V. EL MISTERIO DE LA DAMA NEGRA

«Ahora ya sabía que había entrado en el país malvado, pero no conocía las reglas del combate»

G. Kasparov


Octavio, Lucinda y Scaramouche los observaban con sus ojos de porcelana pintada, en respetuoso silencio y perfecta inmovilidad, tras el cristal de la urna. La luz de la vidriera emplomada, descompuesta en rombos de color, arlequineaba la chaqueta de terciopelo de César. Nunca Julia había visto a su amigo tan silencioso y quieto, tan parecido a una de las estatuas, bronce, terracota y mármol, situadas un poco por aquí y por allá, entre cuadros, cristales y tapices, en su tienda de antigüedades. En cierto modo ambos, César y Julia, parecían formar parte del decorado, más propio del abigarrado escenario de una farsa barroca que del mundo real donde pasaban la mayor parte de su existencia. César tenía un aspecto especialmente distinguido -al cuello un pañuelo de seda color burdeos y entre los dedos su larga boquilla de marfil- y adoptaba una pose visiblemente clásica, casi goethiano en el contraluz multicolor, una pierna sobre la otra, caída con estudiada negligencia una mano encima de la que sostenía la boquilla, el pelo sedoso y blanco en el halo de luz dorada, roja y azul de la vidriera. Julia vestía una blusa negra con cuello de encaje, y su perfil veneciano iba a reflejarse en un gran espejo que escalonaba en profundidad muebles de caoba y arquetas de nácar, gobelinos y telas, columnas que se retorcían en espirales bajo desconchadas tallas góticas e, incluso, el gesto resignado y vacío de un gladiador de bronce, desnudo y caído de espaldas sobre sus armas, incorporado sobre un codo mientras aguardaba el veredicto, pulgar arriba o pulgar abajo, de un emperador invisible y omnipotente.

– Estoy asustada -confesó, y César hizo un movimiento a medio camino entre la solicitud y la impotencia. Un leve gesto de magnánima e inútil solidaridad, la mano que transparentaba delicadas venas azules suspendida en el aire, entre la luz dorada. Un gesto de amor consciente de sus limitaciones, expresivo y elegante, como el de un cortesano dieciochesco hacia una dama a la que venera cuando entrevé, al final de la calle por la que a ambos los conduce la fúnebre carreta, asomar la sombra de la guillotina.

– Quizá sea excesivo, querida. O al menos prematuro. Nadie ha demostrado todavía que Álvaro no resbalase en la bañera.

– ¿Y los documentos?

– Confieso que no encuentro explicación.

Julia inclinó la cabeza hacia un lado, y las puntas del cabello le rozaron el hombro. Se hallaba absorta en inquietantes imágenes interiores.

– Esta mañana, al despertarme, lo hice rogando que todo no fuese más que una lamentable confusión…

– Tal vez lo sea -el anticuario reflexionó sobre aquello-. Que yo sepa, los policías y los forenses sólo son honrados e infalibles en las películas. Y tengo entendido que, ya, ni siquiera eso.

Sonrió ácidamente, con desgana. Julia lo miraba sin prestar demasiada atención a sus palabras.

– Álvaro asesinado… ¿Te das cuenta?

– No te atormentes, princesa. Esa es sólo una rebuscada hipótesis policial… Y por otra parte, no deberías pensar tanto en él. Se acabó, se fue. De todas formas ya se había ido antes.

– No de ese modo.

– Igual da un modo que otro. Se fue y basta.

– Es demasiado horrible.

– Sí. Pero no ganas nada con darle vueltas y vueltas.

– ¿No? Muere Álvaro, me interrogan, siento que estoy vigilada por alguien a quien le interesa mi trabajo en La partida de ajedrez… Y te sorprende que le dé vueltas. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

– Muy sencillo, hijita. Si las cosas te preocupan hasta ese punto, puedes devolverle el cuadro a Menchu. Si crees realmente que la muerte de Álvaro no fue accidental, cierra tu casa durante un tiempo y haz un viaje. Podemos pasar dos o tres semanas en París; tengo mucho que hacer allí… El caso es alejarte hasta que todo haya pasado.

– ¿Qué está ocurriendo?

