«AQUILES: ¿Qué pasa entonces si usted encuentra un cuadro dentro del cuadro al cual ya ha entrado.?
TORTUGA: Justo lo que usted esperaría, uno se introduce dentro de ese cuadro-en-el cuadro.»
D.R. Hofstadter
– Fue realmente excesivo, querida -César enrollaba sus spaghetti en torno al tenedor-. ¿Imaginas?… Un honrado ciudadano está detenido casualmente en un semáforo, al volante de su no menos casual coche de color azul, y ve llegar una guapa joven hecha un basilisco que, de buenas a primeras, pretende pegarle un tiro -se volvió hacia Muñoz, como pidiendo el apoyo de la cordura-… ¿No es para que a cualquiera le dé un soponcio?
El jugador de ajedrez detuvo el movimiento de la bolita de pan que tenía entre los dedos, sobre el mantel, pero no levantó los ojos.
– No se lo llegó a pegar. Me refiero al tiro -precisó en voz baja, ecuánime-. El coche se fue antes.
– Lógico -César extendió una mano hacia la copa de vino rosado-. El semáforo estaba en verde.
Julia dejó los cubiertos en el filo del plato, junto a su lasaña casi intacta. Lo hizo con violencia, levantando un ruido merecedor de una dolorida mirada de reconvención que el anticuario le dirigió por encima del borde de su copa.
– Escucha, bobo. El coche ya estaba parado antes de que el semáforo se pusiera rojo, con la calle libre… Justo enfrente de la galería, ¿entiendes?
– Hay cientos de coches así, cariño -César dejó con suavidad la copa sobre la mesa, volvió a secarse los labios y compuso una apacible sonrisa-. También pudo tratarse -añadió, bajando la voz hasta adoptar un tono sibilino- de un admirador de tu virtuosa amiga Menchu… Algún musculoso proxeneta en ciernes, aspirante a desbancar a Max. O algo así.
Julia sentía una sorda irritación. La sacaba de quicio que en momentos de crisis César se atrincherase en su agresividad maledicente, estilo vieja víbora. Pero no quería abandonarse al malhumor, discutiendo con él. Y menos delante de Muñoz.
– También pudo ser alguien -respondió, tras revestirse de paciencia y contar mentalmente hasta cinco- que viéndome salir de la galería decidió quitarse de en medio, por si acaso.
– Lo veo pero que muy improbable, queridísima. De veras.
– También habrías considerado improbable que Álvaro apareciera desnucado como un conejo, y ya ves.
El anticuario frunció los labios, como si la alusión resultara inoportuna, mientras indicaba el plato de Julia con un gesto.
– Se te va a enfriar la lasaña.
– A la mierda la lasaña. Quiero saber qué opinas tú. Y quiero la verdad.
César miró a Muñoz, pero éste seguía amasando su bolita de pan, inexpresivo. Entonces apoyó las muñecas en el borde de la mesa, simétricamente colocadas a cada lado del plato, y fijó la vista en el búcaro con dos claveles, blanco y rojo, que decoraba el centro del mantel.
– Puede que sí, que tengas razón -enarcaba las cejas como si la sinceridad exigida y el afecto que le profesaba a Julia librasen dura lucha en su interior-… ¿Es eso lo que deseas oír? Pues ya está. Ya lo he dicho -los ojos azules la miraron con tranquila ternura, libres del sardónico enmascaramiento que los había revestido hasta entonces-. Confieso que la presencia de ese coche me preocupa.
Julia le dirigió una mirada furiosa.
– ¿Puede saberse, entonces, por qué te has pasado media hora haciendo el idiota? -golpeó con los nudillos sobre el mantel, impaciente-. No, no me lo digas. Ya sé. Papaíto no quiere que la nena se inquiete, ¿verdad? Estaré más tranquila con la cabeza metida en el agujero, como las avestruces… O como Menchu.
– Las cosas no se solucionan echándose encima de la gente porque parezca sospechosa… Además, si las aprensiones resultan justificadas, incluso puede ser peligroso. Quiero decir peligroso para ti.
– Llevaba tu pistola.
– Espero no lamentar nunca haberte dado esa Derringer. Esto no es un juego. En la vida real, los malos también pueden llevar pistola… Y juegan al ajedrez.
Como si hiciese una tópica imitación de sí mismo, la palabra ajedrez pareció romper la apatía de Muñoz.
– Después de todo -murmuró, sin dirigirse a nadie en particular- el ajedrez es una combinación de impulsos hostiles…
Lo miraron sorprendidos; aquello no tenía nada que ver con la conversación. Muñoz contemplaba el vacío, como si aún no hubiese regresado completamente de un largo viaje a lugares remotos.
– Mi estimadísimo amigo -dijo César, algo picado por la interrupción-. No me cabe la menor duda de la aplastante veracidad de sus palabras, pero nos encantaría que fuese más explícito.
Muñoz hizo girar la bolita de pan entre los dedos. Llevaba una americana azul pasada de moda y corbata verde oscura. Las puntas del cuello de la camisa, arrugadas y no muy limpias, apuntaban hacia arriba.
– No sé qué decirles -se frotó el mentón con el dorso de los dedos-. Llevo todos estos días dándole vueltas al asunto… -vaciló otra vez, como si buscase las palabras idóneas-. Pensando en nuestro adversario.
– Como Julia, imagino. O como yo mismo. Todos pensamos en ese miserable…
– No es igual. Llamarlo miserable, como usted hace, supone ya un juicio subjetivo… Algo que no nos ayuda; y puede desviar nuestra atención de lo que sí es importante. Yo procuro pensar en él a través de lo único objetivo que tenemos hasta ahora: sus movimientos de ajedrez. Quiero decir… -pasó un dedo por el cristal empañado de su copa de vino, intacta, y se calló un momento, como si el gesto le hubiese hecho perder el hilo del breve discurso-. El estilo refleja al jugador… Creo que ya les hablé de eso una vez.
Julia se inclinó hacia el ajedrecista, interesada.
– ¿Quiere decir que ha pasado estos días estudiando en serio la personalidad del asesino?… ¿Que ahora lo conoce mejor?
La vaga sonrisa se insinuó de nuevo, apenas un instante, en los labios de Muñoz. Pero su mirada era abrumadoramente seria, comprobó Julia. Aquel hombre no ironizaba jamás.
– Hay jugadores de muchos tipos -entornó los párpados, y parecía que observase algo a lo lejos, un mundo familiar más allá de las paredes del restaurante-. Además del estilo de juego, cada uno tiene manías propias, rasgos que lo diferencian de los demás: Steinitz solía tararear a Wagner mientras jugaba; Morphy nunca miraba a su oponente hasta el movimiento decisivo… Otros dicen algo en latín, o en jerga inventada… Es una manera de desahogar tensión, de quedarse a la expectativa. Puede ocurrir antes o después de mover una pieza. A casi todos les pasa.
– ¿A usted también? -preguntó Julia.
El ajedrecista titubeó, molesto.
– Supongo que sí.
– ¿Y cuál es su manía de jugador?
Muñoz se miró las manos, sin dejar de amasar entre los dedos la bolita de pan.
– Vámonos a Penjamo con dos Haches.
– ¿Vámonos a Penjamo con dos Haches?…
– Sí.
