III. UN PROBLEMA DE AJEDREZ

«El noble juego tiene sus abismos en los que muchas veces un alma noble ha desaparecido.»

Un antiguo maestro alemán


– Yo creo -dijo el anticuario- que se trata de un problema de ajedrez.

Hacía media hora que cambiaban impresiones frente al cuadro. César de pie, apoyado en la pared con un vaso de ginebra y limón pulcramente sostenido entre los dedos pulgar e índice. Menchu ocupaba el sofá con aire lánguido. Julia se mordía una uña sentada en la alfombra con el cenicero entre las piernas. Los tres miraban la pintura como si estuviesen frente a un aparato de televisión. Los colores del Van Huys oscurecían ante sus ojos, a medida que se iba extinguiendo la última luz del atardecer por la claraboya del techo.

– ¿Alguien puede encender algo? -sugirió Menchu-. Tengo la sensación de estarme quedando ciega poco a poco.

César accionó el interruptor que tenía a su espalda, y una luz indirecta, reflejada en las paredes, devolvió vida y color a Roger de Arras y a los duques de Ostenburgo. Casi al mismo tiempo, en el reloj de pared sonaron ocho campanadas al compás del largo péndulo de latón dorado. Julia movió la cabeza, acechando en la escalera ruido de pasos inexistentes.

– Álvaro se retrasa -dijo, y vio a César hacer una mueca.

– Por muy tarde que llegue ese filisteo -murmuró el anticuario- siempre llegará demasiado pronto.

Julia le dirigió una mirada de reproche.

– Prometiste ser correcto. No lo olvides.

– No lo olvido, princesa. Reprimiré mis impulsos homicidas, sólo merced a la devoción que te profeso.

– Te lo agradeceré eternamente.

– Eso espero -el anticuario miró su reloj de pulsera como si no confiase en el de pared, viejo regalo suyo-. Pero ese cerdo no es muy puntual, que digamos.

– César.

– Vale, queridísima. Ya me callo.

– No, no te calles -Julia señaló el cuadro-. Estabas diciendo que se trata de un problema de ajedrez…

César asintió. Hizo una pausa teatral para mojar los labios en la bebida, secándoselos después con un pañuelo de inmaculada blancura que extrajo del bolsillo.

– Verás… -Miró también a Menchu y suspiró levemente-. Veréis. Existe en la inscripción oculta un detalle en el que no habíamos caído hasta ahora, al menos yo. Quis necavit equitem se traduce, efectivamente, por la pregunta: ¿Quién mato al caballero? Lo que, según los datos de que disponemos, puede interpretarse como un acertijo sobre la muerte, o el asesinato, de Roger de Arras… Sin embargo -César hizo un gesto de prestidigitador que extrae una sorpresa de su chistera-, esa frase puede traducirse también con matiz diferente. Que yo sepa, la pieza de ajedrez que nosotros conocemos por caballo se llamaba caballero en la Edad Media… Incluso hoy en muchos países europeos sigue siendo así. En inglés, por ejemplo, la pieza es literalmente knight: caballero -miró pensativo el cuadro, juzgando la solvencia de su razonamiento-. Quizá la pregunta, entonces, no sea quién mató al caballero, sino quién mató al caballo… O, formulada en términos ajedrecísticos: ¿Quién se comió el caballo?

Quedaron en silencio, meditando. Por fin habló Menchu.

– Una lástima, nuestro cuento de la lechera -su mueca traslucía la decepción-. Hemos montado toda esta película de una simple bobada…

Julia, que miraba fijamente al anticuario, movió la cabeza.

– Nada de eso; el misterio sigue existiendo. ¿No es cierto, César?… Roger de Arras fue asesinado antes de que se pintara el cuadro -se incorporó indicando un ángulo de la tabla-. ¿Véis? La fecha de ejecución de la pintura está aquí: Petrus Van Huys fecit me, anno MCDLXXI… Eso quiere decir que, dos años después del asesinato de Roger de Arras, Van Huys pintó, haciendo un ingenioso juego de palabras, un cuadro en el que figuraban la víctima y el verdugo -vaciló un momento, pues se le acababa de ocurrir una nueva idea-. Y, posiblemente, el móvil del crimen: Beatriz de Borgoña.

Menchu estaba confusa, pero excitadísima. Se había movido hasta el borde del sofá y miraba la tabla flamenca con ojos muy abiertos, como si la viera por primera vez.

– Explícate, hija. Me tienes en ascuas.

– Según sabemos, Roger de Arras pudo ser asesinado por varias razones; y una de ellas habría sido un supuesto romance entre él y la duquesa Beatriz… La mujer vestida de negro que lee junto a la ventana.

– ¿Quieres decir que el duque lo mató por celos?

Julia hizo un gesto evasivo.

– Yo no quiero decir nada. Me limito a sugerir una posibilidad -indicó con un gesto el montón de libros, documentos y fotocopias que tenía sobre la mesa-. Tal vez el pintor quiso llamar la atención sobre el crimen… Es posible que eso lo decidiera a pintar el cuadro, o quizá lo hizo por encargo -encogió los hombros-. Jamás lo sabremos con certeza, pero hay algo que sí está claro: este cuadro contiene la clave del asesinato de Roger de Arras. Lo prueba la inscripción.

– Inscripción tapada -matizó César.

– Más a mi favor.

