«-Si lo he descubierto, es porque lo buscaba.
– ¿Cómo?… ¿Acaso esperaba usted encontrarlo?
– Creí que no era improbable.»
A. Conan Doyle
La luz de la escalera estaba estropeada y subieron los peldaños a oscuras. Muñoz iba delante, guiándose con la mano a lo largo de la barandilla, y al llegar al rellano se quedaron los dos en silencio, escuchando. Al otro lado de la puerta no oían ruido alguno, pero una línea de luz se dibujaba en el umbral, a ras del suelo. Julia no pudo ver las facciones de su acompañante en la oscuridad, pero supo que Muñoz la miraba.
– Ya no podemos volver atrás -dijo, respondiendo a la pregunta no formulada, y como única respuesta oyó la tranquila respiración del ajedrecista. Entonces buscó a tientas el timbre, pulsándolo una vez. En el interior, el sonido se desvaneció como un eco lejano, al extremo del largo pasillo.
Tardaron un poco en oír los pasos que se acercaban despacio. El ruido se detuvo un momento y continuó después, más lento y próximo, hasta detenerse por completo. La cerradura giró de forma interminable, abriéndose por fin la puerta para proyectar sobre ellos un rectángulo de claridad que los deslumbró un instante. Entonces Julia miró la silueta familiar que se recortaba en el suave contraluz, mientras pensaba que realmente no quería aquella victoria.
Se apartó para dejarlos pasar. No parecía incómodo por la inesperada visita; sólo mostraba un ápice de educada sorpresa, cuyo único indicio visible era la sonrisa de desconcierto que Julia percibió en sus labios cuando cerraba la puerta tras ellos. En el perchero, un pesado mueble eduardiano de nogal y bronce, aún goteaban una gabardina, un sombrero y un paraguas.
Los condujo hasta el salón, a través de un largo corredor de alto techo bellamente artesonado, cuyas paredes contenían una pequeña galería de pintura paisajista sevillana del siglo XIX. Mientras los precedía entre los cuadros, volviéndose de vez en cuando hacia ellos con gesto de atento anfitrión, Julia buscó en él, en vano, algún rasgo que delatase al otro personaje que ahora sabía oculto en alguna parte, como un fantasma que flotase entre ambos y cuya presencia, ocurriera lo que ocurriese en adelante, ya nunca sería posible ignorar. Y sin embargo, a pesar de todo, aunque la luz de la razón iba penetrando hasta en los más recónditos rincones de su duda, aunque los hechos se ajustaban ya como piezas de contornos limpiamente burilados, perfilando sobre las imágenes de La partida de ajedrez el trazo, en luces y sombras, de la otra tragedia, o las diferentes tragedias, que venían a superponerse a la simbolizada en la tabla flamenca… A pesar de todo eso, y de la aguda conciencia de dolor que, poco a poco, desplazaba en sus sentimientos al estupor inicial, Julia era aún incapaz de odiar al hombre que la precedía por el pasillo, vuelto a medias hacia ella con solícita cortesía, elegante hasta en la intimidad, con la bata de seda azul sobre los bien cortados pantalones y un pañuelo anudado bajo el cuello entreabierto de la camisa; el cabello ligeramente ondulado en la nuca y las sienes, enarcadas las cejas con la displicencia de viejo dandy que, ante Julia, siempre se veía dulcificada, como en aquel momento, por la sonrisa tierna, de suave tristeza, que el anticuario esbozaba en la comisura de sus labios finos y pálidos.
Ninguno de los tres dijo nada hasta que llegaron al salón, una amplia estancia que, bajo un techo alto decorado con escenas clásicas -la favorita de Julia siempre había sido, hasta esa noche, un Héctor de reluciente casco despidiéndose de Andrómaca y de su hijo-, encerraba, entre paredes cubiertas con tapices y pinturas, las más preciadas posesiones del anticuario: aquellas que a lo largo de su vida había ido escogiendo para sí, negándose siempre a ponerlas en venta fuera cual fuese el precio ofrecido por ellas. Julia las conocía tan bien como si fueran suyas, mucho más familiares, incluso, que las que recordaba de casa de sus padres o las que tenía en su propio hogar: el sofá Imperio tapizado en seda sobre el que Muñoz, endurecido el rostro por una pétrea gravedad, con las manos en los bolsillos de la gabardina, no se decidía ahora a sentarse a pesar de que César se lo sugería con un gesto de la mano; el bronce del maestro de esgrima firmado por Steiner, con su espadachín erguido y apuesto, alta la orgullosa barbilla, dominando la estancia desde su pedestal sobre una mesa-escritorio holandesa de finales del XVIII, en cuyo tablero César tenía la costumbre de despachar el correo desde que Julia guardaba memoria; la vitrina rinconera Jorge IV, conteniendo una bella colección de plata punzonada que el anticuario bruñía personalmente una vez al mes; los cuadros principales, los ungidos de Dios, sus favoritos: una Joven dama atribuida a Lorenzo Lotto, una bellísima Anunciación, de Juan de Soreda, un nervudo Marte, de Luca Giordano, un melancólico Atardecer, de Thomas Gainsborough… Y la colección de porcelana inglesa, y alfombras y más tapices, y abanicos; piezas cuya historia César había individualizado cuidadosamente, agotando hasta la perfección estilos, procedencias, genealogías, en una colección privada tan personal y ligada a sus gustos estéticos y talante que él mismo parecía proyectado en la esencia de todos y cada uno de aquellos objetos. Sólo faltaba el pequeño trío de porcelana de la Commedia dell’arte: la Lucinda, el Octavio y el Scaramouche de Bustelli, que se encontraban en la tienda, en la planta baja del edificio, en su urna de cristal.
