«Ése fue un truco sucio -dijo Haroun al Visir-. Muéstrame otro que sea honesto.»
R. Smullyan
César enarcó una ceja bajo el ala del sombrero, displicente, mientras balanceaba el paraguas, y después miró en torno con el desdén, matizado de exquisito hastío, en que solía atrincherarse cuando la realidad confirmaba sus peores aprensiones. Lo cierto es que aquella mañana el Rastro no tenía aspecto acogedor. El cielo gris amenazaba lluvia, y los propietarios de los puestos instalados en las calles por las que se extendía el mercadillo adoptaban precauciones ante un eventual chaparrón. En algunos tramos, el paseo se convertía en penoso sortear de gente, lonas y mugrientas fundas de plástico colgando de los tenderetes.
– En realidad -le dijo a Julia, que miraba una pareja de abollados candelabros de latón expuesta en el suelo, sobre una mantaesto es perder el tiempo… Hace siglos que no saco de aquí nada que merezca la pena.
Aquello no era del todo exacto, y Julia lo sabía. De vez en cuando, merced a su bien adiestrado ojo de experto, César desenterraba en el montón de escoria que era el mercado viejo, en aquel inmenso cementerio de sueños arrojados a la calle por la resaca de anónimos naufragios, una perla olvidada, un diminuto tesoro que el azar había querido mantener oculto a ojos de los demás: la copa de cristal dieciochesca, el marco antiguo, la diminuta porcelana. Y una vez, en cierto ruin tenducho de libros y revistas viejas, dos bellas páginas capitulares, delicadamente iluminadas por la destreza de algún monje anónimo del siglo XIII que, restauradas por Julia, el anticuario había terminado vendiendo por una pequeña fortuna.
Subieron despacio hacia la parte alta, donde, a lo largo de un par de edificios de muros desconchados y en sombríos patios interiores comunicados por pasadizos con verjas de hierro, estaba la mayor parte de las tiendas especializadas en antigüedades a las que podía considerarse razonablemente serias; aunque incluso al referirse a ellas, César añadía un gesto de prudencia escéptica.
– ¿A qué hora has quedado con tu proveedor?
Tras cambiar de mano el paraguas -una pieza carísima, con mango de plata bellamente torneado- César se echó hacia atrás el puño izquierdo de la camisa, mirando la esfera del cronómetro de oro que llevaba en la muñeca. Estaba muy elegante con el sombrero de fieltro color tabaco, de ala ancha y cinta de seda, y el abrigo de pelo de camello sobre los hombros, con un pañuelo asomando entre el cuello desabrochado de la camisa de seda. Siempre en todo tipo de límites pero sin transgredir ninguno.
– Dentro de quince minutos. Tenemos tiempo.
Curiosearon un poco en los tenderetes. Bajo la mirada socarrona de César, Julia se interesó por un plato de madera pintada, un amarillento paisaje de trazos groseros que representaba una escena rural; un carro de bueyes alejándose por un camino entre árboles.
– No irás a comprar eso, queridísima -silabeó el anticuario, paladeando su reprobación-. Es infame… ¿Ni siquiera piensas regatear?
Julia abrió el bolso que llevaba colgado del hombro, y extrajo el monedero, haciendo caso omiso de las protestas de César.
– No sé de qué te quejas -dijo mientras le envolvían el plato en unas páginas de revista ilustrada-. Siempre te oí decir que la gente comme il faut no discute nunca un precio: lo paga a tocateja o se va con la cabeza muy alta.
– Esa regla no es válida aquí -César miraba a su alrededor con marcado despego profesional, arrugando la nariz ante la visión plebeya de los puestos de baratijas-. No con esta gente.
Julia metió el paquete en su bolso.
– Aún así, podías haber tenido el detalle de regalármelo tú… Cuando era una cría me comprabas todos los caprichos.
– Cuando eras una cría te mimé en exceso. Además, me niego a pagar esa vulgaridad.
– Lo que pasa es que te has vuelto tacaño. Con la edad.
– Calla, víbora -el ala del sombrero dejó en sombra el rostro del anticuario cuando lo inclinó para encender un cigarrillo, frente al escaparate de una tienda atestada de polvorientas muñecas de época-. Ni una palabra más o te borro de mi testamento.
Desde abajo, Julia lo vio ascender dignamente por los peldaños de la escalinata, un poco en alto la mano que sostenía la boquilla de marfil, con aquel aire que César solía adoptar a menudo, entre desdeñoso y hastiado, lánguido gesto de quien no espera encontrar gran cosa al final del camino, sin que eso sea obstáculo para que, por mera cuestión de estética, decida recorrerlo con la mayor compostura posible. Como un Carlos Estuardo que subiera al patíbulo casi haciéndole un favor al verdugo, con el “remember” ya preparado a flor de labios y dispuesto a hacerse decapitar de perfil, a tono con las monedas acuñadas con su efigie.
Bien sujeto el bolso contra su costado, precavida contra los carteristas, Julia deambuló entre los puestos. En aquella parte había demasiada gente, así que decidió volver sobre sus pasos, hacia la escalinata cuya barandilla daba sobre la plaza y la calle principal del mercado, que desde allí se veían atestadas de toldos y colgaduras bajo los que hormigueaba la muchedumbre.
