«Y dónde está el final, lo descubrirás cuando llegues a él.»
Balada del Vicio de Leningrado
Cuando regresó al coche, Menchu se había puesto al volante, pues estaban en doble fila. Julia abrió la puerta del pequeño Fiat y se dejó caer en el asiento.
– ¿Qué han dicho? -preguntó la galerista.
No respondió en seguida; aún tenía demasiadas cosas en qué pensar. Con la mirada perdida en el tráfico que discurría calle abajo, sacó un cigarrillo del bolso, se lo puso en los labios y presionó el encendedor automático del salpicadero.
– Ayer estuvieron aquí dos policías -dijo por fin-. Haciendo las mismas preguntas que yo -al sonar el clic del encendedor, lo aplicó al extremo del cigarrillo-. Según el encargado, el sobre lo trajeron el mismo jueves, a primera hora de la tarde.
Menchu tenía las manos crispadas sobre el volante, blanqueándole los nudillos entre el reflejo de las sortijas.
– ¿Quién lo trajo?
Julia exhaló lentamente el humo.
– Según el encargado, una mujer.
– ¿Una mujer?
– Eso ha dicho.
– ¿Qué mujer?
– Mediana edad, bien vestida, rubia. Con impermeable y gafas de sol -se volvió hacia su amiga-. Podrías haber sido tú.
– Eso no tiene gracia.
– No. La verdad es que no la tiene -Julia emitió un largo suspiro-. Pero según esa descripción pudo ser cualquiera. No dejó nombre ni dirección; limitándose a dar los datos de Álvaro como remitente. Pidió entrega rápida y se fue. Eso es todo.
Se internaron por el tráfico de los bulevares. Otra vez amenazaba lluvia, y algunas minúsculas gotitas chispeaban ya sobre el parabrisas. Menchu hizo un ruidoso cambio de marchas y arrugó la nariz, preocupada.
– Oye, esto lo coge Agatha Christie y hace un novelón.
Julia torció la boca, sin humor.
– Sí, pero con un muerto de verdad -se llevó el cigarrillo a los labios mientras imaginaba a Álvaro, desnudo y mojado. Si hay algo peor que morir, pensó, es hacerlo de un modo grotesco, con gente que llega y te mira cuando estás muerto. Pobre diablo.
– Pobre diablo -repitió en voz alta.
Se detuvieron ante un paso de peatones. Menchu dejó de observar el semáforo para dirigirle a su amiga una ojeada inquieta. Le preocupaba, dijo, ver a Julia metida en semejante embrollo. Ella misma, sin ir más lejos, no las tenía todas consigo, así que había roto una de sus normas de obligado cumplimiento, instalando a Max en casa hasta que se aclarasen las cosas. Y Julia debería seguir su ejemplo.
– ¿Llevarme a Max?… No, gracias. Prefiero arruinarme sola.
– No empieces con lo mismo, guapita. No seas pesada -el semáforo cambiaba a verde y Menchu puso una marcha, acelerando-. Sabes perfectamente que no me refería a él… Además, es un cielo.
– Un cielo que te chupa la sangre.
– No sólo la sangre.
– Haz el favor de no ser ordinaria.
– Ya salió sor Julia del Santísimo Sacramento.
– A mucha honra.
– Mira. Max será lo que quieras, pero también es tan guapo que me pongo mala cada vez que lo miro. Como la Butterfly esa con su Corto Maltés, cof, cof, entre tos y tos… ¿O era Armando Duval? -insultó a un peatón que cruzaba e hizo deslizarse el Fiat, con indignados bocinazos, por el reducido espacio que quedaba entre un taxi y un humeante autobús-. Pero, hablando en serio, no me parece prudente que sigas viviendo sola… ¿Y si hay un asesino de verdad, que decide meterse ahora contigo?
Julia encogió los hombros, malhumorada.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Pues no sé, mujer. Irte a vivir con alguien. Si quieres, hago un sacrificio: despacho a Max, y te vienes conmigo.
– ¿Y el cuadro?
– Lo traes, y sigues trabajando en mi casa. Me aprovisiono bien de conservas, coca, vídeos cochinos y bebidas alcohólicas, y nos atrincheramos allí las dos, como en Fort Apache, hasta que nos libremos del cuadro. Por cierto, dos cosas. Primera: he concertado una ampliación del seguro, por si las moscas…
– ¿De qué moscas hablas? El Van Huys lo tengo a buen recaudo, en casa, bajo siete llaves. La instalación de seguridad me costó una fortuna, acuérdate. Aquello es como el Banco de España, pero en pobre.
– Nunca se sabe -empezaba a llover en serio, y Menchu puso en marcha el limpiaparabrisas-… Lo segundo es que no le digas a don Manuel ni una palabra de todo esto.
– ¿Por qué?
– Pareces boba, hija. Es justo lo que necesita la sobrinita Lola para estropearme el negocio.
– Nadie ha relacionado todavía el cuadro con Álvaro.
– Y que Dios te oiga. Pero la policía tiene muy poco tacto, y pueden haberse puesto en contacto con mi cliente. O con la zorra de su sobrina… En fin. Esto se complica una barbaridad. Tentada estoy de transferirle el problema a Claymore, cobrar mi comisión y punto.
La lluvia en los cristales hacía desfilar una sucesión de imágenes desenfocadas y grises, creando un paisaje irreal en torno al automóvil. Julia miró a su amiga.
– Por cierto -dijo-. Esta noche ceno con Montegrifo.
– Qué me dices.
– Como lo oyes. Está interesadísimo en hablar conmigo de negocios.
– ¿Negocios?… De paso, querrá jugar a papás y mamás.
– Telefonearé para contártelo.
– No pegaré ojo hasta entonces. Porque ése también se ha olido algo. Te apuesto la virginidad de mis tres próximas reencarnaciones.
– Te he dicho que no seas ordinaria.
– Y tú no me traciones, monina. Soy tu amiga, recuerda. Tu amiga íntima.
– Fíate y no corras.
– Te apuñalo, oye. Como a la Carmen de Merimée.
– Vale. Pero te has saltado un semáforo en rojo. Y como el coche es mío, después las multas me toca pagarlas a mí.