– No lo sé, y eso es lo peor. Que no tenemos la menor idea. Como a ti, lo de Álvaro tampoco me preocuparía de no mediar ese asunto de los documentos… -la miró, sonriendo con embarazo-. Y confieso que me inquieta, porque no tengo madera de héroe… Podría ser que alguno de nosotros, sin saberlo, haya abierto una especie de caja de Pandora…

– El cuadro -confirmó Julia, estremeciéndose-. La inscripción oculta.

– Sin duda. Todo empieza por ahí, según parece.

Ella volvió el rostro hacia su imagen en el espejo y se miró largamente, como si no reconociera a la joven de cabellos negros que la observaba en silencio desde sus ojos grandes y oscuros, con leves cercos impresos por el insomnio sobre la piel pálida de los pómulos.

– Tal vez quieran matarme, César.

Los dedos del anticuario se crisparon en torno a la boquilla de marfil.

– No mientras yo viva -dijo, y su continente equívoco y pulcro traslucía una resolución agresiva; la voz se le había quebrado en un tono agudo, casi femenino-. Puedo tener todo el miedo del mundo, querida. Y tal vez más. Pero a ti nadie te hará daño mientras yo pueda evitarlo.

Julia no tuvo más remedio que sonreír, enternecida.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó tras un silencio.

César inclinaba el rostro, considerando seriamente la cuestión.

– Me parece prematuro hacer nada… Aún ignoramos si Álvaro murió accidentalmente o no.

– ¿Y los documentos?

– Estoy seguro de que alguien, en alguna parte, dará una respuesta a esa pregunta. La cuestión, supongo, reside en si quien te hizo llegar el informe es también responsable de la muerte de Álvaro, o si una cosa nada tiene que ver con la otra…

– ¿Y si se confirma lo peor?

César tardó un rato en responder.

– En ese caso, sólo veo dos opciones. Las clásicas, princesita: huir o seguir adelante. Puesto en el dilema, supongo que votaría por huir; pero eso no significa gran cosa… Sabes que, si me lo propongo, puedo llegar a ser endiabladamente pusilánime.

Ella había cruzado las manos sobre la nuca, bajo el cabello, y reflexionaba mirando los ojos claros del anticuario.

– ¿Y de veras huirías así, antes de saber lo que está ocurriendo?

– De veras. Ya sabes que la curiosidad mató al gato.

– No es eso lo que me enseñaste cuando era una cría, ¿recuerdas?… Jamás hay que salir de una habitación sin registrar los cajones.

– Sí; pero entonces nadie andaba por ahí resbalando en las bañeras.

– Eres un hipócrita. En el fondo te mueres por saber lo que pasa.

El anticuario hizo un mohín de reproche.

– Decir que me muero, cariño, es de pésimo gusto, dadas las circunstancias… Precisamente lo que no me apetece nada es morir, ahora que soy casi anciano y tengo adorables jovencitos que alivian mi vejez. Tampoco deseo que mueras tú.

– ¿Y si decido seguir, hasta enterarme de lo que pasa con ese cuadro?

César frunció los labios e hizo vagar su mirada, como si ni siquiera hubiese considerado esa alternativa.

– ¿Por qué habías de hacerlo? Dame una buena razón.

– Por Álvaro.

– No me vale. Álvaro ya no importaba hasta ese punto; te conozco lo bastante como para saberlo… Además, según lo que has contado, él no jugaba limpio en este asunto.

– Entonces por mí -Julia cruzó los brazos, desafiante-. A fin de cuentas, se trata de mi cuadro.

– Oye, creí que estabas asustada. Eso dijiste antes.

– Y lo estoy. Me hago pipí de miedo.

– Entiendo -César apoyó la barbilla sobre sus dedos enlazados, en los que relucía el topacio-. En la práctica -añadió tras una breve reflexión- se trata de buscar el tesoro. ¿No es eso lo que intentas decir?… Como en los viejos tiempos, cuando sólo eras una cría testaruda.

– Como en los viejos tiempos.

– Qué horror. ¿Tú y yo?

– Tú y yo.

– Olvidas a Muñoz. Lo hemos enrolado a bordo.

– Tienes razón. Muñoz, tú y yo, naturalmente.

César hizo una mueca. En sus ojos saltaba una chispa divertida.

– Habrá que enseñarle, entonces, la canción de los piratas. No creo que la sepa.