– Supongamos que el pintor tuviera miedo de haber sido demasiado explícito… -sugirió Menchu-. Tampoco en el siglo quince podía ir acusándose a la gente así, por las buenas.

Julia miró el cuadro.

– Puede que Van Huys se asustara de haber reflejado la cosa con excesiva claridad.

– O alguien lo hizo después -sugirió Menchu.

– No. Yo también pensé en eso, y además de mirarlo con luz negra hice un análisis estratigráfico, tomando una muestra con bisturí para estudiarla al microscopio -cogió de la mesa una hoja de papel-. Ahí lo tenéis, por capas sucesivas: soporte de madera de roble, una preparación muy delgada con carbonato de calcio y cola animal, blanco de plomo y óleo como imprimación, y tres capas con blanco de plomo, bermellón y negro marfil, blanco de plomo y resinato de cobre, barniz, etcétera. Todo idéntico al resto: las mismas mezclas, los mismos pigmentos. Fue Van Huys en persona quien tapó la inscripción, poco después de haberla escrito. De eso no cabe duda.

– ¿Entonces?

– Siempre teniendo en cuenta que nos hallamos sobre una cuerda floja de cinco siglos, estoy de acuerdo con César. Es muy posible que la clave esté en la partida de ajedrez. En cuanto a lo de comerse el caballo, ni siquiera se me había ocurrido… -miró al anticuario-. ¿Qué opinas tú?

César se apartó de la pared para sentarse en el otro extremo del sofá, junto a Menchu, y después de beber un pequeño sorbo de su vaso cruzó las piernas.

– Opino lo mismo, querida. Creo que al dirigir nuestra atención del caballero al caballo, el pintor pretende plantearnos la pista principal… -apuró delicadamente el contenido de su vaso para dejarlo, tintineando el hielo, sobre la mesita que tenía al lado-. Cuando pregunta quién se comió el caballo nos obliga a estudiar la partida… Ese retorcido Van Huys, de quien empiezo a creer que tenía un sentido del humor bastante peculiar, nos está invitando a jugar al ajedrez.

A Julia se le iluminaron los ojos.

– Juguemos, entonces -exclamó, volviéndose hacia el cuadro. Aquellas palabras arrancaron otro suspiro al anticuario.

– Eso quisiera yo. Pero esto rebasa mis habilidades.

– Vamos, César. Tú debes conocer el ajedrez.

– Frívola suposición la tuya, cariñito… ¿Me has visto jugar alguna vez?

– Nunca. Pero todo el mundo tiene idea de eso.

– En este asunto hace falta algo más que una simple idea sobre cómo mover las piezas… ¿Te has fijado bien? Las posiciones son muy complicadas -se echó hacia atrás en el sofá, teatralmente abatido-. Incluso yo tengo ciertas enojosas limitaciones, amor. Nadie es perfecto.

En ese momento llamaron a la puerta.

– Álvaro -dijo Julia, y corrió a abrir.

No era Álvaro. Regresó con un sobre traído por un mensajero; contenía varias fotocopias y una cronología escrita a máquina.

– Mirad. Por lo visto ha decidido no venir, pero nos manda esto.

– Tan grosero como siempre -murmuró César, con desdén-. Podía haber telefoneado para disculparse, el canalla -se encogió de hombros-. Aunque en el fondo me alegro… ¿Qué nos manda el infame?

– No te metas con él -lo reconvino Julia-. Ha tenido que trabajar mucho para ordenar estos datos.

Y se puso a leer en voz alta.


PIETER VAN HUYS Y LOS PERSONAJES RETRATADOS EN LA «PARTIDA DE AJEDREZ» CRONOLOGÍA BIOGRÁFICA:

1415: Pieter Van Huys nace en Brujas (Flandes). Actual Bélgica.

1431: Nace Roger de Arras en el castillo de Bellesang, en Ostenburgo. Su padre, Fulco de Arras, es vasallo del rey de Francia y está emparentado con la dinastía reinante de los Valois. Su madre, cuyo nombre no se ha conservado, pertenece a la familia ducal ostenburguesa, los Altenhoffen.

1435: Borgoña y Ostenburgo rompen su vasallaje con Francia. Nace Fernando Altenhoffen, futuro duque de Ostenburgo.

1437: Roger de Arras se ha criado en la corte ostenburguesa como compañero de juegos y estudios del futuro duque Fernando.

Al cumplir dieciséis años acompaña a su padre Fulco de Arras en la guerra que Carlos Vii de Francia sostiene contra Inglaterra.

1441: Nace Beatriz, sobrina de Felipe el Bueno, duque de Borgoña.

1442: Se estima que hacia esta época realiza Pieter Van Huys sus primeras pinturas tras haberse relacionado en Brujas con los hermanos Van Eyck y en Tournai con Roberto Campin, sus maestros. No se conserva ninguna obra suya de este período hasta:

1448: Van Huys pinta el Retrato del orfebre Guillermo Walhuus.

1449: Roger de Arras se distingue en la conquista de Normandía y Guyena a los ingleses.

1450: Roger de Arras combate en la batalla de Formigny.

1452: Van Huys pinta La familia de Lucas Bremer. (Su mejor cuadro conocido).

1453: Roger de Arras combate en la batalla de Castillon. El mismo año se imprime en Nuremberg su Poema de la rosa y el caballero (se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de París).

1455: Van Huys pinta su Virgen del oratorio. (Sin fecha, pero que los expertos datan hacia esta época).