Miró por el retrovisor, viendo otro coche, un Ford azul de cristales oscuros, que pasaba tras ellas a pesar de estar cerrado el semáforo, aunque un instante después desapareció, girando a la derecha. Creía recordar el mismo coche aparcado al otro lado de la calle, también en doble fila, cuando salió de la agencia de mensajeros. Pero resultaba difícil saberlo, con todo aquel tráfico, y la lluvia.
Paco Montegrifo era de esos tipos que dejan los calcetines negros para chóferes y camareros y se deciden, desde que tienen uso de razón, por los de color azul marino muy oscuro. Vestía de un gris también oscuro e impecable, y el corte de su traje a medida, con el primer botón cuidadosamente desabrochado en cada uno de los puños de la chaqueta, parecía extraído de las páginas de una revista de alta moda masculina. Camisa de cuello Windsor, corbata de seda y un pañuelo que asomaba discretamente por el bolsillo superior, definían su apariencia perfecta cuando se levantó de una butaca del vestíbulo y fue al encuentro de Julia.
– Válgame Dios -dijo mientras le estrechaba la mano; una blanca sonrisa resplandecía en agradable contraste con su piel tostada-. Está usted deliciosamente guapa.
Aquella introducción marcó el tono de la primera parte. Él admiró sin reservas el vestido de terciopelo negro, ceñido, que vestía Julia, y después tomaron asiento en una mesa reservada junto al ventanal desde el que podían contemplar una panorámica nocturna del Palacio Real. A partir de ese momento, Montegrifo desplegó una adecuada panoplia de miradas no impertinentes pero sí intensas, y sonrisas seductoras. Tras el aperitivo, y mientras un camarero preparaba los entremeses, el director de Claymore pasó a emitir breves preguntas como oportuno pie a inteligentes respuestas que escuchaba, los dedos cruzados bajo la barbilla y la boca entreabierta, con expresión gratamente absorta que, de paso, le permitía lanzar destellos con la luz de las velas reflejada en su dentadura.
La única referencia al Van Huys antes de los postres consistió en la cuidadosa elección por parte de Montegrifo de un Borgoña blanco para acompañar el pescado. En honor del arte, dijo con gesto vagamente cómplice, y eso le dio ocasión de iniciar una breve charla sobre los vinos franceses.
– Es una cuestión -explicó mientras los camareros seguían afanándose en torno a la mesa- que evoluciona curiosamente con la edad… Al principio uno se siente acérrimo partidario del Borgoña tinto o blanco: el mejor compañero hasta que se cumplen treinta y cinco años… Pero después, y sin renegar del Borgoña, hay que pasarse al Burdeos: un vino para adultos, serio y apacible. Sólo a partir de los cuarenta se es capaz de sacrificar una fortuna por una caja de Petrus o de Chateau d’Yquem.
Probó el vino, mostrando su aprobación con un movimiento de cejas, y Julia supo apreciar la exhibición en lo que valía, dispuesta a seguir el juego con naturalidad. Hasta disfrutó de la cena y la banal conversación, decidiendo que, en otras circunstancias, Montegrifo habría sido una agradable compañía con su voz grave, aquellas manos bronceadas y el discreto aroma a agua de colonia, cuero fino y buen tabaco. Incluso a pesar de su costumbre de acariciarse la ceja derecha con el dedo índice y mirar de soslayo, de vez en cuando, su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana.
Siguieron hablando de cualquier cosa menos del cuadro, incluso después de terminar ella su rodaja de salmón a la Royale y de ocuparse él, utilizando exclusivamente el tenedor de plata, de su lubina Sabatini. Un auténtico caballero, explicó Montegrifo con una sonrisa que le restaba solemnidad al comentario, no recurría jamás a la pala del pescado.
– ¿Y cómo quita las espinas? -se interesó Julia.
El subastador sostuvo su mirada, imperturbable.
– Nunca voy a restaurantes donde sirven el pescado con espinas.
A los postres, ante una taza de café que pidió, como ella, solo y muy fuerte, Montegrifo sacó una pitillera de plata y escogió cuidadosamente un cigarrillo inglés. Después miró a Julia como se mira a alguien que es objeto de toda nuestra solicitud, antes de inclinarse hacia ella.
– Quiero que trabaje para mí -dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiese oírlo desde el Palacio Real.
Julia, que se llevaba a los labios uno de sus cigarrillos sin filtro, miró los ojos castaños del subastador mientras éste le ofrecía fuego.
– ¿Por qué? -se limitó a preguntar, con el mismo aparente desinterés que si se estuviesen refiriendo a una tercera persona.
– Hay varias razones -Montegrifo había colocado el encendedor de oro sobre la pitillera y rectificaba su posición hasta dejarlo justo en el centro de ésta-. La principal es que mis referencias sobre usted son muy buenas.
– Me alegra oír eso.
– Hablo en serio. Me he informado, como puede imaginar. Conozco sus trabajos en el Prado y para galerías privadas… ¿Aún trabaja en el museo?
– Sí. Tres días a la semana. Me ocupo ahora de un Duccio de Buoninsegna, recién adquirido.
– He oído hablar de ese cuadro. Un trabajo de confianza. Ya sé que le encomiendan cosas importantes.
– A veces.
– Incluso en Claymore hemos tenido el honor de subastar más de una obra restaurada por usted. Aquel Madrazo de la colección Ochoa… Su labor nos permitió elevar un tercio el precio de subasta. Y hubo otro, la pasada primavera. ¿No era Concierto, de López de Ayala?
– Era Mujer al piano, de Rogelio Egusquiza.
– Cierto; muy cierto, discúlpeme. Mujer al piano, por supuesto. Había estado expuesto a la humedad y usted hizo un trabajo admirable -sonrió mientras sus manos casi coincidían cuando dejaron caer la ceniza de sus respectivos cigarrillos en el cenicero-. ¿Y le van bien así las cosas? Quiero decir trabajando un poco a lo que salga -hizo otro alarde de dentadura, en una amplia sonrisa-. De franco-tiradora.
– No me quejo -Julia entornaba los ojos, estudiando a su interlocutor tras el humo del cigarrillo-. Los amigos cuidan de mí, me encuentran cosas. Y además soy independiente.