Disponía de una hora hasta reunirse de nuevo con César, en un pequeño café de la plaza, entre una tienda de instrumentos náuticos y un ropavejero especializado en desechos militares. Encendió un Chesterfield acodada en la barandilla, y fumó durante un rato, inmóvil, mirando pasar la gente. Bajo la escalinata, sentado en el brocal de una fuente de piedra llena de papeles, mondaduras de frutas y latas vacías de cerveza, un joven de largos cabellos rubios, cubierto con un poncho, tocaba melodías andinas en una rudimentaria flauta de caña. Escuchó la música unos instantes y después dejó vagar su atención por el mercado, cuyo rumor ascendía hasta ella amortiguado por la altura en que se encontraba. Estuvo así hasta apurar el cigarrillo y después bajó por la escalinata, deteniéndose ante el escaparate de las muñecas. Las había vestidas y desnudas, con pintoresco traje de campesinas o complicados vestidos románticos que incluían guantes, sombreros y sombrilla. Algunas representaban niñas y otras mujeres adultas, Las había de rasgos groseros, infantiles, ingenuos, perversos… Los brazos y manos se alzaban a mitad de un imaginario movimiento en diversas posturas, como si los hubiese sorprendido así el soplo frío del tiempo transcurrido desde que las abandonó, o vendió, o murió, su propietaria. Niñas que al final fueron mujeres, pensó Julia, hermosas o desprovistas de atractivo, que después, alguna vez, amaron o quizá fueron amadas, habían acariciado esos cuerpos de trapo, cartón y porcelana con manos que ahora se consumían en el polvo de los cementerios. Pero todas aquellas muñecas sobrevivían a sus poseedoras; eran testigos mudos, inmóviles, que guardaban en sus imaginarias retinas viejas escenas domésticas, ya borradas del tiempo y la memoria de los vivos. Desvaídos cuadros esbozados entre brumas de nostalgia, momentos de intimidad familiar, canciones infantiles, amorosos abrazos. Y también lágrimas y desengaños, sueños reducidos a cenizas, decadencia y tristeza. Quizá, incluso, maldad. Había algo sobrecogedor en aquella multitud de ojos de vidrio y porcelana que la miraban sin parpadear, con la hierática sabiduría que sólo el tiempo posee, ojos inmóviles incrustados en pálidos rostros de cera o cartón, junto a vestidos que el tiempo había oscurecido hasta dar un tono apagado y sucio a puntillas y encajes. Y el cabello peinado o en desorden, pelo natural -el pensamiento la hizo estremecerse- que había pertenecido a mujeres vivas. Con melancólica asociación de ideas le vino a la memoria el fragmento de un poema que había oído recitar a César tiempo atrás:
Si se conservasen todos los cabellos
de las mujeres que han muerto…
Le costó apartar los ojos del escaparate, cuyo cristal reflejaba, sobre ella, las pesadas nubes grises que ensombrecían la ciudad. Y al volverse, dispuesta a seguir su camino, vio a Max. Casi tropezó con él en mitad de la escalinata. Llevaba un grueso chaquetón marino, con el cuello subido hasta la coleta en la que se recogía el pelo, y miraba hacia abajo, como si se alejara de alguien cuya proximidad lo inquietase.
– Vaya sorpresa -dijo él, y sonrió con aquel gesto de lobo guapo que tanto le gustaba a Menchu, antes de cambiar un par de trivialidades sobre el tiempo desapacible y el gentío que abarrotaba el mercado. Al principio no dio explicaciones sobre su presencia allí, pero Julia observó que se mantenía levemente alerta, un tanto furtivo, como si estuviese pendiente de algo, o de alguien. Tal vez Menchu, pues, como dijo después, estaban citados allí cerca: una confusa historia de marcos de ocasión que, una vez recompuestos -Julia se había ocupado de ello muchas vecesdaban realce a algunos de los lienzos expuestos en la galería de arte.
Max no le era simpático, y Julia atribuía a eso la incomodidad que siempre experimentaba en su presencia. Al margen de la naturaleza de las relaciones que mantenía con su amiga, había algo en él, entrevisto ya desde que se conocieron, que desagradaba a la joven. César, cuya fina intuición femenina nunca erraba, solía afirmar que en Max, aparte hechuras de hermoso ejemplar, había algo indefinible, mezquino, que afloraba a la superficie en su manera torcida de sonreír, o en la forma insolente con que miraba a Julia. Era la de Max una mirada que no se sostenía durante demasiado tiempo, pero que cuando Julia ya olvidaba, volvía a descubrir al siguiente vistazo, taimada y al acecho, huidiza y al mismo tiempo constante. No era de aquellas ojeadas inconcretas que vagan por los alrededores antes de volver a posarse tranquilamente sobre el objeto o la persona en cuestión, al estilo de Paco Montegrifo, sino de las que se intuyen fijas cuando creen que nadie las percibe, y se tornan esquivas al sentirse observadas. «La mirada de quien se propone, como mínimo, robarte la cartera», había dicho una vez César refiriéndose al amante de Menchu. Y Julia, que al escuchar aquello sólo opuso un gesto de reprobación a la malicia del anticuario, tuvo que admitir, en su interior, lo exacto de esas palabras.
