II. LUCINDA, OCTAVIO, SCARAMOUCHE

«Se diría que está trazado como un enorme tablero de ajedrez -dijo Alicia al fin.»

L. Carroll


La campanilla de la puerta se puso a repicar cuando Julia entró en la tienda de antigüedades. Bastaron unos pasos por el interior para que se viera envuelta en una sensación acogedora, de paz familiar. Sus primeros recuerdos se confundían con aquella suave luz dorada entre muebles de época, tallas y columnas barrocas, pesados bargueños de nogal, marfiles, tapices, porcelanas y cuadros de oscura pátina, desde los que personajes enlutados y graves contemplaron, años atrás, sus juegos infantiles. Muchos objetos habían sido vendidos entretanto, sustituyéndolos otros; pero el efecto de las habitaciones abigarradas, la claridad que se difumina sobre las piezas antiguas expuestas en armonioso desorden, permanecían inalterables. Como los colores de las delicadas figuras en porcelana de La Commedia dell’Arte firmadas por Bustelli: una Lucinda, un Octavio y un Scaramouche que eran orgullo de César, y también diversión favorita de Julia cuando niña. Quizá por eso el anticuario no había querido nunca desprenderse de ellas, y aún las conservaba en una vitrina al fondo, junto a la vidriera emplomada abierta al patio interior de la tienda, donde solía sentarse a leer -Stendhal, Mann, Sabatini, Dumas, Conrad- en espera del campanilleo que anunciase la llegada de un cliente.

– Hola, César.

– Hola, princesita.

César tenía más de cincuenta años -Julia nunca logró arrancarle la confesión de su edad exacta- y unos ojos azules risueños y burlones, semejantes a los de un chico travieso que hallara su mayor placer en llevar la contraria al mundo en que se le obligaba a vivir. Tenía el pelo blanco, ondulado con esmero -ella sospechaba que se lo teñía desde años atrás- y conservaba una excelente figura, quizás algo ensanchada en las caderas, que sabía vestir con trajes de exquisito corte, a los que sólo podía reprocharse, en rigor, ser un poco atrevidos para su edad. Jamás usaba corbata, ni siquiera en los más selectos acontecimientos sociales, sino magníficos pañuelos italianos anudados bajo el cuello abierto de la camisa, invariablemente de seda, con sus iniciales cifradas en hilo azul o blanco bajo el corazón. Por lo demás, se hallaba en posesión de una de las más amplias y depuradas culturas que Julia había conocido en su vida, y en nadie como en él se afirmaba el principio de que la extrema cortesía, en las personas de clase superior, es la más alta expresión de desdén hacia los demás. En el entorno del anticuario, y tal vez el concepto fuese extensivo a la Humanidad entera, Julia era la única persona que gozaba de aquella cortesía, sabiéndose a salvo del desdén. Porque, desde que tuvo uso de razón, el anticuario había sido para ella una curiosa combinación de padre, confidente, amigo y director espiritual, sin ser exactamente ninguna de esas cosas.

– Tengo un problema, César.

– Perdón. Tenemos un problema, en tal caso. Así que cuéntamelo todo.

Y Julia se lo contó. Sin omitir nada, ni siquiera la inscripción oculta, que el anticuario acogió con un simple movimiento de cejas. Estaban sentados junto a la vidriera emplomada, y César atendía ligeramente inclinado hacia ella, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, con una mano, que lucía un valioso topacio montado en oro, caída con negligencia sobre el reloj Patek Philippe de la otra muñeca. Era aquel distinguido gesto suyo, no calculado, o quizá no lo fuera desde hacía ya mucho tiempo, el que con tanta facilidad cautivaba a los jovencitos con inquietudes y en busca de sensaciones refinadas, pintores, escultores o artistas en agraz, que César solía apadrinar con devoción y constancia, justo es reconocerlo, que iba más allá de la duración, nunca prolongada, de sus relaciones sentimentales.

«-La vida es breve y la belleza efímera, princesita -era una melancolía burlona la que asomaba a los labios de César al adoptar, casi en un susurro, aquel tono de confidencia-. Y sería injusto poseerla eternamente… Lo hermoso es enseñar a volar a un gorrioncillo, porque en su libertad va implícita tu renuncia… ¿Captas lo delicado de la parábola?»

Julia -como había reconocido en voz alta una vez que él la acusó, entre halagado y divertido, de estarle haciendo una escena de celos- sentía ante aquellos gorrioncillos que revoloteaban alrededor de César una inexplicable irritación, que sólo su afecto por el anticuario, y la conciencia razonada de que éste gozaba de perfecto derecho a vivir su propia vida, le impedían exteriorizar. Como Menchu apuntaba con su habitual falta de tacto: «Lo tuyo, hija, parece un complejo de Electra travestida de Edipo, o viceversa…» Y es que, a diferencia de César, las parábolas de Menchu podían llegar a ser abrumadoramente explícitas.