Montegrifo la miró, con intención.
– ¿En todo?
– En todo.
– Es usted una joven afortunada, entonces.
– Puede que sí. Pero también trabajo mucho.
– Claymore tiene numerosos asuntos que requieren la pericia de alguien como usted… ¿Qué le parece?
– Me parece que no veo inconveniente en hablar de ello.
– Estupendo. Podríamos tener otra charla más formal, en un par de días.
– Como quiera -Julia miró largamente a Montegrifo. Se sentía incapaz de contener por más tiempo la sonrisa burlona que le afloraba a los labios-. Ahora ya puede hablarme del Van Huys.
– ¿Perdón?
La joven apagó su cigarrillo en el cenicero y cruzó los dedos bajo la barbilla mientras se inclinaba un poco hacia el subastador.
– El Van Huys -repitió, casi deletreando las palabras-. Salvo que pretenda poner su mano sobre la mía y decir que soy la chica más linda que conoció en su vida, o algo encantador por el estilo.
Montegrifo tardó apenas una décima de segundo en recomponer la sonrisa, y lo hizo con un aplomo perfecto.
– Me encantaría, pero nunca digo eso hasta después del café. Aunque lo piense -matizó-. Es cuestión de táctica.
– Hablemos entonces del Van Huys.
– Hablemos -la miró largamente, y ella comprobó que, a pesar del gesto de su boca, los ojos castaños no sonreían, sino que estaban alerta, con un reflejo de extrema cautela-. Han llegado hasta mí ciertos rumores, ya sabe… Este mundillo nuestro no es más que un patio de vecinas; todos nos conocemos unos a otros -suspiró, con una especie de reprobación hacia el mundo al que acababa de aludir-. Creo que ha descubierto usted algo en ese cuadro. Y, según me cuentan, eso lo revaloriza bastante.
Julia puso cara de jugar al póker, sabiendo de antemano que hacía falta más que eso para engañar a Montegrifo.
– ¿Quién le ha contado semejante estupidez?
– Un pajarito -el subastador se acarició, pensativo, el arco de la ceja derecha con un dedo-. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es que su amiga, la señorita Roch, pretende hacerme una especie de cha -No sé de qué me está hablando.
– Estoy seguro de ello -la sonrisa de Montegrifo permanecía inalterable-. Su amiga pretende reducir la comisión de Claymore y aumentar la suya… -hizo un gesto ecuánime-. La verdad es que nada se lo impide legalmente, pues nuestro acuerdo es verbal; puede romperlo y acudir a la competencia en busca de mejores comisiones.
– Celebro encontrarlo tan comprensivo.
– Ya ve. Pero esa comprensión no impide que, al mismo tiempo, yo procure velar por los intereses de mi empresa…
– Ya me parecía a mí.
– No le ocultaré que he logrado localizar al propietario del Van Huys; un caballero ya mayor. O, para ser exacto, me he puesto en contacto con sus sobrinos. La intención, eso tampoco voy a ocultárselo, era conseguir que la familia prescindiese de su amiga como intermediaria y se arreglara directamente conmigo… ¿Me comprende?
– Perfectamente. Ha intentado jugársela a Menchu.
– Es una forma de expresarlo, sí. Supongo que podríamos llamarlo de ese modo -una sombra cruzó la frente bronceada, imprimiendo cierta dolorida expresión a sus rasgos, como la de alguien a quien se acusa injustamente-. Lo malo es que su amiga, mujer previsora, se había hecho firmar un documento por el dueño. Documento que invalidacualquier gestión que yo pueda realizar… ¿Qué le parece?
– Me parece que lo acompaño a usted en el sentimiento. Más suerte la próxima vez.
– Gracias -Montegrifo encendió otro cigarrillo-. Pero tal vez no esté todo perdido, aún. Usted es íntima amiga de la señorita Roch. Tal vez sería posible persuadirla para llegar a un acuerdo amistoso. Si todos trabajamos juntos, podemos sacarle a ese cuadro una fortuna de la que usted, su amiga, Claymore y yo mismo saldríamos beneficiados. ¿No le parece?
– Es muy posible. Pero ¿por qué me cuenta a mí todo eso en vez de hablar con Menchu?… Se habría ahorrado pagar una cena.
Montegrifo compuso un gesto que pretendía reflejar sincera desolación.
– Usted me gusta, y no sólo como restauradora. Me gusta mucho, si he de serle sincero. Me parece una mujer inteligente y razonable, además de muy atractiva… Me inspira más confianza su mediación que acudir directamente a su amiga, a la que considero, permítame, un poco frívola.
– Resumiendo -dijo Julia-. Espera que yo la convenza.
– Sería -el subastador vaciló unos instantes, buscando con esmero la palabra apropiada-. Sería maravilloso.
– ¿Y qué gano yo con todo esto?
– La consideración de mi empresa, naturalmente. Para ahora y para el futuro. En cuanto a rentabilidad inmediata, y no le pregunto cuánto esperaba ganar con su trabajo en el Van Huys, puedo garantizarle el doble de esa cifra. Considerándolo, naturalmente, como un adelanto sobre el dos por ciento del precio final que La partida de ajedrez alcance en la subasta. Además, estoy en condiciones de ofrecerle un contrato para dirigir el departamento de restauración de Claymore en Madrid… ¿Qué le parece?
– Muy tentador. ¿Tanto esperan sacarle a ese cuadro?
– Ya hay compradores interesados en Londres y Nueva York. Con una campaña publicitaria adecuada, esto puede convertirse en el mayor acontecimiento artístico desde que Christie’s subastó el sarcófago de Tutankhamon… Como usted comprenderá, que en esas condiciones su amiga pretenda ir a la par, resulta excesivo. Ella se ha limitado a buscar restauradora y a ofrecernos el cuadro. El resto lo hacemos nosotros.
Julia meditó sobre todo aquello sin mostrarse impresionada; el género de cosas que podían impresionarla había cambiado mucho en pocos días. Al cabo de unos instantes miró la mano derecha de Montegrifo, que estaba sobre el mantel muy cerca de la suya, e intentó calcular cuantos centímetros había progresado en los últimos cinco minutos. Suficientes para que ya fuese hora de ponerle punto final a la cena.
