«No estoy jugando con peones blancos o negros, sin vida. Juego con seres humanos de carne y sangre.»
E. Lasker
El juez no ordenó levantar el cadáver hasta las siete, y a esa hora ya era de noche. Durante toda la tarde, la casa había sido un ir y venir de policías y funcionarios del juzgado, de flashes fotográficos que relampagueaban en el pasillo y el dormitorio. Por fin sacaron a Menchu en una camilla, dentro de una funda de plástico blanco cerrada con una cremallera, y sólo quedó de ella la silueta trazada con tiza en el suelo por la mano indiferente de uno de los inspectores; el mismo que conducía el Ford azul cuando Julia sacó la pistola en el Rastro.
El inspector jefe Feijoo fue el último en marcharse, y antes de hacerlo permaneció aún casi una hora en casa de Julia, para completar las declaraciones que ella y Muñoz, así como César -que acudió apenas lo telefonearon para darle la noticia- habían hecho poco antes. El desconcierto del policía, que en su vida puso la mano sobre un tablero de ajedrez, era evidente. Miraba a Muñoz como a un bicho raro, asintiendo con suspicaz gravedad a las explicaciones técnicas de éste, y de vez en cuando se volvía hacia César y Julia como preguntándose si entre los tres no estaban colocándole una monumental tomadura de pelo. Apuntaba notas de vez en cuando, se tocaba el nudo de la corbata, y cada cierto tiempo sacaba del bolsillo, para echarle una obtusa ojeada, la tarjeta de cartulina hallada junto al cuerpo de Menchu, con signos escritos a máquina que, después de un intento de interpretación a cargo de Muñoz, le habían levantado a Feijoo un extraordinario dolor de cabeza. Lo que a él le interesaba realmente, al margen de lo extraño que resultaba todo aquello, eran detalles sobre la discusión que la galerista y su novio habían tenido la tarde anterior. Porque -funcionarios enviados al efecto comunicaron el informe a media tarde- Máximo Olmedilla Sánchez, soltero, veintiocho años de edad, de profesión modelo publicitario, se hallaba en paradero desconocido. Para más detalle: dos testigos, un taxista y el portero de la finca vecina, habían reconocido a un hombre joven, de sus rasgos físicos, saliendo del portal de Julia entre las 12 y las 12,15 de la mañana. Y según el primer dictamen del forense, Menchu Roch fue estrangulada, de frente y tras recibir un primer golpe mortal en la parte anterior del cuello, entre las 11 y las 12 horas. El detalle de la botella introducida en el sexo -tres cuartos de ginebra Beefeater, prácticamente llena- y al que Feijoo se refirió en varias ocasiones con crudeza excesiva -un desquite del galimatías ajedrecístico que sus tres interlocutores acababan de plantearle-, lo interpretaba el policía como una prueba de peso, en el sentido de que por el lado del crimen pasional era por donde podían ir los tiros. A fin de cuentas, la mujer asesinada -aquí había fruncido el ceño con cara de circunstancias, dando a entender que donde las dan las toman- no era, según la propia Julia y don César acababan de explicarle, una persona de moral sexual intachable. En lo que se refería a la relación de todo aquello con la muerte del profesor Ortega, el vínculo podía establecerse ya como evidente, en vista de la desaparición del cuadro. Todavía dio algunas explicaciones más, escuchó con atención las respuestas de Julia, Muñoz y César a sus nuevas preguntas, y terminó despidiéndose tras citarlos a todos a la mañana siguiente en comisaría.
– En cuanto a usted, señorita, pierda cuidado -se había detenido en el umbral, mirándola con formal gesto de funcionario que controla la situación-. Ahora sabemos a quién buscar. Buenas noches.
Después de cerrar la puerta, Julia apoyó en ella la espalda y miró a sus dos amigos. Tenía profundos cercos bajo los ojos ahora serenos. Había llorado mucho, de dolor y rabia, atormentada por su impotencia. Primero en silencio, ante Muñoz, apenas descubierto el cuerpo de Menchu. Después, al llegar César demudado y presuroso con el horror de la noticia aún pintado en el semblante, lo había abrazado como cuando era una chiquilla, y el llanto se quebró en sollozos, perdido el control de sí misma, aferrada al anticuario que le susurraba inútiles palabras de consuelo. No era sólo la muerte de su amiga la que había puesto a Julia en aquel estado. Era, como dijo con voz sofocada mientras regueros de lágrimas le quemaban la cara, la insoportable tensión de todos aquellos días; la certeza humillante de que el asesino seguía jugando con sus vidas en absoluta impunidad, seguro de tenerlos a su merced.
Al menos, el interrogatorio de la policía había obrado un efecto positivo: devolverle el sentido de la realidad. La testaruda estupidez con que Feijoo se negaba a asumir lo evidente, la falsa condescendencia con que asentía, sin entender nada, ni siquiera pretenderlo, a las detalladas explicaciones que entre todos le dieron sobre lo que estaba ocurriendo, había hecho comprender a la joven que, por ese lado, no tenía mucho que esperar. La llamada telefónica del inspector enviado a casa de Max y el hallazgo de dos testigos habían terminado por afirmar a Feijoo en su idea, típicamente policial: el móvil más sencillo solía ser el más probable. Aquella historia del ajedrez era interesante, de acuerdo. Algo que, sin duda, completaría los detalles del suceso. Pero, en lo referido al meollo del asunto, pura anécdota… El detalle de la botella era definitivo. Pura patología criminal. Porque, a pesar de lo que cuentan las novelas policiacas, señorita, las apariencias nunca engañan.
– Ahora ya no hay duda -dijo Julia. Los pasos del policía sonaban aún en la escalera-. Álvaro fue asesinado, como Menchu. Alguien lleva mucho tiempo detrás del cuadro.
Muñoz, de pie ante la mesa y con las manos en los bolsillos de la chaqueta, miraba el papel en el que, apenas desaparecido Feijoo, acababa de anotar el contenido de la tarjeta que encontraron junto al cadáver. En cuanto a César, estaba sentado en el sofá donde Menchu había pasado la noche, mirando aún con estupor el caballete vacío. Al escuchar a Julia movió la cabeza.
– No ha sido Max -dijo, tras brevísima reflexión-. Es absolutamente imposible que ese imbécil haya organizado todo esto…
– Pero estuvo aquí. Al menos en la escalera. El anticuario hundió los hombros ante la evidencia, pero sin convicción.