Cuando Julia terminó de contar la historia del cuadro, el anticuario permaneció en silencio, valorando todo aquello. Después movió la cabeza en señal de asentimiento. No parecía impresionado -en materia de arte, y a aquellas alturas, pocas cosas lo impresionaban-, pero el brillo burlón de sus ojos había dejado paso a un relámpago de interés.

– Fascinante -dijo, y Julia supo en el acto que podía contar con él. Desde que era niña, aquella palabra fue siempre incitación a la complicidad y a la aventura tras la pista de un secreto: el tesoro de los piratas oculto en un cajón de la cómoda isabelina -que él terminó vendiendo al Museo Romántico- o la imaginaria historia de la dama vestida de encajes y atribuida a Ingres cuyo amante, oficial de húsares, murió en Waterloo gritando su nombre en plena carga de caballería… De esta forma, llevada de la mano por César, Julia había vivido cien aventuras bajo cien vidas distintas; e invariablemente, en todas y cada una de ellas, aprendió con él a valorar la belleza, la abnegación y la ternura, así como el delicado y vivísimo placer que podía extraerse de la contemplación de una obra de arte, en la traslúcida textura de una porcelana, en el humilde reflejo de un rayo de sol sobre una pared, descompuesto por el cristal puro en su bella gama de colores.

– Lo primero -estaba diciendo César- es echarle un vistazo a fondo a ese cuadro. Puedo ir a tu casa mañana por la tarde, sobre las siete y media.

– De acuerdo -lo miró con prevención-. Pero es posible que también esté Álvaro.

Si el anticuario estaba sorprendido, no lo dijo. Se limitó a fruncir los labios en una mueca cruel.

– Delicioso. Hace tiempo que no veo a ese cerdo, así que me encantará arrojarle dardos envenenados, envueltos en delicadas perífrasis.

– Por favor, César.

– No te preocupes, querida. Seré benévolo, dadas las circunstancias… Herirá mi mano, sí, mas sin derramar sangre sobre tu alfombra persa. Que por cierto, necesita una limpieza.

Lo miró, enternecida, y puso sus manos sobre las de él.

– Te amo, César.

– Lo sé. Es normal; le pasa a casi todo el mundo.

– ¿Por qué odias tanto a Álvaro?

Era una pregunta estúpida, y él la miró con suave censura.

– Te hizo sufrir -respondió gravemente-. Si me autorizases, sería capaz de sacarle los ojos y echárselos a los perros, por los polvorientos caminos de Tebas. Todo muy clásico. Tú podrías hacer el coro; te imagino bellísima con un peplo, levantando los brazos desnudos hacia el Olimpo, y los dioses roncando allá arriba, absolutamente borrachos.

– Cásate conmigo. En el acto.

César tomó una de sus manos y la besó, rozándola con los labios.

– Cuando seas mayor, princesita.

– Ya lo soy.

– Todavía no. Pero cuando lo seas, Alteza, osaré decirte que te amaba. Y que los dioses, al despertar, no me lo quitaron todo. Sólo mi reino -pareció meditar-. Lo que, bien pensado, es una bagatela.

Era un diálogo íntimo y lleno de recuerdos, de claves compartidas, tan viejo como su amistad. Quedaron en silencio, acompañados por el tic-tac de los relojes centenarios que, en espera de un comprador, seguían desgranando el paso del tiempo.

– En resumen -dijo César al cabo de un instante-. Si he entendido bien, se trata de resolver un asesinato.

Julia lo miró sorprendida.

– Es curioso que digas eso.

– ¿Por qué? Se trata de algo así. Que ocurriese en el siglo quince no cambia las cosas…

– Ya. Pero esa palabra, asesinato, lo pone todo bajo una luz más siniestra -le sonrió inquieta al anticuario-. Puede que estuviese anoche demasiado cansada para verlo de ese modo, pero hasta ahora había tomado la cosa como un juego; algo semejante a descifrar un jeroglífico… Una especie de asunto personal. De amor propio.

– ¿Y?

– Pues que llegas tú con toda naturalidad, hablando de resolver un asesinato “real”, y yo acabo de comprender… -se detuvo un momento con la boca abierta, como asomándose al borde de un abismo-. ¿Te das cuenta? Alguien asesinó o hizo asesinar a Roger de Arras el día de Reyes de mil cuatrocientos sesenta y nueve. Y la identidad del asesino está en el cuadro -se incorporó en la silla, empujada por su propia excitación-. Podríamos aclarar un enigma de cinco siglos… Tal vez la razón por la que una pequeña parte de la historia de Europa discurrió de una forma y no de otra… ¡Imagínate la cotización que La partida de ajedrez puede alcanzar en la subasta, si conseguimos probar todo eso!

Se había levantado y apoyaba las manos sobre el mármol rosa de un velador. Sorprendido al principio y admirado después, asentía el anticuario.