Terciaban, además, otros aspectos turbios en la cuestión. Julia sabía que aquellas miradas encerraban algo más que curiosidad. Seguro de su atractivo físico, Max se conducía a menudo, en ausencia o a espaldas de Menchu, de una forma calculada e insinuante. Cualquier duda al respecto quedó resuelta durante una velada en casa de Menchu, a altas horas de la noche. La conversación languidecía cuando su amiga salió un momento de la habitación, en busca de hielo. Max, inclinado hacia la mesita donde estaban las bebidas, había cogido el vaso de Julia, llevándoselo a la boca. Eso fue todo, y lo habría sido efectivamente si, al dejarlo sobre la mesa, no hubiese mirado a la joven durante apenas un segundo, antes de pasarse la lengua por los labios y sonreír con cínica pesadumbre, lamentando que las circunstancias limitaran a eso la intrusión en su intimidad. Por supuesto, Menchu seguía ajena a todo, y Julia se habría quemado la lengua antes de confiarle una cuestión que sonaría ridícula expresada en voz alta. Así que, a partir del incidente del vaso, adoptó frente a Max la única actitud posible: un riguroso desprecio en la forma de dirigirse a él cuando las circunstancias lo hacían inevitable. Una frialdad calculada para marcar distancias cuando ambos coincidían, como aquella mañana en el Rastro, frente a frente y sin testigos.
– No tengo que ver a Menchu hasta más tarde -dijo él, bailándole en la cara aquella sonrisa satisfecha que Julia tanto detestaba-. ¿Te apetece una copa?
Lo miró con fijeza antes de negar despacio, deliberadamente.
– Espero a César.
Se acentuó la sonrisa de Max. Tenía plena conciencia de no ser, tampoco, objeto de la devoción del anticuario.
– Lástima -murmuró-. No tenemos muchas ocasiones de encontrarnos así, como hoy… Quiero decir a solas.
Julia se limitó a enarcar las cejas, mirando a su alrededor como si César estuviese a punto de aparecer de un momento a otro. Max siguió la dirección de su mirada y después hizo ademán de encoger los hombros dentro del chaquetón marino.
– He quedado con Menchu allí, bajo la estatua del soldado, dentro de media hora. Si te apetece, podemos tomar algo juntos, más tarde -hizo una pausa exagerada para añadir, con intención-: Los cuatro.
– Veremos qué dice César.
Lo miró mientras se alejaba, las anchas espaldas balanceándose entre la muchedumbre, hasta que lo perdió de vista. Le quedaba, igual que en otras ocasiones, la incómoda sensación de no haber sabido dejar las cosas en su sitio; como si, a pesar del rechazo, Max hubiera logrado violentar una vez más su intimidad, igual que cuando el incidente del vaso. Irritada consigo misma, aunque sin saber muy bien qué reprocharse, encendió otro cigarrillo y aspiró el humo con violencia. En algunos momentos, pensaba, daría cualquier cosa por ser lo bastante fuerte para romperle a Max, sin problemas, aquella atractiva cara de semental satisfecho.
Deambuló un cuarto de hora entre los puestos antes de ir al café. Intentaba aturdirse con el trajín a su alrededor, los reclamos de los vendedores y la gente entre los tenderetes, pero mantuvo el ceño fruncido y la mirada absorta. Max estaba olvidado; ahora el motivo era otro. El cuadro, la muerte de Álvaro, la partida de ajedrez, retornaban como una obsesión, planteándole preguntas sin respuesta. Tal vez el jugador invisible también estaba cerca, entre la gente, observando sus movimientos mientras planeaba la siguiente jugada. Miró alrededor, recelosa, antes de estrechar en el regazo su bolso de cuero, donde llevaba la pistola de César. Aquello era absurdo de puro atroz. O tal vez fuese al revés: atroz, de puro absurdo.
El café tenía el piso de madera y viejos veladores de hierro forjado y mármol. Julia pidió un refresco y se quedó muy quieta, junto a los cristales empañados, intentando no pensar en nada, hasta que la borrosa silueta del anticuario apareció en la calle, desdibujada por el vaho que cubría la ventana. Fue a su encuentro como si acudiera en busca de consuelo, lo que se ajustaba bastante a los hechos.
– Cada vez estás más guapa -la piropeó César con afectada admiración, los brazos en jarras, espectacularmente parado en mitad de la calle-… ¿Cómo lo consigues, hija mía?
– No seas bobo -se cogió de su brazo, con una infinita sensación de alivio-. Sólo hace una hora que nos hemos separado.
– A eso me refiero, princesa -el anticuario bajaba la voz como susurrando secretos-. Eres la única mujer que conozco capaz de embellecer aún más en el intervalo de sesenta minutos… Si hay un truco, deberíamos patentarlo. De veras.
– Idiota.
– Bellísima.
Fueron calle abajo, hacia el lugar en que estaba aparcado el coche de Julia. Por el camino, César la puso al corriente del éxito de la operación que venía de rematar: una Dolorosa que podía atribuirse a Murillo ante un comprador no demasiado exigente, y un secreter Biedermeier, firmado y fechado en 1832 por Virienichen, maltrecho pero auténtico; nada que no remediase un buen ebanista. Dos verdaderas gangas, adquiridas a un precio razonable.
– El secreter sobre todo, princesita -César balanceaba el paraguas, encantado con el negocio-. Ya sabes que hay una clase social, bendita sea ella, que no puede vivir sin la cama que perteneció a Eugenia de Montijo, o el bureau donde Tayllerand firmaba sus perjurios… Y una nueva burguesía de parvenus cuyo mejor símbolo de triunfo, a la hora de imitarlos, es un Biedermeier… Llegan y te lo piden así, por las buenas, sin especificar si desean mesa o escritorio; lo que quieren es un Biedermeier a toda costa, sea lo que diablos sea. Incluso algunos creen ciegamente en la existencia histórica del pobre señor Biedermeier, y se sorprenden mucho al ver el mueble firmado por otro… Primero sonríen desconcertados, luego se dan con el codo y acto seguido me preguntan si no tengo ningún otro Biedermeier auténtico… -suspiró el anticuario, deplorando sin duda los duros tiempos-. Si no fuera por sus talonarios de cheques, te aseguro que a más de uno lo mandaría chez les grecs.