– Entonces es que hay alguien más de por medio… Si Max era, digamos, la mano de obra, otra persona ha movido los hilos -levantó despacio la mano para señalarse la frente con el dedo índice-. Alguien que piensa.
– El jugador misterioso. Y ha ganado la partida.
– Todavía no -dijo Muñoz, y lo miraron, sorprendidos.
– Tiene el cuadro -precisó Julia-. Si eso no es ganar…
El ajedrecista había levantado la vista de los croquis que tenía sobre la mesa. Mostraban sus ojos un punto de absorta fascinación, y las pupilas dilatadas parecían ver, más allá de aquellas cuatro paredes, el ajuste matemático en el espacio de complejas combinaciones.
– Con cuadro o sin él, la partida continúa -dijo. Y les mostró el papel:
… D Í T
De7? – - – Db3 Æ
Rd4? – - – Pb7 Í Pc6
– Esta vez -añadió- el asesino no indica una jugada, sino tres -fue hasta la gabardina, doblada sobre el respaldo de una silla, y extrajo del bolsillo su tablero plegable-. La primera está a la vista: D Í T, la dama negra se come la torre blanca… Menchu Roch ha sido asesinada bajo la identidad de esa torre, de la misma forma que en esta partida el caballo blanco simbolizaba a su amigo Álvaro, como en el cuadro se refería a Roger de Arras -sin dejar de hablar, Muñoz ordenaba las piezas sobre el tablero-. La dama negra sólo se ha comido hasta ahora, por tanto, dos piezas en el juego. Y en la práctica -miró brevemente a César y Julia, que se habían acercado a observar el tablero- esas dos piezas comidas se traducen en sendos asesinatos… Nuestro adversario se identifica con la reina negra; cuando es otra pieza de su color la que come, como ocurrió hace dos jugadas cuando perdimos la primera torre blanca, no pasó nada especial. Al menos, que nosotros sepamos.
Julia señaló el papel.
– ¿Por qué le ha puesto usted signos de interrogación a las dos próximas jugadas de las blancas?
– No los he puesto yo. Venían en la tarjeta; el asesino tiene previstos nuestros dos movimientos siguientes. Imagino que esos signos son una invitación a que realicemos las jugadas… «Si vosotros hacéis esto, yo haré aquello otro», viene a decirnos. Y de esa forma -movió algunas piezas- la partida queda así:
– … Como pueden ver, ha habido cambios importantes. Después de comerse la torre en B2, las negras previeron que haríamos la mejor jugada posible: llevar nuestra reina blanca de la casilla E1 a la E 7. Eso nos da una ventaja: una línea de ataque diagonal que amenaza al rey negro, ya bastante limitado en sus movimientos por la presencia del caballo, el alfil y el peón blancos que tiene en las inmediaciones… Dando por sentado que jugaríamos como acabamos de hacer, la reina negra sube desde B2 hasta B3 para reforzar su rey y amenazar con un jaque al rey blanco, que no tiene más remedio, como efectivamente hemos hecho, que replegarse a la casilla contigua de la derecha, huyendo desde C4 a D4, lejos del alcance de la dama…
– Es el tercer jaque que nos da -opinó César.
– Sí. Y eso puede interpretarse de muchas formas… A la tercera va la vencida, por ejemplo, y en este tercer jaque el asesino roba el cuadro. Creo que empiezo a conocerlo un poco. Incluido su peculiar sentido del humor.
– ¿Y ahora? -preguntó Julia.
– Ahora las negras se comen nuestro peón blanco de C6 con el peón negro que estaba en la casilla B7. Esa jugada la protege el caballo negro desde B8… Después nos toca mover a nosotros, pero el adversario no sugiere nada sobre el papel… Es como si dijese que la responsabilidad de lo que hagamos ahora no es suya, sino nuestra.
– ¿Y qué es lo que vamos a hacer? -indagó César.
– No hay más que una buena opción: seguir dando juego a la dama blanca -al decir esto, el jugador miró a Julia-. Pero jugar con ella significa, también arriesgarse a perderla.
Julia se encogió de hombros. Lo único que deseaba era el final, fueran cuales fuesen los riesgos.
– Adelante con la dama -dijo.
César, con las manos a la espalda, se inclinaba sobre el tablero, como cuando estudiaba de cerca la calidad discutible de una porcelana antigua.
– Ese caballo blanco, el que está en B1, también tiene mal aspecto -dijo en voz baja, dirigiéndose a Muñoz-. ¿No cree?
– Sí. Dudo que las negras lo dejen seguir mucho tiempo ahí. Con su presencia, amenazándoles la retaguardia, es el principal respaldo para un ataque de la reina blanca… También el alfil blanco que está en D3. Ambas piezas, junto a la reina, son decisivas.
Los dos hombres se miraron en silencio, y Julia vio establecerse una corriente de simpatía que jamás había percibido antes. Como la resignada solidaridad ante el peligro de dos espartanos en las Termópilas, escuchando acercarse a lo lejos el rumor de los carros persas.
– Daría cualquier cosa por saber qué pieza somos cada cual… -comentó César, enarcando una ceja. Sus labios se curvaban en una pálida sonrisa-. La verdad es que no me gustaría reconocerme en ese caballo.
Muñoz levantó un dedo.
– Es un caballero, recuerde: Knight. Esa acepción resulta más honorable.
– No me refería a la acepción -César estudió la pieza con aire preocupado-. A ese caballo, caballero o lo que sea, le huele la cabeza a pólvora.
– Opino lo mismo.
– ¿Es usted o soy yo?
– Ni idea.
– Le confieso que preferiría encarnarme en el alfil.
Muñoz ladeó la cabeza, pensativo, sin apartar los ojos del tablero.
– Yo también. Se le ve más a salvo que al caballo.
– A eso me refería, querido.
– Pues le deseo suerte.
– Lo mismo digo. Que el último apague la luz.
Un largo silencio siguió a aquel diálogo. Lo rompió Julia, dirigiéndose a Muñoz.
– Puesto que nos toca jugar ahora, ¿cuál es nuestro movimiento?… Usted habló de la dama blanca…
El jugador deslizó la mirada sobre el tablero, sin prestarle demasiada atención. Cualquier combinación posible había sido ya analizada por su mente de ajedrecista.
