaborador de Carlos d'Anjou, su mano derecha, y era de sobras conocido que Carlos sería muy pronto coronado rey de Sicilia y acabaría de una vez por todas con el herético linaje de los Hohenstauffen, ¡aquellos malditos gibelinos! Y, sobre todo, tenía que cuidar de sus propios intereses, el noble DArlés era una persona muy influyente y reconocía su talento, incluso había llegado a sugerir un cargo muy importante en Roma, lejos de la mediocridad de la vida del convento.

– Tenéis cualidades muy importantes para mí, fray Berenguer -le había comentado en voz baja-, cualidades imprescindibles en estos tiempos. Muy pronto estaremos en Sicilia y mi señor Carlos necesitará de alguien de su absoluta confianza, alguien que sea digno de él, ya me entendéis.

Las palabras de DArlés eran música celestial en sus oídos y habían encendido sus esperanzas. Después del desastre de Mongolia, sus posibilidades de ascender en la orden eran escasas y prueba de ello era que su superior no se había dignado todavía a llamarle a su presencia. Tenía mucho que ganar y muy poco que perder, al fin y al cabo el caballero francés sólo pedía un pequeño favor, un encargo sin importancia que no le comprometía a nada.

Cuando fray Berenguer llegó al portón de la Casa del Temple, solicitó ser recibido por el comendador, pero le notificaron que éste se hallaba de viaje. Sin embargo, podía ser atendido por el hermano Tesorero, frey Dalmau, el administrador. Mientras iban a avisarle, le instalaron en una amplia sala, iluminada por la luz que entraba a través de grandes ventanales, y a su lado dejaron una copa y una jarra de vino. Lo paladeó con deleite, el vino hecho en las grandes encomiendas templarias gozaba de merecida fama y, desde luego, no le decepcionó.

– ¡Estimado hermano! Me han dicho que deseabais hablar conmigo. -Frey Dalmau había entrado en la estancia y se dirigía hacia el dominico con los brazos abiertos.

– Sois muy amable al recibirme. Lamento haber interrumpido vuestro trabajo.

– Muy al contrario, fray Berenguer, de esta manera me permito unos minutos de asueto y disfruto del placer de vuestra compañía. Decidme, len qué puedo ayudaros?

– Veréis, frey Dalmau, me temo que el motivo de mi visita no es nada agradable. -El dominico estudiaba con atención el rostro de su interlocutor, intentando adivinar sus reacciones-. Ha llegado a mis oídos un rumor que me niego a creer y es por esta razón por lo que he creído conveniente avisaros, ya que dicho rumor se refiere a vuestra orden. Ya sabéis, querido hermano, el perjuicio que pueden causar las malas lenguas.

– Lo sé, lo sé, pero confieso que habéis despertado mi curiosidad. Frey Dalmau no mentía, estaba realmente intrigado ante el comportamiento del fraile. Sabía que era uno de los compañeros de viaje de Abraham y de Guils y, por las explicaciones del anciano judío, no había resultado una buena compañía. ¿Qué estaría tramando?

– Escuchad, amigo mío -siguió fray Berenguer-, se comenta que la Casa del Temple esconde a un judío acusado de alta traición. Estoy indignado, no sabéis lo que me irritan las falsas acusaciones, pero no he tenido más remedio que venir a comprobarlo personalmente, espero que no os moleste.

– ¿Un judío acusado de alta traición? -Frey Dalmau estaba perplejo, aunque empezó a intuir las intenciones del visitante-. No hemos recibido ninguna información al respecto, lo cual es muy grave si lo que decís es cierto. Los oficiales reales no nos han comunicado nada parecido y siempre nos ponen al corriente. ¿De quién estáis hablando, fray Berenguer?

– Su nombre es Abraham Bar Hiyya, vive aquí en la ciudad y es médico. Según mis informes, ha atendido a más de un miembro de vuestra milicia.

– Vuestros informes no os engañan, mucha gente conoce que Abraham nos ha atendido siempre que lo hemos necesitado, al igual que a una gran parte de la nobleza y de la ciudadanía de Barcelona. Pero no hay ninguna acusación contra él, y mucho menos de alta traición. Me temo que os han engañado, fray Berenguer, y os aconsejo que actuéis con prudencia, alguien podría pensar que intentáis difamar el buen nombre de una persona muy respetada en la ciudad. Y no creo que ésta sea vuestra intención.