– Lo intentaré -aseguró, recogiendo su bolso-. Pero no puedo garantizar nada.
Montegrifo se acarició una ceja.
– Inténtelo -sus ojos castaños la miraban con ternura aterciopelada y húmeda-. Por el bien de todos, estoy seguro de que lo conseguirá.
No había rastro de amenaza en su voz. Sólo un tono de súplica afectuosa, tan amistoso e impecable que podía ser sincero. Después tomó la mano de Julia para depositar en ella un suave beso, rozándola apenas con los labios.
– No sé si he dicho ya -añadió en voz baja- que es usted una mujer extraordinariamente bella…
Le pidió que la dejase cerca de Stephan’s, y fue hasta allí dando un paseo. A partir de las doce, el local abría sus puertas para una clientela que los elevados precios y un riguroso ejercicio del derecho de admisión mantenían dentro de límites de distinción apropiada. Se daba cita allí el todo Madrid del arte: desde agentes de casas extranjeras que se hallaban de paso, a la caza de un retablo o una colección privada en venta, hasta propietarios de galerías, investigadores, empresarios, periodistas especializados y pintores de prestigio.
Dejó el abrigo en el guardarropa y, tras saludar a algunos conocidos, caminó por el pasillo hasta el diván, al fondo, donde solía sentarse César. Y allí estaba el anticuario, con las piernas cruzadas y una copa en la mano, enfrascado en íntimo diálogo con un joven rubio y muy guapo. Julia sabía de sobra que César profesaba un especial desdén hacia los locales frecuentados por homosexuales. Para él resultaba cuestión de simple buen gusto evitar el ambiente cerrado, exhibicionista y a menudo agresivo de ese tipo de sitios donde, según contaba con una de sus muecas burlonas, era difícil no verse a sí mismo, querida, como una vieja reina contoneándose en un gallinero. César era un cazador solitario -lo equívoco depurado hasta el límite justo de la eleganciaque se movía a sus anchas en el mundo de los heterosexuales, donde mantenía con absoluta naturalidad sus amistades y realizaba sus conquistas: jóvenes valores del arte a los que guiaba en el descubrimiento de su verdadera sensibilidad, princesa, que esos celestiales muchachos no siempre asumían a priori. A César le gustaba ejercer a un tiempo de Mecenas y de Sócrates con sus exquisitos hallazgos. Después, tras lunas de miel apropiadas que tenían por escenario Venecia, Marraquech o El Cairo, cada una de aquellas historias evolucionaba de un modo natural y distinto. La ya larga e intensa vida de César se había forjado, eso Julia lo sabía muy bien, en una sucesión de deslumbramientos, decepciones, traiciones y también fidelidades que, en momentos de confidencia, ella había escuchado narrar con una delicadeza perfecta, en aquel tono irónico y algo distante con que el viejo anticuario solía encubrir, por mero pudor personal, la expresión de sus más íntimas nostalgias.
Le sonrió desde lejos. Mi chica favorita, dijeron sus labios al moverse silenciosamente mientras dejaba el vaso encima de la mesa, descruzaba las piernas y se ponía en pie, extendiendo las manos hacia ella.
– ¿Qué tal esa cena, princesa?… Un horror, imagino, porque Sabatini ya no es lo que era… -fruncía los labios con una chispa maledicente en los ojos azules-. Esos ejecutivos y banqueros parvenus con sus tarjetas de crédito y sus cuentas de restaurante a cargo de la empresa acabarán por arruinarlo todo… Por cierto, ¿conoces a Sergio?
Julia conocía a Sergio y captaba, como siempre con los amigos de César, la turbación que sentían en su presencia, incapaces de establecer la verdadera naturaleza de los lazos que unían al anticuario con aquella joven bella y tranquila. Con sólo un vistazo se aseguró de que, al menos esa noche y en el caso de Sergio, la cosa carecía de caracteres graves. El joven parecía sensible e inteligente, y no estaba celoso; ya se habían visto otras veces. La presencia de Julia sólo lo intimidaba.
– Montegrifo pretendía hacerme una oferta.
– Muy atento por su parte -César parecía considerar seriamente la cuestión, mientras se sentaban todos juntos-. Mas permíteme que indague, como el viejo Cicerón, Cui bono… ¿En beneficio de quién?
– En el suyo, por supuesto. En realidad ha querido sobornarme.
– Bravo por Montegrifo. ¿Te has dejado? -tocó la boca de Julia con la punta de los dedos-. No, no me lo digas aún, querida; deja que me relama un poco con esta maravillosa incertidumbre… Espero, al menos, que la oferta fuese razonable.
– No era mala. Él también parecía incluirse en ella.
César se pasó la punta de la lengua por los labios, con expectante malicia.
– Muy típico de él, querer matar dos pájaros de un tiro… Siempre tuvo gran sentido práctico -el anticuario se volvió a medias hacia su rubio acompañante, como si le aconsejara así mantener los oídos a salvo de ciertas inconveniencias mundanas. Después miró a Julia con pícara expectación, casi estremeciéndose de placer anticipado-. ¿Y qué le has dicho?
– Que lo pensaré.
– Eres divina. Nunca hay que quemar las naves… ¿Oyes, querido Sergio? Nunca.
El joven observó de reojo a Julia antes de hundir la nariz en su cóctel de champaña. Sin malicia, Julia lo imaginó desnudo, en la penumbra del dormitorio del anticuario, bello y silencioso como una estatua de mármol, con el pelo rubio caído sobre la frente, enhiesto lo que César, con un eufemismo que ella creía tomado de Cocteau, denominaba el áureo cetro o algo por el estilo, presto a templarlo en el antrum amoris de su maduro oponente, o tal vez fuese al revés, el maduro oponente ocupándose del antrum del joven efebo; Julia nunca había llevado su intimidad con César hasta el punto de pedirle detalles sobre ese tipo de cuestiones sobre las que, sin embargo, sentía a veces una curiosidad moderadamente morbosa. Miró de soslayo a César, pulcrísimo y elegante con su camisa de hilo blanco y el pañuelo de seda azul con pintas rojas, el cabello levemente ondulado tras las orejas y en la nuca, y se preguntó una vez más dónde residía el gancho especial de aquel hombre, capaz, aun quincuagenario, de seducir a jóvenes como Sergio. Sin duda, se dijo, en el brillo irónico de sus ojos azules, en la elegancia de sus gestos depurados por generaciones de fina crianza, en aquella pausada sabiduría, nunca del todo expresa, que se adivinaba en el origen de cada una de sus palabras, sin tomarse del todo en serio a sí misma, hastiada, tolerante e infinita.