1457: Muere Wilhelmus Altenhoffen, duque de Ostenburgo. Le sucede su hijo Fernando, que acaba de cumplir veintidós años. Uno de sus primeros actos habría sido llamar a su lado a Roger de Arras. Presumiblemente, éste permanece en la corte de Francia, ligado al rey Carlos VII por juramento de lealtad.

1457: Van Huys pinta El cambista de Lovaina.

1458: Van Huys pinta Retrato del comerciante Matías Conzini y su esposa.

1461: Muerte de Carlos VII de Francia. Supuestamente liberado de su compromiso de lealtad con el monarca francés, Roger de Arras regresa a Ostenburgo. Hacia la misma época, Pieter Van Huys termina el Retablo de Amberes y se instala en la corte ostenburguesa.

1462: Van Huys pinta El caballero y el diablo. Fotografías del original (Rijksmuseum de Amsterdam) permiten aventurar que el caballero que posó para ese retrato podría ser Roger de Arras, aunque el parecido entre ese personaje y el de La partida de ajedrez no sea rigurosamente exacto.

1463: Compromiso oficial de Fernando de Ostenburgo con Beatriz de Borgoña. En la embajada ante la corte borgoñona figuran Roger de Arras y Pieter Van Huys, enviado para pintar el retrato de Beatriz, que realiza ese año. (El retrato, citado en la crónica de los esponsorios y en un inventario de 1474, no se ha conservado hasta nuestros días).

1464: Boda ducal. Roger de Arras preside la comitiva que conduce a la novia desde Borgoña a Ostenburgo.

1465: Muere Felipe el Bueno y accede al gobierno de Borgoña su hijo Carlos el Temerario, primo de Beatriz. La presión francesa y borgoñona aviva las intrigas en la corte ostenburguesa. Fernando Altenhoffen intenta mantener un difícil equilibrio. El partido profrancés se apoya en Roger de Arras, que posee gran ascendiente sobre el duque Fernando. El partido borgoñón se sostiene gracias a la influencia de la duquesa Beatriz.

1469: Roger de Arras es asesinado. Se culpa oficiosamente a la facción borgoñona. Otros rumores aluden a una relación amorosa entre Roger de Arras con Beatriz de Borgoña. La intervención de Fernando de Ostenburgo no es probada.

1471: Dos años después del asesinato de Roger de Arras, Van Huys pinta La partida de ajedrez. Se ignora si en esa época el pintor reside todavía en Ostenburgo.

1474: Muere Fernando Altenhoffen sin descendencia. Luis XI de Francia intenta imponer los viejos derechos de su dinastía sobre el ducado, lo que empeora las tensas relaciones franco-borgoñonas. El primo de la duquesa viuda, Carlos el Temerario, invade el ducado, derrotando a los franceses en la batalla de Looven. Borgoña se anexiona Ostenburgo.

1477: Carlos el Temerario muere en la batalla de Nancy. Maximiliano I de Austria se hace con la herencia borgoñona, que pasará a su nieto Carlos (futuro emperador Carlos V) y acabará perteneciendo a la monarquía española de los Habsburgo.

1481: Muere Pieter Van Huys en Gante, cuando trabaja en un tríptico sobre el descendimiento destinado a la catedral de San Bavon.

1485: Beatriz de Ostenburgo muere recluida en un convento de Lieja.


Durante un buen rato nadie se atrevió a abrir la boca. Las miradas de cada cual iban de uno a otro, y de ellos al cuadro. Al cabo de un silencio que parecía eterno, César movió la cabeza.

– Confieso -dijo en voz baja- que estoy impresionado.

– Todos lo estamos -añadió Menchu.

Julia dejó los documentos sobre la mesa y se apoyó en ella.

– Van Huys conocía bien a Roger de Arras -señaló los papeles-. Quizás eran amigos.

– Y pintando ese cuadro, le ajustó las cuentas a su asesino -opinó César-… Todas las piezas encajan.

Julia se acercó a la biblioteca, dos paredes cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de desordenadas hileras de libros. Se detuvo frente a ella un momento, con los brazos en jarras, y después extrajo un grueso volumen ilustrado. Hojeó rápidamente las páginas, hasta dar con lo que buscaba, y fue hasta el sofá a sentarse entre Menchu y César, con el libro -El Rijksmuseum de Amsterdam- abierto sobre las rodillas. La reproducción del cuadro no era muy grande, pero se distinguía perfectamente al caballero, vestido de armadura y con la cabeza descubierta, cabalgando por la falda de una colina en cuya cima había una ciudad amurallada. Junto al caballero, y en amigable conversación, iba el Diablo, jinete en un penco negro y descarnado, señalando con su derecha la ciudad hacia la que parecían dirigirse.

– Podría ser él -comentó Menchu, comparando las facciones del caballero representado en el libro con las del jugador de ajedrez en el cuadro.

– Y podría no ser -apuntó César-. Aunque, desde luego, hay cierto parecido -se volvió hacia Julia-. ¿Cuál es la fecha de ejecución?

– Mil cuatrocientos sesenta y dos.

El anticuario hizo un rápido cálculo.

– Eso significa nueve años antes de La partida de ajedrez. Puede ser la explicación. El jinete acompañado por el diablo es más joven que en el otro cuadro.

Julia no respondió. Estudiaba la reproducción fotográfica del libro. César la miró preocupado.