Muñoz se había quedado en pie, aparentando una taciturna calma exterior, aunque algo en él, tal vez la forma de asentar los pies sobre la alfombra, o los codos separados del cuerpo sobre las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, indicaba que se mantenía alerta, dispuesto a hacer frente a lo inesperado. Por su parte, César lo miraba con un interés desapasionado y cortés, y sólo de vez en cuando volvía un momento sus ojos a Julia, como si ella estuviera en su propia casa y fuese Muñoz, a fin de cuentas el único extraño allí, quien debía explicar el motivo por el que se presentaba a tan avanzada hora de la noche. Julia, que conocía a César tan bien como a ella misma -rectificó en el acto, mentalmente: hasta esa noche había creído conocerlo tan bien como a ella misma- supo que el anticuario había comprendido, apenas abrió la puerta, que la visita aparejaba algo más que un simple recurso al tercer camarada de aventura. Bajo su amistosa indulgencia, en la forma en que sonreía y, más directamente aún, en la inocente expresión de sus limpios ojos azules, la joven reconoció una cauta expectación, curiosa y un punto divertida; la misma con que, sosteniéndola sobre sus rodillas, muchos años atrás, aguardaba a que Julia pronunciase palabras que eran mágicas, respuestas a los acertijos infantiles que a ella tanto le gustaba que el anticuario planteara: Oro parece, plata no es… O: Anda primero a cuatro patas, luego a dos y por fin a tres… Y el más bello de todos: El enamorado distinguido sabe el nombre de la dama y el color de su vestido…
Y sin embargo, César seguía mirando a Muñoz. En aquella extraña noche, a la luz tamizada de la lámpara inglesa que, reproduciendo una prensa de libros bajo su pantalla de pergamino, daba escorzos y sombras a los objetos que los circundaban, los ojos del anticuario se ocupaban poco de la joven. No porque rehuyesen su mirada, pues cuando se encontraba con ella la sostenía, aunque brevemente, de forma franca y directa, como si entre ellos no hubiera secretos. Parecía que, apenas Muñoz dijese lo que tenía que decir y se marchara, todo cuanto fuese a quedar entre ambos, entre César y Julia, tuviera ya adjudicada una respuesta precisa, convincente, lógica, definitiva. Quizá la gran respuesta a todas las preguntas que ella había formulado a lo largo de su vida. Pero era demasiado tarde, y por primera vez Julia no sentía deseos de escuchar. Su curiosidad había quedado satisfecha frente al Triunfo de la Muerte , de Brueghel el Viejo. Y ya no necesitaba a nadie; ni siquiera lo necesitaba a él. Todo eso había ocurrido antes de que Muñoz abriera el viejo tomo de ajedrez y señalase una de las fotografías; así que nada tenía que ver con su presencia aquella noche en casa de César. La movía una curiosidad estrictamente formal. Estética, como habría dicho el propio César. Su deber era hallarse presente, a un tiempo protagonista y coro, actor y público de la más fascinante tragedia clásica -todos estaban allí: Edipo, Orestes, Medea y los demás viejos amigos- que nunca nadie había creado ante sus ojos. Al fin y al cabo, la representación era en su honor.
Aquello era irreal. Lo era tanto que Julia, encendiendo un cigarrillo, se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas, con un brazo sobre el respaldo. Tenía frente a sí a los dos hombres, ambos de pie, componiendo una escena de proporciones similares a las del cuadro desaparecido. Muñoz a la izquierda, pisando el filo de una antiquísima alfombra pakistaní cuyo añejo decolorado no hacía sino acentuar su belleza rojiza y ocre. El jugador de ajedrez -ahora ambos lo son, meditó la joven con retorcida satisfacción- no se había quitado la gabardina y miraba al anticuario ladeando un poco la cabeza, con aquel aspecto holmesiano que le confería un aura de peculiar dignidad, en la que tan relevante papel jugaba la expresión de sus ojos cansados y absortos en la contemplación física del adversario. Pero Muñoz no miraba a César con la suficiencia del vencedor. Tampoco había animadversión en su gesto; ni siquiera un recelo que cualquiera hubiese justificado, dadas las circunstancias. Había, eso sí, tensión en su mirada y en la forma en que se le marcaban los músculos de la huesuda mandíbula, pero aquello tenía que ver, a juicio de Julia, con la forma en que el ajedrecista estudiaba la “apariencia real” del enemigo tras haber trabajado tanto tiempo contra su “apariencia ideal”. Sin duda repasaba viejos errores, reconstruía jugadas, adjudicaba intenciones. Era el gesto obstinado y ausente de alguien a quien, tras haber concluido una partida a base de brillantes maniobras, lo que realmente le preocupase fuera averiguar cómo diablos su adversario pudo escamotearle un oscuro peón de alguna irrelevante y olvidada casilla.