– Mis informaciones provienen de lo más alto y…

– Lo más alto que yo conozco en esta tierra, hermano, es nuestro amado rey, y os aseguro que si existiera esa acusación de la que habláis, seríamos los primeros en enterarnos. -Frey Dalmau mostraba irritación ante la insistencia del fraile y la retorcida mente de su invitado empezaba a molestarle.

– Nuestro rey está muy distraído últimamente. -Maliciosamente, fray Berenguer apuntaba hacia los últimos devaneos amorosos del monarca.

– Ni vos ni yo estamos capacitados para juzgar el comportamiento de nuestro rey, hermano, y vuestras palabras podrían ser consideradas causa de traición. Deberíais ser más cauto y prudente.

– ¡Cómo podéis insinuar tal cosa! Mis informes, ya os lo he dicho, no provienen de cualquier taberna, sino de las más altas instancias de un país vecino que ha confiado a este pobre fraile una misión tan delicada. Ellos conocen mi experiencia y…

– Entonces vuestra experiencia os sirve de bien poco, fray Berenguer -cortó secamente frey Dalmau-. Deberíais saber que colaborar con otro país, especialmente en estos momentos, os podría colocar en una situación muy peligrosa y la injusta acusación que lanzáis contra Abraham podría girarse contra vos.

El rostro del fraile adoptó un tono escarlata ante la sugerencia del templario y en sus manos, fuertemente aferradas a los brazos de la silla, asomaron una multitud de venillas azules. Su tono cambió de forma abrupta.

– ¿Por qué protegéis a este judío? -exclamó.

– No creo que el anciano Abraham necesite protección, fray Berenguer. Hace más de un año que partió hacia Tierra Santa y creedme si os digo lo mucho que mis huesos lo echan de menos. Es un excelente médico al que he recomendado en muchas ocasiones, cosa que no dejaré de hacer por vuestras infundadas acusaciones. Pero ya que sois un experto, no os costará mucho encontrarlo en Palestina.

– ¡Ese judío ya no está en Palestina! -Entonces sabéis mucho más que yo.-Pero ¿no os dais cuenta de que ese judío es un peligro, frey Dalmau?

– Lo único que veo, hermano, es que alguien está utilizando vuestra ignorancia con fines que me son oscuros. Y yo de vos, no andaría clamando que estáis ayudando a un país extranjero. Es un mal momento para alianzas extrañas y, si me lo permitís, debemos poner fin a esta conversación. No deseo perjudicaros, pero si continuáis, me veré obligado a poner en conocimiento de la autoridad real vuestras palabras.


Fray Berenguer de Palmerola salió de la Casa del Temple furioso y congestionado por la ira. Nada había funcionado tal como había previsto y aquel orgulloso templario le había humillado de forma indigna, riéndose de su falta de experiencia. Y no sólo eso, ¡se había atrevido a amenazarle, a llamarle traidor en su propia cara! ¡Malditos presuntuosos! No sabían a quién se enfrentaban, ignoraban el poder de sus influencias y de sus amistades. No había descubierto si aquel sucio judío se escondía entre aquellas paredes, pero no sería de extrañar, aquella gentuza del Temple actuaba siempre como le daba la real gana, sin obedecer a obispos ni abades. Pero si el judío se escondía allí, si ellos lo estaban protegiendo, lo descubriría y haría todo lo posible para perjudicarles. Sí, iban a acordarse de él durante un largo tiempo. Sólo la idea de la venganza logró calmar su ánimo y muy pronto, en su mente, la figura de un fray Berenguer, poderoso e influyente, castigando a los osados que se atrevían a cruzar en su camino, le llenó de satisfacción.


Escondido en una esquina, cerca de la Casa del Temple, un asustado fray Pere de Tever, contemplaba la furiosa salida de su hermano y superior. No sabía qué hacer ni a quién acudir.

