«Dios mueve al jugador, y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?»
J. L. Borges
Un sobre cerrado es un enigma que tiene otros enigmas en su interior. Aquel era grande, abultado, de papel manila, con el sello del laboratorio impreso en el ángulo inferior izquierdo. Y antes de abrir la solapa, mientras lo sopesaba en la mano buscando al mismo tiempo una plegadera entre los pinceles y frascos de pintura y barniz, Julia estaba muy lejos de imaginar hasta qué punto ese gesto iba a cambiar su vida.
En realidad, conocía ya el contenido del sobre. O, como descubrió más tarde, creía conocerlo. Quizá por eso no sintió nada especial hasta que extrajo las copias fotográficas y las extendió sobre la mesa para mirarlas vagamente aturdida, reteniendo el aliento. Fue entonces cuando comprendió que La partida de ajedrez iba a ser algo más que simple rutina profesional. En su oficio menudeaban los hallazgos insospechados en cuadros, muebles o encuadernaciones de libros antiguos. Seis años restaurando obras de arte incluían una larga experiencia en trazos y correcciones originales, retoques y repintes; incluso falsificaciones. Pero nunca, hasta aquel día, una inscripción oculta bajo la pintura de un cuadro: tres palabras desveladas por la fotografía con rayos X.
Cogió el arrugado paquete de cigarrillos sin filtro y encendió uno, incapaz de apartar los ojos de las copias fotográficas. No cabía duda alguna, puesto que todo estaba allí, en los positivos de las placas radiológicas de 30x40. El diseño original de la pintura, una tabla flamenca del siglo XV, se apreciaba nítidamente en su detallado dibujo con verdaccio, igual que las vetas de la madera y las junturas encoladas de los tres paneles de roble que formaban la tabla, soporte de los sucesivos trazos, pinceladas y veladuras que el artista había ido aplicando hasta crear su obra. Y en la parte inferior, aquella frase escondida que la radiografía sacaba a la luz cinco siglos después, con los caracteres góticos destacando nítidamente en el blanco y negro de la placa:
Quis necavit equitem
Julia sabía latín suficiente para traducirlo sin diccionario: Quis, pronombre interrogativo, quién. Necavit procedía de “neco”, matar. Y equitem era el acusativo singular de eques, caballero. Quién mató al caballero. Con interrogación, que el uso del quis hacía evidente, dándole un cierto aire de misterio a la frase:
¿Quién mató al caballero?
Como mínimo, era desconcertante. Dio una larga chupada al cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos de la mano derecha, mientras con la izquierda reordenaba las radiografías sobre la mesa. Alguien, quizás el mismo pintor, había planteado en el cuadro una especie de acertijo, que después cubrió con una capa de pintura. O tal vez lo hizo otra persona, más tarde. Quedaba aproximadamente un margen de quinientos años para establecer la fecha, y esa idea hizo que Julia sonriese para sus adentros. Podía resolver la incógnita sin demasiada dificultad. Después de todo, aquel era su trabajo.
Cogió las radiografías y se puso en pie. La luz grisácea que entraba por la gran claraboya del techo abuhardillado iluminaba directamente el cuadro, encajado en un caballete. La partida de ajedrez, óleo sobre tabla pintado en 1471 por Pieter Van Huys… Se detuvo frente a él, observándolo durante un largo rato. Era una escena doméstica pintada con minucioso realismo cuatrocentista; un interior de aquellos con los que, aplicando la innovación del óleo, los grandes maestros flamencos habían sentado las bases de la pintura moderna. El motivo principal lo constituían dos caballeros de mediana edad y noble aspecto, a uno y otro lado del tablero de ajedrez sobre el que se desarrollaba una partida. En segundo plano, a la derecha y junto a una ventana ojival que enmarcaba un paisaje, una dama vestida de negro leía un libro, puesto sobre el regazo. Completaban la escena los concienzudos detalles propios de la escuela flamenca, registrados con una perfección que rayaba en lo maniático: los muebles y adornos, el enlosado blanco y negro del suelo, el dibujo de la alfombra, incluso cierta pequeña grieta en el muro, o la sombra de un minúsculo clavo en una de la vigas del techo. El tablero y las piezas de ajedrez habían sido ejecutados con idéntica precisión, del mismo modo que las facciones, manos y ropas de los personajes, cuyo realismo contribuía a la extraordinaria calidad del acabado con la viveza de los colores, apreciable a pesar del oscurecimiento producido por la oxidación del barniz original con el paso del tiempo.
Quién mató al caballero. Julia miró la radiografía que sostenía en la mano y después el cuadro, sin apreciar en éste, a simple vista, el menor rastro de la inscripción oculta. Un examen más detenido, con lupa binocular de 7 aumentos, tampoco aportó nada nuevo. Corrió entonces la gran persiana del tragaluz, oscureciendo la habitación para acercar al caballete un trípode con lámpara Wood, de luz negra. Aplicados a un cuadro, sus rayos ultravioletas hacían fluorescentes los materiales, pinturas y barnices más antiguos, y dejaban en oscuro o negro los modernos, descubriendo así repintes y retoques aplicados después de su creación. Pero la luz negra no reveló más que una superficie fluorescente plana que incluía la parte de la inscripción cubierta. Eso significaba que ésta había sido tapada por el propio artista, o en fecha inmediatamente posterior a la realización de la pintura.
Hizo girar el interruptor de la lámpara, descubrió la claraboya, y la luz acerada de la mañana otoñal vino a derramarse de nuevo sobre el caballete y el cuadro, llenando el estudio atestado de libros, anaqueles con pinturas y pinceles, barnices y disolventes, instrumentos de ebanistería, marcos y herramientas de precisión, tallas antiguas y bronces, bastidores, cuadros apoyados en el suelo y vueltos hacia la pared sobre una valiosa alfombra persa manchada de pintura, y, en un rincón, encima de una cómoda Luis XV, un equipo de alta fidelidad rodeado de pilas de discos: Dom Cherry, Mozart, Miles Davis, Satie, Lester Bowie, Michael Edges, Vivaldi… Desde la pared, un espejo veneciano de marco dorado le devolvió a Julia, ligeramente empañada, su propia imagen: cabello cortado a la altura de los hombros, leves cercos soñolientos bajo los ojos grandes y oscuros, aún sin maquillar. Atractiva como una modelo de Leonardo, solía decir César cuando, como ahora, el espejo enmarcaba en oro su rostro, ma piu bella. Y aunque César podía ser considerado más perito en efebos que en madonnas, Julia sabía que esa afirmación era rigurosamente cierta. A ella misma le gustaba mirarse en aquel espejo de marco dorado porque le transmitía la sensación de hallarse al otro lado de una puerta mágica que, salvando el tiempo y el espacio, devolviera su imagen con la encarnadura de una belleza renacentista italiana.
Sonrió al pensar en César. Siempre sonreía al hacerlo, desde que era niña. Una sonrisa tierna; a menudo cómplice. Después dejó las radiografías sobre la mesa, apagó el cigarrillo en un pesado cenicero de bronce firmado por Benlliure y fue a sentarse frente a la máquina de escribir:
«La partida de ajedrez»:
Óleo sobre tabla. Escuela flamenca. Fechado en 1471.
Autor: Pieter Van Huys (1415-1481).
Soporte: Tres paneles fijos de roble, ensamblados por falsas lengüetas.
Dimensiones: 60x87 cm. (Tres paneles idénticos de (20x87). Espesor de la tabla: 4 cm.
Estado de conservación del soporte:
No es necesario enderezado.
No se observan daños por acción de insectos xilófagos.
Estado de conservación de película pictórica:
Buena adhesión y cohesión del conjunto estratigr fico. No hay alteraciones de color. Se aprecian craqueladuras de edad, sin que se observen cazoletas ni escamas.
Estado de conservación de película superficial:
No se aprecian huellas de exudación de sales ni manchas de humedad. Excesivo oscurecimiento del barniz, debido a oxidación; la capa debe ser sustituida.
La cafetera silbaba en la cocina. Julia se levantó y fue a servirse una taza grande, sin leche ni azúcar. Volvió con ella en una mano, secándose la otra, húmeda, en el holgado jersey masculino que llevaba puesto sobre el pijama. Bastó una leve presión de su dedo índice para que las notas del Concierto para laúd y viola de amor, de Vivaldi, brotaran en el estudio, deslizándose entre la luz gris de la mañana. Bebió un sorbo de café espeso y amargo que le quemó la punta de la lengua. Después fue a sentarse, con los pies desnudos sobre la alfombra, para seguir tecleando el informe:
Inspección U. V. y radiológica:
No se detectan cambios importantes, arrepentimientos ni repintes posteriores. Los rayos X descubren una inscripción velada de época, en caracteres góticos, que figura en copias fotográficas adjuntas. No se aprecia en exploración convencional. Puede ser descubierta sin daño para el conjunto mediante eliminación de la capa de pintura en el lugar donde la cubre.