– Al principio pensé en comernos el peón negro que está en C6 con nuestro peón D5, pero eso le daría demasiado respiro al adversario… Así que llevaremos nuestra reina desde E7 a la casilla E4. Con sólo retirar el rey en la próxima jugada, podremos dar jaque al rey negro. Nuestro primer jaque.
Esta vez fue César quien movió la reina blanca, situándola en la casilla correspondiente, junto al rey. Julia observó que, a pesar de la calma que se esforzaba en aparentar, los dedos del anticuario temblaban ligeramente.
– Ésa es la posición -asintió Muñoz. Y los tres miraron de nuevo al tablero:
– ¿Y qué hará él ahora? -preguntó Julia. Muñoz cruzó los brazos, sin apartar la vista del ajedrez mientras reflexionaba un momento. Pero cuando respondió, ella supo que no había estado meditando la jugada, sino la conveniencia de comentarla en voz alta.
– Tiene varias opciones -dijo, evasivo-. Algunas más interesantes que otras… Y más peligrosas también. A partir de este punto, la partida se bifurca igual que las ramas de un árbol; hay, como mínimo, cuatro variantes. Unas nos llevarían a enredarnos en un juego largo y complejo, lo que tal vez sea su intención… Otras podrían resolver la partida en cuatro o cinco jugadas.
– ¿Y qué opina usted? -preguntó César.
– De momento reservo mi opinión. Juegan negras.
Recogió las piezas y cerró el tablero, devolviéndolo al bolsillo de su gabardina. Julia lo miró con curiosidad.
– Es extraño lo que comentó hace un rato… Hablo del sentido del humor del asesino, cuando dijo que había llegado, incluso, a comprenderlo… ¿De verdad le encuentra algo de humor a todo esto?
El jugador de ajedrez tardó un poco en responder.
– Puede llamarlo humor, ironía, como prefiera… -dijo por fin-. Pero el gusto de nuestro enemigo por los juegos de palabras resulta indiscutible -puso una mano encima del papel que estaba sobre la mesa-. Hay algo de lo que tal vez no se hayan dado ustedes cuenta… El asesino relaciona aquí, utilizando los signos DÍT, la muerte de su amiga con la torre comida por la dama negra. El apellido de Menchu era Roch, ¿verdad? Y esa palabra, lo mismo que la inglesa rook, puede traducirse como roca y además como roque, término con el que, en ajedrez, también se designa a la torre.
– La policía vino esta mañana -Lola Belmonte miró a Julia y a Muñoz con gesto avinagrado, como si los considerase directamente responsables de ello-. Todo esto es… -buscó la palabra, sin éxito, volviéndose hacia su marido en demanda de ayuda.
– Muy desagradable -dijo Alfonso, y volvió a sumirse en la descarada contemplación del busto de Julia. Era evidente que, con policía o sin ella, acababa de levantarse de la cama. Cercos oscuros bajo los párpados aún hinchados acentuaban su habitual aire de disipación.
– Más que eso -Lola Belmonte había encontrado por fin el término justo y se inclinó en la silla, huesuda y seca-. Fue “ignominioso”: conocen ustedes a Mengano o a Fulano… Cualquiera hubiese dicho que somos los criminales.
– Y no lo somos -dijo el marido, con cínica gravedad.
– No digas estupideces -Lola Belmonte le dirigió una aviesa mirada-. Estamos hablando en serio.
Alfonso soltó una risita entre dientes.
– Lo que estamos es perdiendo el tiempo. La única realidad consiste en que el cuadro ha volado, y con él nuestro dinero.
– Mi dinero, Alfonso -intervino Belmonte, desde su silla de ruedas-. Si no te importa.
– Sólo era una forma de hablar, tío Manolo.
– Pues habla con propiedad.
Julia removió el contenido de su taza de café con la cucharilla. Estaba frío, y se preguntó si la sobrina lo había servido así a propósito. Se habían presentado de improviso, a última hora de la mañana, con el pretexto de informar a la familia sobre los acontecimientos.
– ¿Creen que aparecerá el cuadro? -preguntó el anciano. Los había recibido en jersey y zapatillas, con una amabilidad que compensó el adusto ceño de la sobrina.
Ahora los miraba desconsolado, su taza entre las manos. La noticia del robo y el asesinato de Menchu habían supuesto para él una conmoción.
– El asunto está en manos de la policía -dijo Julia-. Estoy segura de que darán con él.
– Tengo entendido que existe un mercado negro para las obras de arte. Y que pueden venderlo en el extranjero.
– Sí. Pero la policía tiene la descripción del cuadro; yo misma les di varias fotografías. No resultará fácil sacarlo del país.
– No me explico cómo pudieron entrar en su casa… La policía me contó que hay cerradura de seguridad y alarma electrónica.
– Pudo ser Menchu quien abrió la puerta. El principal sospechoso es Max, su novio. Hay testigos que lo vieron salir del portal.
– Conocemos al novio -dijo Lola Belmonte-. Estuvo aquí un día con ella. Un chico alto, bien parecido. Demasiado bien parecido, pensé yo… Espero que lo detengan pronto y le den lo que merece. Para nosotros -miró el espacio vacío en la pared- la pérdida es irreparable.
– Al menos podrá cobrarse el seguro -dijo el marido, sonriéndole a Julia como el zorro que ronda un gallinero-. Gracias a la previsión de esta guapa joven -pareció recordar algo y ensombreció adecuadamente el gesto-. Aunque eso, claro, no le devuelve la vida a su amiga.
Lola Belmonte miró a Julia con despecho.
– Estaría bueno, que encima no lo hubiesen asegurado -al hablar adelantaba, desdeñosa, el labio inferior-. Pero el señor Montegrifo dice que, comparado con el precio que habría conseguido, lo del seguro es una miseria.
– ¿Ya han hablado con Paco Montegrifo? -se interesó Julia.
– Sí. Telefoneó muy temprano. Prácticamente nos ha sacado de la cama con la noticia. Por eso cuando vino la policía ya estábamos al corriente… Todo un caballero -la sobrina miró a su marido con mal disimulado rencor-. Ya dije que este asunto se planteó mal desde un principio.
Alfonso hizo gesto de lavarse las manos.
