«No sea tonto. La bandera es imposible de modo que no puede estar ondeando Es el viento lo que está ondeando.»
D. R. Hofstadter
La sobresaltó el sonido del teléfono. Sin apresurarse, retiró el tampón con disolvente del ángulo del cuadro en que trabajaba -un fragmento de barniz demasiado adherido en una minúscula porción del ropaje de Fernando de Ostenburgo- y se puso las pinzas entre los dientes. Después miró con desconfianza el teléfono, a sus pies sobre la alfombra, mientras se preguntaba si al descolgarlo iba a tener, otra vez, que escuchar uno de aquellos largos silencios que tan habituales eran desde hacía un par de semanas. Al principio se limitaba a pegarse el auricular a la oreja sin decir palabra, esperando con impaciencia cualquier sonido, aunque se tratase de una simple respiración, que denotara vida, presencia humana, por inquietante que fuera. Pero encontraba sólo un vacío absoluto, sin tan siquiera el cuestionable consuelo de escuchar un chasquido al cortarse la línea. Siempre era el misterioso comunicante -o la misteriosa comunicante- quien aguantaba más; hasta que Julia colgaba, por mucho que tardase en hacerlo. Quienquiera que fuese se quedaba allí, al acecho, sin demostrar prisa ni inquietud ante la posibilidad de que, alertada por Julia, la policía tuviese intervenido el teléfono para localizar la llamada. Lo peor era que quien telefoneaba no podía estar al corriente de su propia impunidad. Julia no se lo había dicho a nadie; ni siquiera a César, o a Muñoz. Sin saber muy bien por qué, consideraba aquellas llamadas nocturnas como algo vergonzoso, atribuyéndoles un sentido humillante al sentirse invadida en la intimidad de su casa, en la noche y el silencio que tanto había amado antes de que empezase la pesadilla. Era lo más parecido a una ritual violación, que se repetía a diario, sin gestos ni palabras.
Descolgó el teléfono cuando sonaba por sexta vez para identificar, con alivio, la voz de Menchu. Pero su tranquilidad duró sólo un momento; su amiga había bebido mucho; tal vez, dedujo inquieta, llevaba algo más fuerte que alcohol en el cuerpo. Levantando la voz para hacerse oír sobre el sonido de conversaciones y música que la rodeaban, pronunciando la mitad de las frases de modo incoherente, Menchu dijo que se encontraba en Stephan.s y después expuso una confusa historia en la que se mezclaban Max, el Van Huys y Paco Montegrifo. Julia no llegó a entender una palabra, y cuando le pidió a su amiga que volviese a contar lo que había ocurrido, Menchu se echó a reír, con una risa ebria e histérica. Después cortó la comunicación.
Hacía un frío húmedo y espeso. Estremeciéndose dentro de un grueso chaquetón de piel, Julia bajó a la calle y detuvo un taxi. Las luces de la ciudad deslizaban sobre su rostro rápidos destellos de claridad y sombras mientras respondía con distraídos movimientos de cabeza a la inoportuna charla del taxista. Apoyó la nuca en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Antes de salir había conectado la alarma electrónica y afirmado la puerta de seguridad con doble vuelta de llave; y en el portal no pudo evitar una suspicaz mirada a la rejilla del portero automático, temiendo descubrir allí una nueva tarjeta. Pero aquella noche no encontró nada. El jugador invisible aún meditaba su próximo movimiento.
Había mucha gente en Stephan’s. La primera persona que vio al entrar fue César, sentado con Sergio en uno de los divanes. Asentía el joven, con el cabello rubio graciosamente despeinado sobre los ojos, mientras el anticuario le susurraba algo en voz baja. César fumaba con las piernas cruzadas; tenía una mano, la que sostenía el cigarrillo, sobre las rodillas, y movía la otra en el aire al hablar, muy cerca pero sin establecer contacto físico con el brazo de su protegido. Apenas vio a Julia se levantó y vino a su encuentro. No parecía sorprendido por verla aparecer a tales horas, sin maquillar y vestida con una pelliza campera sobre los tejanos.
– Está allí -se limitó a decir, indicando el interior del local con un gesto neutral que no disimulaba cierta divertida expectación-. En los sofás del fondo.
– ¿Ha bebido mucho?
– Como una esponja griega. Y me temo que, además, rezuma polvito blanco por todas partes… Demasiadas visitas al lavabo de señoras para limitarse a hacer pis -miró la brasa de su cigarrillo y sonrió, mordaz-. Hace un rato ha organizado un escándalo, abofeteando a Montegrifo en mitad del bar… ¿Te imaginas, querida? Ha sido algo realmente -paladeó el concepto, antes de modularlo con un mohín de connaisseur- delicioso.
– ¿Y Montegrifo?
El anticuario transformó su gesto en una mueca cruel.
– Estuvo fascinante, amor. Casi divino. Se marchó digno, estirado; como es él. Con una rubia muy llamativa cogida del brazo, tal vez algo vulgar pero bien vestida, que iba absolutamente sofocada, la pobre, y con razón. No es para menos -sonrió, con afilada malicia-. La verdad, princesa, es que ese fulano tiene tablas. Encajó la bofetada sereno, sin pestañear, como los duros de película. Un tipo interesante, vuestro subastador… Reconozco que ha estado muy bien. Muy torero.
– ¿Dónde está Max?
– No lo he visto por aquí, y lo lamento -otra vez afloró a los labios la sonrisa perversa-. Hubiera sido divertido de veras. La guinda del pastel.