Durante unos breves días había conseguido esquivar la presencia de su irascible compañero, incapaz de soportar su arrogancia y su mezquindad, pero aquella mañana, arrepentido de su poca paciencia, había ido a buscarlo. Había sido un error, pensaba ahora, no debía haberse quedado junto a la puerta, escuchando. La curiosidad le había arrastrado, no podía creer que aquel viejo rencoroso tuviera una visita, porque nadie le conocía amistades ni familia. Y se quedó allí, oculto tras la puerta, espiando la conversación con aquel elegante caballero francés. Casi de inmediato, descubrió su error, pero no podía huir sin que ellos se dieran cuenta de su presencia, y el miedo se apoderó de él. Escuchó con espanto cómo querían acabar con la vida de aquel pobre hombre, un judío que no había lastimado a nadie, únicamente perjudicado por su raza y por el odio intenso que sentía fray Berenguer hacia toda diferencia. Pero todo esto no fue lo peor. El terror se apoderó de él cuando pudo observar al caballero francés, cuando contempló su rostro. Conocía aquella cara, estaba seguro, sin lujosas ropas ni alhajas, más bien al contrario, sucio y con barba de varios días, pero era el mismo hombre, sin lugar a dudas. Comprendió que estaba ante uno de los tripulantes de la nave en la que habían viajado, el hombre que había embarcado en Limassol.


Guillem aguzó los sentidos. Sobre el suelo del pajar, inmóvil, con la mirada fija en lo que sucedía. Alguien había llegado y los hombres se habían levantado en silencio, con el respeto que impone el miedo.

Un nuevo personaje apareció en la puerta. Vestía completamente de negro, alto y corpulento, con unas relucientes botas altas de buen cuero, sus manos enguantadas, y en ellas un gran anillo. El joven contuvo la respiración al verlo, parecía un anillo cardenalicio, aunque a aquella distancia era difícil asegurarlo.

– Buenas noches, caballeros, ¿qué tenéis para mí? -El sarcasmo de sus palabras molestó a los hombres, pero no respondieron de inmediato.

– El muchacho se escapó, desapareció en un instante. Ha sido bien instruido -contestó Giovanni.

– Es increíble, Giovanni, mi hombre más curtido, burlado por un jovenzuelo imberbe. Creo que te estás haciendo viejo. -No es exacto lo que decís, Monseñor. No es un simple joven, no hay que olvidar que es el hombre de Guils -se defendió.

– ¡El hombre de Guils! Vamos, Giovanni, no intentes engañarme. Querrás decir más bien el chico de los recados de Guils. Me temo que hay muchos fallos últimamente, señores.

Giovanni calló, estaba en un terreno peligroso y no era saludable llevar la contraria a su patrón. Viendo su silencio, Carlo, su compañero, intervino.

– Ese chico estuvo en la taberna, señor, se puso en contacto con Santos. Y en lo que se refiere a D'Aubert… está muerto, parece que la Sombra se nos adelantó. Registramos la habitación y también el cadáver, pero no hallamos nada.

– El judío sigue en la Casa del Temple, Monseñor… -añadió el llamado Antonio, en voz muy baja, como si temiera molestar al hombre de negro-. No se ha movido de allí. Tenemos vigilancia las veinticuatro horas del día, no ha habido movimientos sospechosos y únicamente un destacamento de seis templarios ha salido hacia la encomienda del MasDeu. Abraham no estaba con ellos.

– ¡Menudo hatajo de inútiles que tengo a mi servicio! -El desprecio impregnaba las palabras y el tono de voz del hombre oscuro.

Un sombrero de ala ancha impedía a Guillem descubrir el rostro del hombre, y sólo gracias a un contraluz que danzaba en torno a la hoguera, pudo vislumbrar una nariz larga y aguileña y unos labios carnosos y bien perfilados.

– ¿Y dónde está D'Arlés?

Un espeso silencio se instaló entre los tres hombres que le escuchaban, y se miraron unos a otros sin atreverse a contestar.

– ¡O sea, que no habéis encontrado a ese malnacido! -tronó la voz-. Decidme, ¿hay algo que me demuestre que estáis trabajando para mí, o es que habéis cambiado de bando?