– Tienes que ver su último cuadro -estaba diciendo César, y Julia, distraída en sus pensamientos, tardó en darse cuenta de que se refería a Sergio-… Es algo notable, querida -movió una mano cerca del brazo del joven, como si se dispusiera a apoyarla en él, pero sin consumar el gesto-. La luz en estado puro, desbordándose sobre el lienzo. Bellísimo.
Julia sonrió, aceptando el juicio de César como un aval indiscutible. Sergio miraba al anticuario entre conmovido y confuso, entornando los ojos de pestañas rubias como un gato que recibiese una caricia.
– Naturalmente -continuó César- el talento por sí solo no basta para abrirse camino en la vida… ¿Comprendes, jovencito? Las grandes formas artísticas requieren cierto conocimiento del mundo, una experiencia profunda de las relaciones humanas… Otra cosa puede decirse de aquellas actividades abstractas donde el talento es clave y la experiencia sólo un complemento. Me refiero a la música, las matemáticas… El ajedrez.
– El ajedrez -repitió Julia.
Ambos se miraron, y los ojos de Sergio se movieron inquietos del uno al otro, desconcertados y con un punto de celos chispeando como polvo de oro en las pestañas doradas.
– Sí, el ajedrez -César se inclinaba para beber un largo trago de su copa. Sus pupilas habían empequeñecido, absortas en el misterio que evocaban-. ¿Te has fijado en cómo mira Muñoz La partida de ajedrez?
– Sí. Mira diferente.
– Exacto. Diferente de como puedes mirarlo tú. O yo. Muñoz ve en el tablero cosas que los demás no ven.
Sergio, que escuchaba en silencio, frunció el ceño rozando intencionadamente el hombro de César. Parecía sentirse desplazado, y el anticuario lo miró, benévolo.
– Nos referimos a cosas demasiado siniestras para ti, querido -deslizó el dedo índice por los nudillos de Julia, levantó un poco la mano, como dudando entre dos inclinaciones, y terminó por dejarla entre las de la joven-. Mantente en tu inocencia, mi rubio amigo. Desarrolla tu talento y no te compliques la vida. Muá.
Le dedicó el beso a Sergio con un mohín de los labios, justo en el momento en que por el extremo del pasillo hacía su entrada Menchu, toda visón y piernas, escoltada por Max y pidiendo noticias de Montegrifo.
– El muy cerdo -dijo, cuando Julia terminó de contar-. Mañana mismo hablaré con don Manuel. Contraatacamos.
Sergio se retraía, rubio y tímido, ante la verbosidad en que Menchu se embarcó a continuación, pasando de Montegrifo al Van Huys, del Van Huys a diversos lugares comunes, y de ahí a una segunda y una tercera copa que sostuvo ya con menos firmeza. A su lado, Max fumaba en silencio, con aplomo de semental moreno y bien trajeado. Sonriendo distante, César humedecía los labios en ginebra con limón y se los secaba con el pañuelo que extraía del bolsillo superior de su chaqueta. De vez en cuando parpadeaba como si regresara de lejos, e inclinado hacia Julia le acariciaba distraídamente una mano.
– En este negocio -le decía Menchu a Sergio- hay dos clases de gente, cariño: los que pintan y los que cobran… Y rara vez son los mismos -emitía largos suspiros, enternecida por la juventud del muchacho-. Y vosotros, los artistas jóvenes, tan rubios y todo eso, amor -dedicó a César una venenosa mirada de soslayo-. Tan apetitosos.
César se creyó obligado a regresar lentamente de su lejanía.
– No escuches, mi joven amigo, esas voces que emponzoñan tu dorado espíritu -dijo despacio y lúgubre, como si, en vez de un consejo, a Sergio le diera el pésame-. Esa mujer argumenta con lengua de serpiente, como todas -miró a Julia, inclinándose para besarle la mano, y recobró la compostura-. Perdón. Como casi todas.
– Mirad quien habla -Menchu le hizo una mueca-. Ya salió nuestro Sófocles particular. ¿O era Séneca?… Me refiero al que manoseaba jovencitos entre trago y trago de cicuta.
César miró a la galerista, hizo una pausa para retomar el hilo del discurso y recostó la cabeza en el respaldo con los ojos teatralmente cerrados.
– El camino del artista, y te hablo a ti, mi joven Alcibíades, o mejor Patroclo, o tal vez Sergio… El camino es salvar obstáculo tras obstáculo hasta que pueda asomarse al interior de sí mismo… Ardua tarea, si no tiene a mano un Virgilio que lo guíe. ¿Captas la fina parábola, jovencito?… Es así como el artista conoce, por fin, la libre delicia del más dulce gozo. Su vida se convierte en pura creación y ya no necesita de las miserables cosas exteriores. Está lejos, muy lejos, del resto de sus despreciables semejantes. Y el espacio y la madurez anidan en él.
Hubo algunos aplausos socarrones. Sergio los miraba, sonriente y desconcertado. Julia se echó a reír.
– No le hagas caso. Seguro que eso que acaba de decir se lo ha robado a alguien. Siempre fue un tramposo.
César abrió un ojo.
– Soy un Sócrates que se aburre. Y rechazo con indignación que me acuses de plagiar citas ajenas.
– En el fondo es muy gracioso, de verdad -Menchu le hablaba a Max, que había escuchado todo aquello con el ceño fruncido, mientras le cogía un cigarrillo-. Dame fuego, anda. Condottiero mío.
El epíteto afiló la malicia de César.
– Cave canem, fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según las referencias históricas, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotrieros como de aquellos a quienes sirven -miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burckhardt -aclaró.
– Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno… ¿O son laureles?
– Acanto -dijo Julia, riéndose.
César le dirigió una mirada compungida.