– Yo tampoco lo creo.

– Estamos locos, chiquilla -el anticuario miraba a Julia con fijeza-. ¿Te das cuenta?

– Qué más da.

– Esto no es un juego, querida… Esta vez no.

Ella sostuvo su mirada, imperturbable. Realmente estaba muy bella, con aquel brillo de resolución que el espejo reflejaba en sus ojos oscuros.

– Qué más da -repitió en voz baja.

César movió indulgente la cabeza. Después se levantó y el haz de rombos luminosos resbaló por su espalda hasta el suelo, a los pies de la joven, mientras él iba hacia el fondo de la sala, al rincón donde tenía su despacho. Durante unos minutos se afanó en la caja fuerte empotrada en el muro, bajo un viejo tapiz de escaso valor, una mala copia de La dama y el unicornio. Cuando regresó, traía un envoltorio en las manos.

– Toma, princesa, para ti. Un regalo.

– ¿Un regalo?

– Eso he dicho. Feliz no-cumpleaños.

Sorprendida, Julia retiró la envoltura de plástico y después el paño engrasado, sopesando en la palma de la mano la pequeña pistola de metal cromado y cachas de nácar.

– Es una Derringer antigua, así que no necesitas licencia de armas -explicó el anticuario-. Pero funciona como si fuese nueva, y está preparada pata disparar balas de calibre cuarenta y cinco. Apenas abulta y puedes llevarla en el bolsillo… Si durante los próximos días alguien se acerca o ronda tu casa -la miró fijamente, sin el menor rastro de humor en sus ojos cansados- me harás el favor de levantar ese chisme, así, y volarle la cabeza. ¿Recuerdas?… Como si fuese el mismísimo capitán Garfio.


Apenas llegó a casa, Julia tuvo tres llamadas telefónicas en media hora. La primera fue de Menchu, preocupada tras haber leído la noticia en los periódicos. Según la galerista, nadie mencionaba otra versión que el accidente. Julia comprobó que la muerte de Álvaro tenía a su amiga sin cuidado: lo que la inquietaba eran posibles complicaciones que alterasen el acuerdo con Belmonte.

La segunda llamada la sorprendió. Era una invitación de Paco Montegrifo para cenar aquella noche y hablar de negocios. Julia aceptó y quedaron citados a las nueve en Sabatini. Después de colgar el teléfono se quedó un rato pensativa, buscando explicación a tan repentino interés. De relacionarse con el Van Huys, lo correcto era que el subastador hablara con Menchu, o que las citase a las dos juntas. Así lo había dicho durante la conversación; pero Montegrifo dejó bien claro que se trataba de algo cuyo interés se limitaba a ellos dos, solos.

Reflexionó mientras se cambiaba de ropa, encendía un cigarrillo y tomaba asiento frente al cuadro para seguir eliminando la capa de barniz envejecido. Aplicaba los primeros toques de algodón cuando sonó por tercera vez el teléfono que estaba en el suelo, sobre la alfombra.

Tiró del cable, acercando el aparato, y descolgó el auricular. Durante los quince o veinte segundos que siguieron se mantuvo atenta sin oír absolutamente nada, a pesar de los inútiles «diga» que pronunció con creciente exasperación hasta que, intimidada, decidió guardar silencio. Se mantuvo así, conteniendo el aliento algunos segundos más, y después colgó el teléfono, bajo una sensación de pánico oscuro, irracional, que llegó igual que una ola inesperada. Miró el aparato sobre la alfombra como si se tratara de un animal venenoso, negro y reluciente, y se estremeció con un movimiento involuntario que la hizo derramar, volcándolo con el codo, un frasco de trementina.

Aquella tercera llamada no contribuía a serenarle el ánimo. Así que cuando sonó el timbre de la calle permaneció inmóvil al otro extremo de la habitación, mirando la puerta cerrada hasta que el tercer timbrazo la hizo reaccionar. Desde que salió por la mañana de la tienda de antigüedades, Julia se había burlado anticipadamente, una docena de veces, del gesto que hizo a continuación. Pero ya no sentía el menor deseo de sonreirse a sí misma cuando, antes de abrir, se detuvo un instante, justo el tiempo necesario pata sacar del bolso la pequeña Derringer, amartillarla y metérsela en el bolsillo del pantalón tejano. A ella no la iban a poner a remojo en una bañera.