– ¿Y qué significa Vámonos a Penjamo con dos Haches?
– No significa nada. Sencillamente lo digo entre dientes, o lo pienso, cuando hago una jugada decisiva, justo antes de tocar la pieza.
– Pero eso es completamente irracional…
– Ya lo sé. Pero, incluso irracionales, los gestos o manías se relacionan con la forma de jugar. Y eso también es información sobre el carácter del adversario… A la hora de analizar un estilo o un jugador, cualquier dato vale. Petrosian, por ejemplo: era muy defensivo, con gran sentido del peligro; se pasaba el tiempo preparando defensas frente a posibles ataques, incluso antes de que éstos se le ocurriesen a sus adversarios…
– Un paranoico -dijo Julia.
– ¿Ve como no es difícil?… En otros casos, el juego refleja egoísmo, agresividad, megalomanía… Consideren, si no, el caso de Steinitz: con sesenta años, aseguraba estar en comunicación directa con Dios, y que podía ganarle una partida dando ventaja de un peón y las blancas…
– ¿Y nuestro jugador invisible? -preguntó César, que escuchaba atento, con su copa a medio camino entre la mesa y los labios.
– Parece bueno -respondió Muñoz sin vacilar-. Y a menudo los buenos jugadores son gente complicada… Un maestro desarrolla una intuición especial por el movimiento adecuado y un sentido del peligro sobre el movimiento erróneo. Es una especie de instinto que no se puede explicar con palabras… Cuando mira el tablero no ve algo estático, sino un campo donde se entrecruzan multitud de fuerzas magnéticas, incluidas las que él lleva dentro -miró la bolita de pan sobre el mantel durante unos segundos antes de desplazarla cuidadosamente hacia un lado, como si se tratase de un minúsculo peón sobre un tablero imaginario-. Es agresivo y le gusta arriesgarse. Ese no recurrir a la dama para proteger su rey… El brillante recurso al peón negro y después al caballo negro para mantener la tensión sobre el rey blanco, dejando en suspenso, para atormentarnos, un posible cambio de damas… Quiero decir que ese hombre…
– O esa mujer -interrumpió Julia.
El ajedrecista la miró indeciso.
– No sé qué pensar. Algunas mujeres, juegan bien al ajedrez, pero son pocas… En este caso, las jugadas de nuestro adversario, o adversaria, muestran cierta crueldad, y yo diría que también una curiosidad algo sádica… Como el gato que juega con el ratón.
– Recapitulemos -Julia contaba con el índice sobre los dedos de una mano-: nuestro adversario es probablemente un hombre, y de forma más improbable una mujer, con una importante seguridad en sí mismo, de carácter agresivo, cruel, y con una especie de sadismo de voyeur. ¿Correcto?
– Creo que sí. También le gusta el peligro. Rechaza, eso salta a la vista, el clásico enfoque que relega al jugador de las piezas negras al papel defensivo. Además, tiene buena intuición sobre los movimientos del adversario… Es capaz de ponerse en lugar de otros.
César curvó los labios hasta modular un silencioso silbido de admiración y miró a Muñoz con renovado respeto. El ajedrecista había adoptado un aire distante, como si sus pensamientos derivaran otra vez lejos de allí.
– ¿En qué piensa? -preguntó Julia.
Muñoz tardó un poco en responder.
– En nada especial… A menudo, sobre un tablero, la batalla no es entre dos escuelas de ajedrez, sino entre dos filosofías… Entre dos formas de concebir el mundo.
– Blancas y negras, ¿no es eso? -apuntó César como si recitara un viejo poema-. El bien y el mal, el cielo y el infierno, y todas esas deliciosas antítesis.
– Es posible.
Muñoz había hecho un gesto que confesaba su incapacidad para analizar la cuestión de un modo adecuadamente científico. Julia observó su frente despejada y sus grandes ojeras. La lucecita que tanto la fascinaba parecía encendida en los ojos cansados del jugador de ajedrez, y se preguntó cuánto faltaba para que se apagara de nuevo, como otras veces. Cuando el brillo estaba allí, sentía verdadero interés por adentrarse en su interior, por conocer al hombre taciturno que tenía ante sí.
– ¿Y cuál es su escuela?
El ajedrecista pareció sorprendido por la pregunta. Hizo un gesto hacia su copa, deteniéndolo a la mitad, y la mano quedó sobre el mantel, inmóvil. La copa seguía intacta desde que, al comienzo de la comida, un camarero había servido el vino.
– No creo pertenecer a una escuela -respondió en voz baja; a veces daba la impresión de que hablar de sí mismo violentaba de forma intolerable su sentido del pudor-. Supongo que soy de los que consideran el ajedrez una forma de terapia… A veces me pregunto cómo se las arreglan ustedes, los que no juegan, para escapar de la locura o la melancolía… Como ya les dije una vez, hay gente que juega para ganar; como Alekhine, como Lasker, como Kasparov… Como casi todos los grandes maestros. También, supongo, como ese misterioso jugador invisible… Otros, Steinitz, Przepiorka, prefieren demostrar sus teorías o ejecutar brillantes movimientos… -dudó antes de continuar; era evidente que ya no podía evitar referirse a él mismo.
– En cuanto a usted… -lo ayudó Julia.
– En cuanto a mí, yo no soy agresivo, ni arriesgado.
– ¿Por eso no gana nunca?
– En mi interior pienso que puedo ganar; que si me lo propongo no perderé una sola partida. Pero mi peor rival soy yo -se tocó la punta de la nariz, ladeando un poco la cabeza-. Una vez leí algo: el hombre no ha nacido para resolver el problema del mundo, sino para averiguar dónde está el problema… Tal vez por eso no pretendo resolver nada. Me sumerjo en la partida por la partida en sí, y a veces, cuando parece que estudio el tablero, lo que estoy es soñando despierto; divago sobre jugadas diferentes, de otras piezas, o voy seis, siete o más jugadas por delante de la que ocupa a mi adversario…
– Ajedrez en estado purísimo -precisó César, que parecía admirado, muy a su pesar, y lanzaba ojeadas inquietas a la forma en que Julia se inclinaba sobre la mesa para escuchar al ajedrecista.
– No lo sé -repuso Muñoz-. Pero eso le pasa a mucha gente que conozco. Las partidas pueden durar horas durante las que familia, problemas, trabajo, quedan, fuera, al margen… Eso es común a todos. Lo que pasa es que mientras unos lo ven como una batalla que han de ganar, otros lo vemos como una región de ensueño y combinaciones espaciales, donde victoria o derrota son palabras sin sentido.
Julia cogió el paquete de tabaco que tenía sobre la mesa, extrajo un cigarrillo y golpeó suavemente un extremo contra el cristal del reloj que llevaba en la cara interior de la muñeca. Mientras César se inclinaba para ofrecerle fuego, ella miró a Muñoz.
– Pero antes, cuando nos hablaba de batalla entre dos filosofías, se refería al asesino, al jugador negro. Esta vez sí parece usted interesado en ganar… ¿No?
La mirada del ajedrecista volvió a perderse en un lugar indeterminado del espacio.
– Supongo que sí. Esta vez quiero ganar.
– ¿Por qué?
– Instinto. Yo soy un ajedrecista; un buen jugador. Alguien me está provocando, y eso obliga a centrar la atención en sus movimientos. La verdad es que no puedo elegir.