– Señor, comprendo vuestro enfado, pero encontrar a la Sombra no es tarea fácil. Se nos escurrió de las manos en el puerto, desapareció sin dejar rastro, sabéis que ese hombre es un mago des…

– ¡Ya basta de estupideces, Giovanni! Vuestras supersticiones me hastían. Sabes perfectamente que es de carne y hueso, y por lo tanto tan mortal como tú mismo, no se trata de ningún espectro infernal… -Monseñor quedó unos segundos en silencio-. Lo único que sabéis es que estuvo en El Delfín Azul, que mató a D'Aubert y fin de la historia. Muy poca información para unos agentes que llevan tantos años de servicio, ¿no creéis?

– Monseñor… -empezó titubeando Giovanni.

– ¡Basta de excusas! Quiero que saquéis de en medio al chico de Guils, hay demasiada gente en este asunto. Interrogad a Santos, sacadle todo lo que sabe y matadlo. ¡Despejadme la situación! No quiero interferencias entre D'Arlés y yo, ningún impedimento. ¿Queda claro, caballeros?

– Clarísimo, Monseñor -masculló Carlo.

– D'Arlés está descontrolado, y su gente también, hay que evitar por todos los medios que el transporte de Guils caiga en sus manos. El honor de Roma está en juego, señores, eso es algo que necesito que comprendáis de una vez. ¿Habéis puesto vigilancia en los burdeles de la ciudad?

– Están todos vigilados, Monseñor -contestó Antonio. -Bien, es una de nuestras bazas más importantes. Ese bastardo de D'Arlés no podrá aguantar mucho sin apalizar a una prostituta, es un vicio demasiado fuerte, no lo puede evitar. ¡Maldito traidor!

– Ése es un dato que también posee Jacques el Bretón, o Santos. Si no somos nosotros, Santos le pillará, Monseñor. -Giovanni hablaba con cautela.

– ¡D’Arlés es mío! ¡Todo lo que sabe y lo que tiene me pertenece, Giovanni! No quiero que nada ni nadie se interponga, creo que ya lo he dejado suficientemente claro.

– No creo que al Temple le guste que liquidemos al chico de Guils, Monseñor, están realmente molestos con su muerte y…

– Pues mucho mejor, Carlo, sus molestias me hacen feliz. Fueron ellos quienes empezaron este maldito asunto, ya hace muchos años, y cuanto más perjudicados ellos, mejor para nuestros intereses. Pero me temo que lo que os preocupa a vosotros, pandilla de ineptos, es la posibilidad de encontraros entre dos grandes hogueras: por un lado, el bastardo DArlés y, por el otro, el Temple; sí, dos grandes hogueras. Mis fieles servidores están asustados de salir quemados del fuego. Es realmente preocupante, quizá sea el momento justo de buscar gente más capacitada que vosotros.

– Sois injusto, Monseñor, os hemos servido fielmente y hemos arriesgado nuestra vida por vos en muchas ocasiones.

– Tienes razón, mi buen Giovanni, lo habéis hecho. Pero me pregunto si podéis seguir así. Hasta ahora, sólo tengo dudas acerca de vuestra capacidad, no parecéis comprender la importancia que este asunto tiene para mí.

– Encontraremos a D'Arlés, Monseñor, y cumpliremos vuestras órdenes. No habrá más fallos. -Carlo hablaba con seguridad, sin una vacilación. No le gustaba el brillo de rebeldía que contemplaba en la mirada de Giovanni, su compañero, temía que éste pudiera decir algo de lo que después se arrepintiera.

– Bien, gracias Carlo, así me gusta, que comprendáis mis preocupaciones y me ayudéis a solucionarlas. No tengo más tiempo para vosotros, mañana, quiero resultados.

– ¿Aquí mismo, Monseñor? -Carlo llevaba la iniciativa ante el obstinado silencio de Giovanni.

– No, nos veremos en la ciudad, a la misma hora. Y espero que no me hagáis perder el tiempo.

El hombre se los quedó mirando un largo rato, estudiándolos con atención, sin añadir ni una palabra más y reforzando con la mirada las órdenes dadas. Después se dio la vuelta y desapareció por donde había venido, y el sonido del galope señaló a los hombres que ya podían respirar tranquilos.