Dejando atrás a César, Julia se adentró en el local. Saludó a varios conocidos sin detenerse y vio a su amiga sola y hundida en un sofá, con los ojos turbios, la falda corta demasiado subida y una grotesca carrera en una de las medias. Parecía haberse echado, de golpe, diez años encima.
– Menchu.
La miró sin apenas reconocerla, murmurando palabras incoherentes mientras sonreía de forma absurda. Después movió la cabeza a uno y otro lado y soltó una breve risa insegura, de borracha.
– Te lo has perdido -dijo al cabo de un momento, con voz pastosa y sin dejar de reír-. Ese cabrón ahí mismo, de pie, con media cara como un tomate… -se irguió un poco frotándose la nariz enrojecida, incapaz de ver las miradas curiosas o escandalizadas que le dirigían desde las mesas cercanas-. El estúpido arrogante.
Julia sentía fijos en ellas todos los ojos del local; escuchaba los comentarios en voz baja. Se ruborizó, a su pesar.
– ¿Estás en condiciones de salir de aquí?
– Creo que sí… Pero deja que te cuente…
– Me lo contarás luego. Ahora, vámonos.
Menchu se puso en pie con esfuerzo, estirándose torpemente la falda. Le colocó el abrigo sobre los hombros, haciéndola caminar hacia la puerta con relativa dignidad. César, que permanecía en pie, se acercó a ellas.
– ¿Todo en orden?
– Sí. Creo que puedo arreglarme sola.
– ¿Seguro?
– Seguro. Te veré mañana.
En la calle, Menchu se balanceaba desorientada, buscando un taxi. Alguien le gritó una grosería desde la ventanilla de un coche que pasaba.
– Llévame a casa, Julia… Por favor.
– ¿A la tuya o a la mía?
La miró como si le costase reconocerla. Se movía con gestos de sonámbula.
– A la tuya -dijo.
– ¿Y Max?
– Se acabó Max… Hemos reñido… Se acabó.
Pararon un taxi, y se hizo un ovillo en el fondo del asiento. Después rompió a llorar. Julia le puso un brazo sobre los hombros, sintiéndola estremecerse entre sollozos. El taxi se detuvo ante un semáforo, y la luz de un escaparate iluminó su rostro descompuesto.
– Perdóname… Soy una…
Julia estaba avergonzada, incómoda. Todo aquello resultaba grotesco. Maldito Max, dijo para sus adentros. Malditos fueran todos ellos.
– No digas estupideces -la interrumpió, irritada.
Miró la espalda del taxista, que las observaba con curiosidad por el retrovisor, y al volverse hacia Menchu pudo ver en sus ojos una expresión insólita; un breve reflejo de inesperada lucidez. Como si quedase un lugar, dentro de ella, al que no hubieran llegado los vapores de la droga y el alcohol. Descubrió allí, con sorpresa, algo de infinita hondura, lleno de oscuros significados. Una mirada tan impropia del estado en que se encontraba, que Julia quedó desconcertada. Entonces Menchu habló de nuevo, y sus palabras fueron aún más extrañas.
– Tú no entiendes nada… -movía la cabeza con dolor, como un animal herido-. Pero pase lo que pase… Quiero que sepas…
Se interrumpió como si acabara de morderse la lengua, y su mirada se fundió con las sombras cuando el taxi arrancó de nuevo, dejando a Julia pensativa y confusa. Todo era excesivo para una sola noche. Ya sólo faltaba, meditó con hondo suspiro -sentía una vaga aprensión que nada bueno auguraba-, encontrar otra tarjeta en el portero automático.
Aquella noche no hubo tarjeta y pudo atender a Menchu, que parecía moverse entre brumas. Le preparó dos tazas de café antes de acostarla. Poco a poco, con mucha paciencia y sintiéndose como una psicoanalista ante el diván, logró que reconstruyese lo ocurrido, entre silencios y balbuceos incoherentes. A Max, el ingrato Max, se le había metido en la cabeza emprender un viaje en el momento menos oportuno; alguna estupidez sobre un trabajo en Portugal. Ella estaba pasando un mal momento, y lo de Max había sonado a deserción de lo más egoísta. Discutieron, y en vez de zanjar la cuestión como otras veces, en la cama, él dio el portazo. Menchu ignoraba si pensaba regresar o no, pero en ese momento le importaba un bledo. Dispuesta a no quedarse sola, decidió ir a Stephan’s. Unas rayas de coca la habían ayudado a despejarse, poniéndola en un estado de agresiva euforia… Así estaba ella, olvidado Max, bebiendo martinis muy secos en su rinconcito, y acababa de echarle el ojo a un tipo guapísimo que ya empezaba a darse por aludido, cuando cambió el signo de la noche: Paco Montegrifo tuvo la mala ocurrencia de asomar por allí, acompañado por una de esas zorras enjoyadas con las que se le veía de vez en cuando… El asunto de los porcentajes estaba fresco, Menchu creyó detectar cierta ironía en el saludo que le dirigió el subastador y, como decían las novelas, el hierro se le removió en la herida. Una bofetada a palo seco, zas, de las que hacían época, en medio del asombro del respetable… Gran escándalo y fin de la historia, Telón.