Muñoz sacudió el agua de su gabardina y se detuvo, torpe, en el vestíbulo. La lluvia le había pegado el pelo al cráneo y goteaba aún en su frente y punta de la nariz. En el bolsillo, envuelto en la bolsa de unos grandes almacenes, llevaba un tablero de ajedrez plegable.

– ¿Tiene la solución? -preguntó Julia, apenas hubo cerrado la puerta a su espalda.

El jugador hundió la cabeza entre los hombros, con gesto a medio camino entre la disculpa y la timidez. Se le veía incómodo, inseguro en casa ajena, y que Julia fuera joven y atractiva no parecía mejorar la situación.

– Todavía no -miró desolado el charquito de agua que, goteando de la gabardina, se formaba a sus pies-. Acabo de salir del trabajo… Ayer quedamos en vernos aquí a esta hora -dio dos pasos y se detuvo, como si dudara entre quitarse o no la gabardina. Julia extendió una mano y él se la quitó por fin. Después siguió a la joven al estudio.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó ella.

– No lo hay. En principio -Muñoz observó el estudio como la vez anterior, sin curiosidad; parecía buscar un punto de apoyo que le permitiese ajustar su comportamiento a las circunstancias-. Es una cuestión de reflexión y de tiempo, nada más. Y no hago otra cosa que pensar en ello.

Estaba con el tablero plegable en las manos, en el centro de la habitación. Julia vio como se fijaba en el cuadro; no necesitó seguir la dirección de su mirada para saber dónde se dirigía. La expresión había cambiado; de huidiza se tornaba firme, con fascinada intensidad. Igual que un hipnotizador sorprendido por sus propios ojos en un espejo.

Muñoz dejó el ajedrez sobre la mesa y fue hacia el cuadro. Lo hizo de una forma peculiar; directamente hacia la parte en que estaban pintados el tablero y las piezas, como si el resto, habitación y personajes, no estuviera allí. Se inclinó para estudiarlos con atención, mucho más intensamente que el día anterior. Y Julia comprendió que, al decir ‘no hago otra cosa que pensar en ello’, no había exagerado lo más mínimo. La forma en que observaba aquella partida era la de un hombre ocupado en resolver algo más que un problema ajeno.

Al cabo de una larga contemplación se volvió hacia Julia.

– Esta mañana he reconstruido las dos jugadas anteriores -dijo sin jactancia; más bien como disculpa por lo que parecía considerar un pobre resultado-. Después encontré un problema… Algo relacionado con la posición de los peones, que es insólita -señaló las piezas pintadas-. No se trata de una partida convencional.

Julia estaba decepcionada. Cuando abrió la puerta, viendo a Muñoz empapado y con su tablero en el bolsillo, estuvo a punto de creer la respuesta al alcance de la mano. Naturalmente, el ajedrecista ignoraba la urgencia, las implicaciones de aquella historia. Pero no era ella quien iba a contárselo, aún.

– Las demás jugadas nos dan igual -dijo-. Sólo hay que descubrir qué pieza se comió al caballo blanco.

Muñoz movió la cabeza.

– Le dedico todo el tiempo de que dispongo -titubeó un poco, como si decir aquello rozase ya la confidencia-. Llevo los movimientos en la cabeza, jugándolos hacia adelante y hacia atrás… -vaciló de nuevo, para terminar curvando los labios en media sonrisa dolorida y distante-. Hay algo extraño en esa partida…

– No sólo es la partida -las miradas de ambos convergieron en la pintura-. Lo que pasa es que César y yo la vemos como parte del cuadro, incapaces de encontrar nada más -Julia reflexionó sobre lo que acababa de decir-… Cuando tal vez el resto del cuadro no sea más que un complemento de la partida.

Muñoz asintió levemente, y Julia tuvo la impresión de que tardaba una eternidad en hacerlo. Aquellos gestos lentos, como si invirtiese en ellos mucho más tiempo del necesario, parecían estar en relación directa con su forma de razonar.

