XIII. EL SÉPTIMO SELLO

«En el ardiente intervalo había visto algo con intolerable espanto: todo el horror de las profundidades abismales del ajedrez.»

Y. Nabokov


– Naturalmente -dijo Paco Montegrifo- este lamentable suceso no altera nuestros compromisos.

– Se lo agradezco.

– No tiene por qué. Sabemos que es ajena a lo ocurrido.

El director de Claymore había ido a visitar a Julia al taller del Prado, aprovechando, dijo al aparecer por allí inesperadamente, una entrevista con el director del museo, con vistas a la compra de un Zurbarán encomendado a su firma. La había encontrado en pleno trabajo, cuando inyectaba un adhesivo a base de cola y miel en un abolsado del tríptico atribuido al Duccio de Buoninsegna. Julia, que en ese momento no podía dejar lo que tenía entre manos, saludó a Montegrifo con un apurado movimiento de cabeza mientras presionaba el émbolo de la jeringuilla con que inyectaba la mezcla. El subastador parecía encantado de haberla sorprendido “in fraganti” -como dijo mientras le dedicaba su más resplandeciente sonrisa-, y encendiendo un cigarrillo se había sentado sobre una de las mesas, observándola.

Julia, incómoda, procuró terminar pronto. Protegió la zona tratada con papel de parafina y puso encima una bolsa con arena, cuidando que amoldara bien sobre la superficie de la pintura. Después se limpió las manos en la bata, manchada de pigmentos multicolores, y cogió el medio cigarrillo que aún humeaba en el cenicero.

– Una maravilla -dijo Montegrifo, señalando el cuadro-. Hacia mil trescientos, ¿no es eso? El maestro de Buoninsegna, si no me equivoco.

– Sí. El museo lo adquirió hace unos meses -Julia observó el resultado de su labor con ojo crítico-. He tenido algún problema con las virutas de pan de oro que orlan el manto de la Virgen. En algunos sitios se han perdido.

Montegrifo se inclinó sobre el tríptico, estudiándolo con atención profesional.

– Un magnífico esfuerzo, de todas formas -opinó al terminar el examen-. Como todos los suyos.

– Gracias.

El subastador miró a la joven con apesadumbrada simpatía.

– Aunque, naturalmente -dijo-, no se puede comparar con nuestra querida tabla de Flandes…

– Desde luego que no. Con todos los respetos para el Duccio.

Sonrieron ambos. Montegrifo se tocó los inmaculados puños de la camisa, procurando que asomasen exactamente tres centímetros bajo las mangas de la chaqueta cruzada azul marino, lo necesario para mostrar unos gemelos de oro con sus iniciales. Llevaba unos pantalones grises de raya impecable, y a pesar del tiempo lluvioso relucían sus zapatos italianos, negros.

– ¿Se sabe algo del Van Huys? -preguntó la joven.

El subastador compuso un gesto de elegante melancolía.

– Desgraciadamente, no -aunque el suelo estaba lleno de serrín, papeles y restos de pintura, depositó la ceniza en el cenicero-. Pero estamos en contacto con la policía… La familia Belmonte ha puesto en mis manos todas las gestiones -aquí hizo un gesto que elogiaba aquella sensatez, lamentando a un tiempo que los propietarios del cuadro no lo hubiesen hecho antes-. Y lo paradójico de todo esto, Julia, es que, si La partida de ajedrez aparece, esta serie de lamentables sucesos va a disparar su precio hasta límites increíbles…

– De eso no me cabe duda. Pero usted lo ha dicho: si aparece.

– No la veo muy optimista.

– Después de cuanto he pasado en los últimos días, carezco de motivos para serlo.

– La comprendo. Pero yo confío en la actuación policial… O en la buena suerte. Y si logramos recuperar el cuadro y sacarlo a subasta, le aseguro que será un acontecimiento -sonrió como si llevara en el bolsillo un regalo maravilloso-. ¿Ha leído Arte y Antigüedades? Le dedican a la historia cinco páginas en color. No paran de telefonear periodistas especializados. Y el Financial Times saca la semana próxima un reportaje… Por cierto, algunos de esos periodistas han pedido ponerse en contacto con usted.

– No quiero entrevistas.