Menchu se durmió al filo de las dos de la madrugada. Julia le puso una manta encima y estuvo un rato junto a ella, velando su sueño inquieto. A veces se removía y murmuraba sonidos ininteligibles, apretados los labios, el cabello en desorden sobre la cara. Julia observó las arrugas en torno a la boca y los labios, los ojos, en donde lágrimas y sudor habían hecho correr el maquillaje, cercados de manchas negras que le daban un aire patético: el aspecto de una madura cortesana después de una mala noche. César habría extraído de aquello mordaces conclusiones; pero en ese momento a Julia no le apetecía escuchar a César. Y se vio pidiéndole a la vida, cuando le llegase a ella el turno, la resignación necesaria para envejecer dignamente. Después suspiró, con un cigarrillo sin encender en los labios. Debía de ser terrible, llegada la hora del naufragio, carecer de una almadía sólida que permitiera salvar la piel. Y cayó en la cuenta de que la galerista tenía edad para ser su madre. Aquel pensamiento la hizo avergonzarse de sí misma, como si hubiese aprovechado el sueño de su amiga para, de algún modo incierto, traicionarla.
Bebió lo que quedaba del café, ya frío, y encendió el cigarrillo. La lluvia repiqueteaba de nuevo en el tragaluz; ese era el sonido de la soledad, se dijo con tristeza. El rumor de lluvia le trajo a la memoria aquel otro, un año atrás, cuando terminó su relación con Álvaro y supo que algo se rompía en su interior para siempre, como un mecanismo descompuesto sin remedio. Y supo también que, a partir de entonces, aquella soledad agridulce que le oprimía el corazón iba a ser la única compañera de la que no se separaría jamás, en los caminos que le quedaran por recorrer, el resto de su vida, bajo un cielo en el que los dioses morían entre grandes carcajadas. También esa noche cayó largo rato la lluvia sobre ella, sentada y encogida bajo la ducha, con el vapor abrazándola como niebla ardiente y las lágrimas mezclándose con el agua que goteaba, torrencial, sobre el cabello mojado que le cubría el rostro, sobre su cuerpo desnudo. Aquel agua limpia y tibia, bajo la que estuvo casi una hora, se había llevado consigo a Álvaro, un año antes de su muerte física, real y definitiva. Y por una extraña ironía de aquellas a que tan aficionado era el Destino, el propio Álvaro había terminado así, en una bañera, con los ojos abiertos y la nuca rota, bajo la ducha; bajo la lluvia.
Alejó el recuerdo. Lo vio desvanecerse con una bocanada de humo, entre las sombras del estudio. Después pensó en César y movió lentamente la cabeza, al compás de una música melancólica e imaginaria. En aquel momento habría querido recostar la cabeza en su hombro, cerrar los ojos, aspirar el olor suave que conocía desde que era una chiquilla, de tabaco y mirra… César. Revivir junto a él historias en las que siempre es posible saber, de antemano, que hay un final feliz.
Aspiró de nuevo el humo del cigarrillo y lo retuvo durante largo rato, deseando aturdirse hasta que sus pensamientos derivaran lejos de allí. ¡Qué distantes quedaban los tiempos de finales felices, incompatibles con cualquier tipo de lucidez!… A veces resultaba muy duro verse en el espejo, desterrada para siempre del País de Nunca Jamás.
Apagó la luz y se quedó fumando sentada en la alfombra, frente al Van Huys que adivinaba ante sí. Permaneció inmóvil hasta mucho después de terminar el cigarrillo, viendo con la imaginación a los personajes del cuadro, mientras escuchaba el lejano rumor de la resaca de sus vidas, en torno a la partida de ajedrez que se prolongaba a través del tiempo y el espacio para continuar aún, como el lento e implacable mecanismo de un reloj que desafiara a los siglos, sin que nadie pudiese prever su final. Entonces Julia se olvidó de todo; de Menchu, de la nostalgia del tiempo perdido, y sintió un estremecimiento ya familiar, que era de temor, sí; pero también un retorcido e insólito consuelo. Una especie de morbosa expectación. Como cuando era niña y se acurrucaba en César para escuchar una nueva historia. Después de todo, tal vez Jaime Garfio no se había desvanecido para siempre en las nieblas del pasado. Quizá, simplemente, ahora jugaba al ajedrez.
Cuando despertó, Menchu aún dormía. Procuró vestirse sin hacer ruido, puso un juego de llaves sobre la mesa y salió, cerrando con cuidado la puerta a su espalda. Ya eran casi las diez de la mañana, pero la lluvia había dado paso a una bruma sucia, de niebla y contaminación, que difuminaba los contornos grises de los edificios y confería a los coches, que circulaban con las luces encendidas, una apariencia fantasmal, descomponiendo el reflejo de sus faros sobre el asfalto en infinitos puntos de claridad, tejiendo en torno a Julia, que caminaba con las manos dentro de los bolsillos de su gabardina, una atmósfera luminosa e irreal.
Belmonte la recibió en su silla de ruedas, en el salón cuya pared seguía conservando la huella del Van Huys. El inevitable Bach sonaba en el gramófono, y Julia se preguntó, mientras sacaba el dossier de su bolso, si el anciano lo hacía sonar cada vez que ella lo visitaba. Belmonte lamentó la ausencia de Muñoz, el matemáticoajedrecista, como dijo con una ironía que no pasó inadvertida, y después echó un detenido vistazo al informe que Julia traía sobre el cuadro: todos los datos históricos, las conclusiones finales de Muñoz sobre el enigma de Roger de Arras, fotografías de las diversas fases de la restauración, y el folleto en color, recién impreso por Claymore, sobre el cuadro y la subasta. Leía en silencio, asintiendo satisfecho. A veces levantaba la cabeza para mirar a Julia, admirado, antes de enfrascarse de nuevo en el informe.