Extrajo la hoja de papel del rodillo de la máquina y la introdujo en un sobre, adjuntando dos radiografías. Bebió el resto del café, todavía caliente, y se dispuso a fumar otro cigarrillo. Frente a ella, en su caballete, ante la dama que leía abstraída junto a la ventana, los dos jugadores continuaban una partida de ajedrez que duraba cinco siglos, descrita sobre la tabla por Pieter Van Huys de modo tan riguroso y magistral que las piezas parecían estar fuera del cuadro, con relieve propio, como el resto de los objetos allí reproducidos. La sensación de realismo era tan intensa que conseguía plenamente el efecto buscado por los viejos maestros flamencos: la integración del espectador en el conjunto pictórico, persuadiéndolo de que el espacio desde donde contemplaba la pintura era el mismo que el contenido en el interior de ésta; como si el cuadro fuese un fragmento de la realidad, o la realidad un fragmento del cuadro. Contribuían a ello la ventana pintada en el lado derecho de la composición, con un paisaje exterior “más allá” de la escena, y un espejo redondo y convexo pintado en el lado izquierdo, en la pared, que reflejaba los escorzos de los jugadores y el tablero de ajedrez, deformados por la perspectiva desde el punto de vista del espectador, situado más acá de la escena, consiguiendo así el asombroso efecto de integrar los tres planos: ventana, habitación, espejo, en un sólo ambiente. Como si el espectador -pensó Julia- estuviera reflejado entre ambos jugadores, dentro del cuadro.
Se levantó, acercándose al caballete, y tras cruzar los brazos observó la pintura otro largo rato, inmóvil, sin más gesto que nuevas chupadas al cigarrillo, cuyo humo le hacía entornar los párpados. Uno de los jugadores, el de la izquierda, aparentaba unos treinta y cinco años. Tenía el pelo castaño tonsurado a la altura de las orejas, al modo medieval, la nariz fuerte y aguileña, y una grave concentración en el semblante. Vestía una túnica ajubonada, cuyo rojo bermellón había resistido admirablemente el paso del tiempo y la oxidación del barniz. Llevaba al cuello el Toisón de Oro, y a la altura de su hombro derecho relucía un artístico broche cuya filigrana estaba definida hasta el último detalle, incluido un minúsculo reflejo de luz en sus piedras preciosas. El personaje apoyaba un codo, el izquierdo, y una mano, la derecha, en la mesa junto al tablero. Sostenía entre los dedos una de las piezas que se hallaban fuera de aquél: un caballo blanco. Junto a su cabeza, en caracteres góticos, una inscripción identificativa: Ferdinandus Ost. D.
El otro jugador era más delgado y rondaba los cuarenta años. Tenía la frente despejada y el cabello casi negro, en el que se apreciaban las finísimas pinceladas de blanco de plomo que encanecían parte de sus sienes. Eso, unido a su expresión y compostura, le daba un aire de prematura madurez. El perfil era sereno y digno, y en vez de llevar lujosas ropas de corte, como el otro, vestía un sencillo coselete de cuero y, sobre los hombros, alrededor del cuello, un gorjal de acero pulido que le daba inequívoco aire militar. Se inclinaba más sobre el tablero que su adversario, con gesto de estudiar fijamente el juego, ajeno en apariencia a cuanto había a su alrededor, cruzados los brazos sobre el borde de la mesa. La concentración era visible en las leves arrugas verticales de su ceño fruncido. Miraba las piezas como si planteasen un difícil problema cuya resolución reclamara hasta el último de sus pensamientos. Su inscripción era Rutgier ar. Preux.
La dama estaba junto a la ventana, alejada en el espacio interior del cuadro respecto a los jugadores, en una acentuada perspectiva lineal que la situaba en un horizonte más alto. El terciopelo negro de su vestido, al que una sabia dosificación de veladuras blancas y grises daba volumen en los pliegues, parecía avanzar hacia el primer plano. Su realismo rivalizaba con el concienzudo dibujo del filo de la alfombra, la precisión con que había sido pintado hasta el último de los nudos, junturas y vetas de las vigas del techo, o el enlosado de la sala. Inclinándose sobre el cuadro para apreciar mejor los efectos, Julia sintió un estremecimiento de admiración profesional. Sólo un maestro como Van Huys podía haber sacado aquel partido al negro de un ropaje: color a base de ausencia de color con el que muy pocos se hubieran atrevido tan a fondo, y, sin embargo, tan real que parecía a punto de escucharse el suave roce de terciopelo sobre el escabel con almohadillas de cuero repujado.
Miró el rostro de la mujer. Bella y muy pálida, al gusto de la época, con una toca de gasa blanca bajo la que recogía, peinado en las sienes, su abundante cabello rubio. Por las mangas holgadas del vestido asomaban los brazos cubiertos de damasco gris claro, con manos largas y finas sosteniendo un libro de horas. La luz de la ventana arrancaba, en la misma línea de claridad, idéntico destello metálico al cierre abierto del libro y al anillo de oro que era el único adorno de sus manos. Tenía los ojos bajos que se adivinaban azules, con aire de modesta y serena virtud, expresión característica en los retratos femeninos de su tiempo. La luz procedía de dos puntos, la ventana y el espejo, y envolvía a la mujer en el mismo ambiente que a los dos jugadores de ajedrez, aunque manteniéndola en un discreto aparte, más acentuados en ella los escorzos y las sombras. Le correspondía la inscripción beatrix burg. ost. d.
Julia retrocedió dos pasos y contempló el conjunto. Una obra maestra, sin duda, con documentación acreditada por expertos. Eso significaba una alta cotización en la subasta de Claymore, el próximo enero. Tal vez la inscripción oculta, con la apropiada documentación histórica, hiciera subir el valor del cuadro. Un diez por ciento para Claymore, un cinco para Menchu Roch, el resto para el propietario. A deducir el uno por ciento del seguro y los honorarios de restauración y limpieza.
Se desnudó, metiéndose bajo la ducha con la puerta abierta y la música de Vivaldi acompañándola entre el vapor del agua. La restauración de La partida de ajedrez para su puesta en el mercado podía reportarle un beneficio razonable. A los pocos años de terminada su licenciatura, Julia se había granjeado ya una sólida reputación en el ambiente de los restauradores de arte más solicitados por museos y anticuarios. Metódica y disciplinada, pintora de cierto talento a ratos libres, tenía fama de enfrentarse a cada obra con un acusado respeto al original, posición ética que no siempre compartían sus colegas. En la difícil y a menudo incómoda relación espiritual que se establecía entre cualquier restaurador y “su” obra, en la áspera batalla planteada entre conservación y renovación, la joven poseía la virtud de no perder de vista un principio fundamental: una obra de arte nunca era devuelta, sin grave perjuicio, a su estado primitivo. Julia opinaba que el envejecimiento, la pátina, incluso ciertas alteraciones de colores y barnices, desperfectos, repintes y retoques, se convertían, con el paso del tiempo, en parte tan sustancial de una obra de arte como la obra en sí misma. Tal vez por eso, los cuadros que pasaban por sus manos salían de éstas no revestidos de nuevos e insólitos colores y luces pretendidamente originales -cortesanas repintadas, los llamaba César-, sino matizados con una delicadeza que integraba las huellas del tiempo en el conjunto de la obra.
Salió del cuarto de baño envuelta en un albornoz, con el cabello húmedo goteándole sobre los hombros, y encendió el quinto cigarrillo de la jornada mientras se vestía ante el cuadro: zapatos de tacón bajo y cazadora de piel sobre la falda tableada color castaño. Después echó un vistazo satisfecho a su imagen en el espejo veneciano y, vuelta de nuevo hacia los dos severos jugadores de ajedrez, les guiñó un ojo, provocativa, sin que ninguno se diera por enterado ni alterase el grave semblante. Quién mató al caballero. La frase, como si de un acertijo se tratara, daba vueltas en su cabeza cuando metió en el bolso su informe sobre el cuadro y las fotografías. Después conectó la alarma electrónica e introdujo con doble vuelta la llave en la cerradura de seguridad. Quis necavit equitem. Fuera lo que fuese, aquello había de tener algún sentido. Repitió en voz baja las tres palabras al bajar la escalera, mientras deslizaba los dedos sobre el pasamanos guarnecido de latón. Estaba realmente intrigada por el cuadro y la inscripción oculta; pero no se trataba sólo de eso. Lo desconcertante era que sentía, también, una singular aprensión. Como cuando era niña y, al final de la escalera de su casa, reunía el valor necesario para asomar la cabeza al interior del desván oscuro.