– La oferta de la pobre Menchu era buena… -dijo-. No es culpa mía si después se complicaron las cosas. Además, la última palabra siempre la ha tenido el tío Manolo -miró al inválido con una mueca de exagerado respeto-. ¿No es verdad?
– De eso -dijo la sobrina- también habría mucho que hablar.
Belmonte la observó por encima del borde de la taza, que en ese momento se llevaba a los labios, y Julia alcanzó a distinguir en sus ojos aquel brillo contenido que ya le resultaba familiar.
– El cuadro todavía está a mi nombre, Lolita -dijo el anciano, tras secarse cuidadosamente los labios con un arrugado pañuelo que extrajo del bolsillo-. Bien o mal, robado o no, eso me incumbe a mí -se quedó un rato en silencio, como si reflexionara sobre aquello, y cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Julia, reflejaban sincera simpatía-. En cuanto a esta joven -sonrió alentador, como si fuese ella la que necesitara ánimos-, estoy seguro de que su actuación ha sido irreprochable… -se volvió hacia Muñoz, que aún no había abierto la boca-. ¿No le parece?
El jugador de ajedrez estaba hundido en un sillón, con las piernas estiradas y los dedos enlazados ante la barbilla. Al oír la pregunta ladeó un poco la cabeza tras breve parpadeo, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una compleja meditación.
– Indudablemente -dijo.
– ¿Todavía cree usted que cualquier misterio es descifrable según leyes matemáticas?
– Todavía.
El breve diálogo hizo que Julia recordase algo.
– Hoy no suena Bach -dijo.
– Después de lo de su amiga, y la desaparición del cuadro, no está el día para músicas -Belmonte pareció abstraerse y luego sonrió, enigmático-. De todas formas, el silencio tiene la misma importancia que los sonidos organizados… ¿No le parece, señor Muñoz?
Por una vez, el ajedrecista se mostró de acuerdo.
– Eso es cierto -observaba a su interlocutor con nuevo interés-. Es como en los negativos fotográficos, supongo. El fondo, lo que en apariencia no está impresionado, también contiene información… ¿Pasa eso con Bach?
– Claro que sí. Bach tiene espacios negativos, silencios tan elocuentes como las notas, tiempos y contra-tiempos… ¿Cultiva usted también el estudio de los espacios en blanco dentro de sus sistemas lógicos?
– Naturalmente. Es como cambiar un punto de vista. A veces se parece a observar un huerto, que desde un lugar determinado no tiene orden aparente, pero que, desde otra perspectiva, se ve trazado con regularidad geométrica.
– Me temo -dijo Alfonso, mirándolos con sorna- que a estas horas la conversación es demasiado científica para mí -se levantó, acercándose al mueble bar-. ¿Alguien quiere una copa?
Nadie respondió, así que, encogiéndose de hombros, se entretuvo en preparar un whisky con hielo. Después fue a apoyarse en el aparador e hizo un brindis en dirección a Julia.
– Tiene su enjundia eso del huerto -dijo, llevándose el vaso a los labios.
Muñoz, que no pareció escuchar el comentario, miraba ahora a Lola Belmonte. En la inmovilidad del ajedrecista, muy parecida a la de un cazador al acecho, sólo los ojos parecían animados por esa expresión que Julia había llegado a conocer bien, penetrante y reflexiva; el único signo que, bajo la aparente indiferencia de aquel hombre, delataba un espíritu alerta, interesado por los acontecimientos del mundo exterior. Ahora está a punto de mover, se dijo Julia, satisfecha, sintiéndose en buenas manos, y bebió un sorbo del café frío para disimular la sonrisa cómplice que le afloraba a los labios.
– Imagino -dijo Muñoz lentamente, dirigiéndose a la sobrinaque también ha sido un duro golpe para usted.
– Por supuesto -Lola Belmonte miró a su tío con renovado reproche-. Ese cuadro vale una fortuna.
– No me refería sólo al aspecto económico del asunto. Creo que solía jugar esa partida… ¿Es aficionada?
– Un poco.
El marido levantó el vaso de whisky.
– La verdad es que juega muy bien. Yo no he podido ganarle nunca -reflexionó sobre ello antes de hacer un guiño e ingerir un largo trago-. Aunque eso no signifique gran cosa.
Lola Belmonte miraba a Muñoz, suspicaz. Tenía, pensó Julia, un aire a un tiempo mojigato y rapaz, con aquellas faldas excesivamente largas, las manos finas y huesudas, como garras, y la mirada firme bajo la nariz ganchuda, reforzada por el agresivo mentón. Observó que los tendones del dorso de las manos se le tensaban como si anudasen energía contenida. Una arpía de cuidado, se dijo: agriada y arrogante. No costaba trabajo imaginarla saboreando la maledicencia, proyectando sobre los otros sus complejos y frustraciones. Personalidad coartada, oprimida por las circunstancias. Ataque al rey como actitud crítica frente a cualquier autoridad que no fuese ella misma, crueldad y cálculo, ajuste de cuentas con algo, o con alguien… Con su tío, con su marido… Tal vez con el mundo entero. El cuadro como obsesión de una mente enfermiza, intolerante. Y aquellas manos delgadas y nerviosas poseían la fuerza suficiente para matar de un golpe en la nuca, para estrangular con un pañuelo de seda… La imaginó sin esfuerzo con gafas de sol e impermeable. Sin embargo, no lograba establecer ningún tipo de vínculo entre ella y Max. Aquello era adentrarse en los límites de lo absurdo.
– No es corriente -estaba diciendo Muñoz- encontrar mujeres que jueguen al ajedrez.
– Yo sí juego -Lola Belmonte parecía alerta, a la defensiva-. ¿Le parece mal?
– Todo lo contrario. Me parece muy bien… Sobre un tablero se pueden realizar cosas que en la práctica, me refiero a la vida real, resultan imposibles… ¿No cree?
Ella hizo un gesto ambiguo, como si no se hubiera planteado nunca la cuestión.
– Puede ser. Para mí fue siempre un juego más. Un pasatiempo.
– Para el que está dotada, creo. Insisto en que no es corriente que una mujer juegue bien al ajedrez…
– Una mujer es capaz de hacer cualquier cosa. Otro cantar es que nos lo permitan.
Muñoz tenía una pequeña sonrisa de aliento en el extremo de la boca.
– ¿Le gusta jugar con negras? Por lo general deben limitarse a asumir un juego defensivo… La iniciativa la llevan las blancas.