– Et te, Bruta?… -se volvió a Sergio-. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? -después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo-. No sé que tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos… En el fondo -añadió tras meditarlo un instante- todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador… Ni tú tampoco, Menchu, mona… Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo “condottiero feroce”, seas aquí el único que realmente crea algo… -hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual-. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter Van Huys… Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, sino Kasparov, y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López… Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro… Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?… Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta -soltó una breve carcajada sin humor y los miró uno a uno-… En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas -levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular-. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue… ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús?
Eran las dos de la madrugada cuando Julia regresó a su casa. César y Sergio la habían acompañado hasta el portal e insistieron en subir los tres pisos, pero ella no lo permitió, despidiéndose con un beso de cada uno antes de ascender por la escalera. Lo hizo despacio y mirando a su alrededor con inquietud. Y cuando sacó las llaves del bolso, la tranquilizó rozar con los dedos el metal frío de la pistola.
A pesar de todo, mientras hacía girar la llave en la cerradura, se sorprendió de estarlo tomando con tanta calma. Sentía un miedo neto, preciso, para cuya valoración no necesitaba talento abstracto, como habría dicho César parodiando a Muñoz. Pero ese miedo no implicaba tormento envilecedor, ni deseo de fuga. Por el contrario, quedaba filtrado por una intensa curiosidad en la que había mucho de alarde personal, de desafío. Incluso de juego, peligroso y excitante. Como cuando mataba piratas en el País de Nunca Jamás.
Matar piratas. Estaba familiarizada con la muerte desde muy joven. El primer recuerdo de infancia era su padre, con los ojos cerrados, inmóvil sobre la colcha en el dormitorio, rodeado de personas oscuras y graves que hablaban en voz baja, como si temiesen despertarlo. Julia tenía seis años, y aquel espectáculo incomprensible y solemne quedó para siempre vinculado a la imagen de su madre, a la que ni siquiera entonces vio derramar lágrimas, enlutada y más inaccesible que nunca; a su mano seca e imperiosa cuando la obligó a dar un último beso en la frente del difunto. Fue César, un César al que ella recordaba más joven, quien la cogió después en brazos para alejarla de la ceremonia. Sentada en sus rodillas, Julia miró la puerta cerrada tras la que varios empleados de pompas fúnebres preparaban el ataúd.
»-No parece él, César -había dicho, conteniendo un puchero. No hay que llorar jamás, solía decir su madre. Era la única lección que recordaba haber aprendido de ella-. Papá no parece el mismo.
»-No, ya no es él -fue la respuesta-. Tu papá se ha ido a otra parte.
»-¿A dónde?
»-Da igual a dónde, princesa… Ya no volverá.
»-¿Nunca?
»-Nunca.
Julia había fruncido el ceño infantil, pensativa.
»-No quiero besarlo más… Tiene la piel fría.
La miró un rato en silencio, antes de estrecharla con fuerza. Julia recordaba la sensación cálida que experimentó entre aquellos brazos, el aroma suave de su piel y su ropa.
»-Cuando quieras, puedes venir y besarme a mí.»
Julia nunca supo exactamente en qué momento descubrió que él era homosexual. Tal vez se fue dando cuenta poco a poco, merced a pequeños detalles, a intuiciones. Un día, recién cumplidos doce años, entró en la tienda de antigüedades al salir del colegio y vio cómo César le tocaba la mejilla a un joven. Sólo eso; un breve roce con la punta de los dedos, y después nada. El joven pasó ante Julia, le dirigió una sonrisa y se fue. César, que encendía un cigarrillo, la miró largamente antes de ponerse a darle cuerda a los relojes.
Unos días después, mientras jugaba con las figuritas de Bustelli, Julia formuló la pregunta:
»-César… ¿A ti te gustan las chicas?
El anticuario revisaba sus libros, sentado frente al escritorio. Al principio pareció no haber oído. Sólo tras unos instantes levantó la cabeza y sus ojos azules se posaron tranquilamente en los de Julia.
»-La única chica que me gusta eres tú, princesita.
»-¿Y las otras?
»-Qué otras?»
Ninguno de los dos dijo nada más. Pero aquella noche, al dormirse, Julia pensaba en las palabras de César y se sentía feliz. Nadie iba a quitárselo; no había peligro. Y nunca se iría lejos, al lugar de donde no se vuelve, como su padre.
Después vinieron otros tiempos. Largos relatos entre la luz dorada de la tienda de antigüedades; la juventud de César, París y Roma mezclados con historia, arte, libros y aventuras. Y los mitos compartidos. La Isla del tesoro leída capítulo a capítulo entre viejos arcones y panoplias oxidadas. Los pobres piratas sentimentales que, en las noches de luna del Caribe, sentían conmoverse los corazones de piedra al pensar en sus ancianas madres. Porque también los piratas tenían madre; incluso canallas refinados como Jaime Garfio, a quien se le conocía la calidad en los desmanes, y que cada fin de mes enviaba unos doblones de oro español para aliviar la vejez de la autora de sus días. Y entre historia e historia, César sacaba un par de viejos sables de un baúl y le enseñaba la esgrima de los filibusteros: en guardia y atrás, no es lo mismo tajar que degollar, y un gancho de abordaje se lanza exactamente así. También sacaba el sextante para que se orientase por las estrellas. Y el estilete de mango de plata, labrado por Benvenuto Cellini, que además de ser orfebre mató al condestable de Borbón de un tiro de arcabuz, cuando el saco de Roma. Y la terrible daga de misericordia, larga y siniestra, que el paje del Príncipe Negro hundía a través de la celada de los caballeros franceses derribados en Crecy…
Pasaron los años, y fue el personaje de Julia el que empezó a tomar vida. Y le llegó a César el turno de callar mientras escuchaba sus confidencias. El primer amor, a los catorce. El primer amante, a los diecisiete. En esos casos, el anticuario escuchaba en silencio, sin opinar. Sólo cada vez, al final, una sonrisa.
Julia habría dado cualquier cosa por tener esta noche, ante sí, aquella sonrisa: la que le infundía valor y al mismo tiempo restaba importancia a los acontecimientos, dándoles su dimensión exacta en el girar del mundo y en el discurrir inevitable de la vida. Pero César no estaba, y tendría que apañárselas sola. Como el anticuario solía comentar, no siempre resulta posible escoger nuestra compañía, o nuestro destino.