– Es una lástima, si me permite opinar. Usted vive de su prestigio. La publicidad aumenta la cotización profesional…

– No ese tipo de publicidad. Al fin y al cabo, el cuadro lo robaron en mi casa.

– Ese detalle estamos procurando pasarlo por alto. Usted no es responsable, y el informe policial no deja lugar a dudas. Según los indicios, el novio de su amiga entregó el cuadro a un cómplice desconocido, y las investigaciones se mueven en ese terreno. Estoy seguro de que aparecerá. Un cuadro ya tan famoso como el Van Huys no es fácil de exportar ilegalmente. En principio.

– Celebro verle tan confiado. A eso lo llamo ser un buen perdedor. Talante deportivo, creo que se dice. Yo pensaba que el robo había sido para su empresa un disgusto terrible…

Montegrifo adoptó un continente dolorido. La duda ofende, parecían decir sus ojos.

– Y lo es, en efecto -respondió, mirando a Julia como si ésta lo hubiese juzgado injustamente-. La verdad es que he tenido que dar muchas explicaciones a nuestra casa madre de Londres. Pero en este negocio uno está sujeto a ese tipo de problemas… Aunque no hay mal que por bien no venga. Nuestra filial de Nueva York ha descubierto otro Van Huys: El cambista de Lovaina.

– La palabra descubrir me parece excesiva… Es un cuadro conocido, catalogado. Pertenece a un coleccionista particular.

– La veo bien informada. Lo que pretendía decirle es que estamos en tratos con el propietario; por lo visto considera que es momento para obtener buena cotización por su cuadro. Esta vez, mis colegas de Nueva York le han madrugado a la competencia.

– Enhorabuena.

– He pensado que podríamos celebrarlo -miró el Rolex que llevaba en la muñeca-. Son casi las siete, así que la invito a cenar. Tenemos que discutir sus próximos trabajos con nosotros… Hay una talla policromada de San Miguel, escuela indoportuguesa del diecisiete, a la que me gustaría echara un vistazo.

– Se lo agradezco mucho, pero estoy algo alterada. La muerte de mi amiga, el asunto del cuadro… Esta noche no sería una acompañante amena.

– Como guste -Montegrifo encajó la negativa resignado y galante, sin perder la sonrisa-. Si le parece bien, la telefonearé a principios de la semana próxima… ¿El lunes?

– De acuerdo -Julia tendió la mano, que el subastador estrechó suavemente-. Y gracias por su visita.

– Siempre es un placer volver a verla, Julia. Y si necesita cualquier cosa -le dirigió una profunda mirada, llena de significados que la joven fue incapaz de interpretar-. Y me refiero a cualquier cosa, sea lo que sea, no lo dude. Llámeme.

Se fue, dedicándole una última y resplandeciente sonrisa desde el umbral, y Julia se quedó sola. Aún dedicó media hora de trabajo al Buoninsegna antes de recoger sus cosas. Muñoz y César habían insistido en que no volviera a casa durante algunos días, y el anticuario había vuelto a ofrecer la suya; pero Julia se mantuvo firme, limitándose a cambiar la cerradura de seguridad. Tozuda e inconmovible, como había precisado con disgusto César, que telefoneaba a cada momento para saber si todo iba bien. Respecto a Muñoz, Julia sabía, pues al anticuario se le escapó la confidencia, que ambos habían pasado despiertos la noche siguiente al crimen, montando guardia en las inmediaciones de su casa, ateridos de frío y con la única compañía de un termo de café y una petaca de coñac que César, previsoramente, llevó consigo. Velaron así durante horas, embozados con abrigos y bufandas, consolidando la curiosa amistad que, a causa de los acontecimientos, aquellos dispares personajes habían visto cimentarse en torno a Julia. Al enterarse, ella prohibió repetir el episodio, prometiendo a cambio no abrir la puerta a nadie y acostarse con la Derringer bajo la almohada.

Vio la pistola al meter sus cosas dentro del bolso, y con la punta de los dedos rozó el frío metal cromado. Era el cuarto día, desde la muerte de Menchu, sin nuevas tarjetas o llamadas telefónicas. Tal vez, se dijo sin convicción, la pesadilla había terminado. Cubrió el Buoninsegna con un lienzo, colgó la bata en un armario y se puso la gabardina. En la cara interior de su muñeca izquierda, el reloj de pulsera señalaba las ocho menos cuarto.