– Esto se está poniendo feo, Giovanni -musitó Carlo.

– Desde luego, si DArlés o el Temple no acaban con nosotros, el propio Monseñor lo hará con sus propias manos. Tenemos que movernos rápido, Giovanni. ¿Qué demonios te pasa? -Antonio parecía intranquilo por el comportamiento de su compañero.

En un rincón, Giovanni mantenía su silencio, parecía hallarse muy lejos de allí, perdido en algún lugar de la memoria.

– ¿Cuáles son tus órdenes? -insistió Carlo.

– Antonio se encargará del chico de Guils y de supervisar la vigilancia de la Casa del Temple; nosotros buscaremos a D'Arlés y terminaremos con Santos. -Giovanni había despertado de su ensimismamiento.

– ¿Y el judío?

– Después, ya habéis oído las prioridades de Monseñor. Tú, Antonio, encárgate de arreglar todo esto y apaga la hoguera, nadie debe sospechar que hemos estado aquí. ¡Vámonos, Carlo!

Una vez fuera del pajar, los dos hombres hicieron un aparte, parecían preocupados e inquietos.

– No me gusta, Giovanni, no me gusta nada.

– Sólo sabes repetir lo mismo, como una oración pesada y aburrida. ¿Por qué no cambias de tema, Carlo?

– ¿Cómo se imagina que vamos a cazar a D’Arlés? Nadie ha visto su cara y se comenta que tiene poderes mágicos y…

– ¡Ya es suficiente, Carlo, deja de decir tonterías! Yo sí conozco su cara. Olvidas que llevo mucho más tiempo con Monseñor que vosotros, y que trabajé con DArlés cuando éste estaba a las órdenes de nuestro amo y señor. -Las palabras de Giovanni no escondían la ironía.

– ¿D'Arlés trabajó para Monseñor? -El asombro se pintó en el semblante de Carlo.

Giovanni no respondió, se dirigió hacia los caballos en silencio. Sabía perfectamente lo que deseaba su patrón. No había olvidado aquel día en que entró en las estancias de Monseñor en Roma, sin llamar a la puerta, como acostumbraba a hacer en los últimos tiempos. Monseñor y Robert d'Arlés estaban abstraídos en sus juegos amorosos, ajenos a su presencia, y Giovanni comprendió que su papel había terminado, que las cosas cambiarían a partir de entonces, simplemente había sido sustituido. Tendría que volver a llamar antes de entrar en los aposentos de Monseñor, el juego había terminado. Por entonces, era joven e inexperto, aunque descubrió que D’Arlés, bastante más joven que él, tenía una amplia experiencia y un instinto casi animal. Sí, Giovanni conocía a la perfección las emociones más profundas de Monseñor, había seguido con él, sirviéndole con lealtad durante todos aquellos años y se preguntaba por qué razón había continuado a su servicio. No envidiaba a D'Arlés en aquellos momentos, la venganza de Monseñor podía ser muy cruel. Jamás había aceptado la traición de aquel bastardo a pesar de que sus oscuros deseos hacia él seguían allí, guardados celosamente. Sí, Giovanni casi podía verlos: deseo y pasión por aquel malnacido, como serpientes enroscadas al cuello de su patrón. Sin salir de su obstinado silencio, montó y dirigió su caballo hacia el camino, había mucho trabajo por hacer.

Guillem observaba cómo el tercer hombre, Antonio, recogía sus pertenencias y apagaba los rescoldos del fuego. Tenía órdenes de matarlo y era necesario poner remedio a la situación. Esperó unos minutos, dando tiempo a que los dos hombres se alejaran, en tanto el llamado Antonio silbaba y daba un último vistazo, comprobando que todo estuviera en orden. Sonrió ante el resultado de su trabajo, el pajar volvía a su naturaleza abandonada, como si nadie lo hubiera pisado en siglos, propiedad exclusiva de las almas en pena. Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, cuando algo le tiró al suelo y lo envolvió con una tela pesada y oscura. Un pánico supersticioso se apoderó de él, la Sombra lo había atrapado y estaba perdido, impotente ante el poder maléfico de aquel espectro. Sintió un golpe sordo que le rasgaba la garganta y sus manos, en un intento desesperado, acudieron ciegamente para detener el fluido vital que se le escapaba. Un sereno abandono invadió su cuerpo y se quedó quieto, resignado a la fatalidad, envuelto en la capa oscura que le había cegado, sin poder ver a su agresor. Aunque no hacía falta, el pensamiento de Antonio estaba fijado en aquella Sombra evanescente cuya leyenda siempre le había provocado un miedo irracional y sin sentido. Sus manos se aflojaron abandonando la garganta, y un caudal rojo se abrió paso, libre de ataduras, impregnando su piel.