– Eso es una tontería. No veo por qué tienen las negras que quedarse viéndolas venir. Es como la mujer, en casa -le dirigió una desdeñosa mirada al marido-. Todo el mundo da por sentado que es el hombre quien lleva los pantalones.
– ¿No es así? -indagó Muñoz, con la media sonrisa fija en los labios-… Por ejemplo, en la partida del cuadro. Allí, la posición inicial parece ventajosa para las piezas blancas. El rey negro está amenazado. Y la dama negra es, al principio, inútil.
– En esa partida, el rey negro no pinta nada; es la dama quien corre con la responsabilidad. Dama y peones. Es una partida que se gana a base de dama y peones.
Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel.
– ¿Ha jugado esta variante?
Lola Belmonte miró a su interlocutor con visible desconcierto, y luego el papel que éste le puso en la mano. Muñoz dejó vagar los ojos por la habitación hasta que, de modo en apariencia casual, los posó en Julia. Bien jugado, decía la mirada que la joven le devolvió, pero la expresión del ajedrecista se mantuvo inescrutable.
– Creo que sí -dijo Lola Belmonte, al cabo de un rato-. Las blancas juegan peón por peón, o dama junto al rey, preparando un jaque en la siguiente… -miró a Muñoz con aire satisfecho-. Aquí las blancas han escogido jugar dama, lo que parece correcto.
Muñoz hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Estoy de acuerdo. Pero me interesa más el siguiente movimiento de las negras. ¿Usted qué haría?
Lola Belmonte entornó los ojos, suspicaz. Parecía buscar segundas intenciones en todo aquello.
Después le devolvió el papel a Muñoz.
– Hace tiempo que no juego esa partida, pero recuerdo al menos cuatro variantes: torre negra come caballo, que lleva a una aburrida victoria de las blancas a base de peones y dama… Otra posibilidad es, me parece, caballo por peón. También dama negra come torre, o alfil come peón… Las posibilidades son infinitas -miró a Julia y después otra vez a Muñoz-. Pero no veo qué relación puede tener esto…
– ¿Cómo se las arregla usted -preguntó Muñoz, impasible, sin hacer caso de la objeción- para ganar con negras?… Me gustaría saber, de jugador a jugador, en qué momento logra la ventaja.
Lola Belmonte hizo un gesto de suficiencia.
– Cuando quiera, jugamos. Así podrá saberlo.
– Me encantaría, y le tomo la palabra. Pero hay una variante que no ha mencionado, tal vez porque no la recuerda. Una variante que implica el cambio de damas -hizo un breve gesto con la mano, como si barriese un tablero imaginario-. ¿Sabe a qué me refiero?
– Claro que sí. Cuando la dama negra se come el peón que está en D5, el cambio de damas es decisivo -al confirmar esto, Lola Belmonte esbozó una cruel mueca de triunfo-. Y las negras ganan -sus ojos de ave rapaz miraron con desprecio a su marido antes de volverse hacia Julia-… Es una lástima que usted no juegue al ajedrez, señorita.
– ¿Qué opina? -preguntó Julia apenas salieron a la calle.
Muñoz inclinó un poco la cabeza hacia un lado. Caminaba a su derecha por el exterior de la acera, con los labios apretados, y su mirada se detenía, ausente, sobre los rostros de quienes se cruzaban con ellos. La joven observó que parecía reacio a dar una respuesta.
– Técnicamente -apuntó el ajedrecista, con desgana- puede haber sido ella. Conoce todas las posibilidades de la partida y, además juega bien. Yo diría que bastante bien.
– No parece muy convencido…
– Es que hay detalles que no encajan.
– Pero se aproxima a la idea que tenemos de él. Conoce al dedillo la partida del cuadro. Tiene la fuerza suficiente para matar a un hombre, o a una mujer, y hay en ella algo turbio, que hace sentirse incómoda en su presencia -frunció el ceño, en busca del término que completase la descripción-. Parece mala persona. Además, me demuestra una antipatía que no consigo comprender… Y eso que, si hemos de hacer caso a lo que dice, yo soy lo que debería ser una mujer: independiente, sin ataduras familiares, con cierta seguridad en mí misma… Moderna, como diría don Manuel.
– Quizá la deteste exactamente por eso. Por ser lo que ella habría querido ser y no pudo… No tengo mucha memoria para esos cuentos que tanto le gustan a usted y a César, pero creo recordar que la bruja terminó odiando al espejo.
A pesar de las circunstancias, Julia se echó a reír.
– Es posible… Nunca se me hubiera ocurrido.
– Pues ya sabe -Muñoz también había iniciado media sonrisa-. Procure no comer manzanas en los próximos días.
– Tengo mis príncipes. Usted y César. Alfil y caballo, ¿no es eso?
Muñoz ya no sonreía.
– Esto no es un juego, Julia -dijo al cabo de un instante-. No lo olvide.
– No lo olvido -lo cogió del brazo, y Muñoz se puso casi imperceptiblemente tenso. Parecía incómodo, pero ella continuó caminando de esa forma. En realidad había llegado a apreciar a aquel tipo extraño, desgarbado y taciturno. Sherlock Muñoz y Julia Watson, pensó, riendo para sus adentros, sintiéndose llena de un inmoderado optimismo que sólo cedió ante el recuerdo súbito de Menchu.
– ¿En qué piensa? -preguntó al ajedrecista.
– Sigo con la sobrina.
– Yo también. La verdad es que responde punto por punto a lo que buscamos… Aunque usted no parezca muy convencido.
– Yo no he dicho que no sea la mujer del impermeable. Sólo que no reconozco en ella al jugador misterioso…
– Pero hay cosas que sí concuerdan. ¿No le parece extraño que, siendo una mujer tan interesada, y a las pocas horas de haberle sido robado un cuadro que vale una fortuna, olvide de pronto su indignación para ponerse a hablar tranquilamente de ajedrez?… -Julia soltó el brazo de Muñoz y se le quedó mirando-. O es una hipócrita o el ajedrez significa para ella mucho más de lo que parece. Y en ambos casos, eso la hace sospechosa. Podría estar fingiendo todo el rato. Desde que telefoneó Montegrifo ha tenido tiempo de sobra para, imaginando que la policía iría a su casa, preparar lo que usted llama una línea de defensa.