Iba a apagar la luz cuando sonó el teléfono.


Puso el auricular en la horquilla y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, y también el deseo de correr lejos de allí. Un escalofrío, un soplo de aire helado en su espalda, hizo que se estremeciera con violencia, y tuvo que apoyarse en la mesa para recobrar la serenidad perdida. Sus ojos espantados no lograban apartarse del teléfono. La voz que acababa de escuchar era irreconocible, asexuada, similar a la que los ventrílocuos daban a sus inquietantes muñecos articulados. Una voz de resonancias chillonas que le había erizado la piel con un ramalazo de terror ciego.

«Sala Doce, Julia…» Un silencio y una respiración sofocada, tal vez por un pañuelo puesto sobre el teléfono. «… Sala Doce», había repetido la voz. «El viejo Brueghel», añadió tras otro silencio. Después una risa breve y seca, siniestra, y el chasquido del teléfono al colgar.

Intentó poner orden en sus atropellados pensamientos, esforzándose en no permitir que el pánico se adueñara de ella. En las batidas, le había dicho una vez César, frente a la escopeta del cazador, los patos asustados son los primeros en caer… César. Cogió el teléfono para marcar el número de la tienda y después el de su casa, sin resultado. Tampoco con Muñoz tuvo éxito; durante un rato cuya dimensión la hizo temblar, tendría que apañárselas sola.

Sacó la Derringer del bolso y amartilló el percutor. Al menos por ese lado, pensó, ella misma podía llegar a ser tan peligrosa como el que más. De nuevo las palabras que César le dirigía cuando niña acudieron a su recuerdo. En la oscuridad -esa era otra de las lecciones, al contar ella sus miedos infantiles- están las mismas cosas que en la luz; sólo que no podemos verlas.

Salió al pasillo, con la pistola en la mano. A esa hora el edificio estaba desierto, salvo los vigilantes nocturnos que hacían su ronda; pero ignoraba dónde encontrarlos en aquel momento. Al final del corredor, la escalera descendía tres veces en ángulo recto, con un amplio rellano en cada descansillo. Las luces de seguridad dejaban una penumbra azulada, que permitía distinguir los cuadros de oscura pátina en las paredes, la balaustrada de mármol de la escalera y los bustos de patricios romanos que vigilaban desde sus nichos en la pared.

Se quitó los zapatos y los metió en el bolso. A través de las medias, el frío del suelo se le metió en el cuerpo; en el mejor de los casos, la aventura de aquella noche iba a zanjarse con un monumental resfriado. Bajó así la escalera, deteniéndose de vez en cuando para mirar por encima de la barandilla, sin ver ni oír nada sospechoso. Por fin llegó abajo y tuvo que plantearse la elección. Uno de los caminos, tras cruzar varias salas destinadas a talleres de restauración, llevaba hasta una puerta de seguridad por la que Julia, usando su tarjeta electrónica, podía acceder a la calle, en las proximidades de la Puerta Murillo. Siguiendo el otro camino, al final de un estrecho pasillo se llegaba a una segunda puerta que comunicaba con las salas del museo. Solía estar cerrada, pero nunca se echaba la llave antes de las diez de la noche, cuando los vigilantes hacían la última inspección por el anexo.

Consideró ambas posibilidades al pie de la escalera, descalza y con la pistola en la mano, sintiendo frío en los pies y en las venas el incómodo bombear de la sangre que le batía muy aprisa. Demasiado tabaco, pensó estúpidamente, poniéndose sobre el corazón la mano que empuñaba la Derringer. Irse de allí a toda prisa o saber qué ocurría en la Sala Doce… La última opción significaba un ingrato recorrido de seis o siete minutos a través del edificio desierto. A menos que tuviera la suerte de encontrar por el camino al guardián de aquel ala: un joven vigilante jurado que, cuando encontraba a Julia trabajando en el taller, solía invitarla a café en la máquina de monedas, y bromeaba sobre la belleza de sus piernas, asegurando que constituían la mayor atracción del museo.

Qué diablos, se dijo al cabo de un rato de darle vueltas al asunto. Ella, Julia, había matado piratas. Si el asesino estaba allí dentro, era una buena ocasión, quizá la única, para quedar frente a frente y ver su cara. A fin de cuentas era él quien se movía; mientras que ella, pato prudente, vigilaba con el rabillo del ojo mientras sostenía en la mano derecha quinientos gramos de metal cromado, nácar y plomo, que accionados a corta distancia podían, perfectamente, cambiar los papeles en aquella singular partida de caza.