César sonrió, burlón, encendiendo también uno de sus cigarrillos con filtro dorado.
– Canta, oh musa -recitó, en tono de festiva parodia- la cólera del pelida Muñoz, que por fin decide abandonar su tienda… Nuestro amigo, por fin, se va a la guerra. Hasta ahora sólo oficiaba como una especie de asesor extranjero, así que celebro verlo, por fin, jurar bandera. Héroe malgré lui, pero héroe a fin de cuentas. Lástima -una sombra cruzó su frente, tersa y pálida- que se trate de una guerra endiabladamente sutil.
Muñoz miró con interés al anticuario.
– Es curioso que diga eso.
– ¿Por qué?
– Porque el juego del ajedrez es, en efecto, un sucedáneo de la guerra; pero también algo más… Me refiero al parricidio -les dirigió una mirada insegura, como rogándoles que no tomasen demasiado en serio sus palabras-. Se trata de dar jaque al rey, ¿comprenden?… De matar al padre. Yo diría que, más que con el arte de la guerra, el ajedrez tiene mucho que ver con el arte del asesinato.
Un silencio helado recorrió la mesa. César observaba los labios ahora cerrados del ajedrecista mientras entornaba un poco los ojos, como si le molestase el humo de su propio cigarrillo; sostenía la boquilla de marfil en los dedos de la mano derecha, con el codo apoyado en la izquierda. Su mirada expresaba franca admiración, como si Muñoz acabase de abrir una puerta que insinuara misterios insondables.
– Impresionante -murmuró.
Julia también parecía magnetizada por el jugador de ajedrez, pero no le miraba la boca como César, sino los ojos. Mediocre e insignificante en apariencia, aquel hombre de grandes orejas y aire tímido y desaliñado sabía perfectamente de qué estaba hablando. En el laberinto misterioso cuya sola consideración hacía estremecerse de impotencia y miedo, Muñoz era el único que sabía interpretar los signos; que estaba en posesión de las claves para entrar y salir sin que lo devorase el Minotauro. Y allí, en el restaurante italiano, frente a los restos de lasaña fría que apenas había probado, Julia supo con certeza matemática, casi ajedrecística, que, a su manera, aquel hombre era el más fuerte de ellos tres. Su juicio no estaba empañado por prejuicios hacia el adversario, el jugador negro, el potencial asesino. Se planteaba el enigma con la misma frialdad egoísta y científica que Sherlock Holmes empleaba en resolver los problemas planteados por el siniestro profesor Moriarty. Muñoz no jugaría aquella partida hasta el final por un sentido de justicia; su móvil no era ético, sino lógico. Lo haría simplemente porque era un jugador a quien el azar había colocado de este lado del tablero, del mismo modo -y al pensarlo Julia se estremeció- que podía haberlo colocado del otro. Jugar con negras o blancas, comprendió, resultaba indiferente. Para Muñoz, la cuestión era, tan sólo, que por primera vez en su vida le interesaba una partida hasta el final.
Su mirada se cruzó con la de César, y supo que pensaba lo mismo. Y fue el anticuario quien habló suavemente, en voz baja, como si temiese, como ella, que se extinguiera el brillo en los ojos del jugador de ajedrez.
– Matar al rey… -se llevó despacio la boquilla a los labios y aspiró una precisa porción de humo-. Eso parece muy interesante. Me refiero a la interpretación freudiana del asunto. Ignoraba que el ajedrez tratase de esas cosas horribles.
Muñoz ladeó un poco la cabeza, absorto en sus imágenes interiores.
– Es el padre quien suele enseñar al niño los primeros pasos del juego. Y el sueño de cualquier hijo que juega al ajedrez es ganarle una partida a su padre. Matar al rey… Además, el ajedrez permite descubrir pronto que ese padre, ese rey, es la pieza más débil del tablero. Continuamente está amenazado, necesita protección, enroques; sólo mueve casillas de una en una… Paradójicamente, esa pieza es indispensable. Hasta le da nombre al juego, pues ajedrez se deriva de la palabra persa Sha, rey, y que prácticamente es la misma en cualquier idioma.
– ¿Y la reina? -se interesó Julia.
– Es la madre, la mujer. En cualquier ataque al rey, ella es la defensa más eficaz; la que tiene más y mejores recursos… Y puesto junto a ambos, rey y dama, está el alfil, en inglés bishop, obispo: el que bendice la unión y los ayuda en el combate. Sin olvidar el faras árabe, el caballo que cruza las líneas enemigas, nuestro knight en inglés: el caballero… En realidad, el problema se planteó mucho antes de que Van Huys pintara La partida de ajedrez; los hombres intentan esclarecerlo desde hace mil cuatrocientos años.
Muñoz se interrumpió unos instantes y después movió un poco los labios, como si fuese a añadir algo. Pero, en vez de palabras, lo que apareció en su boca fue aquel breve apunte de sonrisa, apenas insinuada, que nunca llegaba a confirmarse del todo. Entonces bajó los ojos hasta la bolita de pan que había sobre la mesa.
– A veces me pregunto -dijo por fin, y parecía haberle costado un gran esfuerzo expresar lo que pensaba- si el ajedrez es algo que ha inventado el hombre, o que simplemente se ha limitado a descubrir… Algo que siempre ha estado ahí, desde que el Universo existe. Como los números enteros.
Igual que en un sueño, Julia escuchó el sonido de un sello de lacre al romperse, y por primera vez tomó conciencia exacta de la situación: un vasto tablero que comprendía el pasado y el presente, el Van Huys y ella misma, incluso Álvaro, César, Montegrifo, los Belmonte, Menchu y el propio Muñoz. Y sintió de pronto un miedo tan intenso que sólo con un esfuerzo físico, casi visible, logró no dar un grito para expresarlo en voz alta. Debió de reflejarse en su rostro, pues César y Muñoz la miraron preocupados.
– Estoy bien -sacudió la cabeza, como si con ello pudiera serenar sus pensamientos, mientras sacaba del bolso el gráfico con los distintos niveles que, según la primera interpretación de Muñoz, poseía el cuadro-. Echadle un vistazo a esto.
El ajedrecista estudió la hoja y después se la pasó a César sin decir palabra.
– ¿Qué os parece? -preguntó la joven.
César curvó la boca en un mohín indeciso.
– Inquietante -dijo-. Pero tal vez le echamos demasiada literatura al asunto… -miró otra vez los gráficos de Julia-. Me pregunto si estamos rompiéndonos la cabeza con algo profundo o con algo absolutamente trivial.
Julia no respondió. Miraba con fijeza a Muñoz. Al cabo de un momento, el ajedrecista puso el papel sobre la mesa, sacó un bolígrafo del bolsillo y modificó algo. Después se lo pasó a ella.
– Ahora hay un nivel más -dijo, preocupado-. Al menos usted, está tan implicada en esa pintura como el resto de los personajes:
– Eso es lo que imaginaba -confirmó la joven-. Niveles Uno y Cinco, ¿no es eso?
– Que suman seis. El Sexto nivel, que contiene todos los otros -el ajedrecista señaló el papel-. Le guste o no, usted ya está ahí dentro.