– Excelente -dijo por fin, cerrando la carpeta cuando hubo terminado-. Es usted una joven extraordinaria.
– No he sido yo sola. Ya sabe que mucha gente ha trabajado en esto… Paco Montegrifo, Menchu Roch, Muñoz… -vaciló un instante-. También hemos recurrido a expertos en arte.
– ¿Se refiere al fallecido profesor Ortega?
Julia lo miró, sorprendida.
– Ignoraba que usted sabía eso.
El anciano sonrió esquinadamente.
– Pues ya ve. Cuando apareció muerto, la policía se puso en contacto con mis sobrinos y conmigo… Vino a verme un inspector, no recuerdo su nombre… Tenía un bigote grande, así, y era gordo.
– Se llama Feijoo. Inspector jefe Feijoo -desvió la mirada, incómoda. Maldita sea su estampa, pensaba. Maldito policía inútil-… Pero usted no dijo nada la última vez que estuve aquí.
– Esperaba que me lo contara. Si no lo hace, deduje, tendrá sus motivos.
Había reserva en el tono del anciano, y Julia comprendió que estaba a punto de perder un aliado.
– Yo creía… Quiero decir que lo siento, de verdad. Temí inquietarle con esas historias. Al fin y al cabo, usted…
– ¿Se refiere a mi edad y a mi salud? -Belmonte cruzó sobre el estómago las manos huesudas y moteadas-. ¿O le preocupaba que eso influyera en el destino del cuadro?
La joven movió la cabeza, sin saber qué decir. Después sonrió mientras se encogía de hombros, con un aire de confusa sinceridad que, ella lo sabía perfectamente, era la única respuesta que satisfaría al viejo.
– ¿Qué puedo decirle? -murmuró, comprobando que había dado en el blanco cuando Belmonte sonrió a su vez, aceptando el clima de complicidad que le ofrecía.
– No se preocupe. La vida es difícil, y las relaciones humanas mucho más.
– Le aseguro que…
– No es necesario que asegure nada. Hablábamos del profesor Ortega… ¿Fue un accidente?
– Creo que sí -mintió Julia-. Al menos eso tengo entendido.
El anciano se miró las manos. Resultaba imposible saber si la creía o no.
– Sigue siendo terrible… ¿No le parece? -le dirigió una mirada profunda y grave, en la que apuntaba una difusa inquietud-. Ese tipo de cosas, hablo de la muerte, me impresionan un poco. Y a mi edad debería ser lo contrario. Es curioso como, en contra de toda lógica, uno se aferra a la existencia en proporción inversa a la cantidad de vida que tiene por delante.
Por un momento, Julia estuvo a punto de confiarle el resto de la historia: la existencia del jugador misterioso, las amenazas, la sensación oscura que sentía pesar sobre ella. La maldición del Van Huys, cuya huella, el rectángulo vacío bajo el clavo oxidado, los vigilaba desde la pared como un mal presagio. Pero eso significaba entrar en explicaciones que no se sentía con fuerzas para dar. También temía alarmar aún más al anciano, innecesariamente.
– No hay por qué preocuparse -mintió de nuevo, con aplomo-. Todo está bajo control. Como el cuadro.
Se sonrieron otra vez, pero de forma forzada. Julia seguía sin saber si Belmonte la creía o no. Después de un momento, el inválido se apoyó en el respaldo de su silla de ruedas y frunció el ceño.
– Respecto al cuadro, quería decirle algo… -se detuvo y reflexionó un poco antes de continuar-. El otro día, después de que me visitaran usted y su amigo ajedrecista, estuve dándole vueltas al contenido del Van Huys… ¿Recuerda lo que discutimos sobre un sistema necesario para comprender otro sistema, y que ambos necesitaban un sistema superior, y así indefinidamente?… ¿El poema de Borges sobre ajedrez, y qué Dios después de Dios mueve al jugador que mueve las piezas?… Pues ahora, fíjese, creo que hay algo de eso en el cuadro. Algo que se contiene a sí mismo, y que además se repite a sí mismo, llevándolo a uno continuamente al punto de partida… En mi opinión, la verdadera clave para interpretar La partida de ajedrez no abre un camino lineal, una progresión que se aleje del principio, sino que esa pintura parece retornar una y otra vez, como si condujese a su propio interior… ¿Me comprende?
Asintió Julia, pendiente de las palabras del anciano. Lo que acababa de escuchar no era sino la confirmación, razonada y en voz alta, de sus propias intuiciones. Recordó el croquis que ella misma había trazado, los seis niveles que se contenían unos a otros, el eterno retorno al punto de partida, los cuadros dentro del cuadro.
– Lo comprendo mejor de lo que piensa -dijo-. Es como si el cuadro se acusara a sí mismo. Belmonte vaciló, confuso.
– ¿Acusar? Eso ya rebasa un poco mi idea -meditó un instante y después, con un movimiento de cejas, pareció descartar lo incomprensible-. Yo me refería a otra cosa… -señaló el gramófono-. Escuche a Bach.
– Como siempre.
Sonrió Belmonte, cómplice.