– Millones, querida -confirmó con un suspiro arrancado por la evidencia-. Muchos millones -meditó, convencido-. Con la publicidad adecuada, Claymore puede triplicar o cuadruplicar el precio de salida en la subasta… Un tesoro, ese cuadro tuyo. De veras.

– Tenemos que ver a Menchu. En seguida.

César negó con un gesto, adoptando un aire de enfurruñada reserva.

– Ah, eso sí que no, amor. Ni hablar del peluquín. A mí no me mezcles en historias con tu Menchu… Yo desde la barrera, lo que quieras, como mozo de estoques.

– No seas bobo. Te necesito.

– Y estoy a tu disposición, querida. Pero no me obligues a codearme con esa Nefertiti restaurada y sus proxenetas de turno, vulgo chulos. Esa amiga tuya me produce jaqueca -se indicó una sien-. Exactamente aquí. ¿Ves?

– César…

– De acuerdo, me rindo. Vae victis. Veré a tu Menchu.

Lo besó sonoramente en las bien rasuradas mejillas, oliendo su aroma a mirra. César compraba los perfumes en París y los pañuelos en Roma.

– Te amo, anticuario. Mucho.

– Coba. Pura coba. A mí me la vas a dar tú, a mis años.


Menchu también compraba sus perfumes en París, pero eran menos discretos que los de César. Llegó con una oleada de Rumba de Balenciaga precediéndola como un heraldo por el vestíbulo del Palace, apresurada y sin Max.

– Tengo noticias -se tocó la nariz con un dedo antes de sentarse y aspiró breve y entrecortadamente. Había hecho una escala técnica en los lavabos y aún tenía algunas minúsculas motas de polvo blanco pegadas al labio superior; Julia sabía que esa era la causa de su aire pizpireto y lúcido-. Don Manuel nos espera en su casa para tratar el asunto.

– ¿Don Manuel?

– El dueño del cuadro, mujer. Pareces lela. Mi viejecito encantador.

Pidieron cócteles suaves, y Julia puso a su amiga al corriente de los resultados de la investigación. Menchu abría ojos como platos, calculando porcentajes.

– Eso cambia las cosas -contaba rápidamente con los dedos, de uñas lacadas en rojo sangre, sobre el mantelito de hilo del velador-. Mi cinco por ciento se queda corto, así que voy a hacerle una faena a los de Claymore: del quince por ciento de comisión sobre el precio que el cuadro alcance en la subasta, siete y medio para ellos, y siete y medio para mí.

– No aceptarán. Está muy por debajo de su beneficio habitual.

Menchu se echó a reír con el borde de su copa entre los dientes. Sería eso o nada. Sotheby’s o Christie’s estaban a la vuelta de la esquina, y lanzarían aullidos de placer ante la perspectiva de hacerse con el Van Huys. Iba a ser lo tomas o lo dejas.

– ¿Y el dueño? Tal vez tu viejecito tenga algo que decir. Imagínate que decide tratar directamente con Claymore. O con otros.

Menchu hizo una mueca astuta.

– No puede. Me firmó un papelito -señaló su falda corta, que descubría generosamente las piernas enfundadas en medias oscuras-. Además vengo en uniforme de campaña, como ves. Mi don Manuel entrará por el aro, o me meto a monja -cruzó y descruzó las piernas en honor de la clientela masculina del hotel, como si pretendiese comprobar el efecto, antes de fijar su atención en la copa de cóctel, satisfecha-. En cuanto a ti…

– Yo quiero el uno y medio de tu siete y medio.

Menchu puso el grito en el cielo. Eso era mucho dinero, dijo escandalizada. Tres o cuatro veces más de lo acordado por la restauración. Julia la dejó protestar mientras sacaba del bolso un paquete de Chesterfield y encendía un cigarrillo.

– No me has entendido -aclaró mientras expulsaba el humo-. Los honorarios por mi trabajo se le deducirán directamente a tu don Manuel del precio que se consiga en la subasta… El otro porcentaje es adicional: de tu beneficio. Si el cuadro se vende en cien millones, siete y medio serán para Claymore, seis para ti, y uno y medio para mí.

– Hay que ver -Menchu movía la cabeza, incrédula-. Y parecías tan modosa tú, con tus pincelitos y barnices. Tan inofensiva.

– Ya ves. Dios dijo hermanos, pero no primos.

– Me horrorizas, lo juro. He cobijado un áspid en mi seno izquierdo, como Aida. ¿O fue Cleopatra?… No sabía que se te daba tan bien eso de los porcentajes.

– Ponte en mi lugar. A fin de cuentas, el asunto lo he descubierto yo -agitó los dedos ante la nariz de su amiga-. Con estas manitas.

– Te aprovechas de que tengo el corazón blando, pequeño ofidio.

– Lo que tienes es la cara muy dura.

Suspiró Menchu, melodramática. Era quitarle el pan de la boca a su Max, pero podía llegarse a un acuerdo. La amistad era la amistad, entre otras cosas. En ese momento miró hacia la puerta del bar y puso cara de intriga. Por cierto. Hablando del ruin de Roma.