– Se equivoca al decir que no ve nada. Lo está viendo todo, aunque sea incapaz de interpretarlo… -el ajedrecista indicó el cuadro con el mentón, sin moverse-. Yo creo que la cuestión se reduce a un problema de puntos de vista. Lo que tenemos aquí son niveles que se contienen unos a otros: una pintura contiene un suelo que es un tablero de ajedrez, que a su vez contiene personajes. Esos personajes juegan con un tablero de ajedrez que contiene piezas… Y todo, además, reflejado en ese espejo redondo de la izquierda… Si le gusta complicar las cosas, puede añadir otro nivel: el nuestro, desde el que contemplamos la escena, o las sucesivas escenas. Y, puestos a enredar más el asunto, el nivel desde donde el pintor nos imaginó a nosotros, espectadores de su obra…

Había hablado sin pasión, con gesto ausente, igual que si recitara una monótona descripción cuya importancia consideraba relativa y en la que sólo se detenía para satisfacer a otros. Julia resopló, aturdida.

– Es curioso que usted lo vea así.

El jugador movió otra vez la cabeza, inexpresivo, sin apartar los ojos del cuadro.

– No sé de qué se extraña. Yo veo ajedrez. No una partida, sino varias. Que en el fondo son la misma.

– Demasiado complejo para mí.

– No crea. Ahora nos movemos en un nivel del que podemos conseguir mucha información: la partida del tablero. Una vez resuelta, podremos aplicar las conclusiones al resto del cuadro. Es simple cuestión de lógica. De lógica matemática.

– Nunca pensé que las matemáticas tuvieran que ver con esto.

– Tienen que ver con todo. Cualquier mundo imaginable, como ese cuadro, se rige por las mismas leyes que el mundo real.

– ¿Incluso el ajedrez?

– Especialmente el ajedrez. Pero los pensamientos de un jugador discurren por nivel distinto al de un aficionado: su lógica no permite ver las posibles movidas inadecuadas, porque las descarta automáticamente… Igual que un matemático de talento nunca estudia los recorridos falsos hacia el teorema que busca, mientras que la gente menos dotada tiene que trabajar así, esforzándose de error en error.

– ¿Y usted no comete errores?

Muñoz apartó despacio los ojos del cuadro y miró a la joven. En el apunte de sonrisa que pareció perfilarse en sus labios no había indicios de humor alguno.

– En ajedrez, nunca.

– ¿Cómo lo sabe?

– Al jugar, uno se enfrenta a infinidad de situaciones posibles. A veces se resuelven usando reglas simples, y a veces hacen falta otras reglas para decidir qué reglas simples hay que aplicar… O surgen situaciones desconocidas, y entonces es necesario imaginar nuevas reglas que incluyan o descarten las anteriores… Un error sólo se comete al elegir una u otra regla: al optar. Y yo sólo muevo cuando he descartado todas las reglas no válidas.

– Me asombra tanta seguridad.

– No sé por qué. Precisamente por eso me escogieron a mí.

Sonó el timbre de la puerta, anunciando a César con un paraguas chorreante y los zapatos empapados, maldiciendo contra el tiempo y la lluvia.

– Odio el otoño, querida, te lo juro. Con sus nieblas, humedades y demás puñetitas -suspiró mientras estrechaba la mano de Muñoz-. A partir de cierta edad, algunas estaciones terminan por parecerse horriblemente a la parodia de uno mismo… ¿Puedo servirme una copa? Que tontería. Claro que puedo.

Se sirvió él mismo una generosa porción de ginebra, hielo y limón, y cinco minutos después se reunía con ellos, Muñoz desplegaba el ajedrez de bolsillo.

– Aunque no he llegado al movimiento del caballo blanco -explicó el jugador- supongo que les interesará conocer los progresos que hemos hecho hasta ahora… -reconstruyó con las pequeñas piezas de madera la posición que tenían en el cuadro. Julia observó que lo hacía de memoria, sin consultar el Van Huys ni el croquis que se había llevado la noche anterior, y que ahora sacaba del bolsillo y ponía a un lado, sobre la mesa-. Si quieren, puedo explicarles el razonamiento que he seguido hacia atrás.

– Análisis retrospectivo -dijo César, interesado, mientras mojaba los labios en su bebida.