– Reconoce que es una belleza. Quattrocento puro.
Menchu Roch no se refería a una de las pinturas expuestas en la galería que llevaba su apellido. Los ojos claros, excesivamente maquillados, miraban los anchos hombros de Max, que conversaba con un conocido en la barra de la cafetería. Max, un metro ochenta y cinco, espaldas de nadador bajo la bien cortada tela de su chaqueta, llevaba el pelo largo y recogido bajo la nuca en una breve coleta rodeada por cinta de seda oscura, y se movía con gestos lentos y flexibles. Menchu deslizó sobre él una mirada valorativa antes de mojar los labios en el borde empañado de la copa de martini, con satisfacción de propietaria. Era su último amante.
– Quattrocento puro -repitió saboreando las palabras al mismo tiempo que la bebida-. ¿No te recuerda esos maravillosos bronces italianos?
Julia asintió con desgana. Eran viejas amigas, pero seguía sorprendiéndole aquella facilidad de Menchu para dar aires equívocos a toda referencia vagamente artística.
– Cualquiera de esos bronces, me refiero a los originales, te saldría más barato.
Menchu soltó una risita cínica.
– ¿Más barato que Max?… De eso no te quepa duda -suspiró excesivamente mientras mordisqueaba la aceituna del martini-. Al menos, Miguel Ángel los esculpía desnuditos. No tenía que vestirlos con la Américan Express.
– Nadie te obliga a firmar sus facturas.
– Ahí está el morbo, cariño -la galerista parpadeó, lánguida y teatral-. En que nadie me obliga. O sea.
Y terminó su copa, procurando -lo hacía aposta, por pura provocación- levantar ostensiblemente el meñique. Más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, Menchu opinaba que el sexo latía en cualquier rincón, incluso en los más sutiles matices de una obra de arte. Tal vez por eso era capaz de situarse ante los hombres con la misma actitud calculadora y rapaz que desplegaba al evaluar las posibilidades de una pintura. Entre sus conocidos, la propietaria de la galería Roch tenía fama de no haber dejado pasar nunca la ocasión de hacerse con un cuadro, un hombre o una dosis de cocaína que despertaran su interés. Aún se podía considerar atractiva, aunque era difícil pasar por alto lo que, en vista de su edad, César definía, mordaz, como anacronismos estéticos. Menchu no se resignaba a envejecer, entre otras cosas porque no le apetecía en absoluto. Y, tal vez a modo de desafío ante sí misma, contraatacaba con una calculada vulgaridad, extensiva a la elección de maquillaje, vestidos y amantes. Por lo demás, para confirmar su idea de que un marchante de arte o un anticuario no eran sino traperos cualificados, solía presumir de una incultura que estaba lejos de ser cierta, embarullaba a propósito las citas y se mofaba abiertamente del ambiente más o menos selecto en el que se desenvolvía su vida profesional. Alardeaba de todo ello con la misma naturalidad con que sostenía haber tenido el más intenso orgasmo de su vida masturbándose ante una reproducción catalogada y numerada del David de Donatello; episodio que César, con su refinada crueldad casi femenina, citaba como el único detalle de auténtico buen gusto que Menchu Roch había tenido en su vida.
– ¿Qué hacemos con el Van Huys? -preguntó Julia.
Menchu miró de nuevo las radiografías que estaban sobre la mesa, entre su copa y el café de su amiga. Tenía los ojos maquillados de azul y llevaba un vestido azul demasiado corto. Sin que mediase mala intención, Julia pensó que habría estado francamente guapa veinte años antes. De azul.
– Todavía no lo sé -dijo la galerista-. En Claymore se comprometen a subastar el cuadro tal y como está… Habrá que ver si esa inscripción lo revaloriza.
– ¿Te imaginas?
– Me encanta. Igual has tumbado el patito de la feria, sin saberlo.
– Consúltalo con el propietario.
Menchu metió las radiografías en el sobre y cruzó las piernas. Dos jóvenes que bebían aperitivos en la mesa contigua dirigieron furtivas miradas de interés a sus muslos bronceados. Julia se agitó en el asiento con una punzada de irritación. Solía divertirle la espectacularidad con que Menchu planificaba sus efectos especiales de cara al público masculino, pero a veces el habitual despliegue se le antojaba excesivo. Aquellas -miró el Omega cuadrado que llevaba en la cara interior de la muñeca izquierda- no eran horas para exhibir lencería fina.
– El propietario no es problema -explicaba Menchu-. Se trata de un viejecito encantador que va en silla de ruedas. Y si descubriendo la inscripción aumentamos sus beneficios, le parecerá muy bien… Tiene dos sobrinos que son dos sanguijuelas.
En la barra, Max continuaba la conversación; pero, consciente de su deber, se volvía de vez en cuando para dedicarles una espléndida sonrisa. Hablando de sanguijuelas, se dijo Julia, aunque procuró no comentarlo en voz alta. Tampoco es que a Menchu le hubiera importado mucho, pues profesaba un admirable cinismo a la hora de considerar cuestiones masculinas; pero Julia tenía un acusado sentido de las conveniencias que le impedía ir demasiado lejos.
– Quedan dos meses para la subasta -dijo, ignorando a Max-. Es un margen demasiado justo, si tengo que eliminar el barniz, descubrir la inscripción y barnizar de nuevo… -meditó sobre ello-. Además, reunir documentación sobre el cuadro y los personajes y redactar un informe va a llevarme tiempo. Convendría tener pronto ese permiso del propietario.
Asintió Menchu. Su frivolidad no se extendía al ámbito profesional, donde se movía con la sagacidad de una rata sabia. En aquella transacción actuaba como intermediaria, pues el dueño del Van Huys desconocía los mecanismos del mercado. Era ella quien negociaba la subasta con la sucursal en Madrid de la casa Claymore.
– Lo telefonearé hoy mismo. Se llama don Manuel, tiene setenta años, y le encanta tratar con una chica guapa, como él dice, que tanto sabe de negocios.
Había algo más, apuntó Julia. Si la inscripción descubierta se relacionaba con la historia de los personajes retratados, Claymore jugaría con eso, aumentando el precio de salida. Quizá Menchu pudiera conseguir más documentación útil.
– No gran cosa -la galerista fruncía la boca, haciendo memoria-. Todo te lo di con el cuadro, así que búscate la vida, hija. A tu aire.
Julia abrió el bolso y se entretuvo más tiempo del necesario para encontrar el paquete de tabaco. Por fin sacó despacio un cigarrillo y miró a su amiga.
– Podríamos consultar con Álvaro.
Menchu enarcó las cejas. Petrificada se quedaba, anunció en el acto, cual mujer de Noé, o de Lot, o de quien fuera aquel idiota que se aburría en Sodoma. O salidificada; o como se dijera o dijese.
– Así que ya me contarás -la voz le enronquecía de expectación; olfateaba emociones fuertes-. Porque Álvaro y tú…
Dejó la frase en el aire con gesto de súbita y exagerada pesadumbre, como cada vez que se refería a problemas de los demás, a quienes le gustaba considerar indefensos en materia sentimental. Julia sostuvo su mirada, imperturbable.
– Es el mejor historiador de arte que conocemos -se limitó a decir-. Y eso nada tiene que ver conmigo, sino con el cuadro.
Menchu puso cara de reflexionar gravemente y después movió la cabeza de arriba abajo. Era asunto de Julia, claro. Asunto íntimo, tipo querido diario y cosas así. Pero en su lugar, ella se abstendría. In dubio pro reo, como aseguraba el pedante de César, la vieja clueca. ¿O era in pluvio?
– Te aseguro que de Álvaro estoy curada.
– Hay dolencias, guapita, que no se curan nunca. Y un año no es nada. Tango.