– ¿Qué pasa?

La joven movía la cabeza despacio, como si temiese, con algún gesto brusco, espantar espíritus esquivos que hubiese costado trabajo convocar.

– Sí -dijo con el tono de quien no tiene más remedio que rendirse a lo evidente-. Como coincidencia, es excesiva.

Y señaló con el dedo la fotografía.

– No veo nada especial -dijo Menchu.

– ¿No? -Julia sonreía para sí misma-. Mira el escudo del caballero… En la Edad Media, cada noble lo decoraba con su emblema… Dime qué opinas tú, César. ¿Qué hay pintado en ese escudo?

El anticuario suspiró, pasándose una mano por la frente. Estaba tan asombrado como Julia.

– Escaques -dijo sin vacilar-. Cuadros blancos y negros -levantó la vista hacia la tabla de Flandes y la voz pareció estremecérsele-. Como los de un tablero de ajedrez.

Dejando el libro abierto sobre el sofá, Julia se puso en pie.

– Aquí no hay casualidad que valga -cogió una lupa de gran aumento antes de acercarse al cuadro-. Si el caballero acompañado por el diablo que pintó Van Huys en mil cuatrocientos sesenta y dos es Roger de Arras, eso significa que, nueve años después, el artista escogió el tema de su escudo de armas como clave maestra de la pintura en la que, supuestamente, representó su muerte… Incluso el suelo de la habitación donde sitúa a los personajes está ajedrezado en blanco y negro. Eso, además del carácter simbólico del cuadro, confirma que el jugador del centro es Roger de Arras… Y todo este tinglado, efectivamente, se articula en torno al ajedrez.

Se había arrodillado ante la pintura, y durante un rato estudió a través de la lupa, una por una, las piezas representadas sobre el tablero y sobre la mesa. También dedicó su atención al espejo redondo y convexo que, desde el ángulo superior izquierdo del cuadro, en la pared, reflejaba, deformado por la perspectiva, el tablero y el escorzo de ambos jugadores.

– César.

– Dime, querida.

– ¿Cuántas piezas tiene el juego de ajedrez?

– Hum… Dos por ocho, dieciséis de cada color. Eso hace treinta y dos, si no me equivoco.

Julia contó con el dedo.

– Están las treinta y dos. Se pueden identificar perfectamente: peones, reyes, caballos… Unos dentro de la partida y otros fuera.

– Esas son las piezas ya comidas -César se había arrodillado junto a ella, e indicó una de las piezas situadas fuera del tablero, la que Fernando de Ostenburgo sostenía entre los dedos-. Un caballo fue comido; uno sólo. Un caballo blanco. Los otros tres, uno blanco y dos negros, están aún dentro del juego. Así que el Quis necavit equitem se refiere a él.

– ¿Quién se lo comió?

El anticuario hizo una mueca.

– Esa pregunta es precisamente el quid de la cuestión, amor -sonrió, igual que cuando ella era una cría sentada en sus rodillas-. Hasta ahora hemos averiguado muchas cosas: quién peló el pollito, quién lo guisó… Pero ignoramos quién fue el malvado que se lo comió.

– No has respondido a mi pregunta.

– No siempre tengo maravillosas respuestas a mano.

– Antes sí las tenías.

– Antes podía mentir -la miró con ternura-. Ahora has crecido, y ya no puedo engañarte con facilidad.

Julia le puso una mano sobre el hombro, como cuando, quince años atrás, pedía que inventase para ella la historia de un cuadro, o una porcelana. En su voz quedaba un eco de la misma súplica infantil.

– Necesito saberlo, César.

– La subasta será dentro de dos meses -dijo Menchu a su espalda-. No queda mucho tiempo.

– Al diablo la subasta -respondió Julia. Seguía mirando a César como si éste tuviera en sus manos la solución. El anticuario volvió a suspirar despacio y sacudió ligeramente la alfombra antes de sentarse en ella, cruzando las manos sobre las rodillas. Su ceño estaba fruncido y se mordía la punta de la lengua pequeña y rosada, pensativo.

– Tenemos unas claves con las que empezar -dijo al cabo de un rato-. Pero disponer de claves no es suficiente; lo que cuenta es cómo utilizarlas -miró el espejo convexo que, pintado en el cuadro, reflejaba los jugadores y el tablero-. Estamos acostumbrados a creer que un objeto cualquiera y su imagen en un espejo contienen una misma realidad, pero eso no es cierto -señaló con un dedo el espejo pintado-. ¿Véis? Ya, a simple vista, comprobamos que la imagen está invertida. Y en el tablero, el sentido de la partida es a la inversa, luego ahí también lo está.

– Me estáis dando un terrible dolor de cabeza -dijo Menchu, emitiendo un gemido-. Eso es demasiado complejo para mi encefalograma plano, así que voy a beber algo… -fue hasta el mueble bar y se sirvió una generosa porción del vodka de Julia. Pero, antes de coger el vaso, extrajo de su bolso una piedra pulida y plana de ónice, una cánula de plata y una pequeña cajita, y preparó una fina raya de cocaína-. Se abre la farmacia. ¿Alguien se anima?

Nadie respondió. César parecía absorto en el cuadro, ajeno a lo demás, y Julia se limitó a fruncir el ceño con reprobación. Encogiendo los hombros, Menchu se inclinaba para aspirar por la nariz, rápida y precisa, en dos tiempos. Cuando se incorporó sonreía, y el azul de sus ojos era más luminoso y ausente.