– Eso quiere decir… -Julia miraba a Muñoz con los ojos muy abiertos, como si ante sus pies se hubiese abierto un pozo sin fondo-. Significa que la persona que quizá asesinó a Álvaro, la misma que nos ha enviado esa tarjeta, está jugando una insensata partida de ajedrez… Una partida en la que no sólo yo, sino nosotros, todos nosotros, somos piezas… ¿Es cierto?
El jugador de ajedrez sostuvo su mirada sin responder, pero no había en su gesto pesadumbre alguna, sino más bien una especie de curiosidad expectante, como si de aquello pudieran extraerse apasionantes conclusiones que no le desagradaría observar.
– Celebro -y la difusa sonrisa volvió a instalarse en sus labios- que por fin se hayan dado ustedes cuenta.
Menchu se había maquillado al milímetro, vistiéndose con absoluta premeditación: falda corta, muy ceñida, y elegantísima chaqueta de piel negra sobre un pullover de color crema, que resaltaba su busto de una forma que Julia calificó en el acto de escandalosa. Tal vez previendo aquello, Julia había optado esa tarde por la informalidad: calzado sin tacón tipo mocasín, tejanos y una cazadora deportiva, de gamuza, con un pañuelo de seda en torno al cuello. Como habría comentado César, si las hubiese visto cuando aparcaban el Fiat de Julia frente a las oficinas de Claymore, podían pasar perfectamente por madre e hija.
El taconeo y el perfume de Menchu las precedieron hasta el despacho -maderas nobles en las paredes, enorme mesa de caoba, lámpara y sillones de diseño ultramoderno-, donde Paco Montegrifo se adelantó a besarles la mano, exhibiendo la perfecta dentadura que, como un destello resplandeciente en el bronceado de su rostro, utilizaba a modo de tarjeta de visita. Cuando tomaron asiento en butacas desde las que podía gozarse de una buena panorámica del valioso Vlaminck que presidía el despacho, el subastador fue a sentarse bajo el cuadro, al otro lado de la mesa, con el aire modesto de quien lamentaba de corazón no poder ofrecerles mejor vista. Un Rembrandt, por ejemplo, parecía decir la intensa mirada que le dirigió a Julia tras dejarla resbalar con indiferencia sobre las piernas aparatosamente cruzadas de Menchu. O tal vez un Leonardo.
Montegrifo entró en materia rápidamente, apenas una secretaria les hubo servido, en tazas de porcelana de la Compañía de Indias, café que Menchu endulzó con sacarina. Julia bebió el suyo solo, amargo y muy caliente, a breves sorbos. Cuando encendió un cigarrillo -el subastador acompañó su gesto con uno de atenta impotencia, inclinándose inútilmente hacia ella con su encendedor de oro en la mano desde la inmensa distancia del otro lado de la mesa-, el anfitrión ya había expuesto la situación en términos generales. Y en su fuero interno, Julia hubo de reconocer que, sin faltar a la más exquisita educación, Montegrifo no se había ido por las ramas.
El planteamiento era, a primera vista, transparente como el cristal: Claymore lamentaba no aceptar las condiciones de Menchu en cuanto a ir a la par en los beneficios del Van Huys. Al mismo tiempo ponía en su conocimiento que el propietario del cuadro, don… -Montegrifo consultó calmosamente sus notas- Manuel Belmonte, de acuerdo con sus sobrinos, había decidido anular el acuerdo establecido con doña Menchu Roch y transferir los poderes sobre el Van Huys a Claymore y Compañía. Todo ello, añadió con las yemas de los dedos juntas y los codos apoyados en el filo de la mesa, constaba en un documento legalizado ante notario, que tenía en un cajón. Dicho lo cual, Montegrifo dirigió a Menchu una mirada de desolación, acompañándola con un suspiro de hombre de mundo.
– ¿Quiere decir -a Menchu, escandalizada, le tintineaba la taza de café en las manos- que amenaza con quitarme el cuadro?
El subastador se miró los gemelos de oro de la camisa como si éstos hubiesen dicho una inconveniencia, y después estiró pulcramente los puños almidonados.
– Me temo que ya se lo hemos quitado -dijo en el tono contrito de quien lamenta pasar a una viuda las facturas que dejó el difunto-. De todas formas, su porcentaje de beneficio original sobre el precio de subasta se mantiene intacto; descontando, eso sí, los gastos. Claymore no pretende despojarla de nada, sino evitar sus condiciones abusivas, señora mía -sacó pausadamente su pitillera de plata de un bolsillo y la puso sobre la mesa-. En Claymore no vemos razón para aumentar su porcentaje. Eso es todo.
– ¿No ven la razón? -Menchu miró a Julia con despecho, esperando exclamaciones de indignada solidaridad o algo por el estilo-. La razón, Montegrifo, es que ese cuadro, gracias a un trabajo de investigación realizado por nosotras, va a multiplicar su precio… ¿Le parece poca razón?
Montegrifo miró a Julia, estableciendo silenciosa y cortésmente que no la incluía para nada en aquel sórdido chalaneo. Después se volvió a Menchu, y sus ojos se endurecieron.
– Si esa investigación que ustedes han realizado -el ustedes no dejaba duda de su opinión sobre la capacidad investigadora de Menchu- aumenta el precio del Van Huys, también aumentará automáticamente el beneficio a porcentaje que acordó con Claymore… -en este punto se permitió una sonrisa condescendiente, antes de olvidarse otra vez de Menchu y mirar a Julia-. En cuanto a usted, la nueva situación no perjudica sus intereses, sino todo lo contrario. Claymore -y la sonrisa que le dirigió no dejaba la menor duda sobre quién, en Claymore- considera que su actuación en este asunto ha sido excepcional. Así que le rogamos siga restaurando el cuadro como hasta ahora. El aspecto económico no debe inquietarla en absoluto.
– ¿Y puede saberse -además de la mano que sostenía la taza y el platillo de café, a Menchu le temblaba el labio inferior- cómo está usted tan al corriente de lo que se refiere al cuadro?… Porque Julia puede ser algo ingenua, pero no me la imagino contándole su vida a la luz de las velas. ¿O me equivoco?
Aquello era un golpe bajo, y Julia abrió la boca para protestar; pero Montegrifo la tranquilizó con un gesto.
– Mire, señora Roch… Su amiga rechazó algunas propuestas profesionales que me tomé la libertad de plantear hace unos días, y lo hizo con el elegante recurso de darme largas -abrió la pitillera y escogió un cigarrillo con la meticulosidad de quien realiza una importante operación-. Los detalles sobre el estado del cuadro, la inscripción oculta y lo demás, ha tenido a bien suministrármelos la sobrina del propietario. Un hombre encantador, por cierto, ese don Manuel. Y he de decir -accionó el encendedor, expulsando una breve bocanada de humo- que se resistió a retirarle a usted la responsabilidad sobre el Van Huys. Un hombre de lealtades, según parece, pues también exigió, con sorprendente insistencia, que nadie excepto Julia tocase el cuadro hasta que acabe la restauración… En todas esas negociaciones me fue utilísima la alianza, que podemos llamar táctica, con la sobrina de don Manuel… En cuanto al señor Lapeña, el marido, no puso objeción en cuanto mencioné la posibilidad de un adelanto.
– Otro Judas -casi escupió Menchu.
Montegrifo se encogió de hombros.