Julia no pudo evitar una mueca burlona dirigida hacia sí misma. Hacía un año que Álvaro y ella habían concluido una larga relación, y la galerista estaba al corriente. La propia Menchu dictó en alguna ocasión, sin proponérselo, la sentencia final que explicaba el nudo del asunto. Algo por el estilo de que en última instancia, hija, un hombre casado suele terminar pronunciándose a favor de su legítima. Porque los trienios acumulados entre lavar calzoncillos y parir terminan decidiendo la batalla: «Y es que ellos son así -concluía Menchu con la nariz pegada a la rayita blanca, entre aspiración y aspiración-: asquerosamente leales, en el fondo. Snif. Los hijoputas».
Julia exhaló una densa bocanada de humo y se entretuvo en apurar despacio el resto del café, procurando que la taza no gotease. Había sido muy amargo aquel final, tras las últimas palabras y el ruido de una puerta al cerrarse. Y lo siguió siendo después, al recordar. O en las tres o cuatro ocasiones en que Álvaro y ella se volvieron a encontrar casualmente, en conferencias o museos, comportándose con ejemplar entereza. -«Te veo muy bien, cuídate mucho» y cosas así-. A fin de cuentas ambos se preciaban de ser gente civilizada que, aparte de un fragmento de pasado, tenía en común el arte como materia objetiva de trabajo. Gente de mundo, en tres palabras. Adultos.
Comprobó que Menchu la observaba, maliciosamente interesada, relamiéndose con la perspectiva de nuevos tejemanejes amorosos en los que terciar como asesora táctica. La galerista siempre se quejaba de que, tras la ruptura con Álvaro, los esporádicos episodios sentimentales de su amiga apenas merecían comentarios: «Te puritanizas, cariño -no se cansaba de repetir- y eso es aburridísimo. Lo que necesitas es el retorno de la pasión, de la vorágine»… Desde ese punto de vista, la sola mención de Álvaro parecía ofrecer interesantes posibilidades.
Julia se daba cuenta de todo eso, sin sentirse irritada. Menchu era Menchu, y había sido así desde el principio. Los amigos no se escogen, ellos te escogen a ti; o se los rechaza, o se los acepta sin reservas. Era algo que también había aprendido de César.
El cigarrillo se consumía, así que lo aplastó en el cenicero. Después le sonrió a Menchu, sin ganas.
– Álvaro da igual. Lo que me preocupa es el Van Huys -dudó un momento buscando las palabras mientras intentaba aclarar sus ideas-. Hay algo fuera de lo común en ese cuadro.
Menchu se encogió de hombros con aire absorto, como si pensara en otra cosa.
– Tómalo con calma, niña. Un cuadro sólo es tela, madera, pintura y barniz… Lo que importa es cuánto deja en el bolso cuando cambia de manos -miró los anchos hombros de Max y parpadeó complacida-. Lo demás son historias.
Durante todos y cada uno de los días pasados junto a él, Julia creyó que Álvaro respondía al más riguroso estereotipo de su profesión; y eso era extensivo a su aspecto e indumentaria: agradable, rozando la cuarentena, chaquetas de mezclilla inglesas, corbatas de punto. Además fumaba en pipa, lo que era rizar el rizo, hasta el extremo que, al verlo entrar en el aula por primera vez -El arte y el hombre era el tema de su conferencia aquel día- ella había tardado un buen cuarto de hora en prestar atención a sus palabras, negándose a aceptar que un tipo con semejante aspecto de joven catedrático pudiera ser, en efecto, un catedrático. Después, cuando Álvaro se despidió hasta la semana siguiente y todos salieron al pasillo, ella se le había acercado del modo más natural del mundo, con plena conciencia de lo que iba a ocurrir: la repetición eterna de una poco original historia, el clásico enredo profesor-alumna, asumido todo eso incluso antes de que Álvaro girase sobre sus talones, ya junto a la puerta, para sonreírle a Julia por primera vez. Había algo en todo aquello -o al menos así lo decidió la joven cuando sopesaba los pros y los contras de la cuestión-, que poseía un carácter inevitable, con ribetes de fatum deliciosamente clásico, de caminos trazados por el Destino, punto de vista al que tan aficionada era desde que, en el colegio, había traducido los brillantes enredos familiares de aquel griego genial, Sófocles. Sólo más tarde se decidió a comentarlo con César, y el anticuario, que desde años atrás -la primera vez Julia llevaba todavía calcetines y trenzas- oficiaba de confidente en episodios de índole sentimental, se limitó a encogerse de hombros, criticando en tono calculadamente superficial la escasa originalidad de una historia que había servido ya de empalagoso argumento, querida, para trescientas novelas y otras tantas películas, sobre todo -mueca despectivafrancesas y norteamericanas: ‘Lo que convendrás conmigo, princesa, arroja sobre el tema luces de auténtico horror’… Pero nada más. Por parte de César no hubo ni reproches serios ni paternales advertencias que nunca, eso lo sabían ambos perfectamente, servirían para nada. César no tenía hijos ni los iba a tener jamás, pero poseía un don especial a la hora de abordar ese tipo de situaciones. En algún momento de su vida, el anticuario adquirió la certeza de que nadie es capaz de escarmentar en cabeza ajena, y de que, en consecuencia, la única actitud digna y posible de un tutor -a fin de cuentas, él ejercía como tal- era sentarse junto al objeto de sus cuidados, cogerle la mano y escuchar, con benevolencia infinita, la relación evolutiva de los amores y dolores, mientras la naturaleza seguía su curso inevitable y sabio.
«-En materia sentimental, princesita -solía decir César-, no hay que ofrecer nunca consejos ni soluciones… Sólo un pañuelo limpio en el momento oportuno.»
Y fue lo que hizo cuando todo hubo terminado, la noche en que llegó ella, todavía con el cabello húmedo y movimientos de sonámbula, y se durmió sobre sus rodillas. Pero todo eso ocurrió mucho después de aquel primer encuentro en el pasillo de la facultad, donde no se registraron variaciones importantes sobre el guión previsto. El ritual prosiguió por caminos trillados y predecibles, aunque insospechadamente satisfactorios. Julia había tenido otras aventuras antes, pero jamás sintió, hasta la tarde en que Álvaro y ella se encontraron por primera vez en la estrecha cama de un hotel, la necesidad de decir te quiero de aquella forma dolorosa, desgarrada, escuchándose a sí misma, con feliz estupor, palabras que siempre antes se había negado a pronunciar, y en un tono desconocido, que se parecía mucho a un gemido o un lamento. Así, una mañana que amaneció con el rostro hundido sobre el pecho de Álvaro, tras apartarse con sigilo el cabello desordenado que le cubría el rostro, miró largo rato su perfil dormido, con el suave latir del corazón contra la mejilla, hasta que él, abriendo los ojos, sonrió al encontrar su mirada. En ese momento, Julia supo con absoluta certeza que lo amaba, y supo también que conocería otros amantes, sin volver a experimentar nunca lo que sentía por aquél. Y veintiocho meses más tarde, vividos y calculados casi día a día, llegó el momento de despertar dolorosamente de aquel amor y pedirle a César que extrajera del bolsillo su famoso pañuelo. «Ese terrible pañuelo -había citado, teatral como siempre, medio en broma pero perspicaz como una Casandra, el anticuario- que agitamos al decirnos adiós para siempre»… Aquella, en esencia, había sido la historia.
Un año bastaba para cauterizar las heridas, pero no los recuerdos. Unos recuerdos a los que, por otra parte, Julia no tenía intención de renunciar. Había madurado con razonable rapidez y ese proceso moral cristalizó también con la creencia -extraída sin complejos de las profesadas por César- de que la vida es una especie de restaurante caro donde siempre terminan pasando la factura, sin que por ello sea forzoso renegar de lo que se ha saboreado con felicidad o placer. Ahora, Julia meditaba sobre eso mientras observaba a Álvaro, que abría libros sobre la mesa y tomaba notas en fichas rectangulares de cartulina blanca. Apenas había cambiado físicamente, aunque entre el cabello le despuntaban ya algunas canas. Sus ojos seguían siendo tranquilos e inteligentes. En otro tiempo había amado esos ojos y las manos finas y largas, de uñas redondas y pulidas. Las observó mientras los dedos hacían pasar páginas de libros o sostenían la estilográfica y, muy a su pesar, escuchó un lejano rumor de melancolía que, tras breve análisis, decidió aceptar como razonable. Ya no suscitaban en ella los sentimientos de antaño; pero aquellas manos habían acariciado su cuerpo. Hasta el menor de sus gestos, tacto y calor, le quedaba aún impreso en la piel. Su huella no la habían borrado otros amores.