– Hoy no entraba en mis cálculos hacerme acompañar por Johan Sebastian, pero he decidido evocarlo en su honor. Se trata de la Suite francesa número 5, y fíjese: esa composición consta de dos mitades, cada una de ellas repetida. La nota tónica de la primera mitad es sol, y cuando acaba lo hace en la tonalidad re… ¿Se da cuenta? Ahora atienda: parece que la pieza ha terminado en esa tonalidad, pero de pronto el tramposo de Bach nos hace volver de un salto al comienzo, otra vez con sol como tónica y modula de nuevo a re. Y sin que sepamos bien cómo, eso ocurre una y otra vez… ¿Qué le parece?
– Me parece apasionante -Julia seguía, atenta, los acordes musicales-. Es como un rizo continuo… Como esos cuadros y dibujos de Escher, con un río que discurre, cae en cascada e, inexplicablemente se encuentra en el punto de partida… O la escalera que conduce a ninguna parte, al comienzo mismo de la escalera.
Belmonte asintió, satisfecho.
– Exacto. Y es que es posible tocar en muchas claves -miró el rectángulo vacío de la pared-. Lo difícil, supongo, es saber en qué punto de esos círculos se encuentra uno mismo.
– Tiene razón. Sería muy largo explicárselo, pero en todo lo que está pasando con el cuadro hay algo de eso. Cuando parece que la historia termina, vuelve a empezar de nuevo, aunque sea en otra dirección. En otra dirección aparente… Porque tal vez no nos movemos del mismo sitio.
Belmonte se encogió de hombros.
– Esa es una paradoja que deben resolver usted y su amigo el ajedrecista. A mí me faltan datos. Y, como sabe, sólo soy un aficionado. Ni siquiera fui capaz de adivinar que esa partida se juega hacia atrás -miró largamente a Julia-. Y si tenemos en cuenta a Bach, eso en mí resulta imperdonable.
La joven metió la mano en el bolso para sacar el paquete de tabaco, meditando sobre las inesperadas y recientes interpretaciones. Hilos del ovillo, pensaba. Demasiados hilos para un solo ovillo.
– Además de la policía, y de mí, ¿ha recibido en los últimos tiempos la visita de alguien interesado en el cuadro?… ¿O en el ajedrez?
El anciano tardó en responder, como si intentara averiguar lo que encerraba aquella pregunta. Después se encogió de hombros.
– Ni lo uno ni lo otro. En tiempos de mi mujer sí venía gente a casa; ella era más sociable que yo. Pero desde que enviudé sólo he mantenido relación con algunos amigos. Esteban Cano, por ejemplo; usted es demasiado joven para haberlo conocido cuando era un violinista de éxito… Pero se murió un invierno, ahora va a hacer dos años… La verdad es que mi vieja y pequeña tertulia ha ido desapareciendo; yo soy de los pocos supervivientes -sonrió resignado-. Queda Pepe, un buen amigo. Pepín Pérez Giménez, jubilado como yo, que aún frecuenta el casino y viene de vez en cuando a echar una partida. Pero tiene casi setenta años y fuertes jaquecas cuando juega más de media hora. Era un gran ajedrecista… Aún juega de vez en cuando conmigo. O con mi sobrina.
Julia, que estaba cogiendo un cigarrillo, se quedó quieta. Cuando recobró el movimiento lo hizo muy despacio, como si un gesto de emoción o impaciencia pudiera hacer desvanecerse lo que acababa de escuchar.
– ¿Su sobrina juega al ajedrez?
– ¿Lola?… Bastante bien -el inválido sonrió de forma peculiar, como si lamentase que las virtudes de su sobrina no se extendieran también a otras facetas de la vida-. Yo mismo la enseñé a jugar, hace muchos años; pero superó al maestro.
Julia procuraba mantener la calma, lo que no era fácil. Se obligó a sí misma a encender despacio el cigarrillo, y exhaló dos lentas bocanadas de humo antes de hablar de nuevo. Sentía el corazón latirle aceleradamente en el pecho. Un tiro a ciegas.
– ¿Qué piensa su sobrina del cuadro?… ¿Le pareció bien que decidiera venderlo?
– Le pareció de perlas. Y a su marido mucho más -en el tono del anciano latía una punzada amarga-. Supongo que Alfonso ya tiene previsto en qué número de la ruleta apostar cada céntimo del Van Huys.
– Pero aún no lo tiene -puntualizó Julia, mirando con fijeza a Belmonte.
El inválido sostuvo la mirada de Julia, imperturbable, sin responder durante un largo instante. Después, un reflejo de dureza destelló en sus ojos claros y húmedos antes de extinguirse con rapidez.
– En mis tiempos -dijo, con inesperado buen humor, y Julia sólo pudo ya encontrar en sus ojos una plácida ironía- decíamos que no se debe vender la piel de un zorro antes de cazarlo…
Julia le ofreció el paquete de tabaco.
– ¿Alguna vez mencionó su sobrina algo relacionado con el misterio del cuadro, con los personajes o la partida?
– No recuerdo -el anciano aspiró profundamente el humo-. Fue usted quien trajo las primeras noticias. Para nosotros había sido, hasta entonces, una pintura especial, pero no extraordinaria… Ni misteriosa -miró el rectángulo de la pared, pensativo-. Todo parecía estar a la vista.
– ¿Sabe si antes o durante la época en que Alfonso les presentó a Menchu Roch, su sobrina estaba ya en tratos con alguien?
Belmonte frunció el ceño. Aquella posibilidad parecía desagradarle profundamente.