Guillem le contempló sin ninguna expresión. No ignoraba que aquel hombre le hubiera matado y lo hubiera celebrado en la primera taberna; no sentía ninguna piedad ni tampoco culpa. Indiferencia, acaso, y la alegría de seguir vivo.

– Mi primer espía papal, Bernard. ¡A tu salud, compañero!


Frey Dalmau recorría a grandes pasos la corta distancia que había entre las dos paredes. Era una estancia diminuta, vacía de muebles y de cualquier elemento. Oyó un ruido en el techo y se pegó a una de las paredes, la mano en la espada, listo para reaccionar. Una trampilla se abrió encima de su cabeza, apareciendo la gran cicatriz de Jacques el Bretón, que bajó por una estrecha escalerilla de mano hasta llegar junto a su compañero. Se abrazaron con emoción.

– Éste es uno de los peores lugares, Jacques, podrías haber escogido cualquier otro. Nunca me gustó, parece una ratonera.

– Es el que tenía más a mano, Dalmau. Me he pasado la mañana recorriendo nuestros viejos agujeros y poniendo orden. Era necesario establecer si todavía conservan unas mínimas reglas de seguridad, y lamento decirte que he prescindido de un par de ellos, ya no existen.

– ¿Y los «santuarios» de Guils? Deben de estar en perfectas condiciones. Bernard era sumamente cuidadoso con sus espacios de seguridad, «sagrados», como les llamaba. ¿Los has revisado?

– He revisado los que conocía, Dalmau, y están impecables. Pero tengo que confesar que desconozco muchos de ellos, Bernard ampliaba continuamente su red de seguridad.

– ¿Qué has hecho con El Delfín Azul?

– Todo arreglado, Santos ha desaparecido de la faz de la tierra y un nuevo propietario aparece en escena. Nadie sabe quién es, naturalmente; el único visible es un encargado que no sabe nada de nada, un desgraciado facineroso que está convencido de que va a hacerse de oro. Monseñor va a tener una desagradable sorpresa, sus esbirros llevan días rondando por allí.

– ¡Ya ha llegado! -Dalmau no pudo evitar una exclamación de asombro.

– Querido amigo, me parece que no le valoras en lo que vale. Está aquí desde el mismo momento en que el barco de Guils llegaba a puerto, husmeando la pista de D'Arlés como una perra en celo. No se fía ni de sus propios hombres, necesita ser el gran almirante de sus ejércitos. ¡No se perdería esto por nada del mundo!

– Eso nos complica las cosas, Jacques, hay demasiada gente metida en este asunto.

– Vamos, Dalmau, muchacho, no te desanimes. El transporte de Guils, sea lo que sea, ha alborotado a todo el gallinero: los papales de Monseñor, los franceses de D'Arlés, nosotros… ¿No han venido los bizantinos? Es una lastima, sin ellos no será lo mismo.

– No te lo tomes a broma, Jacques, éste es un asunto muy serio. Ha estallado una guerra subterránea y no declarada, pero una guerra que puede convertirse en una auténtica carnicería si no andamos con cuidado.

– Bien, maldito espía, ¿puedes decirme cuál es el motivo de esta especie de guerra? ¿Qué llevaba Bernard?

– Documentos -respondió evasivamente Dalmau.

– ¿Documentos? Vamos, no te hagas el misterioso conmigo, resulta muy aburrido. ¿Qué malditos papeluchos valen tanta sangre? ¿Se han vendido Tierra Santa a los mamelucos?