César se había acercado al Van Huys, cogiendo a Julia por el brazo como si le aconsejara ignorar a Menchu.

– La simple idea -dijo, como si en la habitación estuviesen solos Julia y él- de que algo en el cuadro puede ser real y algo puede no serlo, ya nos hace caer en una trampa. Los personajes y el tablero están incluidos dos veces en la pintura, y una es, de algún modo, menos real que la otra. ¿Comprendes?… Aceptar ese hecho nos hace meternos a la fuerza en la habitación del cuadro, y borra los límites entre lo real y lo pintado… La única forma de evitarlo sería distanciarnos hasta no ver otra cosa que manchas de color y piezas de ajedrez. Pero hay demasiadas inversiones por medio.

Julia observó el cuadro y después, volviéndose, señaló el espejo veneciano que colgaba de la pared, al otro lado del estudio.

– Ahí no -respondió-. Si usamos otro espejo para mirar el cuadro, quizá podamos reconstruir la imagen original.

César la miró largamente, en silencio, meditando sobre lo que acababa de escuchar.

– Eso es muy cierto -dijo por fin, y su aprobación se tradujo en una sonrisa de aliento-. Pero me temo, princesa, que las pinturas y los espejos crean mundos demasiado inconsistentes, que pueden ser entretenidos para mirar desde fuera, pero nada cómodos si hay que moverse en su interior. Para eso hace falta un especialista; alguien capaz de ver el cuadro de forma diferente a como lo vemos nosotros… Y me parece que sé dónde encontrarlo.


A la mañana siguiente, Julia telefoneaba a Álvaro, sin que nadie respondiese a la llamada. Tampoco tuvo más suerte al intentar localizarlo en casa, así que puso a Lester Bowie en el tocadiscos y café a hervir en la cocina, estuvo un largo rato bajo la ducha y se fumó un par de cigarrillos. Después, con el pelo húmedo y su viejo jersey sobre las piernas desnudas, bebió café y se puso a trabajar en el cuadro.

La primera fase de la restauración consistía en eliminar toda la capa de barniz original. El pintor, sin duda preocupado por defender su obra frente a la humedad de los fríos inviernos septentrionales, había aplicado un barniz graso, disuelto en aceite de linaza. La solución era correcta, pero nadie, ni siquiera un maestro como Pieter Van Huys, podía impedir en el siglo XV que un barniz graso amarillease en quinientos años, amortiguando la viveza de los colores originales.

Julia, que había realizado pruebas con varios disolventes en un ángulo de la tabla, preparó una mezcla de acetona, alcohol, agua y amoniaco, dedicándose a la tarea de ablandar el barniz con tampones de algodón que manejaba mediante pinzas. Empezó por las zonas de mayor consistencia, con sumo cuidado, dejando para el final las más claras y débiles. A cada momento se detenía para revisar los tampones de algodón, al acecho de restos de color, asegurándose de que no arrastraba con el barniz parte de la pintura que había debajo. Trabajó sin descanso durante toda la mañana, mientras acumulaba colillas en el cenicero de Benlliure, deteniéndose sólo unos instantes para, con los ojos entornados, observar la marcha del proceso. Poco a poco, al desaparecer el barniz envejecido, la tabla recobraba la magia de sus pigmentos originales, casi todos tal y como habían sido mezclados en la paleta del viejo maestro flamenco: siena, verde de cobre, blanco de plomo, azul ultramar… Julia veía renacer bajo sus dedos aquel prodigio con respeto reverencial, como si ante sus ojos se desvelase el más íntimo misterio del arte y de la vida.

A mediodía telefoneó César, y quedaron en verse por la tarde. Julia aprovechó la interrupción para calentar una pizza, hizo más café y comió frugalmente, sentada en el sofá. Observaba con atención las craqueladuras que el envejecimiento del cuadro, la luz y las dilataciones de la madera habían ido imprimiendo en la capa pictórica. Eran especialmente visibles en las carnaciones de los personajes, rostros y manos, y en colores como el blanco de plomo, mientras que disminuían en los tonos oscuros y el negro. El vestido de Beatriz de Borgoña, sobre todo, con su efecto de volumen en los pliegues, parecía tan intacto que daba la impresión de apreciarse la suavidad del terciopelo si se pasaba un dedo por él.

Resultaba curioso, pensó Julia, que cuadros de factura reciente aparecieran cubiertos de grietas al poco tiempo de terminados, con craqueladuras y cazoletas causadas por el uso de materiales modernos o procedimientos artificiales de secado; mientras la obra de los maestros antiguos, que cuidaban hasta la obsesión su trabajo con técnicas artesanales, resistía el paso de los siglos con más dignidad y belleza. En aquel momento, Julia experimentaba una viva simpatía por el viejo y concienzudo Pieter Van Huys, a quien evocó en su taller medieval, mezclando arcillas y experimentando aceites, en busca del matiz para la veladura exacta; empujado por el afán de imprimir en su obra el sello de la eternidad, más allá de su propia muerte y de la de aquellos a quienes con sus pinceles fijaba sobre una modesta tabla de roble.