– Espero que no. A fin de cuentas, el cuadro era mío -miró el cigarrillo que sostenía entre los dedos como un agonizante contempla los santos óleos, y esbozó una mueca astuta, cargada de sabia malicia-. Y lo sigue siendo.
– Permítame otra pregunta, don Manuel.
– A usted se lo permito todo.
– ¿Alguna vez oyó hablar a sus sobrinos de consultar con un historiador de arte?
– No creo. No lo recuerdo, y pienso que me acordaría de una cosa así… -miró a Julia, intrigado. A sus ojos había vuelto el recelo-. El profesor Ortega se dedicaba a eso, ¿no? A la Historia del Arte. Espero que no trate de insinuar…
Julia recogió velas. Aquello era ir demasiado lejos, así que salió del paso con la mejor de sus sonrisas.
– No me refería a Álvaro Ortega, sino a un historiador cualquiera… No es absurdo pensar que su sobrina tuviese la curiosidad de averiguar el valor del cuadro, o sus antecedentes…
Belmonte se miró el dorso de las manos moteadas, con aire reflexivo.
– Nunca habló de eso. Pero imagino que me lo habría dicho, porque hablábamos mucho del Van Huys. Sobre todo al jugar la misma partida, la que ocupa a los personajes… La jugábamos hacia adelante, por supuesto. ¿Y sabe una cosa?… Aunque la ventaja parece de las piezas blancas, Lola siempre ganaba con negras.
Caminó casi una hora sin rumbo, entre la niebla, intentando ordenar las ideas. La humedad dejaba gotas de agua en su rostro y su cabello. Pasó frente al Palace, donde el portero, ataviado con chistera y uniforme con galones de oro, se protegía bajo la marquesina, embozado en una capa que le daba un aire decimonónico y londinense, muy a tono con la niebla. Sólo faltaba, pensó Julia, un coche de caballos con el farol amortiguado por la atmósfera gris, del que descendiese la delgada figura de Sherlock Holmes, seguido por su fiel Watson. En algún lugar, entre la bruma sucia, acecharía el siniestro profesor Moriarty. El Napoleón del crimen. El genio del mal.
Demasiada gente jugaba al ajedrez en los últimos tiempos. Porque todo el mundo parecía tener buenas razones para relacionarse con el Van Huys. Había demasiados retratos dentro de aquel maldito cuadro.
Muñoz. Él era el único al que había conocido después de iniciado el misterio. En las horas de insomnio, cuando daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, sólo a él no lo relacionaba con las imágenes de la pesadilla. Muñoz a un extremo del ovillo, y todas las demás piezas, todos los restantes personajes, al otro. Pero ni siquiera de él podía estar segura. Lo había conocido, en efecto, después de iniciarse el primer misterio, pero antes de que la historia volviese a su punto de partida y recomenzase con una tonalidad distinta. Puestos a hilar fino, resultaba imposible tener la certeza absoluta de que la muerte de Álvaro y la existencia del jugador misterioso formaran parte de un mismo movimiento.
Caminó unos pasos y se detuvo, sintiendo sobre el rostro la humedad de la niebla que la rodeaba. En última instancia, sólo podía estar segura de sí misma. Eso era cuanto tenía para continuar adelante. Eso y la pistola que llevaba en el bolso.
Se dirigió al club de ajedrez. Había serrín en el vestíbulo, paraguas, abrigos y gabardinas. Olía a humedad, a humo de tabaco y a ese ambiente inconfundible que tienen los lugares frecuentados exclusivamente por hombres. Saludó a Cifuentes, el director, que acudió obsequioso a su encuentro, y mientras se acallaban los murmullos suscitados por su aparición, echó un vistazo a las mesas de ajedrez hasta descubrir a Muñoz. Estaba concentrado en el juego, con un codo en el brazo del asiento y la mandíbula apoyada en la palma de la mano, inmóvil como una esfinge. Su contrincante, un joven con gruesas gafas de hipermétrope, se pasaba la lengua por los labios, dirigiendo inquietas miradas al jugador; como si temiera ver a éste, de un momento a otro, destruir la complicada defensa de rey que, a juzgar por su nerviosismo y aspecto agotado, había construido con extraordinario esfuerzo.
Muñoz parecía tranquilo, ausente como de costumbre, y se hubiera dicho que, más que estudiar el tablero, sus ojos inmóviles descansaban en él. Tal vez andaba sumido en aquellas ensoñaciones de las que había hablado a Julia, a mil kilómetros del juego que se desarrollaba ante sus ojos, mientras su mente matemática tejía y destejía combinaciones infinitas e imposibles. Alrededor, tres o cuatro curiosos estudiaban la partida con más aparente interés aún que los jugadores; de vez en cuando hacían comentarios en voz baja, sugiriendo mover tal o cual pieza. Lo que parecía claro, por la tensión en torno a la mesa, era que se esperaba de Muñoz algún movimiento decisivo que significara el golpe mortal para el joven de las gafas. Eso justificaba el nerviosismo de éste, cuyos ojos, agrandados por las lentes, miraban a su adversario como el esclavo que, en el circo y a merced de los leones, pidiera misericordia a un emperador purpurado y omnipotente.
En ese momento, Muñoz levantó los ojos y vio a Julia. La miró con fijeza durante unos segundos, como si no la reconociese, y pareció volver en sí lentamente, con la expresión sorprendida de quien despierta de un sueño o regresa de un largo viaje. Entonces su mirada se animó mientras le dirigía a la joven un vago gesto de bienvenida.