César estaba a la derecha, y con su cabello plateado y el batín de seda parecía uno de los personajes elegantes de las comedias de primeros de siglo: tranquilo y distinguido, seguro de sí mismo, consciente de que la alfombra que pisaba su interlocutor tenía doscientos años y era suya. Julia vio cómo metía una mano en el bolsillo, sacaba el paquete de cigarrillos de filtro dorado e introducía uno en la boquilla de marfil. La escena era demasiado extraordinaria como para no fijarla bien en su memoria: el decorado de antigüedades de tonos oscuros y amortiguados reflejos, el techo cubierto de esbeltas figuras clásicas, el viejo dandy de elegante y equívoco aspecto, y el desastrado hombre flaco de la gabardina arrugada, frente a frente, contemplándose en silencio, como en espera de que alguien, posiblemente el apuntador oculto en alguno de los muebles de época, diese el pie de entrada para iniciar el último acto. Julia había previsto, desde que descubrió un aire familiar en el rostro del joven que miraba a la cámara del fotógrafo con toda la gravedad de sus quince o dieciséis años, que aquella parte de la representación iba a ser más o menos así. Era como esa curiosa sensación a la que llamaban déjà vu. Conocía ya aquel final, en el que sólo faltaba un mayordomo de chaleco rayado anunciando la cena para que todo rebasara el límite de lo grotesco. Miró a sus dos personajes favoritos y se llevó el cigarrillo a los labios, intentando recordar. Era cómodo el sofá de César, pensó entretanto, perezosamente voluble; ningún anfiteatro le habría ofrecido localidad más idónea. Sí. El recuerdo vino otra vez con facilidad, y resultó ser un recuerdo reciente. Ella le había echado ya un vistazo a aquel guión. Había sido sólo unas horas antes, en la Sala Doce del Museo del Prado. El cuadro de Brueghel, aquel batir de timbales como fondo al soplo arrasador de lo irremediable, barriendo a su paso hasta la última brizna de hierba sobre la tierra, convertido todo en una sola, única, gigantesca pirueta final, en la sonora carcajada de algún dios borracho que rumiaba su olímpica resaca tras las colinas ennegrecidas, las ruinas humeantes y el resplandor de los incendios. Pieter Van Huys, el otro flamenco, el viejo maestro de la corte de Ostenburgo, lo había explicado también, a su manera, quizá con más delicadeza y matices, más hermético y sinuoso que el brutal Brueghel, pero con idéntica intención; a fin de cuentas, todos los cuadros eran cuadros de un mismo cuadro, como todos los espejos eran reflejos de un mismo reflejo, como todas las muertes eran muertes de la misma Muerte:
«Todo es un tablero de ajedrez de noches y días donde el Destino juega con los hombres como piezas.»
Murmuró la cita sin pronunciar las palabras, mirando a César y a Muñoz. Todo estaba en orden, así que se podía comenzar. Oíd, oíd, oíd. La luz amarillenta de la lámpara inglesa creaba un cono de claridad que envolvía a los dos personajes. El anticuario inclinó un poco la cabeza y encendió el cigarrillo mientras Julia se suspendía el suyo de los labios. Como si aquella hubiera sido la señal para iniciar el diálogo, Muñoz asintió lentamente, aunque nadie había pronunciado todavía una palabra. Después dijo:
– Espero, César, que tenga a mano un tablero de ajedrez.
No era brillante, reconoció la joven. Ni siquiera lo apropiado. Un guionista imaginativo habría sabido encontrar, sin duda, algo mejor que poner en boca de Muñoz; pero, se dijo con desconsuelo, el autor de la tragicomedia era, a fin de cuentas, tan mediocre como el mundo que él mismo había creado. No podía exigirse que una farsa superase el talento, la estupidez o la perversidad de su propio autor.
– No creo necesario un tablero -respondió César, y aquello mejoró el diálogo. No por las palabras, que tampoco eran extraordinarias, sino por el tono, que resultó idóneo, en especial cierto matiz de hastío que el anticuario supo imprimir en la frase; algo muy propio de él, como si todo aquello lo observara sentado en una silla de jardín, de esas de hierro pintadas de blanco, con un martini muy seco en la mano y mirando la cosa, podría decirse, en lontananza. César era tan refinado en sus poses decadentes como podía serlo en su homosexualidad o en su perversidad, y Julia, que también lo había amado por eso, supo apreciar en lo que valía aquella actitud rigurosa y exacta, tan perfecta en sus matices que la hizo recostarse, admirada, en el sofá, mientras observaba al anticuario a través de las espirales de humo del cigarrillo. Porque lo más fascinante era que aquel hombre la había estado engañando durante veinte años. Sin embargo, en estricta justicia, el responsable final del engaño no era él, sino ella misma. Nada en César había cambiado: hubiera tenido o no conciencia Julia, siempre fue -tuvo que serlo a la fuerza- él mismo. Ahora estaba allí de pie, fumando con sangre fría y -lo supo con absoluta certeza- en ausencia total del remordimiento o inquietud por lo que había hecho. Figuraba -posaba- en lo formal tan distinguido y correcto como cuando Julia oía de sus labios bellas historias de amantes o guerreros. De un momento a otro podía perfectamente referirse a Long John Silver, Wendy, Lagardére o Sir Kenneth el del Leopardo, y la joven no se hubiera sorprendido lo más mínimo. Y sin embargo, era él quien puso a Álvaro bajo la ducha, quien le había metido a Menchu una botella de ginebra entre las piernas… Julia aspiró despacio el humo del cigarrillo y entornó los ojos, saboreando su propia amargura. Si él es el mismo -se dijo-, y resulta evidente que lo es, la que ha cambiado soy yo. Por eso lo veo de otra forma esta noche, con ojos distintos: veo un canalla, un farsante y un asesino. Y sin embargo sigo aquí, fascinada, pendiente una vez más de sus palabras. Dentro de unos segundos, en lugar de una aventura en el Caribe, va a contarme que todo lo ha hecho por mí, o algo por el estilo. Y yo lo escucharé, como siempre, porque además esto supera cualquier otra historia de César. La desborda en imaginación y horror.