– Te diré lo que sé, Jacques, y reconozco que no es mucho. ¿Recuerdas las excavaciones que la orden realizaba en el Templo de Jerusalén?

– ¡Pues claro! Y como yo todos los servicios especiales de Occidente y de Oriente.

– Eso no es verdad, Jacques, no lo sabe tanta gente. -Dalmau parecía irritado ante la frivolidad de su compañero.

– ¡Ya salió el hombre enigmático del Temple! No puedes negar la evidencia, las filtraciones son un negocio en alza y que yo sepa, la mitad de los que se dedican a este repugnante negocio lo hace en nombre de dos o más amos. El estilo D'Arlés se ha impuesto, Dalmau, es el más fructífero, aunque te moleste. No entiendo cómo puedes seguir en esto.

– Está bien, está bien, no empecemos a discutir, Jacques. -Dalmau lanzó un profundo suspiro, conocía muy bien las opiniones de su compañero al respecto-. Volviendo al asunto, parece que encontraron algo en las excavaciones, algo importante y que se ha mantenido en secreto durante todo este tiempo. Pero la actual situación en Tierra Santa es inestable, por no decir crítica, y temieron por su seguridad. Organizaron una operación de gran envergadura, al mando de Bernard, para encontrar un escondite más seguro.

– ¿De qué se trata? ¿Sabía Bernard lo que era? -Desconocía la naturaleza del documento, sólo su importancia.

– Bien, ¿y qué demonios es, Dalmau?

– No lo sé, créeme, no tengo la menor idea. Todo se ha llevado con el máximo secreto y muy pocas personas conocen su contenido. Lo único que conozco es que se trata de dos pergaminos, uno en griego y otro en arameo. No me han dicho nada más.

– Muy poca cosa para un cancerbero tan fiel como tú, Dalmau. «Ellos» se encargan de este asunto, ¿no es verdad?

– Sí, si quieres verlo de esta manera tan peculiar, pero no olvides que «ellos», como tú dices, somos nosotros.

– Como siempre, en este tema no estoy de acuerdo. Nunca lo he visto claro, Dalmau, y sabes que tengo parte de razón. Yo también trabajé con ellos, contigo y con Bernard, no lo olvides. El selecto «Círculo interior» siempre en primera fila.

– Te dejas llevar por una animadversión irracional, Jacques, tú has seguido trabajando para nosotros… a través de Bernard, es cierto, pero ¡por todos los santos!, ¿para quién piensas que trabajaba Bernard?

– Bernard era diferente, tú eres diferente… -se obstinó Jacques.

– Dejemos de discutir y de perder el tiempo que no tenemos, amigo mío. Nuestra prioridad es D'Arlés. Hay que encontrarlo antes de que lo haga Monseñor. Es importante que esta vez no se nos escape. No después de la muerte de Bernard.

– ¿Y qué piensan tus superiores? -Jacques se obstinaba en la pregunta.

– No interferirán, conocen mi postura y saben que si me impidieran saldar esta vieja cuenta, abandonaría el oficio. Y eso no les interesa, o sea que asienten y callan. ¡Déjalo ya, Jacques, olvídate de «ellos» de una vez!

– Tienes razón, no podemos perder el tiempo. Y el chico de Guils, ¿qué hacemos con él?

– Por ahora, Guillem ha pasado a nuestra tutela, me he convertido en su superior inmediato, en su único superior, y tú en su protector, Jacques, pero hemos de apartarlo de nuestro asunto. Sólo nos concierne a ti y a mí, ahora sólo quedamos nosotros. El chico se mantendrá al margen.

– No será nada fácil apartarlo si anda cerca.

– Lo intentaremos, Jacques, y que sea lo que Dios quiera. Y ahora, por favor, ¿quieres explicarme cuál es tu plan de acción? Jacques el Bretón se lo quedó mirando con ternura. Su compañero había envejecido, como él, como todos. Otros se habían quedado en el camino, sin posibilidad de hacerlo. Se convenció de que su recuerdo les daría las fuerzas que los años les arrebataban, y acto seguido empezó a hablar. Dalmau le escuchaba con toda atención.

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