Asintió Muñoz.
– Podría, en efecto. Después de todo, es jugadora de ajedrez. Y un ajedrecista sabe echar mano de ciertos recursos. Especialmente cuando se trata de resistir situaciones comprometedoras…
Anduvo unos pasos en silencio, mirándose la punta de los zapatos. Después levantó la vista, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No creo que sea ella -añadió, por fin-. Siempre pensé que, cuando estuviéramos frente a frente, yo sentiría algo especial. Y no siento nada.
– ¿Se le ha ocurrido que tal vez idealice en exceso al enemigo? -inquirió Julia, tras un momento de duda-… ¿No puede ser que, decepcionado por la realidad, usted se niegue a aceptar los hechos?
Muñoz se detuvo y observó a la joven, impasible. Sus ojos entornados estaban ahora desprovistos de expresión.
– Ya se me había ocurrido -murmuró, mirándola de aquel modo opaco-. Y no descarto esa posibilidad.
Había algo más, supo Julia a pesar del laconismo del jugador de ajedrez. En su silencio, en la forma en que éste ladeaba la cabeza y la miraba sin verla, perdido en herméticas reflexiones que sólo él conocía, la joven adquirió la certeza de que otra cosa, que nada tenía que ver con Lola Belmonte, le rondaba el pensamiento.
– ¿Hay más? -preguntó, incapaz de contener la curiosidad-… ¿Ha descubierto ahí dentro alguna cosa que no me ha dicho?
Muñoz eludió responder a aquello.
Pasaron por la tienda de César, para contarle los pormenores de la entrevista. El anticuario los esperaba inquieto, y apenas escuchó la campanilla de la puerta acudió a su encuentro con la noticia.
– Han detenido a Max. Esta mañana, en el aeropuerto. La policía telefoneó hace media hora… Está en la comisaría del Prado, Julia. Y quiere verte.
– ¿Por qué a mí?
César se encogió de hombros. Él podía saber mucho de porcelana azul china o de pintura del Xix, decía aquel gesto. Pero la psicología de los proxenetas y delincuentes en general, de momento, no era una de sus especialidades. Hasta ahí podían llegar las cosas.
– ¿Y el cuadro? -preguntó Muñoz-. ¿Sabe si lo han recuperado?
– Lo dudo mucho -los ojos azules del anticuario traslucían preocupación-. Precisamente creo que ahí está el problema.
El inspector jefe Feijoo no parecía feliz de ver a Julia. La recibió en su despacho, bajo un retrato del rey y un calendario de la Dirección de la Seguridad del Estado, sin invitarla a sentarse.
Se le veía de pésimo humor, y fue directamente al grano.
– Esto es un poco irregular -dijo con aspereza-. Porque se trata del presunto autor de dos homicidios… Pero insiste en que no hará una declaración en regla hasta hablar con usted. Y su abogado -pareció a punto de escupir lo que pensaba de los abogados- está de acuerdo.
– ¿Cómo lo encontraron?
– No fue difícil. Anoche dimos su descripción a todo el mundo, incluidas fronteras y aeropuertos. Se le identificó en el control de Barajas, esta mañana, cuando se disponía a embarcar en un vuelo a Lisboa, con pasaporte falso. No opuso resistencia.
– ¿Les ha dicho dónde está el cuadro?
– No ha dicho absolutamente nada -Feijoo levantó un dedo regordete, de uña chata-. Bueno, sí. Que es inocente. Esa es una frase que aquí escuchamos a menudo; forma parte del trámite. Pero cuando le puse delante los testimonios del taxista y el portero, se vino abajo. A partir de ahí empezó a pedir un abogado… Fue entonces cuando exigió verla.
La acompañó fuera del despacho, por el pasillo, hasta una puerta donde montaba guardia un policía uniformado.
– Yo estaré aquí, si me necesita. Ha insistido en verla a solas.
Cerraron con llave a su espalda. Max estaba sentado en una de las dos sillas que había a uno y otro lado de una mesa de madera, en el centro de la habitación sin ventanas, desnuda de otro mobiliario, con paredes acolchadas y sucias. Vestía un arrugado suéter sobre la camisa abierta y el pelo, deshecha la coleta, estaba en desorden; algunos mechones sueltos le caían sobre las orejas y los ojos. Las manos que apoyaba en la mesa estaban esposadas.
– Hola, Max.
Levantó los ojos y dirigió a Julia una larga mirada. Tenía profundas ojeras de insomnio, y parecía inseguro; cansado. Como al cabo de un prolongado y estéril esfuerzo.
– Por fin una cara amiga -dijo con fatigada ironía, y la invitó a sentarse en la silla libre, con un gesto.
Julia le ofreció un cigarrillo que encendió con avidez, acercando el rostro al encendedor que ella sostenía entre los dedos.
– ¿Para qué quieres verme, Max?
La miró un rato antes de responder. Respiraba con un breve jadeo. Ya no parecía un lobo guapo, sino un conejo acosado en la madriguera, escuchando acercarse al hurón. Julia se preguntó si los policías le habrían pegado, aunque no mostraba señal alguna. Ya no le pegan a la gente, se dijo. Ya no.
– Quiero advertirte -dijo él.
– ¿Advertirme?
Max no respondió enseguida. Fumaba con las manos esposadas, sosteniendo el cigarrillo ante la cara.
– Estaba muerta, Julia -dijo en voz baja-. Yo no lo hice. Cuando llegué a tu casa ya estaba muerta.
– ¿Cómo pudiste entrar? ¿Te abrió ella?
– Te he dicho que estaba muerta… la segunda vez.
– ¿La segunda? ¿Es que hubo una primera?
Con los codos sobre la mesa, Max dejó caer la ceniza del cigarrillo y apoyó sobre los pulgares el mentón sin afeitar.
– Espera -suspiró con infinito cansancio-. Es mejor que lo cuente desde el principio… -se llevó de nuevo el cigarrillo a los labios, entornando los ojos entre una bocanada de humo-. Tú sabes lo mal que encajó Menchu lo de Montegrifo. Se paseaba por la casa como si fuera una fiera, entre insultos y amenazas… «Me ha robado», gritaba una y otra vez. Intenté tranquilizarla, hablamos del asunto. La idea se me ocurrió a mi.
– ¿La idea?