– Alguna vez lo has hecho, que yo recuerde.
Suspiró de nuevo César, componiendo un mohín de desolación.
– Mi lado osado, querida. A veces me pierde el carácter, ese pronto mío de vieja reina escandalosa… Como Jeckill y mister Hyde. Menos mal que ya casi nadie habla francés como es debido.
Llegaron junto al coche de Julia, aparcado en un callejón, justo cuando ella refería su encuentro con Max. La sola mención del nombre bastó para que César arrugase el entrecejo, bajo el ala del sombrero que seguía llevando inclinado con coquetería.
– Me alegro de no haber visto a ese proxeneta -comentó con malhumor-. ¿Sigue haciéndote pérfidas insinuaciones?
– Apenas nada. Supongo que en el fondo tiene miedo de que Menchu se entere.
– Ahí le duele al canalla. En el sustento -César rodeó el coche en dirección a la portezuela derecha-. Anda, mira. Nos han puesto una multa.
– No me digas.
– Pues sí te digo. Ahí tienes el papelito, en el limpiaparabrisas -el anticuario golpeaba el suelo con la contera del paraguas, irritado-. Parece mentira. En pleno Rastro, y los guardias se dedican a poner multas, en vez de capturar delincuentes y gentuza, como es su obligación… Qué vergüenza -lo repitió en voz alta, mirando a su alrededor con aire de desafío-. ¡Qué vergüenza!
Julia apartó un bote de spray vacío que alguien había colocado sobre el capó del coche y cogió el papel, en realidad una cartulina del tamaño de una tarjeta de visita. Entonces se quedó inmóvil, como si la hubiera sorprendido un rayo. Aquello debió de pintársele en el rostro, porque César la miró, alarmado, y fue hasta ella a toda prisa.
– Chiquilla, te has puesto pálida… ¿Qué ocurre?
Tardó algunos segundos en responder, y cuando lo hizo no reconoció su propia voz. Sentía un terrible deseo de echar a correr hacia algún lugar cálido y seguro, donde ocultar la cabeza y cerrar los ojos para sentirse a salvo.
– No es una multa, César.
Sostenía entre los dedos la tarjeta, y el anticuario emitió un juramento absolutamente impropio de la persona educada que era. Porque allí, con siniestro laconismo, en caracteres que ambos ya conocían bien, alguien había escrito a máquina unos signos:
… Pa7 Í Tb6
Sintió que le daba vueltas la cabeza mientras miraba, aturdida, a su alrededor. El callejón estaba desierto. La persona más próxima era una vendedora de imágenes religiosas, sentada en una silla de enea en la esquina, a veinte metros de allí, atenta a la gente que pasaba ante su mercancía expuesta en el suelo.
– Ha estado aquí, César… ¿Te das cuenta?… Ha estado aquí.
Ella misma comprendió que había temor, pero no sorpresa, en sus palabras. El miedo -la conciencia llegó con oleadas de infinito desconsuelo- no era ya a lo inesperado, sino que se convertía en una especie de lúgubre resignación; como si el jugador misterioso, su presencia próxima y amenazante, fraguara en maldición irremediable con la que tendría que vivir, ya, el resto de su vida. Suponiendo, se dijo con pesimista lucidez, que aún quedara mucha vida por delante.
César tenía el rostro demudado mientras daba vueltas y vueltas a la tarjeta. La indignación apenas le dejaba articular palabra:
– Ah, el canalla… El infame…
De pronto, Julia dejó de pensar en la tarjeta. El envase vacío que había encontrado sobre el capó reclamaba su atención. Lo cogió, sintiendo al inclinarse que se movía entre las nieblas de un sueño, y pudo fijarse lo bastante en la etiqueta para comprender qué era aquello. Movió la cabeza, desconcertada, antes de mostrárselo a César. Todavía un absurdo más.
– ¿Qué es eso? -preguntó el anticuario.
– Un spray para reparar neumáticos pinchados… Lo aplicas a la toma de aire y se hincha la rueda. Lleva una especie de pasta blanca que repara el pinchazo por dentro.
– ¿Y qué hace ahí?
– Eso quisiera saber yo.
Comprobaron los neumáticos. No había nada extraño en los del lado izquierdo, y Julia rodeó el coche para comprobar los otros dos. Todo estaba en orden; pero cuando iba a tirar al suelo el envase, atrajo su atención un detalle: la boquilla del neumático trasero derecho no tenía el tapón enroscado. En su lugar había una burbuja de pasta blanca.
– Alguien ha hinchado la rueda -concluyó César, tras observar, atónito, el envase vacío-. Quizás estaba pinchada.
– No cuando lo aparcamos -respondió la joven, y ambos se miraron, llenos de oscuros presentimientos.
– No subas al coche -dijo César.
La vendedora de imágenes no había visto nada. Por aquel sitio pasaba mucha gente, y ella estaba atenta a sus asuntos, explicó mientras ordenaba en el suelo sagrados corazones, San Pancracios y vírgenes diversas. En cuanto al callejón, no estaba segura. Tal vez algún vecino, quizá tres o cuatro personas en la última hora.