Julia era de buena casta y, aún más importante, lo sabía. Se le dilataron en la penumbra las aletas de la nariz, como si intentase olfatear la dirección del peligro; apreté los dientes y evocó en su ayuda la rabia contenida por el recuerdo de Alvaro y Menchu, la decisión de no ser un títere asustado sobre un tablero de ajedrez, sino alguien muy capaz de devolver, a la primera ocasión, ojo por ojo y diente por diente. Fuera quien fuese, si la quería encontrar, iba a hacerlo. En la Sala Doce o en el infierno. Por los clavos de Cristo que sí.

Franqueó la puerta interior que, como esperaba, encontró abierta. El vigilante nocturno debía de estar lejos, pues el silencio era absoluto. Cruzó una nave entre las inquietantes sombras de estatuas de mármol que la miraban pasar con ojos vacíos e inmóviles. Recorrió después la sala de los retablos medievales, de los que sólo acertó a distinguir, en las oscuras sombras que formaban sobre los muros, algún apagado reflejo sobre los dorados y fondos de pan de oro. Al final de aquella larga nave, a la izquierda, distinguió la pequeña escalinata que conducía a las salas de primitivos flamencos, entre las que se contaba la número Doce.

Se detuvo un instante junto al primer peldaño, atisbando el interior con suma prudencia. En aquella parte el techo era más bajo, y las luces de seguridad permitían distinguir mejor los detalles. En la penumbra azulada, los colores de los cuadros viraban al claroscuro. Vio, casi irreconocible entre las sombras, el “Descendimiento” de Van der Weyden, que en la irreal tiniebla tenía un aire de siniestra grandeza, mostrando sólo los colores más claros, como la figura de Cristo y el rostro de la madre, desmayada, su brazo caído paralelo al exánime del hijo.

Allí no había nadie, excepto los personajes de los cuadros, y la mayor parte de ellos, ocultos por la oscuridad, parecían dormir un largo sueño. Sin confiar en la calma aparente, impresionada por la presencia de tantas imágenes creadas por la mano de hombres muertos cientos de años atrás y que parecían acechar desde sus viejos marcos en las paredes, Julia llegó hasta el umbral de la Sala Doce. Intentó inútilmente tragar saliva, pues tenía la garganta seca; miró una vez más a su espalda sin observar nada sospechoso y, sintiendo que la tensión anudaba los músculos en sus mandíbulas, respiró hondo antes de entrar en la sala como había visto hacer en las películas: el dedo en el gatillo de la pistola y ésta empuñada entre las dos manos, apuntando hacia las sombras.

Tampoco allí había nadie, y Julia experimentó un alivio embriagador, infinito. Lo primero que vio, tamizado por la penumbra, fue la genial pesadilla de El Jardín de las Delicias, que ocupaba la mayor parte de una pared. Se apoyó en la opuesta, y su aliento empañó el cristal que cubría el Autorretrato, de Durero. Con el dorso de la mano se enjugó el sudor de la frente empapada, antes de avanzar hacia la tercera pared, la del fondo. A medida que lo hacía, los contornos y después los tonos más claros del cuadro de Brueghel se perfilaban ante sus ojos. Aquella pintura, que también podía reconocer aunque la oscuridad velase la mayor parte de sus detalles, siempre había ejercido sobre ella una peculiar fascinación. El acento trágico que inspiraba hasta la última pincelada, la expresividad de sus infinitas figuras sacudidas por el aliento mortal e inexorable, las numerosas escenas que se integraban en la macabra perspectiva del conjunto, habían, durante muchos años, excitado su imaginación. La débil claridad azul del techo destacaba los esqueletos que brotan en tropel de las entrañas de la tierra como un viento vengativo y arrasador; los incendios lejanos que recortan negras ruinas en el horizonte; las ruedas de Tántalo que giran en la distancia al extremo de sus pértigas, junto al esqueleto que, alzando la espada, se dispone a descargarla sobre el reo de ojos vendados que ora de rodillas… Y en primer término, el rey sorprendido en mitad del festín, los amantes ajenos a la hora final, la sonriente calavera que bate los timbales del Juicio, el caballero que, descompuesto por el terror, aún conserva el coraje suficiente para, en postrer gesto de valor y rebeldía, extraer su espada de la vaina, dispuesto a vender cara su piel en el último combate sin esperanza…

La tarjeta estaba allí, en la parte inferior de la tabla; entre la pintura y el marco. Justo sobre el rótulo dorado en el que Julia, adivinó, más que leer, las siniestras cinco palabras que constituían el título del cuadro: El triunfo de la Muerte.