– Yo tengo relaciones. Gente capaz de sacar cualquier cosa del país. Entonces le dije a Menchu de robar el Van Huys. Al principio se puso como loca, insultándome, y sacó a relucir vuestra amistad y todo eso; hasta que comprendió que a ti no te perjudicaba. Tu responsabilidad quedaba cubierta por el seguro, y en cuanto a los beneficios que podías sacar del cuadro… Bueno, ya veríamos la forma de compensarte, más tarde.
– Siempre supe que eras un perfecto hijo de puta, Max.
– Sí. Es posible. Pero eso no tiene nada que ver… Lo importante es que Menchu aceptó mi plan. Ella tenía que convencerte para que la llevases a tu casa. Borracha, drogada, ya sabes… La verdad es que nunca creí que lo hiciera tan bien… A la mañana siguiente, en cuanto te fueras, yo debía telefonear, averiguando si todo estaba en orden. Así lo hice, y después fui allí. Envolvimos la tabla para camuflarla un poco, cogí las llaves que me dio Menchu… Tenía que estacionar su coche abajo, en la calle, y subir de nuevo para recoger el Van Huys. El plan preveía que, cuando yo me fuera con el cuadro, Menchu se quedase para iniciar el incendio.
– ¿Qué incendio?
– El de tu casa -Max se rió, sin ganas-. Estaba incluido en el programa. Lo siento.
– ¿Lo sientes? -Julia golpeó la mesa, estupefacta e indignada-. ¡Santo Dios, dice que lo siente…! -miró las paredes y otra vez a Max-. Tuvísteis que haberos vuelto locos para idear algo así.
– Estábamos perfectamente cuerdos, y nada podía fallar. Menchu fingiría un accidente cualquiera, una colilla mal apagada. Con la cantidad de disolventes y pintura que tienes en tu casa… Habíamos previsto que aguantaría allí hasta el último minuto, antes de salir, sofocada por el humo, histérica, pidiendo ayuda. Por mucha prisa que se dieran los bomberos, media casa habría ardido por completo -hizo un gesto de excusa encanallada, lamentando que las cosas no hubieran salido como estaban previstas-. Y nadie en el mundo iba a negar que el Van Huys se quemara con todo lo demás. El resto lo puedes imaginar… Yo vendería el cuadro en Portugal, a un coleccionista privado con el que ya estábamos en tratos… Precisamente el día que me viste en el Rastro, Menchu y yo acabábamos de entrevistarnos con el intermediario… En cuanto al incendio de tu casa, Menchu habría sido responsable; pero tratándose de tu amiga, y de un accidente, las imputaciones no iban a ser graves. Una querella de los propietarios, tal vez. Y nada más. Por otra parte, lo que más le encantaba de todo era, decía, la cara que iba a ponérsele a Paco Montegrifo.
Julia movió la cabeza, incrédula.
– Menchu era incapaz de una cosa así.
– Menchu era capaz de todo, como cualquiera de nosotros.
– Eres un puerco, Max.
– A estas alturas, lo que yo sea carece de importancia -Max hizo una mueca derrotada-. Lo que realmente interesa es que yo tardé media hora en traer el coche y aparcarlo en tu calle. Recuerdo que la niebla era espesa y no encontraba sitio, por lo que miré varias veces el reloj, preocupado por si te daba por aparecer… Serían las doce y cuarto cuando subí de nuevo. Esa vez no llamé, sino que abrí directamente la puerta, con las llaves. Menchu estaba en el vestíbulo, tumbada boca arriba y con los ojos abiertos. Al principio creí que se había desmayado por los nervios; pero cuando me agaché a su lado vi el hematoma que tenía en la garganta. Estaba muerta, Julia. Muerta y todavía caliente. Entonces me volví loco de miedo. Comprendí que si llamaba a la policía iba a tener que dar muchas explicaciones… Así que tiré las llaves al suelo y, después de cerrar la puerta, me fui por las escaleras saltando los peldaños de cuatro en cuatro. Era incapaz de pensar. Pasé la noche en una pensión, aterrorizado, dando vueltas y sin pegar ojo. Por la mañana, en el aeropuerto… Ya conoces el resto de la historia.
– ¿Aún estaba el cuadro en casa cuando viste muerta a Menchu?
– Sí. Fue lo único que miré, aparte de ella… Sobre el sofá, envuelto en papel de periódico y cinta adhesiva, como yo mismo lo había dejado -sonrió con amargura-. Aunque ya no tuve valor para llevármelo. Bastante ruina tengo encima, dije.
– Pero cuentas que Menchu estaba en el vestíbulo; y ella no apareció allí, sino en el dormitorio… ¿Viste el pañuelo que tenía al cuello?
– No había ningún pañuelo. El cuello estaba desnudo y roto. La habían matado de un golpe en la garganta, sobre la nuez.
– ¿Y la botella?
Max la miró, irritado.
– No empieces también tú con la dichosa botella… Los policías no hacen más que preguntarme por qué le metí a Menchu una botella en el coño. Y te juro que no sé de qué me hablan -se llevó el pitillo a los labios y aspiró el humo con fuerza, inquieto, mientras dirigía a Julia una mirada suspicaz-. Menchu estaba muerta, eso es todo. Muerta de un golpe, y nada más. No la moví. Ni siquiera estuve en tu casa más de un minuto… Eso debió de hacerlo alguien, después.
– Después, ¿cuándo? Según tú, el asesino ya se había ido.
Max arrugó la frente, esforzándose por recordar.
– No lo sé -parecía sinceramente confuso-. Quizá volvió más tarde, después de irme yo -palideció, como si acabara de caer en la cuenta de algo-. O tal vez… -ahora Julia observó que le temblaban las manos esposadas-. Tal vez todavía estaba allí, escondido. Esperándote a ti.
Habían decidido repartirse el trabajo. Mientras Julia visitaba a Max y refería después la historia al inspector jefe, que la escuchó sin molestarse en disimular su escepticismo, César y Muñoz dedicaban el resto del día a hacer averiguaciones entre los vecinos. Se reunieron todos en un viejo café de la calle del Prado, al atardecer. La historia de Max fue puesta del derecho y del revés durante una prolongada discusión en torno a la mesa de mármol, con el cenicero repleto de colillas y tazas vacías sobre la mesa. Se inclinaban los unos hacia los otros, hablando en voz baja entre el humo de tabaco y las conversaciones de las mesas próximas, como tres conspiradores.