– ¿Recuerda usted a alguien en especial? -César se había quitado el sombrero y se inclinaba hacia la vendedora, abrigo sobre los hombros y paraguas bajo el brazo; la viva estampa de un caballero, tenía que pensar la mujer, aunque quizá aquel pañuelo de seda al cuello resultara algo llamativo en un hombre de su edad.
– Creo que no -la vendedora se envolvió mejor en su toquilla de lana y puso cara de hacer memoria-. Una señora, creo. Y un par de jóvenes.
– ¿Recuerda su aspecto?
– Ya sabe: jóvenes. Cazadoras de cuero y pantalón vaquero…
Julia sentía ir y venir una idea absurda. A fin de cuentas, los límites de lo imposible se habían ensanchado mucho en los últimos días.
– ¿Vio a alguien con un chaquetón marino? Me refiero a un hombre de unos veintiocho o treinta años, alto, con el pelo recogido en una coleta…
La vendedora no recordaba haber visto a Max. En cuanto a la mujer, sí se había fijado en ella porque se detuvo un momento delante de sus imágenes y pensó que iba a comprar alguna. Era rubia, de mediana edad, bien vestida. Pero no se la imaginaba forzando un coche; no era ese tipo de gente: Llevaba un impermeable.
– ¿Con gafas de sol?
– Sí.
Cesar miró gravemente a Julia.
– Hoy no hace sol -dijo.
– Ya lo sé.
– Podría ser la mujer de los documentos -César hizo una pausa y sus ojos se endurecieron-. O Menchu.
– No digas tonterías.
El anticuario movió la cabeza, echando un vistazo a la gente que pasaba junto a ellos.
– Tienes razón. Pero tú misma has pensado en Max.
– Max… es diferente -ensombreció el gesto mirando calle abajo, por si Max o la rubia del impermeable aún anduvieran por allí. Y lo que pudo ver, aparte de helar sus palabras, la sacudió como si hubiese recibido un golpe. No había ninguna mujer que respondiera a la descripción; pero, entre los toldos y los plásticos de los tenderetes, sí un coche aparcado cerca de la esquina. Un coche azul.
Desde donde se hallaba, Julia no podía saber si era un Ford, pero la excitación que sentía se disparó en el acto. Apartándose de la vendedora de imágenes, ante la sorpresa de César, dio unos pasos por la acera y, tras sortear un par de puestos de baratijas, se quedó mirando hacia la esquina, alzada sobre la punta de los zapatos para ver mejor. Era un Ford azul, con los cristales oscuros. No podía ver la matrícula, pensó atropelladamente, pero para una sola mañana eran demasiadas coincidencias: Max, Menchu, la tarjeta sobre el parabrisas, el envase vacío, la mujer del impermeable, y ahora el coche que se había convertido en elemento clave de su pesadilla. Sintió que las manos le temblaban y las metió en los bolsillos de la chaqueta mientras sentía, a su espalda, la proximidad del anticuario. Aquello le dio valor.
– Es el coche, César. ¿Comprendes?… Sea quien sea, está dentro.
César no dijo nada. Se quitó despacio el sombrero, que tal vez consideraba inadecuado para lo que podía ocurrir a continuación, y miró a Julia. Ella nunca lo había querido tanto, apretada la fina línea de los labios y adelantado el mentón, con los ojos azules entornados y un reflejo de inusual dureza brillándole entre los párpados. Las líneas delgadas de su rostro meticulosamente afeitado estaban tensas; se le marcaban los músculos faciales a ambos lados de la mandíbula. Podía ser homosexual, decían aquellos ojos; y también un hombre de correctos modales, poco inclinado a actitudes violentas. Pero no era, en absoluto, un cobarde. Al menos estando de por medio su princesa.
– Espérame aquí -dijo él.
– No. Vamos juntos -lo miró con ternura. Alguna vez lo había besado en los labios, jugando, como cuando era niña. En aquel momento sintió el impulso de hacerlo otra vez; pero ya no era un juego-. Tú y yo.
Introdujo la mano en el bolso y amartilló la Derringer. César, con mucha calma, como si escogiese un bastón de paseo, se puso el paraguas bajo el brazo y, acercándose a uno de los tenderetes, agarró un atizador de hierro de grandes proporciones.
– Con su permiso -le dijo al sorprendido vendedor, poniéndole en la mano el primer billete que sacó de la cartera. Después miró serenamente a Julia: -Por una vez, querida, permíteme que pase primero.
Y se encaminaron hacia el coche. Lo hicieron amparándose en los puestos para no ser vistos; Julia con la mano dentro del bolso, César con el atizador en la derecha, paraguas y sombrero en la izquierda. El corazón de la joven palpitaba con fuerza cuando logró ver la matrícula. Ya no había duda: Ford azul, cristales oscuros, letras TH. Sentía la boca seca y una molesta sensación en el estómago, como si éste se hubiese contraído sobre sí mismo. Aquello, se dijo fugazmente, era lo que sentía Pedro Blood antes de saltar al abordaje.