Se entretuvo en preparar vodka con hielo y fue ella quien sonrió, a oscuras, frente al Van Huys. También, justo era reconocerlo, tenía la impresión de que si ocurría algo malo, eso iba a sucederle a los demás. Nunca le pasaba nada a la protagonista, recordó mientras bebía y el hielo tintineaba contra sus dientes. Sólo morían los otros, los personajes secundarios, como Álvaro. Ella, eso lo recordaba bien, había vivido ya cien aventuras parecidas, y siempre salió con la piel intacta, voto a Dios. O… ¿cómo era aquello? Voto al Chápiro Verde.
Se miró en el espejo veneciano, apenas una sombra entre las sombras, la mancha levemente pálida de su rostro, un perfil difuminado, unos ojos grandes y oscuros, Alicia asomaba al otro lado del espejo. Y se miró en el Van Huys, en el espejo pintado que reflejaba otro espejo, el veneciano, reflejo de un reflejo de un reflejo. Y volvió a sentir el vértigo que ya había sentido antes, y pensó que a aquellas horas de la noche los espejos y los cuadros y los tableros de ajedrez jugaban malas pasadas a la imaginación. O tal vez sólo era que el tiempo y el espacio se tornaban, después de todo, conceptos despreciables de puro relativos. Y bebió de nuevo, y el hielo volvió a tintinear contra sus dientes, y sintió que si alargaba la mano podía dejar el vaso sobre la mesa cubierta por el tapete verde, justo sobre la inscripción oculta, entre la mano inmóvil de Roger de Arras y el tablero.
Se acercó más al cuadro. Junto a la ventana ojival, con la mirada baja, absorta en el libro que tenía en el regazo, Beatriz de Ostenburgo le recordaba a Julia las vírgenes flamencas de los primitivos maestros de Flandes: cabello rubio peinado hacia atrás muy tirante, recogido bajo la cofia de tocas casi transparentes. Piel blanca. Solemne y lejana con aquel vestido negro tan distinto a los habituales mantos de lana carmesí, la tela de Flandes, más preciosa que la seda y el brocado. Negro -eso Julia lo comprendía ya con toda claridad- de simbólico luto. Negro de viuda con el que Pieter Van Huys, el genial aficionado a los símbolos y las paradojas, la había vestido no por el esposo, sino por el amante asesinado.
El óvalo de su rostro era delicado, perfecto, y el parecido con las vírgenes renacentistas quedaba subrayado en cada matiz, en cada detalle. No una virgen a la manera de las italianas consagradas por Giotto, amas y nodrizas, incluso amantes, o de las francesas, madres y reinas. Virgen burguesa, esposa de maestros síndicos o de nobles propietarios de onduladas llanuras con castillos, caseríos, cursos de agua y campanarios como el que despuntaba en el paisaje, al otro lado de la ventana. Algo fatua, impasible, serena y fría, encarnación de aquella belleza nórdica a la maniera ponentina que tanto éxito tuvo en los países del sur, España e Italia. Y los ojos azules, o que se adivinaban tales, con su mirada ajena al espectador, en apariencia sólo atenta al libro, y que, sin embargo, se desvelaba penetrante como la de todas las mujeres flamencas retratadas por Van Huys, Van der Weyden, Van Eyck. Ojos enigmáticos que no llegaban a descubrir lo que miraban o deseaban mirar, lo que pensaban. Lo que sentían.
Encendió otro cigarrillo. El sabor a tabaco y el vodka se mezclaron ásperos en su boca. Apartó el cabello de la frente y después, acercando los dedos a la superficie del cuadro, acarició la línea de los labios de Roger de Arras. En la claridad dorada que rodeaba como un aura al caballero, su gorjal de acero relucía con un tenue destello casi mate, de metal muy pulido. Con la mano derecha, tenuemente velada por aquel resplandor suave, bajo el mentón apoyado en el pulgar, fija la mirada en el tablero que simbolizaba su vida y su muerte, Roger de Arras inclinaba el perfil de medalla antigua, ajeno en apariencia a la mujer que leía a su espalda. Pero quizá su pensamiento volaba lejos del ajedrez, hacia aquella Beatriz de Borgoña a la que no miraba por orgullo, prudencia o quizá sólo por respeto a su señor. En ese caso, tan sólo sus pensamientos eran libres para consagrarse a ella, del mismo modo que, en aquel instante, los de la dama eran, tal vez, ajenos también a las páginas del libro que tenía en las manos, y sus ojos se recreaban, sin necesidad de mirar en su dirección, en la ancha espalda del caballero, en su gesto elegante y tranquilo; quizás en el recuerdo de sus manos y su piel, o sólo en el eco del contenido silencio, de la mirada melancólica e impotente que suscitaba en sus ojos enamorados.
El espejo veneciano y el espejo pintado enmarcaban a Julia en un espacio irreal, difuminando los límites entre uno y otro lado de la superficie del cuadro. La luz dorada la envolvió también a ella cuando, muy despacio, casi apoyándose con una mano sobre el tapete verde de la mesa pintada, con sumo cuidado para no derribar las piezas de ajedrez dispuestas sobre el tablero, se inclinó hacia Roger de Arras y lo besó suavemente en la comisura fría de los labios. Y al volverse, vio el brillo del Toisón de Oro sobre el terciopelo carmesí del jubón del otro jugador, Fernando Altenhoffen, duque de Ostenburgo, cuyos ojos la miraban fijamente, oscuros e insondables.
Cuando el reloj de pared dio tres campanadas, el cenicero estaba lleno de colillas; la taza y la cafetera casi vacías, entre libros y documentos. Julia se echó hacia atrás en la silla y miró el techo intentando ordenar sus ideas. Tenía encendidas todas las luces de la habitación para alejar los fantasmas que la cercaban, y los límites de la realidad retornaban lentamente, encajando poco a poco, de nuevo, en el tiempo y en el espacio.