– Eso es -respondió el ajedrecista-. Y vamos a utilizar el mismo sistema de notación que les expuse ayer -se inclinó hacia Julia con el croquis en la mano, indicándole la localización sobre el tablero:

– … Según están dispuestas las piezas -continuó Muñoz- y teniendo en cuenta que acaban de mover negras, lo primero es averiguar cuál de las piezas negras ha realizado este último movimiento -señaló con la punta de un lápiz en dirección al cuadro, después indicó el croquis y finalmente la situación reproducida en el tablero real. Para conseguirlo resulta más fácil descartar las piezas negras que no han podido mover porque están bloqueadas, o por la posición que ocupan… Es evidente que ninguno de los tres peones negros A7, B7 o D7 ha movido, porque todos siguen aún en las posiciones que ocupaban al empezar el juego… El cuarto y último peón, A5, tampoco ha podido mover, bloqueado como está entre un peón blanco y su propio rey negro… También descartamos el alfil negro de C8, todavía en su posición inicial de juego, porque el alfil se mueve en diagonal, y en sus dos posibles salidas diagonales hay peones de su mismo bando que aún no han movido… En cuanto al caballo negro de B8, no movió tampoco, pues sólo habría podido llegar ahí desde A6, C6 o D7, y esas tres casillas ya están ocupadas por otras piezas… ¿Comprenden?

– Perfectamente -Julia seguía la explicación inclinada sobre el tablero-. Eso demuestra que seis de las diez piezas negras no han podido mover…

– Más de seis. La torre negra que está en C1 es evidente que tampoco, pues mueve en línea recta y sus tres casillas contiguas se encuentran ocupadas… Eso hace siete piezas negras cuyo movimiento en la última jugada hay que descartar por imposible. Pero también podemos descartar el caballo negro D1.

– ¿Por qué? -se interesó César-. Podría provenir de las casillas B2 o E3…

– No. En cualquiera de las dos, ese caballo habría estado dando jaque al rey blanco que tenemos en C4 lo que en ajedrez retrospectivo podríamos llamar jaque imaginario… Y ningún caballo o pieza que tenga a un rey en jaque abandona el jaque voluntariamente; esa es una jugada imposible. En vez de retirarse, comería al rey enemigo, concluyendo la partida. Semejante situación no puede darse nunca, por lo que deducimos que el caballo D1 tampoco movió.

– Eso -Julia no levantaba los ojos del tablero- reduce las posibilidades a dos piezas, ¿no?… -las tocó con un dedo-. El rey o la reina.

– Cierto. Esa última jugada sólo pudieron hacerla el rey o la reina, a la que los jugadores llamamos dama -Muñoz estudió la disposición del tablero y después hizo un gesto hacia el rey negro, sin llegar a tocarlo-. Analicemos primero la posición del rey, que mueve una casilla en cualquier dirección. Eso significa que sólo pudo haber ido a su actual posición, en A4, desde B4, B3 o A3… en teoría.

– Lo de B4 y B3 es evidente hasta para mí -comentó César-. Ningún rey puede estar en casilla contigua a otro rey. ¿Es eso?

– En efecto. En B4 el rey negro habría estado en jaque de torre, rey y peón blanco. Y en B3, en jaque de torre y rey. Posiciones imposibles.

– ¿Y no pudo venir de abajo, de A3?

– De ningún modo. Tendría jaque del caballo blanco situado en B1, que por su posición no es un recién llegado, sino que lleva ahí varias jugadas -Muñoz los miró a ambos-. Se trata, pues, de otro caso de jaque imaginario que demuestra que el rey no ha movido.

– Luego el último movimiento -razonó Julia- lo ha hecho la reina, perdón, la dama negra…

El ajedrecista hizo un gesto que no comprometía a nada.

– Eso es lo que, en principio, suponemos -dijo-. En pura lógica, cuando eliminamos todo lo imposible, lo que queda, por improbable o difícil que parezca, tiene forzosamente que ser cierto… Lo que pasa es que, además, en este caso podemos demostrarlo.

Julia miró al jugador con nuevo respeto.

– Es increíble. De novela policíaca.

César frunció los labios.

– Me temo, querida, que es exactamente de lo que se trata -levantó los ojos hacia Muñoz-. Continúe, Holmes -añadió con una sonrisa amable-. He de confesar que nos tiene con el alma en vilo.

Muñoz curvó ligeramente un extremo de la boca, sin humor, por mero reflejo cortés. Saltaba a la vista que su atención la acaparaba el tablero. Tenía los ojos más hundidos en las cuencas y un brillo febril en ellos: la expresión de alguien absorto en imaginarios espacios abstractos que sólo él era capaz de ver.