Retiró el brazo del respaldo del sofá, inclinándose hacia adelante, entreabiertos los labios en atenta concentración sobre lo que ante sus ojos se desarrollaba, dispuesta a no perderse el menor detalle de la escena. Y aquel movimiento suyo pareció la señal para reanudar el diálogo. Muñoz, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza ladeada, miraba a César.
– Acláreme una duda -dijo-. Después de que el alfil negro se come al peón blanco en A6, las blancas deciden mover su rey de D4 a E5, descubriendo el jaque de la dama blanca al rey negro… ¿Qué deben jugar las negras?
Los ojos del anticuario se animaron con un brillo divertido; parecía que sonriesen, independientes del imperturbable resto de sus facciones.
– No lo sé -repuso, al cabo de un instante-. Usted es el maestro, querido. Usted sabrá.
Muñoz hizo uno de sus gestos vagos, como si se quitase de encima el título magistral que César acababa de darle por primera vez.
– Insisto -pronunció despacio, arrastrando las palabras- en conocer su autorizada opinión.
Los labios del anticuario se contagiaron de la sonrisa que hasta aquel momento parecía limitarse a sus ojos.
– En ese caso, yo protegería el rey negro colocando el alfil en C4… -miró al jugador con solicitud cortés-. ¿Le parece apropiado?
– Me como ese alfil -afirmó Muñoz, casi con grosería-. Con mi alfil blanco de D3. Y después usted me da jaque con el caballo en D7.
– Yo no le doy nada, amigo mío -el anticuario sostenía su mirada, imperturbable-. No sé de qué me habla. Y tampoco son horas para plantear charadas.
Muñoz arrugó el ceño con aire testarudo.
– Usted me da jaque en D7 -insistió-. Déjese de historias y preste atención al tablero.
– ¿Por qué había de hacerlo?
– Porque le van quedando pocas salidas… Yo eludo ese jaque llevando el rey blanco a D6.
Suspiró César al oír aquello, y los ojos azules, que con la escasa luz de la habitación parecían en aquel momento extraordinariamente claros, casi desprovistos de color, se posaron sobre Julia. Después, tras colocarse la boquilla entre los dientes, movió la cabeza hacia abajo dos veces, con una suave mueca de pesadumbre.
– Entonces, sintiéndolo mucho -dijo, y parecía de verdad contrariado- yo habría tenido que comerme el segundo caballo blanco, el que está en B1 -miró a su interlocutor con gesto contrito-. ¿No cree que es una lástima?
– Sí. Especialmente desde el punto de vista del caballo… -Muñoz se mordió el labio inferior, inquisitivo-. ¿Y se lo comería con la torre o con la dama?
– Con la dama, naturalmente -César parecía ofendido-. Hay ciertas reglas… -dejó la frase en suspenso con un gesto de la mano derecha. Una mano pálida y fina, en cuyo dorso se transparentaban los azulados surcos de las venas, y que ahora Julia sabía, también, muy capaz de matar con idéntica naturalidad; tal vez iniciando el movimiento letal con el mismo gesto elegante que, en ese momento, el anticuario trazaba en el aire.
Entonces, por primera vez desde que llegaron a casa de César, Muñoz dejó flotar en sus labios aquella sonrisa que nunca significaba nada, imprecisa y lejana, más relacionada con sus extrañas reflexiones matemáticas que con la realidad que lo circundaba.
– Yo en su lugar habría jugado dama a C2, pero eso ahora ya no tiene importancia… -dijo en voz baja-. Lo que me gustaría saber es cómo pensaba matarme.
– No diga inconveniencias -respondió el anticuario, y parecía sinceramente escandalizado. Después, como apelando a la urbanidad del ajedrecista, hizo un gesto en dirección al sofá donde Julia estaba sentada, aunque sin mirarla-. La señorita…
– A estas alturas -comentó Muñoz, y la sonrisa difusa seguía flotándole en un extremo de la boca- la señorita tiene, imagino, la misma curiosidad que yo. Pero no ha respondido a mi pregunta… ¿Pensaba recurrir a su vieja táctica del golpe en la garganta o en la nuca, o me reservaba un desenlace más clásico? Me refiero a veneno, puñal o algo por el estilo… ¿Cómo diría usted? -miró brevemente hacia las pinturas del techo, buscando allí el término apropiado-. Ah, sí. Algo de tipo veneciano.
– Yo hubiese dicho florentino -corrigió César, puntilloso hasta el fin, aunque sin ocultar cierta admiración-. Pero ignoraba que fuese usted capaz de ironizar sobre tales cuestiones.
– Y no lo soy -respondió el jugador-. No lo soy en absoluto -miró a Julia y después señaló al anticuario con un dedo-… Ahí lo tiene: el alfil, que ocupa un lugar de confianza junto al rey y la reina. Puestos a novelar la cosa, el bishop inglés, el obispo intrigante. El Gran Visir traidor que conspira en la sombra porque, en realidad, es la Dama Negra disfrazada…
– Qué folletín maravilloso -comentó César, burlón, juntando las manos en lento y silencioso aplauso-. Pero no me ha dicho lo que moverían las blancas después de perder su caballo… Si he de serle franco, querido, me tiene en ascuas.
