XV. FINAL DE DAMA

«La mía originó mucho pecado, así como pasión, disensiones, palabras ociosas -si no mentiras- en mí mismo, en mi antagonista o en ambos. El ajedrez me impulsó a descuidar mis deberes para con Dios y para con los hombres.»

The Harleyan Myscellany


Cuando César terminó de hablar -lo había hecho en voz baja, mirando un punto indeterminado de la habitación- sonrió de un modo ausente y giró despacio hasta observar el ajedrez de marfil que estaba sobre la mesa. Después encogió los hombros, como si con aquel gesto diese a entender que nadie es capaz de escoger su pasado.

– Nunca me habías contado eso -dijo Julia, y el sonido de su voz le pareció una absurda intrusión, fuera de lugar en aquel silencio.

César tardó un poco en responder. La luz de la pantalla de pergamino iluminaba sólo parte de su rostro, dejando la otra mitad en sombra. Eso acentuaba las arrugas en torno a los ojos y la boca, realzando el perfil aristocrático, la nariz fina y el mentón del anticuario, como un nítido cuño de medalla antigua.

– Mal hubiera podido hablarte de lo que no existía -murmuró con suavidad, y sus ojos, o quizá el brillo de éstos amortiguado en la penumbra, se posaron por fin en los de la joven-. Durante cuarenta años me apliqué cuidadosamente a la tarea de creer que así era -la sonrisa adquirió ahora un matiz burlón, dirigido sin duda hacia sí mismo-. No volví a jugar al ajedrez, ni siquiera a solas. Nunca.

Julia movió la cabeza, asombrada. A duras penas lograba creer todo aquello.

– Tú estás enfermo.

La carcajada fue breve y seca. La luz se reflejaba ahora en los ojos del anticuario, que parecían de hielo.

– Me decepcionas, princesa. Al menos de ti esperaba el honor de no caer en recursos fáciles -miró pensativo su boquilla de marfil-. Te aseguro que estoy cuerdo. ¿Cómo, si no, habría podido construir tan minuciosamente los detalles de esta bella historia?

– ¿Bella? -lo miró, estupefacta-. Estamos hablando de Álvaro, y de Menchu… ¿Bella historia, dices? -se estremeció de horror y desprecio-. ¡Por el amor de Dios! ¿De qué maldita cosa estás hablando?

El anticuario sostuvo su mirada, imperturbable y después se volvió a Muñoz, como en demanda de auxilio.

– Hay aspectos… estéticos -dijo-. Factores extraordinariamente originales que no podemos simplificar de modo tan superficial. El tablero no es sólo blanco y negro. Hay planos superiores desde los que contemplar los hechos. Planos objetivos -los miró con una súbita desolación que parecía sincera-. Confiaba en que os habríais dado cuenta.

– Sé lo que quiere decir -comentó Muñoz, y Julia se volvió a mirarlo, sorprendida. El jugador de ajedrez seguía inmóvil, de pie en mitad del salón, con las manos en los bolsillos de la gabardina arrugada. En un extremo de la boca había aparecido aquella vaga mueca, su apenas esbozada sonrisa, indefinible y distante.

– ¿Lo sabe? -exclamó Julia-. ¿Qué mierda puede saber usted?

Apretó los puños, indignada, conteniendo el aliento que resonaba en sus oídos como el de un animal al término de una larga carrera. Pero Muñoz permaneció imperturbable, y Julia observó cómo César le dirigía una tranquila mirada de agradecimiento.

– No me equivoqué al escogerlo -dijo el anticuario-. Y lo celebro.

Muñoz no quiso responder. Se limitó a mirar a su alrededor, los cuadros, muebles y objetos de la habitación, asintiendo despacio con la cabeza, como si de todo aquello extrajese misteriosas conclusiones. Al cabo de unos instantes señaló a Julia con un gesto del mentón.

– Creo que ella tiene derecho a conocer toda la historia.

– También usted, querido -apuntó César.

– También yo. Aunque aquí sólo oficio como testigo.