Cuando salió a la calle llovía a cántaros. El resplandor de las farolas isabelinas iluminaba cortinas de agua que brotaban torrenciales de la oscuridad, repiqueteando sobre el empedrado. Los charcos estallaban en infinidad de gruesas salpicaduras, quebrando los reflejos de la ciudad en un atormentado vaivén de luces y sombras.

Julia levantó el rostro y dejó que el agua corriese libremente por su cabello y sus mejillas. El frío le endurecía los pómulos y los labios, y le pegaba a la cara el pelo mojado. Se cerró el cuello de la gabardina, caminando entre los setos y los bancos de piedra sin preocuparse de la lluvia ni de la humedad que invadía sus zapatos. Las imágenes de Brueghel seguían grabadas en su retina, deslumbrada por el resplandor de los automóviles que circulaban por la calzada próxima y que recortaban dorados conos de lluvia, iluminando a trechos la silueta de la joven, proyectada en largas sombras oscilantes que se multiplicaban en los reflejos del suelo. La sobrecogedora tragedia medieval se agitaba ante sus ojos, entre todas aquellas luces que la rodeaban. Y en ella, en los hombres y mujeres sumergidos por el alud de esqueletos vengadores que brotaba de la tierra, Julia podía reconocer perfectamente a los personajes del otro cuadro: Roger de Arras, Fernando Altenhoffen, Beatriz de Borgoña… Incluso, en segundo término, la cabeza baja y el gesto resignado del viejo Pieter Van Huys. Todo se conjugaba en aquella escena terrible y definitiva, donde iban a parar, sin distinción en la suerte del último dado que rodaba sobre el tapete de la tierra, belleza y fealdad, amor y odio, bondad y maldad, esfuerzo y abandono. La propia Julia se había reconocido, también, en el espejo que fotografiaba con despiadaba lucidez la ruptura del Séptimo Sello del Apocalipsis. Ella era la joven vuelta de espaldas a la escena, absorta en sus ensueños, aturdida por la música del laúd que tañía una sonriente calavera. En aquel sombrío paisaje ya no quedaba espacio para piratas ni tesoros escondidos, las Wendys eran arrastradas debatiéndose entre la legión de esqueletos, Cenicienta y Blancanieves olían el azufre con ojos desencajados por el miedo, y el soldadito de plomo, o San Jorge olvidado de su dragón, o Roger de Arras con la espada medio fuera de la vaina, ya no podían hacer nada por ellas. Demasiado tenían con intentar inútilmente, por un prurito de mero honor, asestarle un par de estocadas al vacío antes de enlazar sus manos, como todos los demás, con los descarnados huesos de la Muerte que los arrastraba en su danza macabra.

Los faros de un automóvil iluminaron una cabina de teléfono. Julia entró en ella y buscó unas monedas en su bolso, moviéndose como entre las nieblas de un sueño. Marcó mecánicamente los números de César y de Muñoz, sin obtener respuesta, mientras su pelo mojado goteaba sobre el auricular. Colgó, apoyando la cabeza en el cristal de la cabina, y se puso entre los labios, cortados e insensibles por el frío, un húmedo cigarrillo. Se dejó envolver por el humo, con los ojos cerrados, y cuando la brasa empezó a quemarle entre los dedos lo dejó caer al suelo. La lluvia resonaba monótonamente sobre el techo de aluminio, pero ni siquiera allí Julia se sentía a salvo. Sólo se trataba, lo supo con una desconsolada sensación de infinito cansancio, de una insegura tregua que no la protegía del frío, los reflejos y las sombras que la cercaban.