– Estudiemos -sugirió- los posibles movimientos de la dama negra, situada en la casilla C2… No sé si sabe usted, Julia, que la dama es la pieza más poderosa del juego; puede mover cualquier número de casillas en cualquier dirección, con los movimientos de todas las otras piezas menos el caballo… La dama negra, según vemos, tiene cuatro casillas posibles como origen de su movimiento: A2, B2, B3 y D3. A estas alturas, usted misma sabe ya por qué no ha podido venir de B3, ¿verdad?

– Creo que sí -Julia frunció el ceño, concentrándose-. Imagino que nunca habría abandonado un jaque al rey blanco…

– Exacto. Nuevo caso de jaque imaginario, que descarta B3 como posible origen… ¿Y qué me dice de la casilla D3? ¿Cree que la dama negra pudo venir de ahí, por ejemplo, huyendo de la amenaza del alfil blanco que está en F1?

Julia consideró durante un buen rato aquella posibilidad. Por fin su rostro se iluminó.

– No pudo, por la misma razón que antes -exclamó, sorprendida de haber llegado ella sola a aquella conclusión-. En D3, la dama negra habría estado dándole uno de esos jaques imaginarios al rey blanco, ¿verdad?… Por eso no pudo venir de ahí -se volvió hacia César-. ¿No es maravilloso? En mi vida había jugado antes al ajedrez…

Muñoz indicaba ahora con el lápiz la casilla A2.

– El mismo caso de jaque imaginario lo tendríamos si la dama hubiese estado aquí, por lo que también queda descartada esa casilla.

– Salta a la vista -dijo César- que sólo pudo venir de B2.

– Es posible.

– ¿Cómo que es posible? -el anticuario estaba confuso e interesado a un tiempo-. Parece evidente, diría yo.

– En ajedrez -respondió Muñoz- hay pocas cosas que puedan ser calificadas de evidentes. Observe las piezas blancas de la columna B. ¿Qué habría ocurrido si la reina hubiese estado en B2?

César se acarició la barbilla, reflexionando.

– Se habría visto amenazada por la torre blanca que está en B5… Sin duda, por eso movió a C2, para escapar de la torre.

– No está mal -concedió el ajedrecista-. Pero eso es sólo una posibilidad. De todas formas, la causa por la que movió aún no es importante para nosotros… ¿Recuerdan lo que les dije antes? Eliminado lo imposible, cuanto nos queda tiene forzosamente que ser cierto. Luego, recapitulando, si: a) movieron negras, b) nueve de las diez piezas negras que hay en el tablero no pudieron mover, c) la única pieza que pudo mover es la dama, d) tres de los cuatro hipotéticos movimientos de la dama son imposibles… Resulta que la dama negra hizo el único movimiento posible: pasó de la casilla B2 a la C 2, y tal vez movió huyendo de la amenaza de las torres blancas que están en las casillas B5 y B6… ¿Lo ven claro?

– Clarísimo -respondió Julia, y César fue de la misma opinión.

– Eso significa -continuó Muñoz- que hemos conseguido dar el primer paso en este ajedrez a la inversa que estamos jugando. La posición siguiente, es decir, la anterior, ya que vamos hacia atrás, sería ésta:

– ¿Ven?… La dama negra se encuentra todavía en B2, antes de desplazarse a C2. Así que ahora tendremos que averiguar la jugada de las blancas que ha obligado a la dama a efectuar ese movimiento.

– Está claro que movió una torre blanca -dijo César. La que está en B5… Pudo venir de cualquier casilla situada en la fila horizontal 5, la muy pérfida.

– Tal vez -repuso el ajedrecista-. Pero eso no justifica completamente la huida de la dama.

César parpadeó, sorprendido.

– ¿Por qué? -Sus ojos iban del tablero a Muñoz, y de éste al tablero-. Está claro que la reina huyó ante la amenaza de la torre. Usted mismo lo ha dicho hace un instante.

– Dije que tal vez huyó de las torres blancas, pero en ningún momento afirmé que fuese un movimiento de la torre blanca a B5 el que hizo huir a la dama.

– Me pierdo -confesó el anticuario.