Siguió desbarnizando después de comer la parte inferior de la tabla, donde se hallaba la inscripción oculta. Allí trabajó con sumo cuidado, procurando no alterar el verde de cobre, mezclado con resma para impedir que oscureciese con el tiempo, que Van Huys había utilizado al pintar el paño que cubría la mesa; un paño cuyos pliegues extendiera más tarde, con el mismo color, para tapar la inscripción latina. Todo ello, eso lo sabía perfectamente Julia, planteaba un problema ético, además de las normales dificultades técnicas… ¿Era lícito, respetando el espíritu de la pintura, descubrir la inscripción que el propio autor había decidido tapar?… ¿Hasta qué punto un restaurador podía permitirse traicionar el deseo de un artista, plasmado en su obra con la misma solemnidad que si se tratase de un testamento?… Incluso la cotización del cuadro, una vez probada mediante radiografías la existencia de la inscripción y hecho público el suceso, ¿sería más alta con la leyenda cubierta, o al desnudo?

Por suerte, se dijo a modo de conclusión, en todo aquello no era sino una asalariada. La decisión debían tomarla el propietario, Menchu y ese tipo de Claymore, Paco Montegrifo; ella haría lo que se decidiera. Aunque bien meditada la cuestión, si en su mano estuviese preferiría dejar las cosas como estaban. La inscripción existía, su texto era conocido y resultaba innecesario sacarlo a la luz. A fin de cuentas, la capa de pintura que la había cubierto durante cinco siglos formaba también en el cuadro parte de su historia.

Las notas de su saxo llenaban el estudio, aislándola de todo. Pasó con suavidad el tampón empapado en disolvente por el contorno de Roger de Arras, junto a la nariz y la boca, y se ensimismó una vez más en la contemplación de los párpados bajos, de los finos trazos que revelaban leves arrugas en torno a los ojos, de la mirada absorta en la partida. En ese punto la joven dejó correr la imaginación tras el eco de los pensamientos del desventurado caballero. Flotaba en ellos un rastro de amor y muerte, como los pasos del Destino en el misterioso ballet jugado por las piezas blancas y negras sobre los escaques del tablero; sobre su propio escudo de armas, traspasado por un virote de ballesta. Y brillaba en la penumbra una lágrima de mujer, en apariencia absorta en un libro de horas -¿o se trataba del Poema de la Rosa y el caballero?-; de una sombra silenciosa rememorando junto a la ventana días de luz y juventud, metal bruñido, colgaduras y pasos firmes sobre el enlosado de la corte borgoñona; el yelmo bajo el brazo y la frente erguida del guerrero en el cénit de su fuerza y de su fama, embajador altivo de aquel otro con quien razones de Estado aconsejaban desposarla. Y el murmullo de las damas, y el grave semblante de los cortesanos, y el propio rubor ante aquella mirada serena, al oír su voz, templada en las batallas con ese aplomo singular que sólo se encuentra en quienes han gritado alguna vez el nombre de Dios, de su rey o de su dama, cabalgando contra el enemigo. Y el secreto de su corazón en los años que vinieron después. Y la Silenciosa Amiga, la Última Compañera, afilando paciente su guadaña, tensando una ballesta en el foso de la Puerta Este.

Los colores, el cuadro, el estudio, la grave música del saxo que vibraba a su alrededor, parecían dar vueltas en torno a Julia. Hubo un momento en que dejó de trabajar para, cerrados los ojos, aturdida, respirar hondo, acompasadamente, intentando alejar el súbito pavor que la había estremecido un instante, cuando creyó, por efecto de la perspectiva del cuadro, estar “dentro de él”, como si la mesa y los jugadores hubiesen quedado bruscamente a su izquierda y ella se precipitara hacia adelante, a través de la habitación reproducida en la pintura, en dirección a la ventana abierta junto a la que leía Beatriz de Borgoña. Como si le bastara inclinar el cuerpo para asomarse sobre el alféizar y ver qué había debajo, al pie del muro: el foso de la Puerta Este, donde Roger de Arras había sido asaeteado por la espalda.

Tardó en serenarse, y no lo consiguió hasta que, con un cigarrillo en la boca, rascó un fósforo. Le costó acercar la llama al extremo, pues la mano le temblaba como si acabara de tocar el rostro de la Muerte.


– No es más que un club de ajedrez -dijo César mientras subían por la escalera-. El club Capablanca.

– ¿Capablanca? -Julia miró con recelo la puerta abierta. Al fondo se veían mesas con hombres inclinados sobre ellas y espectadores formando grupos alrededor.

– José Raúl Capablanca -aclaró el anticuario con el bastón bajo el brazo, mientras se quitaba el sombrero y los guantes-. Según dicen, el mejor jugador de todos los tiempos… El mundo está lleno de clubs y torneos que llevan su nombre.

Entraron en el local, dividido en tres grandes salas con una docena de mesas; en casi todas se desarrollaban partidas. Había un rumor peculiar en el ambiente, ni ruido ni silencio: una especie de murmullo suave y contenido, algo solemne, como el de la gente cuando llena una iglesia. Algunos jugadores y curiosos miraron a Julia con extrañeza, o desaprobación. El público era exclusivamente masculino. Olía a humo de tabaco y madera vieja.

– ¿Las mujeres no juegan al ajedrez? -preguntó Julia.

César, que le había ofrecido su brazo antes de entrar en el local, pareció meditar sobre aquello.

– La verdad es que ni se me había ocurrido -dijo a modo de conclusión-. Pero es evidente que aquí, no. Tal vez en casa, entre zurcido y cocido.