– Yo creo a Max -concluyó César-. Lo que cuenta tiene sentido. La historia del robo del cuadro es muy propia de él, desde luego. Pero no me cabe en la cabeza que fuese capaz de hacer lo demás… La botella de ginebra resulta excesiva, queridos. Incluso en un tipo así. Por otra parte, ahora sabemos que la mujer del impermeable también anduvo por allí. Lola Belmonte, Némesis o quien diablos sea.
– ¿Y por qué no Beatriz de Ostenburgo? -preguntó Julia.
El anticuario la miró con reprobación.
– Este tipo de chanzas me parece absolutamente fuera de lugar -se removió inquieto en la silla, miró a Muñoz, que permanecía inexpresivo, e hizo, medio en broma medio en serio, un gesto para conjurar fantasmas-. La mujer que estuvo rondando tu casa era de carne y hueso… Al menos eso espero.
Venía de interrogar discretamente al portero de la finca vecina, que lo conocía de vista. De ese modo, César pudo enterarse de un par de cosas útiles. Por ejemplo, el portero había visto entre las doce y las doce y media, justo cuando acababa de barrer la entrada de su finca, cómo un joven alto, con el pelo recogido en una coleta, salía del portal de Julia y subía calle arriba, hasta un coche aparcado junto al bordillo de la acera. Pero poco después -y aquí la voz del anticuario se veló de pura excitación al referirlo, como cuando narraba un chisme social de categoría-, quizás un cuarto de hora más tarde, cuando recogía el cubo de la basura, el portero se cruzó también con una mujer rubia, con gafas oscuras e impermeable… Al contar esto, César bajó la voz después de dirigir en torno una aprensiva ojeada, como si aquella mujer estuviese sentada en alguna de las mesas próximas. El portero, según había contado, no pudo verla bien porque se alejó calle arriba, en la misma dirección que el otro… Tampoco podía afirmar con certeza que la mujer saliese del portal de Julia. Simplemente, se volvió con el cubo en la mano y ella estaba allí. No, no se lo había dicho a los inspectores que lo interrogaron por la mañana porque no le preguntaron nada de eso. Él nunca lo habría pensado tampoco, confesó el portero rascándose la sien, si el mismo don César no hubiese hecho la pregunta. No, tampoco se fijó en si llevaba un paquete grande en la mano. Sólo había visto una mujer rubia que pasaba por la calle. Nada más.
– La calle -dijo Muñoz- está llena de mujeres rubias.
– ¿Con impermeable y gafas oscuras? -comentó Julia-. Pudo ser Lola Belmonte. A esa hora yo me veía con don Manuel. Y ni ella ni su marido estaban en casa.
– No -la interrumpió Muñoz-. A las doce del mediodía usted ya estaba conmigo, en el club de ajedrez. Paseamos durante una hora, llegando a su casa sobre la una -miró a César, cuyos ojos respondieron con una señal de mutua inteligencia que no pasó desapercibida a Julia-… Si el asesino la esperaba, tuvo que cambiar su plan al ver que no aparecía. Así que cogió el cuadro y se fue. Quizás eso le salvó a usted la vida.
– ¿Por qué mató a Menchu?
– Tal vez no esperaba encontrarla allí, y eliminó un testigo molesto. La jugada que tenía prevista pudo no ser dama por torre… Es posible que todo fuera una brillante improvisación.
César enarcó una ceja, escandalizado.
– Lo de brillante, querido, me parece excesivo.
– Llámelo como quiera. Cambiar la jugada sobre la marcha, aplicando en el acto una variante que reflejase la situación, y poner junto al cadáver la tarjeta con la notación correspondiente… -el ajedrecista reflexionó sobre aquello-. Tuve tiempo de echar un vistazo. Incluso la nota estaba escrita a máquina, en la Olivetti de Julia, según Feijoo. Y sin huellas. Quien lo hizo actuó con mucha calma, pero rápido y bien. Como un reloj.
Por un momento la joven recordó a Muñoz horas atrás, mientras aguardaban la llegada de la policía, arrodillado junto al cadáver de Menchu, sin tocar nada ni hacer comentarios. Estudiando la tarjeta de visita del asesino, con la misma frialdad que si estuviera ante un tablero del club Capablanca.
– Sigo sin comprender por qué Menchu abrió la puerta…
– Creyó que era Max -sugirió César.
– No -dijo Muñoz-. Tenía una llave, la misma que encontramos en el suelo al llegar. Ella sabía que no era Max.
César suspiró, dándole vueltas al topacio en el dedo.
– No me extraña que la policía se aferre a Max con uñas y dientes -dijo, desmoralizado-. Ya no quedan sospechosos. A este paso, dentro de poco tampoco quedarán víctimas… Y si el señor Muñoz sigue aplicando a rajatabla sus sistemas deductivos, va a resultar… ¿Os lo imagináis? Usted, queridísimo, rodeado de cadáveres como en el último acto de Hamlet, y llegando a esta inevitable conclusión: «Soy el único superviviente, luego en estricta lógica, descartado lo imposible, es decir, los muertos, el asesino tengo que ser yo…» Y entregándose a la policía.
– Eso no está claro -dijo Muñoz.
César lo miró con reprobación.
– ¿Que usted sea el asesino?… Disculpe, querido amigo, pero esta conversación empieza a parecerse peligrosamente a un diálogo de manicomio. Ni de lejos creería yo…
– No me refiero a eso -el jugador de ajedrez miraba sus manos, puestas a uno y otro lado de la taza vacía que tenía ante sí-. Hablo de lo que han dicho hace un momento: que ya no quedan sospechosos.
– No me diga -murmuró Julia, incrédula- que aún tiene algo entre ceja y ceja.
Muñoz levantó los ojos y miró pausadamente a la joven. Después chasqueó con suavidad la lengua, ladeando un poco la cabeza.
– Es posible.
Protestó Julia, pidiendo una explicación, pero ni ella ni César lograron sacarle una palabra. Con aire ausente, el jugador de ajedrez miraba la mesa, entre sus manos, como si adivinara en el jaspeado del mármol misteriosos movimientos de piezas imaginarias. De vez en cuando rozaba sus labios, a modo de sombra fugaz, aquella vaga sonrisa tras la que se escudaba cuando pretendía mantenerse al margen.