Llegaron a la esquina y todo ocurrió muy rápido. Alguien, en el interior del coche, había bajado el cristal del lado del conductor para tirar una colilla. César dejó caer al suelo sombrero y paraguas, levantó el atizador y se encaminó, rodeando el vehículo, hacia el lado izquierdo, dispuesto, si hacía falta, a matar piratas o lo que hubiese dentro. Julia, con los dientes apretados y la sangre batiéndole en las sienes, echó a correr, sacó la pistola del bolso y la metió por la ventanilla, antes de que tuviesen tiempo de subir el cristal. Ante el cañón de la pistola apareció un rostro desconocido: un hombre joven, con barba, que miraba el arma con ojos espantados. En el asiento contiguo, otro más se volvió con sobresalto cuando César abrió la otra puerta alzando, amenazante, el atizador de hierro sobre su cabeza.
– ¡Salgan de ahí! ¡Salgan de ahí! -gritó Julia, a punto de perder el control.
Demudado el rostro, el hombre de la barba levantaba las manos con los dedos abiertos, en gesto de súplica.
– ¡Cálmese, señorita! -balbució-. Por el amor de Dios, cálmese… ¡Somos policías!
– Reconozco -dijo el inspector jefe Feijoo, cruzando las manos sobre su mesa de despacho- que hasta ahora no hemos sido muy eficaces en este asunto…
Dejó la frase en el aire y sonrió a César con placidez, como si la falta de eficacia de la policía lo justificase todo. Entre gentes de mundo, parecía decir su mirada, podemos permitirnos cierta autocrítica constructiva.
Pero César no parecía dispuesto a dejar las cosas así.
– Eso es una forma -dijo con desdén- de calificar lo que otros llamarían pura incompetencia.
A Feijoo, se le notaba en lo descompuesto de la sonrisa, el comentario le sentó como un tiro. Los dientes asomaron bajo el poblado mostacho, mordiéndole el labio inferior. Miró al anticuario y luego a Julia antes de tamborilear impaciente sobre la mesa con el extremo de un bolígrafo barato. Con César de por medio, no tenía más recurso que andar con pies de plomo; y los tres sabían ya por qué.
– La policía tiene sus métodos.
Todo aquello eran simples palabras y César se impacientaba, cruel. Tener negocios con Feijoo no obligaba a mostrarle simpatía. Y menos después de haberlo sorprendido jugando sucio.
– Si esos métodos consisten en hacer seguir a Julia mientras un loco anda suelto por ahí enviando tarjetas anónimas, prefiero no decir lo que opino de tales métodos… -se volvió hacia la joven y después miró de nuevo al policía-. Ni siquiera me cabe en la cabeza que la consideren sospechosa en la muerte del profesor Ortega… ¿Por qué no me han investigado a mí?
– Lo hemos hecho -el policía estaba picado por la impertinencia de César, y tascaba el freno con esfuerzo-. La verdad es que investigamos a todo el mundo -mostró las palmas de las manos, asumiendo lo que estaba dispuesto a reconocer como un monumental patinazo-. Desgraciadamente, este trabajo es así.
– ¿Y han puesto algo en claro?
– Lamento decir que no -Feijoo se rascó una axila bajo la chaqueta y se removió en el asiento, incómodo-. Si he de ser franco, nos encontramos como al principio… Los forenses tampoco se ponen de acuerdo sobre la causa de la muerte de Álvaro Ortega. Nuestra esperanza, si realmente hay un asesino, es que dé un paso en falso.
– ¿Para eso me han estado siguiendo? -preguntó Julia, todavía furiosa. Estaba sentada, apretando el bolso en el regazo, y un cigarrillo le humeaba entre los dedos-. ¿Para ver si el paso en falso lo daba yo?
El policía la miró hoscamente.
– No debe tomárselo tan a pecho. Es pura rutina… Una simple táctica policial.
César enarcó una ceja.
– Como táctica no parece muy prometedora. Ni rápida.
Feijoo tragó al mismo tiempo saliva y el sarcasmo. En aquel momento, pensó Julia con malvado regocijo, el policía renegaba, con toda el alma, de sus inconfesables relaciones comerciales con el anticuario. Bastaría con que César abriese la boca en un par de lugares oportunos para que, sin acusaciones directas ni papeleo oficial, del modo discreto en que solían hacerse aquellas cosas a cierto nivel, el inspector jefe terminara su carrera en cualquier oscuro despacho de una ignota dependencia policial. De chupatintas y sin plus.
– Lo único que puedo asegurarles -dijo por fin, una vez hubo digerido parte del despecho que, se le pintaba en la cara, tenía clavado en mitad del estómago- es que seguiremos investigando… -pareció recordar algo, de mala gana-. Y por supuesto, la señorita gozará de protección especial.
– Ni hablar -dijo Julia. La humillación de Feijoo no bastaba para hacerle olvidar la suya propia-. No más coches azules, por favor. Ya basta.
– Se trata de su seguridad, señorita.
– Ya han visto que puedo protegerme sola.
El policía desvió la mirada. Aún tenía que dolerle la garganta tras la bronca dirigida, minutos antes, a los dos inspectores por haberse dejado sorprender de aquel modo. «¡Panolis! -les había gritado-… ¡Domingueros de mierda!… ¡Me habéis dejado con el culo al aire y os voy a crucificar por esto!…» César y Julia lo habían oído todo a través de la puerta, mientras aguardaban en el pasillo de la comisaría.