– Machista.

– Ese es un horrible retruécano, querida. No seas odiosa.

Los recibió en el vestíbulo un caballero amable y locuaz, de cierta edad, calva prominente y bigote recortado con esmero. César se lo presentó a Julia como señor Cifuentes, director de la Sociedad Recreativa José Raúl Capablanca.

– Quinientos socios de cuota -matizó ufano el aludido, mostrándoles los trofeos, diplomas y fotografías que adornaban las paredes-. También organizamos un torneo de ámbito nacional… -se detuvo ante la vitrina donde estaban expuestos varios juegos de ajedrez más viejos que antiguos-. Bonitos, ¿verdad?… Por supuesto, aquí usamos exclusivamente el modelo Staunton.

Se había vuelto hacia César como esperando su aprobación, y el anticuario se vio obligado a componer un gesto de circunstancias.

– Por supuesto -dijo, y Cifuentes le sonrió con simpatía.

– ¿Madera, eh? -precisó-. Nada de plástico.

– Faltaría más.

Cifuentes se volvió hacia Julia, complacido.

– Tendría que ver esto un sábado por la tarde -echó a su alrededor una mirada de satisfacción, como una gallina que pasara revista a sus polluelos-. Hoy es un día normal: aficionados que salen del trabajo y se dan una vuelta antes de cenar, jubilados que dedican la tarde entera… Un ambiente muy agradable, como ven. Muy…

– Edificante -dijo Julia, un poco al buen tuntún. Pero a Cifuentes le pareció apropiado el término.

– Edificante, eso es. Y como pueden comprobar, hay bastantes jóvenes… Aquel de allí es algo fuera de serie. Con diecinueve años ha escrito un estudio de cien páginas sobre las cuatro líneas de la apertura Nimzoindia.

– No me diga. Nimzoindia, vaya… Suena -Julia buscó desesperadamente una palabra- definitivo.

– Bueno, tal vez definitivo sea demasiado -reconoció Cifuentes con honestidad-. Pero es importante.

La joven miró a César en demanda de auxilio, pero éste se limitó a enarcar una ceja, cortésmente interesado en el diálogo. Se inclinaba hacia Cifuentes con las manos sosteniendo bastón y sombrero cruzadas a la espalda, y parecía divertirse horrores.

– Yo mismo -añadió el ajedrecista, señalándose el pecho con el pulgar a la altura del primer botón del chaleco- aporté hace años mi granito de arena…

– No me diga -comentó César, y Julia lo miró inquieta.

– Como lo oye -el director sonreía, con forzada modestia-. Una subvariante de la defensa CaroKann, con el sistema de dos caballos. Ya saben: caballo tres alfil dama… La variante Cifuentes -miró a César, esperanzado-. Tal vez hayan oído hablar de ella.

– No le quepa la menor duda -respondió el anticuario con perfecta sangre fría.

Cifuentes sonrió, agradecido.

– Crean que no exagero al decir que en este club, o sociedad recreativa, como prefiero llamarlo, se dan cita los mejores jugadores de Madrid, y tal vez de España… -pareció recordar algo-. Por cierto, tengo localizado al hombre que necesitan -miró alrededor hasta que se le iluminó el rostro-. Sí, allí está. Acompáñenme, por favor.

Lo siguieron por una de las salas, hacia las mesas del fondo.

– No ha sido fácil -aclaró Cifuentes mientras se acercaban- y he pasado el día dándole vueltas al tema… A fin de cuentas -se volvió a medias hacia César, con gesto de excusa- usted me pidió que le recomendase el mejor.

Se detuvieron a poca distancia de una mesa en la que dos hombres mantenían una partida, observados por media docena de curiosos. Uno de los jugadores tamborileaba suavemente con los dedos a un lado del tablero, sobre el que se inclinaba con una expresión grave que Julia consideró idéntica a la que Van Huys había pintado en los jugadores del cuadro. Frente a él, sin que el repiqueteo de su oponente sobre la mesa pareciera molestarle en absoluto, el otro jugador permanecía inmóvil, ligeramente recostado sobre el respaldo de la silla de madera, con las manos en los bolsillos del pantalón y la barbilla hundida sobre la corbata. Resultaba imposible saber si sus ojos, fijos en el tablero, estaban concentrados en el estudio de éste o absortos en alguna idea ajena a la partida.

Los espectadores mantenían un silencio reverencial, como si lo que allí se decidía fuese cuestión de vida o muerte. Ya quedaban pocas piezas sobre el tablero, tan mezcladas que era imposible, para los recién llegados, averiguar quién jugaba con blancas y quién con negras. Al cabo de un par de minutos, el que tamborileaba con los dedos usó la misma mano para avanzar un alfil blanco, interponiéndolo entre su rey y una torre negra. Consumado el movimiento lanzó una breve mirada a su adversario, antes de sumirse de nuevo en la contemplación del tablero y reanudar el suave tamborileo.

Un prolongado murmullo de los espectadores acompañó la jugada. Julia se acercó más y pudo ver cómo el otro ajedrecista, que no había cambiado de postura al mover su adversario, fijaba su atención en el alfil interpuesto. Permaneció así durante un rato y después, con gesto tan lento que fue imposible saber hasta el final a qué pieza se dirigía, movió un caballo negro.

– Jaque -dijo, y recobró su anterior inmovilidad, ajeno al rumor de aprobación que surgió a su alrededor.