– ¿Max?

– No seas desagradable. Max no es ruin, es un cielo -hizo un movimiento con los ojos, invitándola a observar con disimulo-. Acaba de entrar Paco Montegrifo, de Claymore. Y nos ha visto.

Montegrifo era director de la sucursal de Claymore en Madrid. Alto y atractivo, en torno a la cuarentena, vestía con la estricta elegancia de un príncipe italiano. Su raya de pelo era tan correcta como sus corbatas, y al sonreír mostraba una amplia hilera de dientes, demasiado perfectos para ser auténticos.

– Buenos días, señoras. Que feliz casualidad.

Permaneció en pie mientras Menchu hacía las presentaciones.

– He visto algunos de sus trabajos -le dijo a Julia, cuando supo que era ella quien se ocupaba del Van Huys-. Sólo tengo una palabra: perfectos.

– Gracias.

– Por favor. No cabe duda de que La partida de ajedrez estará a la misma altura -mostró de nuevo la blanca fila de dientes en una sonrisa profesional-. Tenemos grandes esperanzas puestas en esa tabla.

– Nosotras también -dijo Menchu-. Más de lo que se imagina.

Montegrifo debió de percibir algún tono especial en el comentario, pues sus ojos castaños se pusieron alerta. Nada tonto, pensó Julia en el acto, mientras el subastador hacía un gesto en dirección a una silla libre. Lo aguardaban unas personas, dijo; pero podían esperar un par de minutos.

– ¿Me permiten?

Hizo una seña negativa al camarero que se acercaba y tomó asiento frente a Menchu. Su cordialidad permanecía intacta, pero ahora podía percibirse en ella cierta cauta expectación, como si se esforzara en captar una nota lejana y discordante.

– ¿Hay algún problema? -preguntó con calma.

La galerista negó con la cabeza. Ningún problema, en principio. Nada de qué inquietarse. Pero Montegrifo no parecía inquieto; sólo cortésmente interesado.

– Tal vez -concluyó Menchu tras un titubeo- debamos replantear las condiciones del acuerdo.

Siguió un silencio embarazoso. Montegrifo la miraba como podía mirar, en mitad de una puja, a un cliente incapaz de mantener la compostura.

– Señora mía, Claymore es una casa muy seria.

– No me cabe duda -respondió Menchu con aplomo-. Pero una investigación realizada sobre el Van Huys revela datos importantes que revalorizan la pintura.

– Nuestros tasadores no encontraron nada de eso.

– La investigación ha sido posterior al peritaje de sus tasadores. Los hallazgos… -aquí Menchu pareció otra vez dudar un instante, lo que no pasó desapercibido- no están a la vista.

Montegrifo se volvió hacia Julia con aire reflexivo. Sus ojos estaban fríos como el hielo.

– ¿Qué ha encontrado usted? -preguntó suavemente, como un confesor que invitara a descargar la conciencia.

Julia miraba a Menchu, indecisa.

– No creo que yo…

– No estamos autorizadas -intervino Menchu, a la defensiva-. Al menos hoy. Antes tenemos que recibir instrucciones de mi cliente.

Montegrifo movió despacio la cabeza. Después, con pausado gesto de hombre de mundo, se puso lentamente en pie.

– Me hago cargo. Discúlpenme.

Pareció a punto de añadir algo, pero se limitó a mirar a Julia con curiosidad. No tenía aspecto preocupado. Sólo al despedirse manifestó su esperanza -lo hizo sin apartar los ojos de la joven, aunque sus palabras estuvieran dirigidas a Menchu- de que el hallazgo, o lo que fuera, no alterase el compromiso establecido. Después, tras ofrecer sus respetos, se alejó entre las mesas, yendo a sentarse al otro extremo de la sala, a la mesa ocupada por una pareja de aspecto extranjero.

Menchu miraba su copa con aire contrito.

– He metido la pata.

– ¿Por qué? Tarde o temprano tiene que enterarse.

– Ya lo sé. Pero tú no conoces a Paco Montegrifo -bebió un sorbo de cóctel mientras miraba al subastador a través de la copa-. Ahí donde lo ves, con sus modales y su buena planta, si conociera a don Manuel iría corriendo a enterarse de lo que ocurre, para dejarnos fuera.

– ¿Tú crees?

Menchu soltó una risita sarcástica. El currículum de Paco Montegrifo no encerraba secretos para ella:

– Tiene labia y tiene clase, carece de escrúpulos y es capaz de oler un negocio a cuarenta kilómetros -chasqueó la lengua con admiración-. También dicen que exporta ilegalmente obras de arte, y que es un artista sobornando párrocos rurales.

– Aún así, causa buena impresión.

– De eso vive. De causar buena impresión.

– Lo que no entiendo, con esos antecedentes, es por qué no has ido a otro subastador…

La galerista se encogió de hombros. Que conociera su vida y milagros no tenía nada que ver. La gestión en Claymore era impecable.