– Supongo -dijo en tono objetivo- que podría aplicársele ese alias, creo. Entre otros.
– Yo también tengo un documento firmado -protestó Menchu.
– Lo sé. Pero se trata de un mero acuerdo sin legalizar, mientras que el mío es ante notario, con los sobrinos como testigos y todo tipo de garantías, que incluyen un depósito económico como fianza por nuestra parte… Si me permite la expresión, precisamente la misma que utilizó Alfonso Lapeña en el momento de estampar su firma, no hay color, señora mía.
Menchu se inclinó hacia adelante, lo que hizo temer a Julia que la taza de café que sostenía en las manos fuese a parar sobre la impoluta camisa de Montegrifo; pero su amiga se limitó a dejarla sobre la mesa. Estaba sofocada de indignación, y a pesar del cuidadoso maquillaje, la cólera le envejecía el rostro. Al moverse, la falda se le subió más, descubriendo sus muslos, y Julia se sintió apenada, violenta con aquella absurda situación. Lamentaba con toda el alma encontrarse allí.
– ¿Y qué hará Claymore -preguntó Menchu en tono desabrido- si decido irme con el cuadro a otra casa de subastas?
Montegrifo miraba las espirales de humo del cigarrillo.
– Francamente -parecía meditar en serio la cuestión- le aconsejo no complicarse la vida. Sería ilegal.
– También puedo empapelarlos a todos, en un litigio que dure meses, paralizando cualquier subasta del cuadro. ¿Se le ha ocurrido pensar eso?
– Claro que se me ha ocurrido. Pero usted sería la primera perjudicada -llegado a ese punto sonrió educadamente, con la certeza de haber dado el mejor consejo a su alcance-. Claymore dispone de buenos abogados, como sin duda imagina… En la práctica -titubeó unos segundos, como si dudara en añadir algo más- se expone a perderlo todo. Y sería una lástima.
Menchu se dio un seco tirón de la falda hacia abajo, al tiempo que se ponía en pie.
– ¿Sabes lo que te digo?… -se le quebraba la voz en el brusco tuteo, atropellada por la ira-. ¡Eres el mayor hijo de puta que me he echado a la cara!
Montegrifo y Julia se levantaron; confusa ella, dueño de sí el subastador.
– Lamento mucho la escena -dijo él con mucha calma, dirigiéndose a Julia-. Lo lamento de veras.
– También yo -la joven miró a Menchu, que se colgaba el bolso del hombro con el gesto decidido de quien se cuelga un fusil-. ¿No podríamos ser todos un poco razonables?
Menchu la fulminó con la mirada.
– Razona tú, si tanto te seduce este gilipollas… Yo me voy de su cueva de ladrones.
Y salió dejando la puerta abierta, con rápido y furioso taconeo. Julia se quedó allí, avergonzada e indecisa, sin saber si seguirla o no. A su lado, Montegrifo se encogía de hombros.
– Una mujer con carácter -dijo, fumando pensativo.
Julia se volvió hacia él, aún aturdida.
– Se había hecho demasiadas ilusiones sobre ese cuadro… Intente comprenderla.
– Y la comprendo -sonreía, conciliador-. Pero no puedo tolerar que me haga chantaje.
– También usted ha intrigado a sus espaldas, conspirando con los sobrinos… A eso lo llamo yo jugar sucio.
La sonrisa de Montegrifo se hizo más ancha. Son cosas de la vida, parecía decir. Después miró hacia la puerta por la que se había ido Menchu.
– ¿Qué cree que hará ahora?
Julia movió la cabeza.
– Nada. Sabe que ha perdido la batalla.
El subastador parecía reflexionar.
– La ambición, Julia, es un sentimiento perfectamente legítimo -dijo al cabo de un momento-. Y cuando de ambición se trata, el único pecado es el fracaso; el triunfo supone, automáticamente, virtud -sonrió de nuevo, esta vez al vacío-. La señora, o señorita, Roch, ha intentado meterse en una historia demasiado grande para ella… Digamos -expelió el humo de su cigarrillo en forma de aro, dejándolo ascender hasta el techoque la ambición no estaba a la altura de sus posibilidades -los ojos castaños se habían endurecido, y Julia decidió que Montegrifo tenía que ser un adversario peligroso, cuando se despojaba de su rigurosa cortesía. O tal vez era capaz de ser peligroso al tiempo que cortés-. Confío en que no nos cause nuevos problemas, pues ése es un pecado por el que sería castigada… ¿Comprende lo que quiero decir? Ahora, si le parece bien, hablemos de nuestro cuadro.
Belmonte estaba solo en casa, y recibió a Julia y Muñoz en el salón, sentado en su silla de ruedas, junto a la pared donde había estado colgada La partida de ajedrez. El solitario clavo oxidado y la huella del marco daban un toque patético, de expolio y desolación doméstica. Belmonte, que había seguido la dirección de los ojos de sus visitantes, sonrió con tristeza.
– No he querido colgar nada, de momento -aclaró-. Todavía no -levantó una de sus manos descarnadas para moverla en el aire, resignado-. No resulta fácil acostumbrarse…
– Lo comprendo -dijo Julia, con sincera simpatía.
El anciano inclinó despacio la cabeza.
– Sí. Sé que lo comprende -miró a Muñoz, sin duda esperando de él idéntica comprensión, pero éste permanecía silencioso, observando la pared vacía con ojos inexpresivos-. Desde el primer día me pareció una joven inteligente -se dirigió al ajedrecista-. ¿No opina lo mismo, caballero?
El jugador movió lentamente los ojos de la pared al anciano e hizo un breve gesto de asentimiento, sin despegar los labios. Parecía absorto en remotas reflexiones.
Belmonte miró a Julia.
– En cuanto a su amiga… -ensombreció el gesto, incómodo-. Me gustaría que usted le explicase… Quiero decir que no tuve elección, se lo aseguro.
– Lo comprendo perfectamente, no se preocupe. Y Menchu lo entenderá también.
La expresión del inválido se iluminó con un gesto de reconocimiento.
– Celebro que se haga cargo, porque me presionaron muchísimo… El señor Montegrifo hizo una buena oferta, por otra parte. Además ofreció dar máxima publicidad a la historia del cuadro… -se acarició el mentón mal afeitado-. He de confesar que también eso me deslumbró un poco -suspiró suavemente-. Y el dinero.
Julia indicó el gramófono que sonaba en el salón.
– ¿Siempre pone Bach, o es una coincidencia? La otra vez también oí ese disco…
– ¿ La Ofrenda? -Belmonte parecía complacido-. La escucho a menudo. Es tan complicada e ingeniosa que todavía, de vez en cuando, encuentro algo inesperado en ella -se detuvo un momento, como si recordase algo-. ¿Saben que hay temas musicales que parecen el resumen de toda una vida?… Como espejos donde uno puede mirarse… Esa composición, por ejemplo: un tema va surgiendo con distintas voces y en distintos tonos. A veces, incluso, a distintas velocidades, con intervalos tonales invertidos o de atrás hacia adelante… -se inclinó sobre el brazo de la silla de ruedas, prestando atención al gramófono-. Escuchen. ¿Se dan cuenta? Empieza con una sola voz que canta su tema y entra luego una segunda voz que comienza cuatro tonos por encima o cuatro tonos por debajo de donde comenzó la primera, que a su vez pasa a ocuparse de un tema secundario… Cada una de las voces va entrando en su momento, igual que los diversos instantes de una vida… Y cuando todas las voces han entrado en juego, se acaban las reglas -les dedicó a Julia y a Muñoz una amplia y triste sonrisa-. Como ven, se trata de una perfecta analogía de la vejez.