– Alfil a D3, jaque. Y las negras pierden la partida.
– ¿Así de fácil? Me alarma usted, amigo mío.
– Así de fácil.
César consideró la cuestión. Después retiró lo que quedaba de cigarrillo en el extremo de la boquilla y lo puso en un cenicero, tras desprender delicadamente la brasa.
– Interesante -dijo, y levantó en alto la boquilla, como si alzase un dedo en demanda de una pequeña pausa. Entonces se movió despacio, procurando no alarmar sin necesidad a Muñoz, y se acercó a la mesa de juego inglesa que estaba junto al sofá, a la derecha de Julia. Tras hacer girar la llavecita de plata en la cerradura del cajón chapado en limoncillo, extrajo las piezas, amarillentas y oscuras, de un antiquísimo ajedrez de marfil que ella nunca había visto hasta entonces.
– Interesante -repitió mientras sus dedos finos, de uñas cuidadas, ordenaban las piezas sobre el tablero-. La situación, por tanto, queda así:
– Es exacto -confirmó Muñoz, que miraba el tablero desde lejos, sin acercarse-. El alfil blanco, al retirarse de C4 a D3, permite un jaque doble: dama blanca al rey negro y el propio alfil a la dama negra. El rey no tiene más remedio que huir de A4 a B3 y abandonar la dama negra a su suerte… La reina blanca aún dará otro jaque en C4, empujando al rey enemigo hacia abajo, antes de que el alfil blanco remate a la dama.
– La torre negra se comerá ese alfil.
– Sí. Pero eso carece de importancia. Sin la dama, las negras están acabadas. Además: al desaparecer esa pieza del tablero, la partida pierde su razón de ser.
– Quizá esté en lo cierto.
– Lo estoy. La partida, o lo que queda de ella, la decide ahora el peón blanco que se encuentra en D5, que tras comerse el peón negro en C6 avanzará hasta entrar en dama sin que nadie pueda impedirlo… Eso sucederá dentro de seis, o como mucho nueve jugadas -Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel lleno de anotaciones de lápiz-. Por ejemplo, éstas:
PC7 – C8… (Negras abandonan)
El anticuario cogió el papel con las anotaciones y después observó con mucha calma el ajedrez, sosteniendo la boquilla vacía entre los dientes. Su sonrisa era la del hombre que acepta una derrota escrita previamente en las estrellas. Una tras otra fue moviendo las piezas hasta componer la situación final:
– Reconozco que no hay salida -dijo por fin-. Las negras pierden.
Los ojos de Muñoz fueron del tablero a César.
– Comerse el segundo caballo -murmuró en tono objetivo- fue un error.
El anticuario encogió los hombros, sin perder la sonrisa:
– A partir de cierto momento las negras ya no podían elegir… Digamos que también ellas eran prisioneras de su propio movimiento; de su natural dinámica. Ese caballo redondeaba el juego -por un instante, Julia vislumbró en los ojos de César un relámpago de orgullo-. En realidad, casi rozaba la perfección.
– No en ajedrez -dijo Muñoz, con sequedad.
– ¿Ajedrez?… Mi queridísimo amigo -el anticuario hizo un desdeñoso movimiento hacia las piezas-. Yo me refería a algo más que a un simple tablero -los ojos azules se hicieron profundos, como si a ellos asomase un mundo escondido-. Yo me refería a la vida misma, a esos otros sesenta y cuatro escaques de negras noches y de blancos días de los que hablaba el poeta… O tal vez sea al revés: de blancas noches y de negros días. Depende a qué lado del jugador dejemos o no la imagen… De dónde, puestos a hablar en términos simbólicos, situemos el espejo.
Julia observó que César no la miraba, aunque continuamente, mientas le hablaba a Muñoz, parecía dirigirse a ella.
– ¿Cómo supo que era él? -le preguntó al ajedrecista, y entonces el anticuario pareció sobresaltarse por primera vez. Algo en su actitud cambió de pronto; como si Julia, al compartir en voz alta la acusación de Muñoz, acabara de romper un pacto de silencio. La reticencia inicial se desvaneció en el acto, y la sonrisa devino en burlona mueca amarga.
– Sí -le dijo al jugador de ajedrez, y esa fue su primera claudicación formal-. Cuéntele cómo supo que era yo.
Muñoz ladeó un poco la cabeza hacia Julia.
– Su amigo cometió un par de errores… -dudó unos segundos sobre el sentido de sus palabras y después le dirigió al anticuario un breve gesto, quizá de disculpa-. Aunque calificarlos de errores sería inadecuado, pues en todo momento supo lo que hacía y cuáles eran los riesgos… Paradójicamente, usted misma lo hizo delatarse.
– ¿Yo? Pero si no tuve la menor idea hasta que…
César movió la cabeza. Casi con dulzura, pensó la joven, espantada de sus sentimientos.
– Nuestro amigo Muñoz habla en sentido figurado, princesa.
– No me llames princesa, te lo suplico -Julia no reconoció su propia voz; incluso a ella le sonaba con insólita dureza-. Esta noche no.
El anticuario la observó unos segundos antes de inclinar la cabeza en señal de asentimiento.