– ¿Te has acostado con él?

– ¿Con Montegrifo? -soltó una carcajada-. No, hija. Está lejos de ser mi tipo.

– Yo lo encuentro atractivo.

– Es que estás en la edad, guapita. Yo prefiero los canallas sin pulir, como Max, que siempre parecen a punto de darle a una un par de bofetadas… Son mejores en la cama y, a la larga, salen mucho más baratos.


– Ustedes, por supuesto, son demasiado jóvenes.

Bebían café en torno a una mesita de laca china, junto a un mirador lleno de plantas verdes y frondosas. En un viejo gramófono sonaba la Ofrenda musical de Bach. A veces don Manuel Belmonte se interrumpía como si ciertos compases atrajeran de pronto su atención, y tras escuchar un poco tamborileaba con los dedos un ligero acompañamiento sobre el brazo niquelado de su silla de ruedas. Tenía la frente y el dorso de las manos moteados por las manchas pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban gruesas venas azuladas.

– Eso tuvo que ocurrir hacia el año cuarenta, o cuarenta y algo… -añadió el anciano, y sus labios secos y agrietados modularon una sonrisa triste-. Fueron malos tiempos y vendimos casi todos los cuadros. Recuerdo sobre todo un Muñoz Degrain y un Murillo. Mi pobre Ana, que en paz descanse, nunca se repuso de lo del Murillo. Una virgen preciosa, pequeñita, muy parecida a las del Prado… -Entornó los ojos, como si intentase rescatar aquella pintura de entre sus recuerdos-. La compró un militar que después fue ministro… García Pontejos, creo recordar. Supo aprovechar bien la situación, el grandísimo sinvergüenza. Nos pagó cuatro perras gordas.

– Imagino que fue penoso desprenderse de todo eso -Menchu utilizaba un tono adecuadamente comprensivo; sentada frente a Belmonte, ofrecía una generosa vista de sus piernas. El inválido asintió con gesto resignado, que databa de años atrás. Un gesto de los que sólo se aprenden a costa de las propias ilusiones.

– No hubo más remedio. Incluso las amistades y la familia de mi mujer nos hicieron el vacío después de la guerra, cuando perdí la dirección de la Orquesta de Madrid. Era la época del estás conmigo o contra mí… Y yo no estaba con ellos.

Se detuvo unos instantes, y su atención pareció desplazarse hacia la música que sonaba en un ángulo de la habitación, entre pilas de viejos discos presididos por grabados, en marcos gemelos, con las efigies de Schubert, Verdi, Beethoven y Mozart. Un momento después miraba de nuevo a Julia y Menchu con un parpadeo de sorpresa, como si retornara de lejos y no esperase encontrarlas todavía allí.

– Después vino mi trombosis, y las cosas se complicaron aún más. Por suerte nos quedaba la herencia de mi mujer, que nadie podía arrebatarle. Y pudimos conservar esta casa, algunos muebles y dos o tres buenos cuadros, entre ellos La partida de ajedrez -miró con melancolía el hueco en la pared principal del salón, el clavo desnudo, la huella rectangular del marco sobre el empapelado, y se acarició el mentón, donde algunos pelos blancos habían escapado a la cuchilla de afeitar-. Esa pintura siempre fue mi favorita.

– ¿De quién heredaron el cuadro?

– De una rama lateral, los Moncada. Un tío abuelo. Ana era Moncada de segundo apellido. Uno de sus antepasados, Luis Moncada, fue intendente de Alejandro Farnesio, allá por el mil quinientos y pico… el tal don Luis debía de ser aficionado al arte.

Julia consultó la documentación que estaba sobre la mesa, junto a las tazas de café.

– «Adquirido en 1585…» dice aquí. «Posiblemente Amberes, cuando la capitulación de Flandes y Brabante…»

El anciano asintió con la cabeza e hizo una mueca evocadora, como si hubiera sido testigo del suceso.

– Sí. Posiblemente botín de guerra en el saqueo de la ciudad. Los tercios de cuya intendencia cuidaba el antepasado de mi mujer no eran de esa gente que llama a la puerta y firma un recibo.

Julia hojeaba los documentos.

– No existen referencias anteriores a ese año -comentó-. ¿Recuerda alguna historia familiar sobre el cuadro? Tradición oral o algo así. Cualquier pista nos vale.

Belmonte negó con la cabeza.

– No, que yo conozca. A La partida de ajedrez, la familia de mi mujer se refirió siempre como La tabla de Flandes o La tabla Farnesio, sin duda para no perder la memoria de su adquisición… Incluso figuró con esos nombres durante los casi veinte años que estuvo cedida en depósito al Museo del Prado, hasta que el padre de mi mujer recobró el cuadro en el año veintitrés gracias a Primo de Rivera, amigo de la familia… Mi suegro siempre tuvo el Van Huys en gran estima, pues era aficionado al ajedrez. Por eso, cuando pasó a manos de su hija, nunca quise venderlo.