– Pues observe bien el tablero… No importa qué movimiento haya hecho la torre blanca que ahora está en B5, porque la otra torre blanca, la que se encuentra en B6, ya le habría estado dando jaque a la dama negra antes, ¿se da cuenta?

César estudió de nuevo el juego, esta vez durante un par de largos minutos.

– Insisto en que me doy por vencido -dijo al fin, desmoralizado. Se había bebido hasta la última gota de su ginebra con limón mientras Julia, a su lado, fumaba un cigarrillo tras otro-. Si no fue la torre blanca la que movió a B5, entonces todo el razonamiento se viene abajo… Estuviera donde estuviese la pieza, esa antipática reina tuvo que mover antes, pues el jaque era anterior…

– No -contestó Muñoz-. No forzosamente. La torre pudo, por ejemplo, comerse una pieza negra en B5.

Animados por aquella perspectiva, César y Julia estudiaron el juego con renovados ánimos. Al cabo de otro par de minutos, el anticuario levantó el rostro para dirigirle a Muñoz una ojeada de respeto.

– Eso es -dijo, admirado-. ¿No lo ves, Julia?… Una pieza negra en B5 cubría a la reina de la amenaza que supone la torre blanca que está en la casilla B6. Al ser comida esa pieza negra por la otra torre blanca, la reina quedó bajo su amenaza directa -miró de nuevo a Muñoz buscando confirmación-. Tiene que ser eso… No hay otra posibilidad -estudió de nuevo el tablero, dubitativo-. Porque no la hay, ¿verdad?

– No lo sé -respondió honestamente el jugador de ajedrez, y a Julia se le escapó un desesperado «santo Dios» al escuchar aquello-. Usted acaba de formular una hipótesis, y en ese caso siempre se corre el riesgo de distorsionar los hechos para que se ajusten a la teoría, en vez de procurar que la teoría se ajuste a los hechos.

– ¿Entonces?

– Pues exactamente eso. Hasta ahora sólo podemos considerar como hipótesis que la torre blanca se haya comido una pieza negra en B5. Falta comprobar si hay otras variantes y, en ese caso, descartar todas las que son imposibles -el brillo de sus ojos se tornaba opaco, y parecía más cansado y gris al hacer un gesto indefinible con las manos, a medio camino entre la justificación y la incertidumbre. La seguridad que desplegó durante la explicación de las jugadas se había desvanecido; ahora se mostraba otra vez huraño y torpe-. A eso me refería -sus ojos evitaron encontrarse con los de Julia- cuando le dije que tropecé con problemas.

– ¿Y el siguiente paso? -preguntó la joven.

Muñoz observaba las piezas con aire resignado.

– Supongo que un lento y enojoso estudio de las seis piezas negras que hay fuera del tablero… Intentaré averiguar cómo y dónde pudo ser comida cada una de ellas.

– Eso puede llevar días -dijo Julia.

– O minutos, depende. A veces, la suerte o la intuición echan una mano -le dirigió una larga mirada al tablero y después al Van Huys-. Pero hay algo de lo que no me cabe la menor duda -dijo tras reflexionar un instante-. Quien pintó ese cuadro, o concibió el problema, tenía un modo muy peculiar de jugar al ajedrez.

– ¿Cómo lo definiría usted? -quiso saber Julia.

– ¿A quién?

– Al jugador que no está ahí… Al que se acaba de referir hace un momento.

Muñoz miró la alfombra y después el cuadro. En sus ojos había un punto de admiración, pensó ella. Tal vez el respeto instintivo de un ajedrecista hacia un maestro.

– No sé -dijo en voz baja, evasivo-. Quienquiera que fuese, era muy retorcido… Todos los buenos jugadores lo son, pero ese tenía algo más: una capacidad especial para tender pistas falsas, trampas de todo tipo… Y disfrutaba con ello.

– ¿Es posible? -preguntó César-. ¿Podemos realmente averiguar el carácter de un jugador por su forma de comportarse ante un tablero?

– Yo creo que sí -respondió Muñoz.

– En ese caso, ¿qué más piensa usted del que ideó esa partida, teniendo en cuenta que lo hizo en el siglo quince?

– Yo diría… -Muñoz contemplaba el cuadro, absorto-. Yo diría que jugaba al ajedrez de un modo diabólico.

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