Muñoz señaló la pared vacía.
– Ese clavo desnudo -dijo, con cierta brusquedad- también parece simbolizar muchas cosas.
Belmonte miró con atención al jugador de ajedrez y después asintió despacio.
– Eso es muy cierto -confirmó con otro suspiro-. ¿Y saben una cosa? A veces me sorprendo mirando el sitio donde estaba el cuadro, y me parece verlo ahí todavía. Ya no está, pero yo lo veo. Después de tantos años -se indicó la frente con un dedo- lo tengo aquí; los personajes, la perfección de los detalles… Mis rincones favoritos fueron siempre el paisaje que se distingue a través de la ventana y el espejo convexo situado a la izquierda, reflejando el escorzo de los jugadores.
– Y el tablero -apuntó Muñoz.
– Y el tablero, en efecto. A menudo, sobre todo al principio, cuando lo heredó mi pobre Ana, solía reconstruir con mi ajedrez la situación de las piezas…
– ¿Juega usted? -preguntó Muñoz con aire casual.
– Antes. Ahora, casi nada… Pero la verdad es que nunca se me ocurrió que esa partida pudiera llevarse hacia atrás… -se detuvo un instante, pensativo, dándose golpecitos con las manos sobre las rodillas-. Jugar al revés… ¡Tiene gracia! ¿Saben que Bach era aficionadísimo a las inversiones musicales? En algunos de sus cánones invierte el tema, elaborando una melodía que salta hacia abajo cada vez que el original salta hacia arriba… El efecto puede parecer algo raro, pero cuando uno se acostumbra, termina encontrándolo muy natural. Incluso hay un canon en la Ofrenda que se ejecuta al revés de como está escrito -miró a Julia-. Creo que ya le dije que Johan Sebastian era un taimado tramposo. Su obra está llena de trucos. Es como si de vez en cuando una nota, una modulación o un silencio dijeran: Encierro un mensaje; descúbrelo.
– Como en el cuadro -dijo Muñoz.
– Sí. Con la diferencia de que la música no consiste sólo en imágenes, disposición de piezas o, en este caso, vibraciones en el aire, sino en las emociones que esas vibraciones producen en el cerebro de cada cual… Usted se enfrentaría a serios problemas si intentase aplicar a la música los métodos de investigación que ha usado para resolver la partida del cuadro… Tendría que averiguar qué nota contiene los efectos emotivos en cuestión. O mejor dicho, qué combinaciones de notas… ¿No le parece mucho más difícil que jugar al ajedrez?
Muñoz lo meditó detenidamente.
– Creo que no -dijo al cabo de unos instantes-. Porque las leyes generales de la lógica son las mismas para todo. La música, como el ajedrez, responde a reglas. Todo es cuestión de ponerse a la tarea hasta aislar un símbolo, una clave -torció levemente media boca-. Como la piedra de Rosetta de los egiptólogos. Obtenida ésta, ya sólo es cuestión de trabajo, de método. Y de tiempo.
Belmonte parpadeaba, burlón.
– ¿Usted cree?… ¿Sostiene de veras que todos los mensajes ocultos son descifrables?… ¿Que siempre es posible resolver algo de forma exacta aplicando un sistema?
– Estoy seguro de ello. Porque hay un sistema universal; unas leyes generales que permiten demostrar lo demostrable y descartar lo descartable.
El anciano hizo un movimiento escéptico.
– Disiento por completo, y perdone. Lo que yo pienso es que todas las divisiones, clasificaciones, distribuciones y sistemas que adjudicamos al Universo son ficticios, arbitrarios… No hay una sola que no contenga su propia contradicción. Se lo dice un viejo que ha vivido lo suyo.
Muñoz se removió un poco en el asiento, paseando la mirada por la habitación. No parecía muy satisfecho con el derrotero de la charla, pero Julia tuvo la impresión de que tampoco deseaba cambiar de tema. Sabía que aquel hombre no era partidario de palabras superfluas, así que, concluyó, algo debía de pretender con aquello. Tal vez también Belmonte figuraba entre las piezas que el ajedrecista estudiaba para resolver el misterio.
– Eso es discutible -dijo por fin Muñoz-. El Universo está lleno, por ejemplo, de infinitos demostrables: los números primos, las combinaciones de ajedrez…
– ¿De veras cree usted eso?… ¿Que todo es demostrable? Permítame que le diga, como músico que he sido -el anciano señaló sus piernas inválidas con tranquilo desdén-, o que a pesar de esto todavía soy, que cualquier sistema es incompleto. Que la demostrabilidad es un concepto mucho más endeble que la verdad.
– La verdad es como la mejor jugada en ajedrez: existe, pero hay que buscarla. Con tiempo suficiente, siempre es demostrable.
Al oír aquello, Belmonte sonrió con malicia.
– Yo diría, más bien, que esa jugada perfecta, llámese así o llámese verdad a secas, existe, quizá. Pero no siempre puede ser demostrada. Y que cualquier sistema que lo intente es limitado y relativo. Mande usted mi Van Huys a Marte, o al planeta Equis, a ver si alguien es capaz de resolverle el problema allí. Aún diría más: envíeles ese disco que usted está escuchando ahora. O, puestos a rizar el rizo, envíeselo roto. ¿Qué significación es la que contiene, entonces?… Y ya que parece aficionado a las leyes exactas, le recuerdo que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados en la geometría euclidiana, pero más en la elíptica y menos en la hiperbólica… Y es que no hay un sistema único, no hay axiomas. Los sistemas son dispares incluso dentro del sistema… ¿Es usted aficionado a resolver paradojas? No sólo la música, la pintura e imagino que el ajedrez están llenos de ellas. Fíjese -alargó la mano hacia la mesa y cogió lápiz y papel, escribiendo unas líneas que después mostró a Muñoz-. Échele un vistazo a esto, por favor.
El ajedrecista leyó en voz alta:
– El enunciado que en este momento estoy escribiendo es el que en este momento usted está leyendo… -miró a Belmonte, sorprendido-. ¿Y bien?
– Pues eso mismo. Ese enunciado ha sido escrito por mí hace un minuto y medio, y usted lo acaba de leer hace sólo cuarenta segundos. Es decir, mi escritura y su lectura corresponden a momentos distintos. Pero sobre el papel este momento y este momento son, indudablemente, el mismo momento… Luego el enunciado, que por una parte es real, por la otra carece de validez… ¿O es el concepto de tiempo lo que dejamos fuera de juego?… ¿No es un buen ejemplo de paradoja?… Veo que no tiene usted respuesta para eso, y lo mismo sucede con el auténtico fondo de los enigmas que pueda plantear mi Van Huys o cualquier otra cosa… ¿Quién le dice a usted que su solución del problema es la correcta? ¿Su intuición y su sistema? Bueno, ¿y con qué sistema superior cuenta para demostrar que su intuición y su sistema son válidos? ¿Y con qué otro sistema confirma esos dos sistemas?… Usted es jugador de ajedrez, y le interesarán, supongo, estos versos:
Y Belmonte recitó, con largas pausas:
También el jugador es prisionero
– la sentencia es de Omar- de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías…?