Procuró controlar el latido de sus sentimientos. Por nada del mundo estaba dispuesta a ceder bajo la tentación de los recuerdos. Además, la cuestión era secundaria; no había ido allí a resucitar nostalgias, así que se esforzó por mantener fija su atención en las palabras de su ex amante, no en él. Tras los primeros cinco embarazosos minutos, Álvaro la había mirado con ojos reflexivos, intentando calcular la importancia de lo que, después de tanto tiempo, la llevaba de nuevo allí. Sonreía con afecto, como un viejo amigo o compañero de disciplina, relajado y atento, poniéndose a su disposición con aquella tranquila eficacia, llena de silencios y concienzudas reflexiones en voz baja, que tan familiar resultaba para ella. Sólo hubo, aparte de la sorpresa inicial, un breve desconcierto en su mirada cuando Julia planteó la cuestión del cuadro -excepto la existencia de la inscripción oculta, que Menchu y ella habían decidido guardar en secreto-. Álvaro confirmó conocer bien el pintor, la obra y su período histórico, aunque ignoraba que fuese a salir a subasta y que Julia se encargara de la restauración. Lo cierto es que no tuvo que recurrir a las fotografías en color que la joven llevaba consigo; parecía familiarizado con la época y los personajes. En ese momento buscaba una fecha, siguiendo con el índice las líneas impresas de un viejo tomo de historia medieval, concentrado en su tarea y ajeno en apariencia a la pasada intimidad que, sin embargo, Julia sentía flotar entre ambos como el sudario de un fantasma. Pero quizás a él le ocurre lo mismo, pensó. Tal vez desde el punto de vista de Álvaro también ella parecía demasiado lejana; indiferente.
– Aquí lo tienes -dijo él en ese momento, y Julia se aferró al sonido de su voz como a un madero en un naufragio, sabiendo con alivio que no podía hacer dos cosas al mismo tiempo: recordarlo antes y escucharlo ahora. Comprobó, sin pena alguna, que la nostalgia quedaba atrás, a la deriva, y su consuelo tuvo que ser tan visible que él la miró, sorprendido, antes de orientar de nuevo su atención a la página del libro que tenía entre las manos. Julia echó un vistazo al título: Suiza, Borgoña y los Países Bajos en los siglos XIV y XV.
– Mira -Álvaro señalaba un nombre en el texto. Después trasladó el índice hasta la fotografía del cuadro que ella tenía sobre la mesa, a su lado-. Ferdinandus Ost. D. es la inscripción identificativa del jugador de la izquierda, el que viste de rojo. Van Huys pintó La partida de ajedrez en 1471, así que no cabe la menor duda. Se trata de Fernando Altenhoffen, duque de Ostenburgo, Ostenburguensis Dux, nacido en 1435 y muerto en… Sí, eso es. En 1474. Tenía unos treinta y cinco años cuando posó para el pintor.
Julia había cogido una ficha de la mesa y apuntaba los datos.
– Por dónde caía Ostenburgo?… ¿Alemania?
Álvaro negó con la cabeza antes de abrir un atlas histórico, indicando uno de los mapas.
– Ostenburgo era un ducado que correspondía, aproximadamente, a la Rodovingia de Carlomagno… Estaba aquí, en los confines francoalemanes, entre Luxemburgo y Flandes. Durante los siglos quince y dieciséis, los duques ostenburgueses intentaron mantenerse independientes, pero terminaron absorbidos primero por Borgoña y después por Maximiliano de Austria. La dinastía de los Altenhoffen se extinguió precisamente con este Fernando, último duque de Ostenburgo, que juega al ajedrez en el cuadro… Si lo deseas puedo sacar fotocopias.
– Te lo agradezco.
– No tiene importancia -Álvaro se echó hacia atrás en el sillón, extrajo de un cajón del escritorio una lata de tabaco y procedió a llenar la pipa-. Por lógica, la dama que está junto a la ventana, con la inscripción Beatrix Burg. Ost. D. sólo puede ser Beatriz de Borgoña, duquesa consorte. ¿Ves?… Beatriz se casó con Fernando Altenhoffen en 1464, cuando tenía veintitrés años.
– ¿Por amor? -preguntó Julia con sonrisa indefinible, mirando la fotografía. Álvaro también sonrió brevemente, algo forzado.
– Sabes que pocos matrimonios de este género se realizaban por amor… La boda fue un intento del tío de Beatriz, Felipe el Bueno, duque de Borgoña, por estrechar la alianza con Ostenburgo frente a Francia, que intentaba anexionarse ambos ducados -miró a su vez la fotografía y se puso la pipa entre los dientes-. Fernando de Ostenburgo tuvo suerte, porque era muy bella. Al menos eso dicen los Anales borgoñones de Nicolás Flavin, el más importante cronista de la época. Tu Van Huys parece compartir esa opinión. Por lo visto ya la habían pintado antes, porque hay un documento, citado por Pijoan, según el cual Van Huys fue durante algún tiempo pintor de corte en Ostenburgo… Fernando Altenhoffen le asigna en el año 1463 una pensión de cien libras al año, pagaderas la mitad por San Juan y la otra mitad por Navidad. En el mismo documento figura el encargo de pintar el retrato de Beatriz, que entonces era todavía prometida del duque, bien au vif.
– ¿Hay otras referencias?
– Muchísimas. Van Huys llegó a ser alguien importante -Álvaro extrajo una carpeta de un fichero-. Jean Lemaire, en su Couronne Margaridique, escrita en honor de Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, cita a Pierre de Brugge (Van Huys), Hughes de Gand (Van der Goes) y Dieric de Louvain (Dietric Bouts) junto al que califica de rey de los pintores flamencos, Johannes (Van Eyck). En el poema dice, literalmente: «Pierre de Brugge, qui tant eut les traits utez», que tan limpios hizo los trazos… Cuando esto se escribió, hacía veinticinco años que Van Huys había muerto -revisó detenidamente otras fichas-. Tienes citas más antiguas. Por ejemplo, en inventarios del Reino de Valencia consta que Alfonso V el Magnánimo poseía obras de Van Huys, Van Eyck y otros maestros ponentinos, todas ellas perdidas… También lo menciona en 1454 Bartolomeo Fazio, íntimo familiar de Alfonso V, en su libro De viribus illustris, aludiendo a él como «Pietrus Husyus, insignis pictor». Otros autores, sobre todo italianos, lo llaman «Magistro Piero Van Hus, pictori in Bruggia». Dispones de una cita de 1470, en la que Guido Rasofalco menciona un cuadro suyo que tampoco ha llegado hasta nosotros, una Crucifixión, como «Opera buona di mano di un chiamato Piero di Juys, pictor famoso in Fiandra». Y otro autor italiano, anónimo, se refiere a un cuadro de Van Huys que sí se ha conservado, El caballero y el Diablo, precisando que «A magistro Pietrus Juisus magno et famoso flandesco fuit depictum»… Puedes añadir que lo citan en el siglo dieciséis Guicciardini y Van Mander, y en el diecinueve James Weale en sus libros sobre grandes pintores flamencos -recogió las fichas, introduciéndolas cuidadosamente en la carpeta, y devolvió ésta al fichero. Después se echó hacia atrás en el sillón y miró a Julia, sonriente-. ¿Satisfecha?
– Mucho -la joven lo había anotado todo, y ahora hacía balance. Al cabo de un momento levantó la cabeza y se apartó el cabello de la cara, mirando a Álvaro con curiosidad-. Es para pensar que tenías preparada la lección… Estoy literalmente deslumbrada.
La sonrisa del catedrático se difuminó un poco, y sus ojos eludieron los de Julia. Parecía que una de las fichas que tenía sobre la mesa hubiese atraído de pronto su atención.
– Es mi trabajo -dijo. Y ella no pudo averiguar si su tono era distraído o evasivo. Sin saber muy bien por qué, eso la hizo sentirse vagamente incómoda.
– Pues sigues siendo muy bueno en tu trabajo… -lo observó unos segundos, con curiosidad, antes de volver a sus notas-. Tenemos referencias abundantes del autor y de dos de los personajes… -se inclinó sobre la reproducción del cuadro y puso un dedo sobre el segundo jugador-. Nos falta éste.
Ocupado en encender su pipa, Álvaro tardó en responder. Tenía el ceño fruncido.