– ¿Y ahora? -indagó Menchu.

Permaneció un rato en silencio el anciano, contemplando su taza como si no hubiese oído la pregunta.

– Ahora las cosas son diferentes -las miró con lúcida parsimonia, primero a Menchu y luego a Julia; parecía estar burlándose de sí mismo-. Yo soy un auténtico trasto; eso salta a la vista -se golpeó las piernas medio inválidas con las palmas de las manos-. Mi sobrina Lola y su marido se ocupan de mí, y yo debo corresponder de algún modo. ¿No les parece?

Menchu murmuró una excusa. No había pretendido ser indiscreta. Esos eran asuntos de familia, naturalmente.

– No hay nada que disculpar, no se preocupe -Belmonte hizo un gesto de tolerancia alzando dos dedos; algo parecido a una absolución-. Es normal. Ese cuadro vale dinero, y colgado en casa no sirve de nada. Y mis sobrinos dicen que no les irá mal una ayudita. Lola tiene la pensión de su padre; pero el marido, Alfonso… -miró a Menchu e hizo un gesto que reclamaba comprensión-. Usted ya lo conoce: no ha trabajado en su vida. En cuanto a mí… -la sonrisa burlona retornó a los labios del anciano-. Si les dijera lo que he de pagar a Hacienda cada año, por tener esta casa en propiedad y vivir en ella, se echarían a temblar.

– Es un buen barrio -apuntó Julia-. Y una buena casa.

– Sí, pero mi pensión es ridícula. Por eso he ido vendiendo poco a poco pequeños recuerdos… El cuadro será un respiro.

Se quedó pensativo, moviendo lentamente la cabeza, aunque no abatido en exceso; más bien parecía divertirse con aquello, como si hubiera matices humorísticos que sólo él era capaz de apreciar. Julia se dio cuenta cuando sacaba un cigarrillo del paquete, al tropezar con su mirada socarrona. Tal vez lo que a primera vista no era sino un vulgar expolio a cargo de sobrinos sin escrúpulos, significaba para él un curioso experimento de laboratorio sobre la codicia familiar: -«tío esto y tío lo otro, nos tienes aquí como esclavos y tu pensión apenas llega para cubrir gastos; estarías mejor en una residencia con gente de tu edad. Una lástima, con esos cuadros inútilmente colgados en la pared…»-. Ahora, con el señuelo del Van Huys, Belmonte debía sentirse a salvo. Incluso recobraba la iniciativa después de largos años de humillaciones. Podía ajustarles bien las cuentas a los sobrinos, gracias al cuadro.

Le ofreció el paquete de cigarrillos y él vaciló, con sonrisa agradecida.

– No debería -dijo-. Lola sólo me permite un café con leche y un pitillo al día…

– Al diablo Lola -respondió la joven, con una espontaneidad que la sorprendió a ella misma. Menchu la miró sobresaltada; pero el anciano no parecía molesto. Por el contrario, le dirigió a Julia una mirada en la que ella creyó ver un brillo cómplice inmediatamente apagado. Entonces alargó los dedos huesudos para coger un cigarrillo.

– Respecto al cuadro -dijo Julia, inclinada sobre la mesa para dar fuego a Belmonte- hay un imprevisto…

El anciano aspiró el humo con placer, reteniéndolo en los pulmones el mayor tiempo posible, y la miró con los ojos entornados.

– ¿Un imprevisto bueno o malo?

– Bueno. Bajo la pintura ha aparecido una inscripción original. Restaurarla aumentará el valor del cuadro -se echó hacia atrás en la silla, sonriendo-. Usted decide.

Belmonte miró a Menchu y después a Julia, como si efectuara alguna secreta comparación o dudase entre dos lealtades. Finalmente pareció tomar partido, pues, dándole otra larga chupada al cigarrillo, apoyó las manos en las rodillas con expresión satisfecha.

– Además de guapa, usted parece muy lista -le dijo a Julia-. Estoy seguro de que incluso le gusta Bach.

– Me encanta.

– Explíqueme de qué se trata, por favor.

Y Julia se lo explicó.


– Hay que ver -Belmonte movía la cabeza después de un silencio largo e incrédulo-. Tantos años mirando ese cuadro ahí, día tras día, y nunca imaginé… -le dirigió una breve ojeada al hueco con la marca del Van Huys en la pared y entornó los párpados en una sonrisa placentera-. Así que el pintor era aficionado a los acertijos…

– Eso parece -respondió Julia.

Belmonte señaló el gramófono que seguía sonando en un rincón.