Había, concluyó por fin, otras formas mucho más prácticas de plantear la cuestión. Otro punto de vista, sin duda el apropiado, si Julia consideraba que, más que una Alicia, podía considerarse una Wendy ya crecidita. Para enfocar así las cosas, bastaba con cerrar los ojos y abrirlos de nuevo, mirar el Van Huys como se mira un simple cuadro pintado cinco siglos antes y coger lápiz y papel. Así lo hizo, apurando el resto del café frío. A aquellas horas, pensó, sin pizca de sueño y con más miedo a deslizarse por la pendiente de lo irracional que a otra cosa, ordenar sus ideas a la luz de los últimos acontecimientos no era ninguna estupidez. No lo era en absoluto. Así que se puso a escribir:
I. Cuadro fechado en 1475. Partida de ajedrez. Misterio. ¿Qué ocurrió realmente entre Fernando Altenhoffen, Beatriz de Borgoña y Roger de Arras? ¿Quién ordena la muerte del caballero? ¿Qué tiene que ver el ajedrez con todo ello? ¿Por qué pintó Van Huys el cuadro? ¿Por qué después de pintar el Quis necavit equitem Van Huys lo borra? ¿Tiene miedo de que también lo asesinen a él?
II. Le cuento el descubrimiento a Menchu. Acudo a Álvaro. Él ya está al corriente; alguien le ha hecho una consulta. ¿Quién?
III. Álvaro aparece muerto. ¿Muerto o asesinado? Evidente relación con el cuadro, o tal vez con mi visita y mi investigación. ¿Hay algo que alguien no quiere que se sepa? ¿Había averiguado Álvaro algo importante que yo ignoro?
IV. Una persona desconocida (quizás asesino o asesina), me envía documentación reunida por Álvaro. ¿Qué sabe Álvaro que otros consideran peligroso? ¿Qué es lo que a ese otro (otros) le conviene que yo sepa y qué es lo que no le conviene?
V. Una mujer rubia lleva el sobre a Urbexpress. ¿Relación con la muerte de Álvaro o simple intermediaria?
VI. Muere Álvaro y no yo (de momento) aunque ambos estamos investigando el tema. Incluso parecen querer facilitarme el trabajo, o bien orientarlo hacia algo que desconozco. ¿Interesa el cuadro por su valor económico? ¿Interesa mi trabajo de restauración? ¿interesa la inscripción? ¿interesa el problema de la partida? ¿Interesa que se conozcan o que se ignoren determinados datos históricos? ¿Qué puede relacionar a alguien del siglo XX con un drama ocurrido en el siglo XV?
VII. Pregunta fundamental (por ahora): ¿Se vería un posible asesino beneficiado por un aumento de la cotización del cuadro en la subasta? ¿Hay algo más en esa pintura que no he descubierto?
VIII. Posibilidad de que la cuestión no resida en el valor del cuadro sino en el misterio de la partida pintada. Trabajo de Muñoz. Problema de ajedrez. ¿Cómo puede eso causar una muerte cinco siglos después? No sólo es ridículo, es estúpido. (Creo).
IX. ¿Corro peligro? Tal vez esperan que yo descubra algo más, que trabaje para ellos sin yo saberlo. Quizá sigo viva porque me necesitan todavía.
Recordó algo que oyó decir a Muñoz la primera vez, ante el Van Huys, y se puso a reconstruirlo sobre el papel. El ajedrecista había hablado de diversos niveles en el cuadro. La explicación de uno de ellos podía llevar a la comprensión del conjunto:
Nivel 1. El escenario dentro del cuadro. Suelo en forma de tablero de ajedrez que contiene a los personajes.
Nivel 2. Personajes del cuadro: Fernando, Beatriz, Roger.
Nivel 3. Tablero de ajedrez en el que dos personajes juegan la partida.
Nivel 4. Piezas que simbolizan a los tres personajes.
Nivel 5. Espejo pintado que refleja la partida y los personajes, invertidos.
Estudió el resultado, trazando líneas entre un nivel y otro, pero sólo consiguió establecer inquietantes correspondencias. El quinto nivel contenía los cuatro anteriores, el primero se correspondía con el tercero, el segundo con el cuarto… Un extraño círculo que se cerraba sobre sí mismo:
En realidad, se dijo mientras estudiaba el curioso diagrama, aquello parecía una solemne pérdida de tiempo. Establecer todas esas correspondencias no demostraba más que el retorcido ingenio del pintor que concibió el cuadro. La muerte de Álvaro jamás podría esclarecerse así; había resbalado en la bañera, o lo habían hecho resbalar, quinientos años después de pintarse La partida de ajedrez. Fuera cual fuere el resultado de todas las flechas y recuadros, ni Álvaro ni ella misma podían estar contenidos en el Van Huys, cuyo autor nunca pudo prever su existencia… ¿O sí lo hizo?… Una inquietante pregunta empezó a rondarle la cabeza. Ante un conjunto de símbolos, como lo era aquella pintura, ¿correspondía al espectador atribuirle significados, o esos significados ya estaban allí dentro, desde su creación?
Aún trazaba flechas y subrayaba recuadros cuando repicó el teléfono. Alzó la cabeza, sobresaltada, mirando el aparato sobre la alfombra sin decidirse a descolgarlo. ¿Quién podía llamar a las tres y media de la madrugada? Ninguna de las posibles respuestas la tranquilizaba, y el aparato aún sonó otras cuatro veces antes de que se moviera. Fue hasta él despacio, aún titubeante, y de pronto pensó que si los timbrazos se interrumpían antes de que averiguase quién llamaba, sería mucho peor. Imaginó el resto de la noche encogida en el sofá, mirando atemorizada el aparato mientras esperaba que sonara de nuevo… Ni hablar. Se lanzó sobre el teléfono, casi con rabia.
– ¿Diga?
El suspiro de alivio que escapó de su garganta tuvo que ser audible incluso para Muñoz, que interrumpió sus explicaciones para preguntar si se encontraba bien. Lamentaba mucho telefonear a aquellas horas, pero creyó que valía la pena despertarla. Él mismo estaba algo excitado, por eso se tomaba la libertad. ¿Cómo? Sí, exactamente. Hacía sólo cinco minutos que el problema… ¿Oiga?… ¿Estaba aún ahí? Le decía que ya era posible saber, con toda certeza, qué pieza se comió al caballo blanco.