Nunca tuvo conciencia del tiempo que permaneció dentro de la cabina. Pero hubo un momento en que introdujo de nuevo las monedas y marcó un número, esta vez el de Muñoz. Cuando escuchó la voz del jugador de ajedrez, Julia pareció volver lentamente en sí, igual que al regresar, como en efecto había ocurrido, de un viaje muy lejano. Un viaje a través del tiempo y de sí misma. Con una serenidad que se fue afianzando a medida que pronunciaba las palabras, explicó lo que pasaba. Muñoz preguntó por el contenido de la tarjeta, y ella se lo dijo: AxP, alfil por peón. Al otro lado de la línea telefónica se hizo el silencio, y después Muñoz, con un tono extraño que jamás había escuchado en él, le preguntó dónde estaba. Cuando lo dijo, el ajedrecista pidió que no se moviera de allí. Llegaría lo antes posible.

Quince minutos más tarde, un taxi se detenía junto a la cabina telefónica y Muñoz, abriendo la portezuela, la invitaba a subir. Julia echó a correr bajo la lluvia, resguardándose en el interior. Mientras el vehículo arrancaba, el jugador de ajedrez le quitó la gabardina empapada y le puso la suya sobre los hombros.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la joven, que temblaba de frío.

– Lo sabrá muy pronto.

– ¿Qué significa alfil por peón?

Los destellos cambiantes de las luces exteriores iluminaban a trechos la ceñuda expresión del ajedrecista.

– Significa -dijo- que la dama negra está a punto de comerse otra pieza.

Julia parpadeó, aturdida. Después cogió la mano de Muñoz entre las suyas, heladas; y lo miró con alarma.

– Hay que avisar a César.

– Aún tenemos tiempo -respondió el jugador.

– ¿Dónde vamos?

– A Pénjamo. Con dos haches.


Seguía lloviendo con fuerza cuando el taxi se detuvo frente al club de ajedrez. Muñoz abrió la portezuela sin soltar la mano de Julia.

– Venga -dijo.

Ella lo siguió, dócil. Subieron la escalera, hasta el vestíbulo. Aún quedaban algunos ajedrecistas en las mesas, pero a Cifuentes, el director, no se le veía por ninguna parte. Muñoz guió a Julia directamente hasta la biblioteca. Allí, entre trofeos y diplomas, un par de cientos de libros ocupaban los estantes protegidos por vitrinas. El jugador soltó la mano de Julia y abrió una de ellas, escogiendo un grueso tomo encuadernado en tela. En el lomo, en letras doradas oscurecidas por el uso y el tiempo, Julia leyó, desconcertada:

Semanario de ajedrez. Cuarto Trimestre. El año era ilegible.

Muñoz puso el tomo sobre la mesa y hojeó algunas páginas amarillentas, impresas en mal papel. Problemas de ajedrez, análisis de partidas, información sobre torneos, antiguas fotografías de sonrientes ganadores con camisa blanca y corbata, trajes y cortes de pelo de la época. Se detuvo en una doble página llena de fotografías.

– Mírelas con atención -le dijo a Julia.

La joven se inclinó sobre las fotos. Eran de mala calidad, y todas mostraban grupos de ajedrecistas posando ante la cámara. Algunos sostenían copas o diplomas. Leyó el encabezamiento de la página: II EDICIÓN DEL TROFEO NACIONAL JOSÉ RAÚL CAPABLANCA. Miró a Muñoz, desconcertada.

– No comprendo -murmuró.

El jugador de ajedrez señaló con el dedo una de las fotografías. Era un grupo de jóvenes, y dos sostenían pequeñas copas en la mano. El resto, otros cuatro, miraban al objetivo con gesto solemne. El pie de foto decía: FINALISTAS DE LA MODALIDAD JUVENIL.

– ¿Reconoce a alguien? -preguntó Muñoz.

Julia estudió los rostros, uno por uno. Sólo en el que ocupaba el extremo derecho de la fotografía encontró un vago aire familiar. Era un joven de quince o dieciséis años, peinado hacia atrás, con chaqueta y corbata y un brazalete de luto sobre el brazo izquierdo. Miraba a la cámara con ojos tranquilos e inteligentes en los que Julia creyó leer un aire de desafío. Entonces lo reconoció. La mano le temblaba cuando puso un dedo sobre él, y al levantar los ojos hacia el ajedrecista vio que éste asentía.

– Sí -dijo Muñoz-. Es el jugador invisible.

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