– No es el único -dijo-. Las obras de arte conteniendo juegos y claves ocultas eran habituales, antes. Ahí tienen a Bach, por ejemplo. Los diez cánones de su Ofrenda son de lo más perfecto que compuso, y, sin embargo, no dejó ninguno de ellos escrito de cabo a rabo… Lo hizo de forma deliberada, como si se tratara de adivinanzas que proponía a Federico de Prusia… Un ardid musical frecuente en la época. Consistía en escribir un tema, acompañándolo de algunas indicaciones más o menos enigmáticas, y dejar que el canon basado en ese tema fuese descubierto por otro músico o ejecutante. A fin de cuentas, pues de un juego se trataba, por otro jugador.

– Muy interesante -comentó Menchu.

– No saben hasta qué punto. Bach, como muchos artistas, era un tramposo. Constantemente recurría a trucos para engañar al auditorio: triquiñuelas con notas y letras, ingeniosas variaciones, fugas insólitas y, sobre todo, gran sentido del humor… Por ejemplo, en una de sus composiciones a seis voces introdujo a hurtadillas su propio nombre, repartido entre dos de las voces más altas. Pero estas cosas no ocurrían sólo en la música: Lewis Carroll, que era matemático y escritor además de gran aficionado al ajedrez, solía introducir acrósticos en sus poemas… Hay modos muy inteligentes de ocultar cosas en la música, en los poemas y en las pinturas.

– De eso no cabe duda -respondió Julia-. Los símbolos y las claves ocultas aparecen con frecuencia en el arte. Incluso en el arte moderno… El problema es que no siempre disponemos de las claves para descifrar esos mensajes; sobre todo los antiguo -ahora fue ella quien miró pensativa el hueco de la pared-. Pero con La partida de ajedrez tenemos algunos puntos de partida. Podemos intentarlo.

Belmonte se echó hacia atrás en su silla de ruedas y movió la cabeza, clavados en Julia sus ojos socarrones.

– Téngame al corriente -dijo-. Le aseguro que nada me causaría mayor placer.


Se despedían en el vestíbulo cuando llegaron los sobrinos. Lola era una mujer descarnada y seca, de unos treinta años largos, con el pelo rojizo y ojos pequeños y rapaces. Mantenía el brazo derecho, enfundado en la manga de un abrigo de piel, alrededor del izquierdo de su marido: un tipo moreno y delgado algo más joven, cuya calvicie prematura quedaba atenuada por un intenso bronceado. Incluso sin la alusión del anciano, respecto a que su sobrino político no había trabajado en la vida, Julia hubiera adivinado que éste se encuadraba por méritos propios entre los aficionados a vivir con el mínimo esfuerzo. Sus facciones, a las que ligeros abolsamientos bajo los párpados daban un aire de disipación, tenían un gesto taimado, levemente cínico, que la boca grande y expresiva, casi zorruna, no se molestaba en desmentir. Vestía un blazer azul de botones dorados, sin corbata, y era el suyo el aspecto inequívoco de quien reparte extenso tiempo libre entre cafeterías de lujo a la hora del aperitivo y bares nocturnos de moda, sin que la ruleta o los naipes encierren secretos para él.

– Mis sobrinos Lola y Alfonso -dijo Belmonte y se saludaron sin entusiasmo por parte de la sobrina, pero con evidente interés en lo que se refería al marido, quien retuvo la mano de Julia algo más de lo necesario, mientras le dirigía, de pies a cabeza, una ojeada de experto. Después se volvió hacia Menchu, a la que saludó por su nombre.

Parecían viejos conocidos.

– Han venido por el cuadro -dijo Belmonte. El sobrino chasqueó la lengua.

– El cuadro, naturalmente. Tu famoso cuadro.

Se les puso al corriente de la nueva situación. Con las manos en los bolsillos Alfonso sonreía mirando a Julia.

– Si se trata de aumentar el valor del cuadro, o de lo que sea -le dijo-, me parece una noticia excelente. Puede volver por aquí cuando quiera, a traernos sorpresas así. Nos encantan las sorpresas.

La sobrina no compartía la satisfacción de su marido.

– Tenemos que discutir eso -dijo, enojada-… ¿Quién garantiza que no estropearán el cuadro?

– Sería imperdonable -apostilló Alfonso, sin apartar los ojos de Julia-. Pero no creo que esta joven fuese capaz de hacernos una cosa así.

Lola Belmonte dirigió a su marido una ojeada impaciente.

– Tú no te metas. Esto es cosa mía.

– Te equivocas, cariño -la sonrisa de Alfonso se hizo más ancha-. Tenemos régimen de gananciales.

– Te digo que no te metas.

Alfonso se volvió lentamente hacia ella. El gesto zorruno se había acentuado, endureciéndose. Ahora la sonrisa parecía una hoja de cuchillo, y Julia pensó, al comprobarlo, que tal vez el sobrino político fuese menos inofensivo de lo que parecía a primera vista. No debe de ser cómodo, se dijo, tener asuntos pendientes con un tipo capaz de sonreír así.

– No seas ridícula… Cariño.

Había de todo menos ternura en aquel cariño, y Lola Belmonte parecía saberlo mejor que nadie; la vieron contener a duras penas la humillación y el despecho. Menchu dio un paso al frente, resuelta a entrar en liza.