Le echó otro vistazo al tablero, para ver si las cosas seguían allí en orden, y sin vacilar, no con aire precipitado ni de improvisación, sino como conclusión de un largo razonamiento, desplazó un peón. Un murmullo decepcionado se alzó en torno a la mesa, y el joven de las gafas lo miró, primero con sorpresa, como el reo que ve suspender su ejecución en el último minuto, antes de hacer una mueca satisfecha.
– A partir de ahí son tablas -comentó uno de los curiosos.
Muñoz, que se levantaba de la mesa, encogió los hombros.
– Sí -respondió, sin mirar ya el tablero-. Pero con alfil a siete dama habría sido mate en cinco.
Se apartó del grupo, acercándose a Julia mientras los aficionados estudiaban el movimiento que acababa de mencionar. La joven señaló con disimulo hacia el grupo.
– Deben de odiarlo con toda su alma -dijo en voz baja. El jugador de ajedrez ladeó la cabeza, y su gesto igual podía ser una remota sonrisa que una mueca de desdén.
– Supongo que sí -respondió, mientras cogía su gabardina y se alejaban-. Suelen acudir como buitres, con la esperanza de estar presentes cuando alguien me descuartice por fin.
– Pero usted se deja ganar… Para ellos tiene que ser humillante.
– Eso es lo de menos -no había en su tono suficiencia ni orgullo; sólo un objetivo desprecio-. No se perderían una de mis partidas por nada del mundo.
Frente al museo del Prado, entre la niebla gris, Julia lo puso en antecedentes de la conversación con Belmonte. Muñoz escuchó hasta el final sin comentarios, ni siquiera cuando la joven le contó la afición de la sobrina. Al jugador no parecía importarle la humedad; caminaba despacio, atento a las palabras de Julia, con la gabardina desabrochada y el nudo de la corbata medio deshecho, como de costumbre; inclinada la cabeza y los ojos dirigidos a las puntas sin lustrar de sus zapatos.
– Me preguntó una vez si hay mujeres que juegan al ajedrez… -dijo por fin-. Y yo respondí que, aunque el ajedrez es un juego masculino, algunas no lo hacen mal. Pero son la excepción.
– Que confirma la regla, supongo.
Muñoz arrugó la frente.
– Supone mal. Una excepción no confirma, sino que invalida o destruye cualquier regla… Por eso hay que tener mucho cuidado al hacer inducciones. Yo lo que digo es que las mujeres suelen jugar mal al ajedrez, y no que todas juegan mal. ¿Comprende?
– Comprendo.
– Lo que no quita que, en la práctica, las mujeres alcancen escasa talla como ajedrecistas… Para que se haga idea: en la Unión Soviética, donde el ajedrez es pasatiempo nacional, sólo una mujer, Vera Menchik, llegó a considerarse a la altura de los grandes maestros.
– ¿Y a qué se debe eso?
– Puede que el ajedrez requiera demasiada indiferencia respecto al mundo exterior -se detuvo para mirar a Julia-. ¿Qué tal esa Lola Belmonte?
La joven reflexionó antes de contestar.
– No sé qué decirle. Antipática. Tal vez dominante… Agresiva. Es una lástima que no estuviera en casa cuando usted me acompañó, el otro día.
Se hallaban parados junto al brocal de una fuente de piedra, coronada por la confusa silueta de una estatua que se cernía amenazadora sobre sus cabezas, entre la bruma. Muñoz se pasó la mano por el pelo, hacia atrás, y observó la palma húmeda antes de secársela en la gabardina.
– La agresividad, externa o interna -dijo- es característica de muchos jugadores -sonrió brevemente, sin establecer con claridad si se consideraba al margen de la definición-. Y el ajedrecista suele identificarse con un individuo coartado, oprimido en alguna forma… El ataque al rey, que es lo que se busca en ajedrez, atentar contra la autoridad, sería una especie de liberación de ese estado. Y desde semejante perspectiva sí puede interesar el juego a una mujer… -la sonrisa fugaz pasó de nuevo por los labios de Muñoz-. Cuando se juega, la gente parece muy pequeña contemplada desde donde uno está.
– ¿Ha descubierto algo de eso en las jugadas de nuestro enemigo?
– Esa es una pregunta difícil de responder. Necesito más datos. Más movimientos. Por ejemplo: las mujeres suelen mostrar predilección por el juego de alfiles -la expresión de Muñoz se animaba al adentrarse en detalles-… Ignoro la razón, pero el carácter de esas piezas, que mueven profundamente y en diagonal, es posiblemente el más femenino de todos -hizo un gesto con la mano, como si él mismo no diese demasiado crédito a sus palabras y pretendiera borrarlas en el aire-. Pero hasta ahora los alfiles negros no tienen papel importante en la partida… Como ve, disponemos de muchas bonitas teorías que no sirven de nada. Nuestro problema es el mismo que sobre un tablero: sólo podemos formular hipótesis imaginativas, conjeturas, sin tocar las piezas.
– ¿Tiene alguna?… A veces da la impresión de que ha sacado ya conclusiones que no quiere contarnos.
Muñoz ladeó un poco la cabeza, como cada vez que se le planteaba una cuestión difícil.
– Es algo complicado -respondió tras una breve vacilación-. Tengo un par de ideas en la cabeza; pero mi problema es justo el que acabo de contarle… En ajedrez no hay forma de probar nada hasta que se ha movido, y entonces resulta imposible rectificar.