– De acuerdo -dijo, y parecía costarle retomar el hilo de las palabras-. Lo que Muñoz pretende explicar es que tu presencia en la partida le sirvió de contraste para observar las intenciones de su adversario. Nuestro amigo es un buen jugador de ajedrez; pero además ha resultado ser mejor sabueso de lo que yo mismo creía… No como ese imbécil de Feijoo, que ve una colilla en un cenicero y, como mucho, deduce que alguien ha fumado -miró a Muñoz-. Fue alfil por peón en lugar de dama por peón D5 la que lo puso alerta, ¿verdad?
– Sí. O al menos, uno de los indicios que me hicieron sospechar. En el cuarto movimiento, el jugador negro había desaprovechado ya la oportunidad de comerse la dama blanca, lo que hubiese decidido la partida a su favor… Al principio pensé que se trataba de jugar con el gato y el ratón, o que Julia era tan imprescindible para el juego que no podía ser comida, o asesinada, hasta más tarde. Pero cuando nuestro enemigo, usted, escogió alfil por peón en lugar de dama por peón D5, movimiento que habría implicado forzosamente un cambio de damas, comprendí que el jugador misterioso nunca había tenido intención de comerse la dama blanca; que estaba, incluso, dispuesto a perder la partida antes que dar ese paso. Y la relación de esa jugada con el spray del Rastro, ese presuntuoso puedo matarte pero no lo hago, era tan evidente que ya no me cupo la menor duda: las amenazas a la dama blanca eran un farol -miró a Julia-. Porque usted jamás corrió peligro real en esta historia.
César asentía, como si lo que se estuviera considerando allí no fuese su actuación, sino la de una tercera persona cuya suerte no le daba frío ni calor.
– También comprendió -dijo- que el enemigo no era el rey, sino la dama negra…
Muñoz movió los hombros sin sacar las manos de los bolsillos.
– Eso no fue difícil. La relación con los asesinatos era evidente: sólo aquellas piezas comidas por la dama negra simbolizaban muertes reales. Me apliqué entonces a estudiar los movimientos de esa pieza, y obtuve conclusiones interesantes. Por ejemplo, su papel protector respecto al juego de las negras en general, extensivo además a la dama blanca, su principal enemigo, y a la que sin embargo respetaba como si fuese sagrada… La proximidad espacial con el caballo blanco, yo mismo, ambas piezas en casillas contiguas, casi en buena vecindad, sin que la dama negra resolviera clavar su aguijón envenenado hasta más tarde, cuando no hubiese otra alternativa… -miraba a César con ojos opacos-. Al menos tengo el consuelo de que me habría matado sin odio, incluso con cierta finura y cómplice simpatía; con una disculpa a flor de labios y solicitando mi comprensión. Por imperativos de puro ajedrez.
César hizo un gesto dieciochesco y teatral con la mano e inclinó la frente, agradecido por la aparente precisión del concepto.
– Tiene toda la razón -apuntó-. Pero dígame… ¿Cómo supo que usted era el caballo, y no el alfil?
– Gracias a una serie de indicios; unos pequeños y otros importantes. El decisivo fue el rol simbólico del alfil como pieza de confianza junto al rey y la reina, al que me he referido antes. Usted, César, ha jugado en todo esto un papel extraordinario: alfil blanco travestido de reina negra, actuando a uno y otro lado del tablero… Y esa misma condición es la que lo ha vencido, en una partida que, curiosamente, inició justo para eso: para terminar siendo vencido. Y el golpe de gracia lo recibe de su propia mano: el alfil blanco se come a la dama negra, el anticuario amigo de Julia delata con su propio juego al jugador invisible, el escorpión se clava la cola… Le aseguro a usted que es la primera vez en mi vida que presencio, logrado con tan alto nivel de perfección, un suicidio sobre el tablero.
– Brillante -dijo César, y Julia no supo si se refería al análisis de Muñoz o a su propio juego-. Pero dígame una cosa… ¿En qué se traduce, a su juicio, esa identificación mía con la dama negra y con el alfil blanco?
– Imagino que detallarlo nos llevaría toda la noche, y discutirlo semanas enteras… Sólo puedo referirme ahora a lo que he visto sobre el tablero. Y he visto una doble personalidad: el mal, oscuro y negro, César. Su condición femenina, ¿recuerda?… Usted mismo pidió una vez el análisis: personalidad coartada y oprimida por el entorno, desafío a la autoridad constituida, combinación de impulsos hostiles y homosexuales… Todo ello, encarnado bajo el negro ropaje de Beatriz de Borgoña o, lo que viene a ser lo mismo, la reina del ajedrez. Y frente a eso, opuesto a ello como la luz al día, su amor por Julia… Esa otra condición que en usted resulta igualmente dolorosa: la masculina con los debidos matices; la estética de sus actitudes caballerescas; lo que usted quiso ser y no fue. Roger de Arras encarnado no en el caballo, o en el caballero, sino en el elegante y blanco alfil… ¿Qué le parece?
César estaba pálido e inmóvil, y por primera vez en su vida Julia lo vio paralizado por el asombro. Después, al cabo de unos instantes que parecieron infinitos, llenos sólo por el tictac de un reloj de pared que marcaba el discurrir de aquel silencio, el anticuario recobró lentamente una débil sonrisa, fijándola en un extremo de sus labios exangües. Pero esta vez era un gesto maquinal, un simple recurso para afrontar la implacable disección que Muñoz había arrojado al aire, ante su rostro, como quien arroja un guante.