Sin que nadie se lo dijese, Julia supo en ese instante que aquel era el hombre que César había pedido conocer y Cifuentes les recomendaba; así que lo observó con atención. Debía de tener poco más de cuarenta años, era muy delgado y de mediana estatura. Se peinaba hacia atrás, sin raya, con grandes entradas en las sienes. Tenía las orejas grandes, la nariz ligeramente aquilina, y sus ojos oscuros se hallaban profundamente instalados en el interior de las cuencas, como si contemplasen el mundo con desconfianza. Estaba lejos de poseer el aire de inteligencia que Julia creía indispensable en un ajedrecista; su expresión era más bien de indolente apatía, una especie de fatiga íntima y desprovista de interés hacia cuanto se hallaba a su alrededor. Tenía, pensó decepcionada la joven, el aspecto de un hombre que, aparte de realizar jugadas correctas sobre un tablero de ajedrez, no espera gran cosa de sí mismo.

Sin embargo -o tal vez precisamente a causa de ello, del tedio infinito que se traslucía en su expresión imperturbable- cuando el rival desplazó su rey una casilla hacia atrás, y él alargó despacio la mano derecha hacia las piezas, el silencio se hizo diáfano y perfecto en aquel rincón de la sala. Julia, quizá porque era ajena a lo que ocurría, intuyó sorprendida que los espectadores no apreciaban al jugador; que éste no gozaba entre ellos de la menor simpatía. Leyó en sus rostros que aceptaban a regañadientes su superioridad ante un tablero, pues como aficionados no podían sustraerse a la necesidad de comprobar sobre los cuadros blancos y negros la evolución precisa, lenta e implacable de la piezas que movía. Pero en el fondo -y de eso acababa la joven de adquirir una inexplicable certeza- todos ellos acariciaban en su interior la esperanza de estar presentes cuando aquel hombre hallara la horma de su zapato, cometiendo el error que lo destrozase ante un adversario.

– Jaque -repitió el jugador.

Su movimiento había sido en apariencia simple, limitándose a hacer que un modesto peón avanzase una casilla. Pero su rival dejó de tamborilear con los dedos y los apoyó en la sien, como para calmar un molesto latido. Después desplazó otra casilla su rey blanco, esta vez hacia atrás y en diagonal. Parecía disponer de tres casillas como refugio, pero por alguna razón que a Julia se le escapaba, escogió aquella. Un susurro de admiración surgido en las inmediaciones parecía indicar la oportunidad del movimiento, pero su adversario no se inmutó.

– Ahí hubiera sido mate -dijo, y no había el menor asomo de triunfo en su tono; sólo la comunicación de un hecho objetivo al oponente. Tampoco había condolencia. Pronunció aquellas palabras antes de mover pieza alguna, como si considerase innecesario acompañarlas con una demostración práctica. Y entonces, casi con desgana, sin dedicar el mínimo interés a la mirada de incredulidad de su adversario y de buena parte de los espectadores, trajo, como si viniera de muy lejos, un alfil a través de la diagonal de casillas blancas que cruzaba el tablero de parte a parte, y lo situó en las inmediaciones del rey enemigo, sin amenazarlo directamente. Entre el rumor de comentarios que estalló en torno a la mesa, Julia dirigió al juego una ojeada confusa; no conocía gran cosa de ajedrez, pero sí lo elemental para saber que un jaque mate implicaba amenaza directa sobre el rey. Y aquel rey blanco parecía a salvo.

Miró a César en espera de una aclaración, y después a Cifuentes. El director sonreía bonachón, moviendo admirado la cabeza.

– Habría sido mate en tres jugadas, en efecto… -le informó a Julia-. Hiciera lo que hiciera, el rey blanco no tenía escapatoria.

– Entonces no entiendo nada -dijo ella-. ¿Qué ha pasado?

Cifuentes emitió una risita contenida.

– Ese alfil blanco era el que podía haber dado el golpe de gracia; aunque, hasta que movió, ninguno de nosotros fue capaz de verlo… Ocurre, sin embargo, que ese caballero, a pesar de saber perfectamente cual es la jugada, no quiere desarrollarla. Ha movido el alfil para mostrarnos la combinación correcta, pero situándolo a propósito en una casilla incorrecta, donde esa pieza resulta inofensiva.

– Sigo sin comprender -dijo Julia-. ¿Es que no quiere ganar la partida?

El director del club Capablanca se encogió de hombros.

– Eso es lo curioso… Hace cinco años que viene aquí, es el mejor ajedrecista que conozco, pero no lo he visto ganar ni una sola vez.

En este momento, el jugador levantó los ojos y su mirada encontró la de Julia. Todo su aplomo, toda la seguridad desplegada en el juego, parecían haberse desvanecido. Era como si, al concluir la partida y volver la vista al mundo que lo rodeaba, aquel hombre se viera desprovisto de los atributos que le aseguraban la envidia y respeto de los demás. Sólo entonces reparó Julia en su corbata vulgar, en la chaqueta marrón con arrugas en la espalda y abolsada en los codos, en el mentón mal afeitado sobre el que azuleaba una barba rasurada a las cinco o seis de la mañana, antes de coger el metro, o el autobús, para ir al trabajo. Incluso la expresión de sus ojos se había apagado, tornándose opaca y gris.

– Les presento -dijo Cifuentes- al señor Muñoz. Jugador de ajedrez.

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