– En cuanto a eso -empezó a decir, tras larga reflexión. Saltaba a la vista que había estado librando una dura lucha interior, deber o conveniencia, antes de derrumbarse ante el peso de la última-. Dadas las circunstancias, no creo que… Quiero decir que esa pistola… -tragó de nuevo saliva, antes de mirar a César-. Después de todo se trata de una pieza antigua, no un arma moderna propiamente dicha. Y usted, como anticuario, tiene la debida licencia… -miró la superficie de la mesa. Sin duda meditaba sobre la última pieza, un reloj del siglo Xviii, que César le había pagado a buen precio semanas atrás-. Por mi parte, y hablo también en nombre de los dos inspectores implicados… -otra vez sonrió atravesadamente, conciliador-. Quiero decir que estamos dispuestos a ignorar los detalles del asunto. Usted, don César, recupera su Derringer, prometiendo, eso sí, cuidar más de ella en el futuro. Por su parte, la señorita nos tiene al corriente de cualquier novedad y, por supuesto, nos telefonea en el acto cuando se crea con problemas. Y aquí no hay de por medio pistola que valga… ¿Me explico?
– A la perfección -dijo César.
– Bien -la concesión sobre la pistola parecía haberle dado algún ascendiente moral, así que Feijoo estaba más relajado al dirigirse a Julia-. En cuanto a la rueda de su coche, es conveniente saber si desea poner denuncia.
Lo miró, sorprendida.
– ¿Una denuncia?… ¿Contra quién?
El inspector jefe tardó en contestar, como si esperase que Julia adivinara sin necesidad de palabras.
– Contra persona o personas desconocidas -dijo-. Responsables de intento de homicidio.
– ¿El de Álvaro?
– El de usted -los dientes despuntaron otra vez bajo el mostacho-. Porque, sea quien sea el que envía esas tarjetas, su intención es algo más seria que jugar al ajedrez. El spray con el que hincharon su neumático después de haberlo desinflado, se compra en cualquier tienda de repuestos de automóvil… Sólo que éste había sido previamente rellenado con una jeringuilla que sirvió para meterle gasolina… Esa mezcla, con el gas y la substancia plástica que contiene el envase original, se convierte en muy explosiva a partir de cierta temperatura… Habría bastado recorrer unos cientos de metros para que se calentara el neumático, produciéndose la explosión justo debajo del depósito de combustible. El coche se habría convertido en una antorcha, con ustedes dentro -seguía sonriendo encantado, con manifiesta mala fe, como si contarles aquello supusiera una pequeña revancha que se había estado reservando-… ¿No es terrible?
El jugador de ajedrez llegó a la tienda de César una hora más tarde, con las orejas asomando por encima del cuello de la gabardina y el pelo mojado. Parecía un perro flaco y vagabundo, pensó Julia, mientras lo miraba sacudirse la lluvia en el umbral de la tienda, entre tapices, porcelanas y cuadros que no habría podido costearse con el sueldo de un año. Muñoz estrechó la mano de la joven -un apretón breve y seco, sin calor, el simple contacto que no comprometía a nada-, y saludó a César con una inclinación de cabeza. Después, mientras procuraba mantener sus zapatos mojados lejos de las alfombras, escuchó sin pestañear lo ocurrido en el Rastro. Movía de vez en cuando la cabeza haciendo un vago gesto afirmativo, como si la historia del Ford azul y el atizador de César no le interesaran lo más mínimo, y sus ojos apagados sólo se animaron cuando Julia sacó la tarjeta del bolso y se la puso delante. Minutos después tenía desplegado ante sí el pequeño tablero, del que no le habían visto separarse en los últimos días, y estudiaba la nueva posición de las piezas.
– Lo que no entiendo -comentó Julia, que miraba por encima de su hombro- es por qué dejaron el envase vacío sobre el capó. Allí teníamos que verlo forzosamente… A menos que quien lo hizo tuviera que irse a toda prisa.
– Tal vez se trataba sólo de una advertencia -sugirió César, sentado en su sillón de cuero, bajo la ventana emplomada-. Una advertencia de pésimo gusto.
– Pues se tomó mucho trabajo, ¿verdad? Preparar el spray, vaciar el neumático y volver a inflarlo… Sin contar con que se arriesgaba a ser vista mientras lo hacía -contaba con los dedos, incrédula-. Es bastante ridículo -en ese momento hizo una mueca, sorprendida de sus palabras-… ¿Os dais cuenta? Ahora me refiero a nuestro jugador invisible en femenino, como si fuese una mujer… La misteriosa dama del impermeable no deja de rondarme la cabeza.
– Puede que estemos yendo demasiado lejos -sugirió César-. Si lo piensas bien, esta mañana habría en el Rastro docenas de mujeres rubias con impermeable. Algunas, incluso, llevarían gafas de sol… Sin embargo, tienes razón en lo del envase vacío. Allí, encima del coche, tan a la vista… Realmente grotesco.
– Quizá no tanto -dijo Muñoz, y ambos se lo quedaron mirando. El jugador de ajedrez se hallaba sentado en un taburete ante la mesita baja con el pequeño tablero. Se había quitado gabardina y chaqueta y estaba en camisa; una camisa arrugada, de confección barata, cuyas mangas se veían acortadas con sendos pliegues sobre los codos para evitar que los puños quedaran demasiado largos. Había hablado sin apartar los ojos de las piezas, con las manos sobre las rodillas. Y Julia, que estaba a su lado, vio en un extremo de su boca aquel gesto indefinible que había llegado a conocer bien, a medio camino entre la reflexión silenciosa y la sonrisa apenas esbozada. Entonces comprendió que Muñoz había logrado descifrar el nuevo movimiento.
El jugador de ajedrez acercó un dedo al peón situado en la casilla A7, sin tocarlo:
– El peón negro que estaba en la casilla A7 se come la torre blanca en B6… -dijo, mostrándoles la situación en el tablero-. Es lo que nuestro adversario dice en su tarjeta.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Julia.