– Hábleme de ese alfil -dijo con voz ronca.
– Hablaré, puesto que me lo pide -ahora los ojos de Muñoz estaban animados por el brillo enfebrecido de sus jugadas decisivas. Le estaba devolviendo al adversario las dudas y las incertidumbres que le hizo pasar frente al tablero; era su revancha profesional. Y al comprenderlo así, Julia se dio cuenta de que, en algún momento de la partida, el ajedrecista había llegado a creer en la propia derrota-. El alfil -continuó Muñoz-. Una pieza que resulta la más asimilable a la homosexualidad, con su movimiento diagonal y profundo… Sí. Usted se asignó también un magnífico papel en ese alfil que ampara a la desvalida reina blanca y que, al final, en un rasgo de sublime decisión planeada desde el comienzo, asesta el golpe mortal a su propia condición oscura, y le brinda a su adorada dama blanca, además, una lección magistral y escalofriante… Todo eso lo fui viendo poco a poco, ensamblando ideas. Pero usted no jugaba al ajedrez. Al principio eso evitó que centrase mis sospechas. Y luego, cuando la certeza me rondaba ya, fue lo que me desconcertó. El planteamiento de la partida era demasiado perfecto para un jugador normal, e inconcebible en un aficionado… De hecho, eso aún me desconcierta.
– Todo tiene su explicación -respondió César-. Pero no pretendo interrumpirle, querido. Continúe.
– No hay mucho más. Al menos aquí, esta noche. A Álvaro Ortega lo había matado alguien quizá conocido, pero yo no estaba lo bastante al corriente de esa cuestión. Sin embargo, Menchu Roch nunca hubiese abierto la puerta a un extraño, y menos en las circunstancias que contó Max. Usted dijo en el café, la otra noche, que casi no quedaban sospechosos, y era cierto. Intenté planteármelo mediante fases sucesivas de aproximación analítica: Lola Belmonte no era mi adversario: eso lo supe cuando estuve frente a ella. Y su marido, tampoco. En cuanto a don Manuel Belmonte, sus curiosas paradojas musicales me dieron mucho que pensar… Pero, como sospechoso, se trataba de un personaje descompensado. Su lado ajedrecista, por decirlo de algún modo, no estaba a la altura del resto. Además es inválido, lo que excluía actuaciones violentas frente a Álvaro y Menchu… Una posible combinación tío-sobrina, teniendo en cuenta a la mujer rubia del impermeable, tampoco resistió un análisis detallado: ¿Para qué iban a robar algo que ya era suyo?… Y en cuanto a ese Montegrifo, hice algunas averiguaciones y sé que no tiene con el ajedrez ni la más remota relación. Además, Menchu Roch jamás le hubiese abierto la puerta aquella mañana.
– Luego sólo quedaba yo.
– Ya sabe que cuando uno ha eliminado lo imposible, todo lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser forzosamente la verdad.
– Lo recuerdo, querido. Y lo felicito. Celebro ver que no me equivoqué respecto a usted.
– Me escogió por eso, ¿verdad?… Sabía que iba a ganar la partida. Usted deseaba ser vencido.
Con un mohín condescendiente de la boca, César dio a entender que aquello carecía de importancia.
– Lo esperaba, en efecto. Recurrí a sus buenos oficios porque Julia necesitaba alguien que la guiase en su bajada a los infiernos… Porque esta vez yo tenía que limitarme a desempeñar lo mejor posible el papel del Diablo. Compañero te doy. Y eso hice.
Los ojos de la joven relampaguearon al oír aquello. Su voz sonó metálica: -No jugaste al Diablo, sino a ser Dios. Distribuyendo el bien y el mal, la vida y la muerte.
– Era tu juego, Julia.
– Mientes. Era el tuyo. Yo fui un pretexto, eso es todo.
El anticuario fruncía la boca, reprobador.
– No comprendes nada, queridísima. Pero eso no tiene ya demasiada importancia… Mírate en cualquier espejo y quizá me des la razón.
– Métete, César, tus espejos donde te quepan.
La miró sinceramente dolorido, igual que un perro o un niño maltratados injustamente. El reproche mudo, rebosante de absurda lealtad, se fue extinguiendo en los ojos azules y al final solo quedó allí una mirada absorta, fija en el vacío y extrañamente húmeda. Entonces el anticuario movió despacio la cabeza hasta mirar de nuevo a Muñoz.
– Usted -dijo, y pareció que le costaba recobrar el tono en que había mantenido la conversación con el ajedrecista- no me ha dicho todavía cómo tendió el lazo que anuda sus teorías inductivas con los hechos… ¿Por qué ha venido a verme con Julia esta noche, y no ayer, por ejemplo?
– Porque ayer aún no había usted renunciado por segunda vez a comerse la dama blanca… También porque hasta esta tarde no encontré lo que buscaba: un tomo encuadernado de publicaciones de ajedrez, correspondiente al cuarto trimestre de mil novecientos cuarenta y cinco. En él hay una fotografía de los finalistas de un torneo de ajedrez juvenil. Usted está en la foto, César. Y su nombre y apellidos en la página siguiente. Lo que me sorprende es que no figura como ganador… También me desconcierta que, a partir de ahí, se pierde su rastro como ajedrecista. Ya no vuelve a jugar públicamente ninguna partida.