– Es difícil determinarlo con exactitud -dijo entre una bocanada de humo-. La inscripción no es muy explícita, aunque basta para emitir una hipótesis: Rutgier Ar. Preux… -hizo una pausa y contempló la cazoleta de la pipa como si esperase hallar en ésta confirmación a su idea-. Rutgier puede ser Roger, Rogelio o Rugiero; diversas formas, hay al menos diez variantes, de un nombre común en la época… Preux puede ser apellido o nombre de familia, en cuyo caso estaríamos en un callejón sin salida, pues no hay constancia de ningún Preux cuyos hechos mereciesen figurar en las crónicas. Sin embargo, preux se utilizaba también en la alta Edad Media como adjetivo honorable, incluso como sustantivo, en la acepción de valiente, caballeresco. A Lanzarote y a Roldán, por ponerte dos ejemplos ilustres, se les menciona de ese modo… En Francia e Inglaterra, al armar a alguien le recordaban la fórmula soyez preux; es decir: sed leal, esforzado. Era un título selecto, con el que se distinguía a la flor y nata de la caballería.
Sin percatarse de ello, por hábito profesional, Álvaro había adoptado un tono persuasivo, casi docente, como solía ocurrir tarde o temprano cuando una conversación giraba en torno a temas de su especialidad. Julia se dio cuenta con cierta turbación; aquello agitaba viejos recuerdos, olvidados rescoldos de una ternura que había ocupado un lugar en el tiempo y en el espacio, en la conformación de su carácter tal y como era ahora. Residuos de otra vida y otros sentimientos, a los que una meticulosa labor de zapa y destrucción había amortiguado, relegándolos como un libro puesto en una estantería para que el polvo lo cubra, sin intención de volver a abrirlo, pero que a pesar de todo sigue estando ahí.
Frente a eso, Julia lo sabía, sólo contaban los recursos. Mantener la mente ocupada en relación con lo inmediato. Hablar, inquirir detalles aunque fuesen innecesarios. Inclinarse sobre la mesa, aparentando concentración en la tarea de tomar notas. Pensar que estaba ante un Álvaro distinto, lo que, sin duda, era cierto. Convencerse de que todo lo demás había ocurrido en época remota, en lejano tiempo y lugar. Comportarse, sentir, como si los recuerdos no perteneciesen a ambos, sino a otras personas de las que una vez habían oído hablar y cuya suerte les trajera sin cuidado.
Una solución era encender un cigarrillo, y Julia lo hizo. El humo del tabaco al penetrar en sus pulmones la reconciliaba consigo misma, le concedía pequeñas dosis de indiferencia. Lo hizo con movimientos pausados, recreándose en el mecánico ritual. Después miró a Álvaro, lista para continuar.
– ¿Cuál es la hipótesis, entonces? -el tono de su voz pareció satisfactorio, y aquello la hizo sentirse mucho más tranquila-. Según lo veo, si Preux no fuera el apellido, la clave estaría quizás en la abreviatura Ar.
Álvaro se mostró de acuerdo. Entornados los ojos por el humo de su pipa, buscó en las páginas de otro libro hasta dar con un nombre.
– Mira esto. Roger de Arras, nacido en 1431, el mismo año que los ingleses queman a Juana de Arco en Rouen. Su familia está emparentada con los Valois que reinan en Francia, y nace en el castillo de Bellesang, muy cerca del ducado de Ostenburgo.
– ¿Puede tratarse del segundo jugador?
– Puede. Ar. sería, perfectamente, abreviatura de Arras. Y Roger de Arras, eso sí está en todas las crónicas de la época, combate en la guerra de los Cien Años junto al rey de Francia Carlos VII. ¿Ves?… Participa en la conquista de Normandía y Guyena a los ingleses, lucha en 1450 en la batalla de Formigny y tres años después en la de Castillon. Mira el grabado. Podría ser uno de éstos, tal vez el guerrero con la celada cubierta que, en mitad de la refriega, ofrece su caballo al rey de Francia, a quien le han matado el suyo, y sigue peleando a pie…
– Me asombras, profesor -lo miraba sin ocultar su sorpresa-. Esa bonita imagen del guerrero en la batalla… Siempre te oí decir que la imaginación es el cáncer del rigor histórico.
Álvaro se echó a reír de buena gana.
– Considéralo una licencia extracátedra, en honor a ti. Es imposible olvidar tu afición a transgredir el puro dato. Recuerdo que cuando tú y yo…
Enmudeció, inseguro. La alusión había ensombrecido el gesto de Julia. Los recuerdos estaban fuera de lugar aquel día; al comprobarlo, Álvaro dio marcha atrás.
– Lo siento -dijo en voz baja.
– No importa -Julia apagó bruscamente el cigarrillo aplastándolo en el cenicero, y se quemó los dedos con la brasa-. En el fondo es culpa mía -lo miró con más serenidad-. ¿Qué hay de nuestro guerrero?
Con visible alivio Álvaro se internó rápidamente por aquel terreno. Roger de Arras, aclaró, no había sido sólo un guerrero. También fue muchas otras cosas. Por ejemplo, espejo de caballeros. Modelo del noble medieval. Poeta y músico en sus ratos libres. Muy apreciado en la corte de sus primos los Valois. Así que lo de Preux le sentaba a medida, como un guante.
– ¿Alguna relación con el ajedrez?
– No hay constancia.
Julia tomaba notas, entusiasmada con la historia. Se detuvo de pronto y miró a Álvaro.
– Lo que no entiendo -dijo, mordiendo el extremo del bolígrafoes qué haría entonces ese Roger de Arras en un cuadro de Van Huys, jugando al ajedrez con el duque de Ostenburgo…
Álvaro se removió en el sillón con aparente embarazo, como si de pronto lo hubiera asaltado alguna duda. Chupó su pipa en silencio mientras miraba la pared a espaldas de Julia, con aire de estar librando algún tipo de batalla interior. Por fin torció la boca en una cauta sonrisa.
– Lo que puede hacer exactamente, aparte de jugar al ajedrez, es algo que ignoro -levantó las palmas de las manos hacia arriba, dando a entender que se hallaba en el límite de sus conocimientos, aunque Julia tuvo la seguridad de que la miraba ahora con cierta insólita prevención, como si una idea que no se decidía a formular le diera vueltas en la cabeza-. Lo que sí sé -añadió por fin-, y lo sé porque también viene en los libros, es que Roger de Arras no murió en Francia, sino en Ostenburgo -tras una pequeña vacilación señaló la fotografía del cuadro-. ¿Te has fijado en la data de esa pintura?
– Mil cuatrocientos setenta y uno -respondió intrigada-. ¿Por qué?
Álvaro exhaló humo lentamente y añadió un sonido seco, parecido a una breve risa. Ahora miraba a Julia como si pretendiera leer en sus ojos la respuesta a una pregunta que no se decidía a plantear.
– Hay algo que no funciona -dijo por fin-. O esa data está mal, o las crónicas de la época mienten, o ese caballero no es el Rutgier Ar. Preux del cuadro… -cogió un último libro, una reproducción anastática de la Crónica de los duques de Ostenburgo, y lo puso ante ella después de hojearlo durante un rato-. Esto fue escrito a finales del siglo quince por Guichard de Hainaut, un francés contemporáneo de los hechos que narra, y que se basa en testimonios directos… Según Hainaut, nuestro hombre falleció el día de reyes de 1469; dos años antes de que Pieter Van Huys pintara La partida de ajedrez. ¿Comprendes, Julia?… Roger de Arras jamás pudo posar para ese cuadro, porque cuando se pintó ya estaba muerto.
La acompañó hasta el aparcamiento de la facultad y le entregó la carpeta con las fotocopias. Casi todo estaba dentro, dijo. Referencias históricas, una actualización de las obras catalogadas de Van Huys, bibliografía… Prometió enviarle a casa una relación cronológica y algunos papeles más, en cuanto tuviera un rato disponible. Después se la quedó mirando, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos de la chaqueta, como si aún tuviese algo que decir y dudara si debía hacerlo. Esperaba, añadió tras corta vacilación, haber sido útil.
Julia asintió, aún confusa. Los detalles de la historia que acababa de conocer se agitaban en su cabeza. Y había algo más.
– Estoy impresionada, profesor… En menos de una hora has reconstruido la vida de los personajes de un cuadro que no habías estudiado nunca, antes.
Álvaro apartó un segundo la mirada, dejándola vagar por el campus. Después torció el gesto.