– El mundo es una inmensa paradoja -concluyó el anciano-. Y lo desafío a demostrar lo contrario.
Julia miró a Muñoz, viendo que el jugador de ajedrez observaba con fijeza a Belmonte. Ladeaba ligeramente la cabeza y sus ojos se habían vuelto opacos. Parecía desconcertado.
Tamizada por el vodka, la música -jazz suave, con el volumen muy bajo, apenas un rumor tenue que parecía brotar de los rincones en sombras de la habitación- la rodeaba como una íntima caricia, amortiguada y sedante, cuyo resultado se traducía en apacible lucidez. Era como si todo, noche, música, sombras, claroscuros, incluso la cómoda sensación de su nuca apoyada en el brazo del sofá de cuero, se conjugase en una armonía perfecta en la que todo, hasta el más pequeño objeto alrededor de Julia, hasta el más difuso pensamiento, encontrase el lugar preciso en la mente o en el espacio, encajando con exactitud geométrica en su percepción y en su conciencia.
Nada, ni las más sombrías evocaciones, hubiera sido capaz de romper la calma que reinaba en el espíritu de la joven. Era la primera vez que recobraba aquella sensación de equilibrio, y se sumía en ella con absoluto abandono. Ni el sonido del teléfono, anunciando los silencios amenazantes que ya casi eran familiares, habría roto la magia. Y, con los ojos cerrados, moviendo suavemente la cabeza al compás de la música, Julia se permitió una íntima sonrisa de simpatía. En momentos como aquél era sencillo vivir en paz consigo misma.
Abrió los ojos con pereza. En la penumbra, el rostro policromado de una virgen gótica también sonreía, con la mirada perdida en la quietud de los siglos. Apoyado en la pata de la mesa, sobre la alfombra Shiraz manchada de pintura, un cuadro en marco ovalado, con el barniz a medio quitar, mostraba un paisaje romántico andaluz, nostálgico y apacible: un río sevillano de mansa corriente, con verdes orillas frondosas y una barca y árboles en la distancia. Y en el centro de la habitación -tallas, marcos, bronces, pinturas, frascos de disolvente, lienzos en las paredes y en el suelo, un Cristo barroco a medio restaurar, libros de arte apilados junto a discos y cerámicas-, en una extraña intersección de líneas y perspectivas casual, pero evidente, La partida de ajedrez presidía, solemne, aquel ordenado desorden que tanto recordaba a una almoneda o una tienda de anticuario. La amortiguada luz que provenía del vestíbulo proyectaba sobre el cuadro un estrecho rectángulo de claridad, suficiente para que la superficie de la tabla flamenca cobrase vida, y sus detalles, aunque matizados en engañoso claroscuro, fuesen perceptibles desde la posición que Julia ocupaba. Estaba descalza, con las piernas desnudas bajo un holgado jersey de lana negra que le cubría hasta el arranque de los muslos. La lluvia repiqueteaba en el tragaluz del techo, pero no hacía frío en la habitación; los radiadores conservaban el calor.
Sin apartar los ojos del cuadro alargó una mano, buscando a tientas el paquete de tabaco sobre la alfombra, junto al vaso y la botella de cristal tallado. Cuando lo encontró se lo puso sobre el estómago, extrajo despacio un cigarrillo y lo llevó a los labios, sin encenderlo. En aquel momento ni siquiera necesitaba fumar.
Las letras doradas de la inscripción recién descubierta relucían en la penumbra. Había sido un trabajo minucioso y difícil, ejecutado con innumerables pausas para fotografiar cada fase del proceso, a medida que, tras retirar la capa exterior de resinato de cobre, el oropimente de los caracteres góticos iba quedando al descubierto, quinientos años después de que Pieter Van Huys lo cubriese para velar más el misterio.
Y ahora estaba por fin allí, a la vista; Quis necavit equitem. Julia hubiera preferido dejar la inscripción cubierta con la capa de pigmento original, ya que bastaban las radiografías para confirmar su existencia; pero Montegrifo había insistido en sacarla a la luz -según el subastador, eso excitaba el morbo de los clientes-. Pronto el cuadro sería exhibido ante los ojos de todo el mundo; subastadores, coleccionistas, historiadores… La discreta privacidad de que había gozado hasta entonces, salvo la breve etapa en las galerías del Prado, terminaba para siempre. Dentro de poco, La partida de ajedrez empezaría a ser estudiado por especialistas, iba a convertirse en centro de polémicos debates, se escribirían sobre él artículos de prensa, tesis eruditas, textos especializados como el que ya preparaba la misma Julia… Ni siquiera su autor, el viejo maestro flamenco, pudo imaginar nunca que su cuadro iba a conocer semejante fama. En cuanto a Fernando Altenhoffen, sus huesos se estremecerían de placer bajo una polvorienta lápida, en la cripta de alguna abadía belga o francesa, si el eco de todo llegase hasta él. A fin de cuentas, su memoria iba a quedar debidamente rehabilitada. Un par de líneas en los libros de Historia tendrían que ser escritas de nuevo.
Miró el cuadro. Casi toda la capa exterior de barniz oxidado había desaparecido, y con él la veladura amarillenta que hasta entonces empañaba los colores. Desbarnizado y con la inscripción al descubierto, tenía ahora una luminosidad y una perfección de color visible aun en penumbra. Los contornos de las figuras se percibían extremadamente precisos, de una nitidez y concisión perfectas, y el equilibrio que caracterizaba la escena doméstica -paradójicamente doméstica, pensó Julia- era tan representativo de un estilo y una época que, sin duda, aquel cuadro alcanzaría en la subasta un precio asombroso.
Paradójicamente doméstica; el concepto era riguroso. Nada hacía sospechar, en los dos graves caballeros que jugaban al ajedrez ni en la dama vestida de negro que leía, ojos bajos y expresión recatada junto a la ventana ojival, el drama que, como la raíz retorcida de una planta de hermosa apariencia, se enroscaba en el fondo de la escena.
Observó el perfil de Roger de Arras inclinado sobre el tablero, absorto en aquella partida en la que le iba la vida; en la que, en realidad, él ya estaba muerto. Con su gorjal de acero en torno al cuello y el coselete que le daban un aire militar, del soldado que en otro tiempo fue. Del guerrero con cuyos atributos, tal vez cubierto por armadura bruñida como la del caballero que cabalgaba junto al Diablo, la había escoltado a ella, camino del lecho nupcial al que la destinaban razones de Estado. La vio con plena lucidez, a Beatriz, aún doncella, más joven que en el cuadro, cuando la amargura aún no había puesto pliegues en torno a su boca, asomada entre las cortinas de la litera, sofocada la risa cómplice del aya que viajaba a su lado, espiando con admiración al gallardo gentilhombre cuya fama lo había precedido; el amigo de confianza de su futuro esposo, el hombre aún joven que, tras batirse bajo las lises de Francia contra el leopardo inglés, había buscado la paz junto al compañero de la infancia. Y adivinó los ojos azules, muy abiertos, cruzar durante un momento la mirada con los ojos serenos y fatigados del caballero.