Echaron a andar de nuevo, entre los bancos de piedra y los setos de contornos imprecisos. Julia suspiró suavemente.
– Si alguien me hubiese dicho que iba a seguir la pista de un posible asesino sobre un tablero de ajedrez, le habría dicho que estaba loco. De remate.
– Ya le dije una vez que hay muchas conexiones entre el ajedrez y la investigación policíaca -Muñoz avanzó de nuevo una mano en el vacío, imitando el gesto de mover piezas-. Ahí tiene, incluso antes de Conan Doyle, el método Dupin, de Poe.
– ¿Edgar Allan Poe?… No me diga que también jugaba al ajedrez.
– Era muy aficionado. El episodio más famoso fue su estudio de un autómata conocido como Jugador de Maelzel, que casi nunca perdía una partida… Poe le dedicó un ensayo hacia mil ochocientos treinta y tantos. Para desentrañar su misterio desarrolló dieciséis aproximaciones analíticas, hasta concluir que dentro del autómata tenía que haber necesariamente un hombre escondido.
– ¿Y éso es lo que está haciendo usted? ¿Buscar el hombre escondido?
– Lo intento, pero eso no garantiza nada. Yo no soy Allan Poe.
– Espero que lo consiga, por la cuenta que me trae… Usted es mi única esperanza.
Muñoz movió los hombros, sin responder enseguida.
– No quiero que se haga demasiadas ilusiones -dijo al cabo de unos pasos-. Cuando yo empezaba a jugar al ajedrez, hubo momentos en que estuve seguro de no perder una sola partida… Entonces, en plena euforia, resultaba vencido, y la derrota me obligaba a poner de nuevo los pies en la tierra -entornó los ojos, como si acechase una presencia frente a ellos, en la niebla-. Resulta que siempre hay alguien mejor que uno. Por eso es útil mantenerse en una saludable incertidumbre.
– Yo la encuentro terrible, esa incertidumbre.
– Tiene motivos. En la ansiedad de una partida, cualquier jugador sabe que se trata de una batalla incruenta. Al fin y al cabo, piensa como consuelo, se trata de un juego… Pero ese no es su caso.
– ¿Y usted?… ¿Cree que él conoce su papel en esto?
Muñoz hizo otro gesto evasivo.
– Ignoro si sabe quién soy. Pero tiene la certeza de que alguien es capaz de interpretar sus movimientos. De otra forma, el juego carecería de sentido.
– Creo que debemos visitar a Lola Belmonte.
– De acuerdo.
Julia miró el reloj.
– Estamos cerca de mi casa, así que lo invito antes a un café. Tengo allí a Menchu, y a estas horas estará despierta. Tiene problemas.
– ¿Problemas graves?
– Eso parece; y anoche se comportó de forma extraña. Quiero que la conozca -meditó un instante, preocupada-. Especialmente ahora.
Cruzaron la avenida. Los coches circulaban despacio, deslumbrándolos con sus faros encendidos.
– Si es Lola Belmonte la que ha organizado todo esto -dijo inesperadamente Julia- sería capaz de matarla con mis propias manos…
Muñoz la miró, sorprendido.
– Suponiendo que la teoría de la agresividad resultara cierta -dijo, y ella descubrió un nuevo y curioso respeto en la forma en que la observaba-, usted sería una excelente jugadora, si decidiera dedicarse al ajedrez.
– Ya lo hago -respondió Julia, mirando con rencor las sombras que se difuminaban a su alrededor, entre la niebla-. Hace tiempo que estoy jugando. Y maldita la gracia que me hace.
Introdujo la llave en la cerradura de seguridad y la hizo girar dos veces. Muñoz esperaba a su lado, en el rellano. Se había quitado la gabardina y la doblaba sobre el brazo.
– Todo estará revuelto -dijo ella-. Esta mañana no tuve tiempo de arreglar nada…
– No se preocupe. Lo que importa es el café.
Julia entró en el estudio y, tras dejar su bolso sobre una silla, descorrió la gran persiana del techo. La claridad brumosa del exterior se deslizó dentro, tamizando el ambiente de una luz gris que dejaba en sombras los rincones más alejados de la habitación.
– Demasiado oscuro -dijo, y se dispuso a accionar el interruptor de la lámpara. Entoces vio la expresión de sorpresa en la cara de Muñoz y, con una súbita sensación de pánico, siguió la dirección de su mirada.
– ¿Dónde ha puesto el cuadro? -preguntaba el jugador de ajedrez.
Julia no respondió. Algo había estallado en su interior, muy adentro, y se quedó inmóvil, con los ojos abiertos, mirando el caballete vacío.
– Menchu -murmuró al cabo de unos instantes, sintiendo que todo daba vueltas a su alrededor-. ¡Me lo advirtió anoche, y yo fui incapaz de darme cuenta…!
Se le contrajo el estómago en una profunda arcada y sintió en la boca el sabor amargo de la bilis. Miró absurdamente a Muñoz e, incapaz de contenerse, echó a correr hacia el cuarto de baño, deteniéndose en el pasillo, desfallecida, para apoyarse en el marco de la puerta del dormitorio. Entonces vio a Menchu. Se hallaba tendida en el suelo, boca arriba, a los pies de la cama, y el pañuelo con que la habían estrangulado aún estaba alrededor de su cuello. Tenía la falda grotescamente subida hasta la cintura, y el cuello de una botella introducido en el sexo.