Muñoz tardó unos segundos en responder.
– Significa que renuncia a hacer otra jugada que, en cierta forma habíamos estado temiendo. Me refiero a comerse la dama blanca en E1, con la torre negra de C1… La jugada habría supuesto forzosamente un cambio de damas -levantó los ojos de las piezas y miró a Julia, preocupado-. Con todo lo que eso implica.
Julia abrió mucho los ojos.
– ¿Quiere decir que renuncia a comerme a mí?
El jugador hizo un gesto ambiguo.
– Puede interpretarse de ese modo -estudió unos instantes la pieza que representaba la reina blanca-. Y en tal caso, nos estaría diciendo: «Puedo matar, pero lo haré cuando quiera.»
– Como el gato que juega con un ratoncillo -murmuró César, golpeando el brazo del sillón-… ¡El miserable!
– Él o ella -dijo Julia.
El anticuario chasqueó la lengua, incrédulo.
– Nadie dice que la mujer del impermeable, si es ella quien estuvo en el callejón, actúe por su cuenta. También puede ser cómplice de alguien.
– Sí, pero ¿de quién?
– Eso quisiera saber yo, querida.
– De todas formas -comentó Muñoz- si olvidan un momento a la mujer del impermeable y se fijan en la tarjeta, pueden llegar a una nueva conclusión sobre la personalidad de nuestro adversario… -los miró alternativamente y se encogió de hombros antes de señalar el ajedrez, como si considerase una pérdida de tiempo buscar respuestas fuera del tablero-. Ya sabemos que tiene una mente muy retorcida; pero resulta que además es autosuficiente… Y presuntuoso. O presuntuosa. En realidad intenta tomarnos el pelo… -indicó de nuevo el tablero, animándolos a observar la posición de las piezas-. Fíjense. En términos prácticos, en puro ajedrez, comerse la dama blanca era una mala jugada… Las blancas no habrían tenido más remedio que aceptar el cambio de damas, comiéndose la reina negra con la torre blanca que está en B2, y eso dejaría a las piezas negras en muy mala posición. Su única salida, a partir de ese momento, hubiera sido mover la torre negra de E1 a E4, amenazando al rey blanco… Pero éste se habría protegido con un simple movimiento del peón blanco de D2 a D4. Después, al verse el rey negro rodeado de piezas enemigas, sin ayuda posible, el jaque mate habría sido inevitable. Las negras perderían la partida.
– ¿Quiere decir -preguntó Julia- que toda esa historia del spray sobre el coche y la amenaza a la dama blanca es sólo un farol?
– No me sorprendería en absoluto.
– ¿Por qué?
– Porque nuestro enemigo ha elegido la jugada que yo mismo habría hecho en su lugar: comerse la torre blanca de B6 con el peón que estaba en A7. Eso reduce la presión de las blancas sobre el rey negro, cuya situación era muy difícil -movió la cabeza, con admiración-. Ya les dije que es buen jugador.
– ¿Y ahora? -preguntó César.
Muñoz se pasó una mano por la frente y reflexionó ante el tablero.
– Ahora tenemos dos opciones… Quizá deberíamos comernos la dama negra, pero eso podría forzar a nuestro adversario a realizar un cambio de damas -miró a Julia- y eso no me gusta. No lo obliguemos a hacer algo que no ha hecho… -movió otra vez la cabeza, como si los escaques blancos y negros confirmasen sus pensamientos-. Lo curioso del asunto es que él sabe que nosotros razonaremos así. Lo que tiene mérito, pues yo veo las jugadas que hace y nos envía, mientras que él se limita a imaginar las mías… E incluso las condiciona. Hasta ahora, estamos haciendo lo que él quiere que hagamos.
– ¿Tenemos elección? -preguntó Julia.
– Hasta ahora, no. Más adelante ya veremos.
– ¿Y cuál es el próximo movimiento?
– Nuestro alfil. Lo llevamos desde F1 a D3, amenazando su dama.
– ¿Y qué hará él… O ella?
Muñoz tardó un rato en contestar. Permanecía inmóvil mirando el tablero, como si no hubiese oído la pregunta.
– En ajedrez -dijo por fintambién las previsiones tienen un límite… El mejor movimiento posible, o el probable, es el que deja al oponente en posición más desventajosa. Por eso, una forma de calcular la oportunidad de la siguiente jugada consiste en suponer simplemente que se la ha efectuado, y a continuación analizar la partida desde el punto de vista del adversario; es decir, apelar a uno mismo, pero puesto en lugar del enemigo. Desde ahí, uno conjetura otro movimiento y se pone de inmediato en el papel de oponente de su oponente. O sea: otra vez en uno mismo. Y así indefinidamente, según la capacidad de cada cual… Con eso quiero decir que sé hasta dónde he llegado yo, pero ignoro hasta dónde ha llegado él.
– Pero, según ese razonamiento -intervino Julia- lo más probable es que escoja el movimiento que más daño nos haga. ¿No le parece?
Muñoz se rascó la nuca. Después, muy despacio, llevó el alfil blanco a la casilla D3, situándolo en las inmediaciones de la dama negra. Parecía sumido en profundas reflexiones mientras analizaba la nueva situación sobre el tablero.
– Haga lo que haga -dijo por fin, y su rostro se había ensombrecido- estoy seguro de que nos comerá una pieza.