Era imposible que a ambos los hubiese unido nunca más que esa mirada. Por alguna razón confusa, por un giro inexplicable de la imaginación -como si las horas pasadas trabajando en el cuadro establecieran un misterioso hilo conductor entre ella y aquel fragmento del pasado-, Julia contemplaba, o creía contemplar, la escena del Van Huys con la misma familiaridad de quien había vivido junto a los personajes, sin perder detalle, los pormenores de la historia. El espejo redondo de la pared, pintado en el cuadro, que reflejaba el breve escorzo de los jugadores, también la contenía a ella, del mismo modo que el espejo de “Las Meninas” reflejaba a los reyes mirando -¿dentro o fuera del cuadro?- la escena pintada por Velázquez, o el espejo de “Los Arnolfini” la presencia, la minuciosa mirada de Jan Van Eyck.
Sonrió en las sombras, decidiéndose por fin a encender el cigarrillo. La luz del fósforo la deslumbró un instante y ocultó de su vista La partida de ajedrez, y luego, poco a poco, su retina ajustó de nuevo la escena, los personajes, los colores. Ella misma, de eso tenía ahora la certeza, estuvo siempre allí, desde el principio; desde que Pieter Van Huys imaginó aquel momento. Antes incluso de que el maestro flamenco preparase con arte el carbonato de calcio y la cola animal con que impregnaría la tabla para empezar a pintarla.
Beatriz, duquesa de Ostenburgo. Una mandolina, tañida por un paje al pie del muro, pone en sus ojos inclinados sobre el libro una nota de melancolía. Recuerda su juventud en Borgoña, sus esperanzas y ensueños. En la ventana que enmarca el purísimo cielo azul de Flandes, un capitel de piedra recrea un gallardo San Jorge alanceando el dragón que se retuerce bajo las patas del caballo. Al San Jorge, eso no escapa a la mirada implacable del pintor que observa la escena -ni tampoco a la de Julia, que observa al pintorel tiempo le ha quebrado el extremo superior de la lanza, y en el lugar donde el pie derecho, calzado sin duda con aguda espuela, mostraba un agresivo relieve, hay sólo un fragmento roto. Es, pues, un San Jorge armado a medias y cojo, con el escudo de piedra roído por el viento y la lluvia, el que extermina al dragón infame. Pero tal vez eso hace más entrañable la figura del caballero que a Julia, por una curiosa trasposición de ideas, le recuerda la marcial apostura de un mutilado soldadito de plomo.
Lee Beatriz de Ostenburgo, que, a pesar de su matrimonio, por linaje y orgullo de sangre jamás ha dejado de serlo de Borgoña. Y lee un curioso libro ornado con clavos de plata, con cinta de seda para marcar las páginas, y cuyas capitulares son primorosas miniaturas coloreadas por el maestro del Coeur d.Amour epris: un libro titulado Poema de la dama y el caballero que, si bien de autor oficialmente anónimo, todo el mundo sabe que fue escrito casi diez años atrás, en la corte francesa del rey Carlos Valois, por un caballero ostenburgués llamado Roger de Arras:
«Señora, el mismo rocío
que al despuntar la mañana
destila en vuestro jardín
sobre las rosas escarcha,
en el campo de batalla
deja caer, como lágrimas,
gotas en mi corazón,
y en mis ojos, y en mis armas…»
A veces sus ojos azules, de luminosas claridades flamencas, van del libro a los dos hombres que, en torno a la mesa, juegan la partida de escaques. El esposo medita, inclinado sobre el codo izquierdo, mientras con los dedos acaricia, distraído, el Toisón de Oro que su tío político Felipe el Bueno, ya fallecido, le envió como presente de bodas, y que lleva al cuello, al extremo de una pesada cadena de oro. Fernando de Ostenburgo duda, alarga la mano hacia una pieza, la toca y parece pensarlo mejor, rectifica y lanza una mirada de disculpa a los ojos tranquilos de Roger de Arras, cuyos labios curva una cortés sonrisa. ‘Quien toca mueve, monseñor’, murmuran aquellos labios con un ápice de amistosa ironía, y Fernando de Ostenburgo, ligeramente avergonzado, se encoge de hombros y mueve la pieza tocada, porque sabe que su oponente ante el tablero es algo más que un cortesano; es su amigo. Y se remueve en el escabel sintiéndose, a pesar de todo, vagamente feliz, pues sabe que no es malo tener cerca a alguien que, de vez en cuando, le recuerde que incluso para los príncipes existen ciertas reglas.
Las notas de la mandolina ascienden desde el jardín y llegan a otra ventana que no puede verse desde la estancia, donde Pieter Van Huys, pintor de corte, prepara una tabla de madera de roble, compuesta por tres piezas que su ayudante acaba de encolar. El viejo maestro no está muy seguro de qué aplicación darle. Tal vez se decida por un tema religioso que hace tiempo le ronda la cabeza: una virgen joven, casi niña, que vierte lágrimas de sangre mirándose, con expresión dolorida, el regazo vacío. Pero tras considerar la cuestión, Van Huys agita la cabeza y suspira, desalentado. Sabe que jamás pintará ese cuadro. Nadie lo iba a entender como es debido, y él ya tuvo, años atrás, demasiados problemas con el Santo Oficio; sus gastados miembros no resistirían el potro. Con los dedos de uñas sucias de pintura se rasca la cabeza calva bajo el birrete de lana. Se está convirtiendo en un anciano, y lo sabe; faltan ideas prácticas y sobran confusos fantasmas de la razón. Para conjurarlos cierra un momento los ojos cansados y vuelve a abrirlos ante la tabla de roble que permanece intacta, esperando la idea que le dé vida. En el jardín suena una mandolina; sin duda, un paje enamorado. El pintor sonríe para sus adentros y, tras mojar el pincel en la cazuela de barro, sigue aplicando la imprimación en capas finas, de arriba abajo, siguiendo la veta de la madera. De vez en cuando mira por la ventana y se llena los ojos de luz, agradecido al tibio rayo de sol que, entrando oblícuamente, calienta sus viejos huesos.
Roger de Arras ha dicho algo en voz baja y el duque ríe, de buen humor, pues acaba de comerse un caballo. Y Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, siente que la música es insoportablemente triste. Y está a punto de requerir a una de sus doncellas para que la haga callar, pero se contiene, pues percibe en sus notas el eco exacto, la armonía con la congoja que inunda su corazón. Y con la música se mezcla el murmullo amistoso de los dos hombres que juegan al ajedrez, mientras encuentra angustiosamente bello el poema cuyas líneas tiemblan entre sus dedos. Y en los ojos azules, desprendida del mismo rocío que cubre la rosa y las armas del caballero, hay una lágrima cuando levanta la mirada y encuentra la de Julia, que observa en silencio desde la penumbra. Y piensa que la mirada de esa joven de ojos oscuros y aspecto meridional, parecida a algunos de los retratos que vienen de Italia, no es sino el reflejo, en la superficie empañada de un espejo lejano, de su propia mirada fija y dolorida. Y a Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, le parece estar fuera de la habitación, al otro lado de un cristal oscuro, y desde allí se contempla a sí misma, bajo el mutilado San Jorge del capitel gótico, ante la ventana que enmarca un cielo azul que contrasta con el negro de su vestido. Y comprende que no habrá confesión que alivie su pecado.