– Esta pintura no me era completamente desconocida -ella creyó rastrear en su voz una nota de duda, y eso la inquietó, aun sin saber por qué. Así que prestó más atención a sus palabras-. Entre otras cosas, hay una fotografía en un catálogo del Prado de 1917… La partida de ajedrez estuvo expuesta allí, en calidad de depósito, unos veinte años. Desde principios de siglo hasta que en 1923 la reclamaron los herederos.
– No lo sabía.
– Pues ya lo sabes -se concentró en la pipa, que parecía a punto de apagarse. Julia lo miraba de soslayo. Conocía a aquel hombre, o lo había conocido en otro tiempo, demasiado bien como para saber que algo importante lo incomodaba. Algo que no se decidía a expresar en voz alta.
– ¿Qué es lo que no me has contado, Álvaro?
Permaneció inmóvil, chupando la pipa con mirada absorta. Después se volvió lentamente hacia ella.
– No sé lo que quieres decir.
– Quiero decir que todo cuanto se relacione con ese cuadro es importante -lo miró con gravedad-. Me juego mucho en esto.
Vio que Álvaro mordía la boquilla de la pipa, indeciso, y después iniciaba un gesto ambiguo.
– Me pones en un compromiso. Tu Van Huys parece estar de moda últimamente.
– ¿De moda? -se volvió tensa y alerta como si la tierra fuese a moverse bajo sus pies-. ¿Quieres decir que alguien te ha hablado de él antes que yo?
Álvaro mostraba ahora una sonrisa incierta, como lamentando haber dicho demasiado.
– Es posible.
– ¿Quién?
– Ese es el problema. No estoy autorizado a decírtelo.
– No seas absurdo.
– No lo soy. Es la verdad -y le dirigió una mirada que reclamaba indulgencia.
Julia respiró hondo, intentando colmar el extraño vacío que sentía en el estómago; en alguna parte latía una señal de alarma. Pero Álvaro estaba hablando de nuevo, así que permaneció atenta, en busca de un indicio. Le interesaba echarle un vistazo a ese cuadro, si Julia no tenía inconveniente. Y también a ella.
– Puedo explicártelo todo -concluyó-. En su momento.
Podía tratarse de un truco, pensó la joven, pues era capaz de organizar todo aquel teatro como pretexto para verla una vez más. Se mordió el labio inferior, agitada. El cuadro disputaba lugar, adentro, con sensaciones y recuerdos que nada tenían que ver con lo que la había llevado allí.
– ¿Cómo está su mujer? -preguntó en tono casual, cediendo a un oscuro impulso. Después levantó un poco los ojos, con malicia, para comprobar que Álvaro se había erguido, incómodo.
– Está bien -fue la seca respuesta. Parecía muy ocupado en mirar la pipa que tenía entre los dedos, como si no la reconociese-. En Nueva York, preparando una exposición.
Un recuerdo fugaz acudió a la memoria de Julia: una mujer rubia, atractiva, vestida con un traje sastre de color castaño, que bajaba de un automóvil. Apenas quince segundos de imagen imprecisa a duras penas retenida, pero que habían marcado, nítidos como un corte de bisturí, el final de su juventud y el resto de su vida. Creía recordar que ella trabajaba para un organismo oficial; algo relacionado con un departamento de cultura, con exposiciones y viajes. Durante un tiempo, eso había facilitado las cosas. Álvaro jamás habló de ella, y Julia tampoco; pero ambos sintieron siempre su presencia entre uno y otro, como un fantasma. Y aquel fantasma, quince segundos de un rostro entrevisto por casualidad, había terminado ganando la partida.
– Espero que os vayan bien las cosas.
– No van mal. Quiero decir que no van mal del todo.
– Ya.
Dieron unos pasos, en silencio y sin mirarse. Por fin, Julia chasqueó la lengua e inclinó la cabeza sonriéndole al vacío.
– Bueno, eso ya no importa mucho… -se paró frente a él, con los brazos en jarras y una mueca traviesa en la boca-. ¿Qué opinas de mí, ahora?
La miró de arriba abajo, inseguro, con los ojos entornados. Reflexionando.
– Te veo muy bien… De veras.
– ¿Y cómo te sientes?
– Un poco turbado… -sonrió melancólico, el aire contrito-. Y me pregunto si hace un año tomé la decisión correcta.
– Eso es algo que ya ignorarás siempre.
– Nunca se sabe.
Aún era atractivo, se dijo Julia con una punzada de angustia e irritación que le conmovió las entrañas. Miró sus manos y sus ojos, sabiendo que caminaba al filo de algo que le hacía sentir repulsa y atracción al tiempo.
– Tengo el cuadro en casa -respondió con cautela, sin comprometerse a nada, mientras intentaba ordenar sus ideas; quería asegurarse de la firmeza tan dolorosamente adquirida, pero al mismo tiempo intuía los riesgos, la necesidad de mantenerse en guardia frente a los sentimientos y los recuerdos. Además, y por encima de todo, estaba el Van Huys.
Aquel razonamiento sirvió, al menos, para aclararle las ideas. Así que estrechó la mano que le tendía, sintiendo en su contacto la torpeza de quien no está seguro del terreno que pisa. Eso la animó, produciéndole un júbilo oculto y maligno. Entonces, con impulso calculado y reflejo a un tiempo, le deslizó un rápido beso en la boca -un adelanto a fondo perdido, para inspirar confianza- antes de abrir la portezuela y meterse en el pequeño Fiat blanco.
– Si quieres ver el cuadro, ven a verme -dijo con aire equívocamente casual, mientras hacía girar la llave de encendido-. Mañana por la tarde. Y gracias.
Tratándose de él, eso sería suficiente. Lo vio quedarse atrás por el retrovisor, agitando la mano reflexivo y confuso, con el campus y el edificio de ladrillo de la facultad a su espalda. Sonrió para sus adentros al pasar con el automóvil bajo un semáforo en rojo. Morderás el anzuelo, profesor -pensaba-. Ignoro por qué, pero alguien, en alguna parte, está intentando jugar una mala pasada. Y tú vas a decirme quién, o dejaré de llamarme Julia.
Sobre la mesita que tenía al alcance de la mano, el cenicero estaba repleto de colillas. Tumbada en el sofá, a la luz de una pequeña lámpara, leyó hasta muy tarde. Poco a poco, la historia del cuadro, el pintor y sus personajes, tomaban consistencia entre sus manos. Leía con avidez, impulsada por el afán de saber, con los sentidos en tensión, atenta al menor indicio, a la clave de aquella misteriosa partida de ajedrez que, en el caballete colocado frente al sofá, en la semioscuridad del estudio, seguía desarrollándose frente a ella, entre las sombras:
»… Desvinculados en 1453 del vasallaje a Francia, los duques de Ostenburgo intentaron mantener un difícil equilibrio entre Francia, Alemania y Borgoña. La política ostenburguesa despertó el recelo de Carlos Vii de Francia, temeroso de que el ducado fuera absorbido por la pujante Borgoña, que pretendía erigirse en reino independiente. En aquel torbellino de intrigas palaciegas, de alianzas políticas y pactos secretos, los temores franceses aumentaron a causa del matrimonio (1464) entre el hijo y heredero del duque Wilhelmus de Ostenburgo, Fernando, con Beatriz de Borgoña, sobrina de Felipe el Bueno y prima del futuro duque borgoñón Carlos el Temerario.
De esa forma, en la corte ostenburguesa se alinearon frente a frente, en aquellos años cruciales para el futuro de Europa, las posturas de dos facciones irreconciliables: el partido borgoñón, favorable a la integración en el ducado vecino, y el partido francés que conspiraba por la reunificación con Francia. El enfrentamiento entre esas dos fuerzas iba a caracterizar el turbulento gobierno de Fernando de Ostenburgo hasta su muerte, en 1474…
Puso la carpeta en el suelo y se incorporó sentada en el sofá, rodeando las rodillas con los brazos. El silencio era absoluto. Estuvo así, inmóvil, durante un rato, y luego se levantó, acercándose al cuadro. Quis Necavit Equitem. Pasó un dedo, sin tocar la superficie del óleo, por el lugar donde estaba la inscripción oculta, cubierta por las sucesivas capas de pigmento verde con que Van Huys había representado el paño que cubría la mesa. Quién mató al caballero. Con los datos suministrados por Álvaro, la frase cobraba una dimensión que allí, en el cuadro apenas iluminado por la pequeña lámpara, parecía siniestra. Inclinando el rostro hasta acercarse lo más posible a Rutgier Ar. Preux, Roger de Arras o no, Julia tuvo la certeza de que la inscripción se refería a él. Era, sin duda, una especie de acertijo; pero la desconcertaba el papel que el ajedrez jugaba en todo aquello. Jugaba. Tal vez se tratara sólo de eso, de un juego.