– Ya lo hemos hablado con don Manuel -anunció-. Y está de acuerdo.

Ese era otro aspecto de la cuestión, meditó Julia, que iba de sorpresa en sorpresa. Porque, desde su silla de ruedas, el inválido había observado la escaramuza con las manos cruzadas sobre el regazo; como espectador voluntariamente al margen de una cuestión a cuyo debate, sin embargo, asistiera con malicioso interés de voyeur.

Curiosos personajes, pensó la joven. Curiosa familia.

– En efecto -confirmaba el anciano sin dirigirse a nadie en particular-. Yo estoy de acuerdo. En principio.

La sobrina se retorció las manos con largo tintineo de pulseras. Parecía angustiada; o furiosa. Quizás ambas cosas a la vez.

– Pero tío, eso hay que hablarlo. Yo no dudo de la buena voluntad de estas señoras…

– Señoritas -terció el marido sin dejar de sonreírle a Julia.

– Señoritas o lo que sean -a Lola Belmonte le costaba articular las palabras, ofuscada por su propia irritación-. Debieron consultarnos también a nosotros.

– Por mi parte -dijo el marido- tienen todas las bendiciones.

Menchu estudiaba descaradamente a Alfonso y parecía a punto de decir algo, pero no lo hizo. Después miró a la sobrina.

– Ya oye a su esposo.

– Me da igual. La heredera soy yo.

Desde la silla de ruedas, Belmonte levantó irónicamente una de sus manos descarnadas, como si pidiera permiso para intervenir.

– Todavía sigo vivo, Lolita… Lo que heredes llegará a su debido tiempo.

– Amén -dijo Alfonso.

La barbilla huesuda de la sobrina apuntó hacia Menchu de un modo venenoso, y durante un momento Julia creyó que se les iba a echar encima. Realmente podía ser peligrosa, con sus uñas largas y aquel aire de pájaro rapaz, hasta el punto de que se dispuso a hacerle frente mientras su corazón bombeaba adrenalina. Julia no tenía una especial forma física; pero cuando era niña había aprendido de César algunos trucos sucios, muy útiles para matar piratas. Por fortuna, la violencia de la sobrina se limitó a su mirada, y al modo en que, dando media vuelta, abandonó el vestíbulo.

– Tendrán noticias mías -dijo.

Y el furioso taconeo se perdió pasillo adentro. Las manos en los bolsillos, Alfonso sonreía con plácida serenidad.

– No deben tomárselo a mal -se volvió hacia Belmonte-. ¿Verdad, tío?… Ahí donde la ven, Lolita es oro puro… Un pedazo de pan.

El inválido asintió con la cabeza, distraído; era evidente que pensaba en otra cosa. El rectángulo vacío de la pared parecía atraer su atención, como si allí se enmarcaran signos misteriosos que sólo él era capaz de leer con sus ojos cansados.


– Así que conocías al sobrino -dijo Julia, apenas estuvieron en la calle.

Menchu, que miraba el escaparate de una tienda, hizo un gesto afirmativo.

– Hace tiempo -dijo, inclinándose para comprobar el precio de unos zapatos-. Tres o cuatro años, creo.

– Ahora me explico lo del cuadro… El negocio no te lo propuso el viejo, sino él.

Menchu sonrió, aviesa.

– Premio para ti, guapita. No te equivocas. Tuvimos lo que tú, tan recatada, llamarías un affaire… De eso hace tiempo, pero cuando se le ocurrió lo del Van Huys tuvo el detalle de pensar en mí.

– ¿Y por qué no se encargó de negociarlo directamente?

– Porque nadie se fía de él, incluido don Manuel… -se echó a reír-. Alfonsito Lapeña, más conocido por El Timbas, debe dinero hasta al limpiabotas. Ya hace unos meses escapó por los pelos de ir a la cárcel. Un asunto de cheques sin fondos.

– ¿Y de qué vive?

– De su mujer, de dar sablazos a los incautos, y de la poca vergüenza que tiene.

– Y confía en el Van Huys para salir de apuros.

– Sí. Está loco por convertirlo en montoncitos de fichas sobre un tapete verde.

– Parece un pájaro de cuenta.

– Lo es. Pero tengo debilidad por los golfos, y Alfonso me cae bien -se quedó pensativa un instante-. Aunque tampoco sus aptitudes técnicas, que yo recuerde, sean para darle una medalla. Es… ¿Cómo te diría yo? -reflexionó en busca de la definición adecuada-. Muy poco imaginativo, ¿entiendes? Ni punto de comparación con Max. Monótono, ya sabes: del tipo hola y adiós. Pero te ríes mucho con él. Cuenta unos deliciosos chistes guarros.

– ¿Lo sabe la mujer?

– Supongo que se lo huele, porque tonta no es. Por eso mira con esa cara. La muy perra.

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