– Hay algo que no entiendo -dijo Julia-. O, para ser exacta, hay algo más de las muchas cosas que no entiendo en toda esta locura… Te conozco desde que tengo uso de razón, César. Me crié contigo, y creía conocer hasta el último rincón de tu vida. Pero jamás hablaste de ajedrez. Nunca. ¿Por qué?
– Eso es algo largo de explicar.
– Tenemos tiempo -dijo Muñoz.
Era la última partida del torneo. Un final de peones y alfiles, ya con escasas piezas sobre el tablero. Frente a la tarima sobre la que se enfrentaban los finalistas, algunos espectadores seguían las jugadas, que uno de los árbitros registraba en un panel situado en la pared, entre un retrato del Caudillo y un calendario que señalaba la fecha -12 de octubre de 1945-, sobre la mesa donde relucía la copa de plata destinada al vencedor.
El joven de la chaqueta gris se tocó maquinalmente el nudo de la corbata y observó sus piezas -negras- con desesperanza. El juego metódico, implacable, de su adversario, lo había ido acorralando sin remedio en las últimas jugadas. No se trataba, el de las piezas blancas, de un desarrollo brillante, sino más bien de un lento progreso basado en una sólida defensa inicial -india de rey-, obteniendo su ventaja exclusivamente a base de aguardar con paciencia, explotando uno tras otro los errores del contrario. Un juego desprovisto de imaginación, que nada arriesgaba pero que, por esa misma causa, había destrozado cada intento de ataque al rey por parte de las piezas negras, ahora diezmadas y lejos unas de otras, incapaces de prestarse auxilio, ni siquiera de oponer obstáculos al avance de dos peones blancos que, alternándose en los movimientos, se hallaban a punto de entrar en dama.
El joven de la chaqueta gris tenía los ojos turbios de fatiga y vergüenza. La certeza de que podía haber ganado la partida, de que su juego era superior, más osado y brillante que el de su adversario, no bastaba para consolarlo de la inevitable derrota. La imaginación de sus quince años, desbordante y fogosa, la extrema sensibilidad de su espíritu y la lucidez del pensamiento, incluso el placer, casi físico, que experimentaba al tacto de las piezas de madera barnizada al moverlas con elegancia sobre el tablero, componiendo sobre los escaques blancos y negros una delicada trama que se le antojaba de una belleza y armonía casi perfectas, resultaban ahora estériles, incluso mancilladas por la grosera satisfacción, el desdén que se dibujaba en el gesto del adversario victorioso: una especie de patán cetrino, de ojos pequeños y rasgos vulgares, cuyo único mérito para acceder al triunfo había sido su prudente espera, como una araña en el centro de su tela. Su incalificable cobardía.
Así que el ajedrez también era eso, pensó el joven que jugaba con negras. Sobre todo, en último término, la humillación de la derrota inmerecida, el premio a quienes nada arriesgan; ésa era la sensación que experimentaba en aquel momento, ante el tablero que no contenía sólo un estúpido juego de posiciones, sino que era el espejo de la vida misma, con carne y sangre, y vida y muerte, y heroísmo y sacrificio. Igual que los altivos caballeros de Francia en Cr\cy, deshechos en plena inútil gloria ante los arqueros galeses del rey de Inglaterra, el joven había visto los ataques de sus caballos y alfiles, osados y profundos, movimientos bellos, relucientes como golpes de espada, estrellarse uno tras otro, en heroicas pero vanas oleadas, contra la cachazuda inmovilidad de su contrario. Y el rey blanco, aquella pieza odiada, al otro lado de su infranqueable fila de plebeyos peones, observaba desde lejos, a salvo, con un desprecio idéntico al reflejado en el rostro del jugador que lo poseía, el desconcierto y la impotencia del solitario rey negro, incapaz de socorrer a sus últimos peones desbordados y fieles que libraban, en un agonizante sálvese quien pueda, los movimientos de un combate sin esperanza.
En aquel despiadado campo de batalla de fríos cuadros blancos y negros ni siquiera quedaba lugar para el honor en la derrota. Ésta lo borraba todo, aniquilando no sólo al vencido sino también su imaginación, sus ensueños, su propia estima. El joven de la chaqueta gris apoyó el codo sobre la mesa y la frente en la palma de la mano, y cerró los ojos durante un momento, escuchando cómo el rumor de las armas se apagaba lentamente en el valle inundado por las sombras. Nunca más, se dijo. Como los galos vencidos por Roma, que se negaban a pronunciar el nombre de su derrota, así él se negaría, durante el resto de su vida, a recordar lo que descubría ante sus ojos la esterilidad de la gloria. Jamás volvería a jugar al ajedrez. Y ojalá fuese también capaz de borrarlo de su memoria, del mismo modo que, tras la muerte de los faraones, sus nombres eran burilados en los monumentos.
Adversario, árbitro y espectadores aguardaban el próximo movimiento con mal disimulado hastío, pues el final se prolongaba demasiado. El joven miró por última vez su rey acosado y, con una triste sensación de soledad compartida, resolvió que sólo quedaba el acto piadoso de darle digna muerte por su propia mano, evitando la humillación de terminar encajonado como un perro fugitivo, preso en un rincón del tablero. Entonces alargó los dedos hacia la pieza y, en un gesto de infinita ternura, abatió despacio al rey vencido, recostándolo amorosamente sobre los escaques desnudos.