Sintió una incómoda exasperación, igual que cuando se veía obligada a recurrir al bisturí para eliminar un barniz rebelde, y cruzó las manos tras la nuca, cerrando los ojos. Al abrirlos encontró de nuevo el perfil del caballero desconocido, pendiente de la partida, fruncido el ceño en grave concentración. Tenía un aire agradable; sin duda había sido un hombre atractivo. El aspecto era noble, con un aura de dignidad hábilmente resaltada por el artista en los fondos que rodeaban la figura. Además, la posición de su cabeza ajustaba exactamente con la intersección de las líneas que, en pintura, constituían la Sección Áurea, la ley de composición pictórica que, para dar equilibrio a las figuras de un cuadro, usaban como patrón los pintores clásicos desde los tiempos de Vitrubio…
El descubrimiento la estremeció. Según las reglas, si al pintar el cuadro Van Huys hubiese pretendido realzar la figura del duque Fernando de Ostenburgo -a quien sin duda por calidad le correspondía ese honor- lo hubiera situado en el punto de intersección áurea, no a la izquierda de la composición. Lo mismo podía decirse de Beatriz de Borgoña, que ocupaba, además, un segundo plano, junto a la ventana y a la derecha. Luego era razonable creer que quien presidía aquella misteriosa partida de ajedrez no eran los duques, sino Rutgier Ar. Preux, posiblemente Roger de Arras. Pero Roger de Arras estaba muerto.
Fue hasta una de las estanterías llenas de libros sin apartar la vista del cuadro, mirándolo por encima del hombro como si, al volver la cabeza, alguien fuera a moverse en él. Maldito Pieter Van Huys, dijo casi en voz alta, planteando acertijos que le quitaban el sueño quinientos años después. Cogió el tomo de la “Historia del Arte” de Amparo Ibáñez dedicado a la pintura flamenca y fue a sentarse en el sofá, con él sobre las rodillas. Van Huys, Pieter. Brujas 1415-Gante 1481… Encendió el enésimo cigarrillo.
»… Aunque no desdeña el bordado, la joya y el mármol del pintor de corte, Van Huys es esencialmente burgués por el ambiente familiar de sus escenas y por su mirada positiva, a la que nada escapa. Influido por Jan Van Eyck, pero sobre todo por su maestro Roberto Campin, a quienes mezcla sabiamente, es la suya una tranquila mirada flamenca sobre el mundo, un análisis sereno de la realidad. Pero, siempre partidario del simbolismo, sus imágenes también contienen lecturas paralelas (el frasco de cristal cerrado o la puerta en el muro como indicios de la virginidad de María en su Virgen del Oratorio, el juego de sombras que se funden en el hogar de La familia de Lucas Bremer, etc.). La maestría de Van Huys se plasma en los personajes y objetos delimitados mediante contornos incisivos, y en su aplicación a los problemas más arduos de la pintura de la época, como la organización plástica de la superficie, el contraste sin ruptura entre penumbra doméstica y claridad del día, o las sombras que cambian según la materia sobre la que se posan.
Obras conservadas: Retrato del orfebre Guillermo Walhuus (1448) Metropolitan Museum, Nueva York. La familia de Lucas Bremer (1452) Galería de los Uffizi, Florencia. La Virgen del Oratorio (circa 1455) Museo del Prado, Madrid. El cambista de Lovaina (1457) Colección privada, Nueva York. Retrato del comerciante Matías Conzini y su esposa (1458) Colección privada, Zurich. El retablo de Amberes (circa 1461) Pinacoteca de Viena. El caballero y el Diablo (1462) Rijksmuseum, Amsterdam. La partida de ajedrez (1471) Colección privada, Madrid. El descendimiento de Gante (circa 1478) Catedral de San Bavon, Gante.
A las cuatro de la madrugada, con la boca áspera por el café y el tabaco, Julia había terminado su lectura. La historia del pintor, el cuadro y los personajes se tornaba por fin casi tangible. Ya no eran simples imágenes sobre una tabla de roble, sino seres vivos que habían llenado un tiempo y un espacio entre la vida y la muerte. Pieter Van Huys, pintor. Fernando Altenhoffen y su esposa, Beatriz de Borgoña. Y Roger de Arras. Porque Julia había dado con la prueba de que el caballero del cuadro, el jugador que estudiaba la posición de las piezas de ajedrez con la atención taciturna de aquel a quien le iba la vida en ello, era efectivamente Roger de Arras, nacido en 1431 y muerto en 1461, en Ostenburgo. De eso no le cabía la menor duda, como tampoco de que el misterioso lazo que lo vinculaba a los otros personajes y al pintor era aquel cuadro, ejecutado dos años después de su muerte. Una muerte cuya minuciosa descripción tenía ahora sobre las rodillas, en una página fotocopiada de la Crónica de Guichard de Hainaut:
»… De esta forma, en la Epifanía de los Santos Reyes de aquel año de mil cuatrocientos y sesenta y nueve, cuando micer Ruggier d.Arras paseaba a la anochecida como solía junto al foso llamado de la Puerta Este, un ballestero apostado le pasó el pecho de parte a parte con un virote. Quedó en el sitio el señor d.Arras pidiendo a voces confesión, mas cuando acudieron en su socorro expirado había el alma por el grande boquete de la herida. Espejo de caballeros y cumplido gentilhombre, la muerte de micer Ruggier fue harto sentida por la facción que en Ostenburgo era partidaria de la Francia, a la que se le decía afecto. Por tal luctuoso hecho alzáronse voces acusando del crimen a la gente partidaria de la casa de Borgoña. Otros atribuyeron la infame muerte a intriga de lances de amor, a los que harto aficionado era el desventurado señor d.Arras. Incluso afirmóse que el propio duque Fernando salía oculto fiador del golpe por tercero interpuesto, a causa de que micer Ruggier habría osado querella de amores con la duquesa Beatriz. Y la sospecha de tamaño baldón lo acompañó al duque hasta su muerte. Y así finó el triste caso sin que los asesinos fueren nunca hallados, diciéndose en pórticos y mentideros que escaparon protegidos por mano poderosa. Y así quedó aplazada la justicia para la mano de Dios. Y micer Ruggier era hermoso de cuerpo y de figura a pesar de las guerras batalladas al servicio de la corona de Francia, antes de allegarse a Ostenburgo al servicio del duque Fernando, con quien se había criado en su mocedad. Y fue llorado por muchas damas. Y tenía la edad de treinta y ocho años y todo su vigor cuando fue muerto…
Julia apagó la lámpara y permaneció a oscuras con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, observando el punto luminoso de la brasa del cigarrillo que sostenía en la mano. No le era posible ver el cuadro frente a ella, pero tampoco lo necesitaba. Tenía impresos en la retina y en la mente hasta el último detalle de la tabla flamenca; podía verla con los ojos abiertos en la oscuridad.
Bostezó, frotándose la cara con las palmas de las manos. Sentía una mezcla de fatiga y euforia, una curiosa sensación de triunfo incompleto, pero excitante; como el presentimiento, adquirido en mitad de una larga carrera, de que es posible alcanzar la meta. Había logrado levantar una punta del velo, y aún quedaban muchas cosas por averiguar; pero una era clara como la luz: en aquel cuadro no había capricho ni azar, sino cuidadosa ejecución de un plan preconcebido, de un objetivo que se resumía en la pregunta oculta ¿quién mató al caballero?, que alguien, por conveniencia o miedo, había tapado o mandado tapar. Y fuera lo que fuese, Julia iba a averiguarlo. En aquel momento, fumando en la oscuridad, aturdida de vigilia y cansancio, con la mente poblada de imágenes medievales, de trazos pictóricos bajo los que silbaban flechas de ballesta disparadas por la espalda y al anochecer, la joven no pensaba ya en restaurar el cuadro, sino en reconstruir su secreto. Tendría cierta gracia, se dijo a punto de ser vencida por el sueño, que cuando todos los protagonistas de aquella historia no eran sino esqueletos reducidos a polvo en sus tumbas, ella consiguiera dar respuesta a la pregunta que un pintor flamenco llamado Pieter Van Huys lanzaba, como un desafiante enigma, a través del silencio de cinco siglos.