No había censura o amenaza en sus palabras. Era como si el jugador de ajedrez conservase una absurda neutralidad. Una neutralidad imposible, pensó Julia, porque habrá un momento, tarde o temprano, en que se agotarán las palabras y será necesario tomar una decisión. Sin embargo -concluyó, aturdida por la sensación de irrealidad de la que no lograba liberarse- ese momento parecía aún demasiado lejano.

– Empecemos, entonces -dijo, y al escuchar- se comprendió, con insospechado alivio, que retornaba la serenidad perdida. Miró a César con dureza-. Háblanos de Álvaro.

El anticuario hizo un gesto afirmativo.

– Álvaro -repitió, en voz baja-. Pero antes debo referirme al cuadro… -compuso de pronto un mohín de fastidio, como si hubiese olvidado algún deber de elemental cortesía-. Aún no os he ofrecido nada, y eso es imperdonable. ¿Tomaréis algo?

Nadie respondió. César fue hasta un antiguo arcón de roble que utilizaba como mueble bar.

– Vi ese cuadro por primera vez un día que estuve en tu casa, Julia. ¿Recuerdas?… Lo habían llevado unas horas antes y estabas alegre como una chiquilla. Durante casi una hora te observé mientras lo estudiabas con todo detalle, explicándome las técnicas que pensabas aplicar para, cito literalmente, convertirlo en el más bello trabajo de tu carrera -al tiempo que hablaba, César escogió un vaso estrecho, de valioso cristal tallado, y puso hielo, ginebra y zumo de limón-. Me maravilló verte feliz, y la verdad, princesa, es que yo también lo era -se volvió con el vaso en la mano y, tras probar cautamente la mezcla, pareció satisfecho-. Pero lo que no te dije en aquel momento… Bueno. La verdad es que incluso ahora resulta difícil expresarlo con palabras… Tú estabas maravillada por la belleza de la imagen, el equilibrio de la composición, el color y la luz. Yo también, pero por causas distintas. Aquel tablero de ajedrez, los jugadores inclinados sobre las piezas, la dama que leía junto a la ventana, habían despertado en mí el eco dormido de la vieja pasión. Imagina mi sorpresa cuando, creyéndola olvidada, zas, la vi retornar como un cañonazo. Me sentí a un tiempo febril y aterrado; parecía que acabase de rozarme el soplo de la locura.

El anticuario calló un instante, y la mitad de su boca que permanecía iluminada compuso una mueca maliciosamente íntima, como si hallara especial placer en saborear aquel recuerdo.

– No se trataba sólo de ajedrez -continuó-. Sino de la sensación personal, profunda, de ese juego como lazo con la vida y la muerte, entre la realidad y el ensueño… Y mientras tú, Julia, hablabas de pigmentos y barnices, yo escuchaba apenas, sorprendido por el estremecimiento de placer y de exquisita angustia que me recorría el cuerpo, sentado junto a ti en el sofá, mirando no lo que Pieter van Huys pintó sobre la tabla flamenca, sino lo que aquel hombre, aquel maestro genial, tenía en la mente mientras pintaba.

– Y resolviste que el cuadro tenía que ser tuyo…

César miró a la joven con irónica reconvención.

– No simplifiques, princesa -bebió un breve sorbo del vaso y esbozó una sonrisa que reclamaba indulgencia-. Lo que resolví de pronto fue que me era imprescindible agotar la pasión. No se vive para nada una larga vida como la mía. Sin duda por eso yo capté en el acto, no el mensaje, que estaba en clave como después se demostró, sino el hecho cierto de que allí había un enigma fascinante y terrible. Tal vez, fíjate que idea, el enigma que, por fin, me daba la razón.

– ¿La razón?

– Sí. El mundo no es tan simple como quieren hacernos creer. Los contornos son imprecisos, los matices cuentan. Nada es negro o blanco; el mal puede ser un disfraz del bien o la belleza, y viceversa, sin que una cosa excluya la otra. Un ser humano puede amar y traicionar a la persona amada, sin que por eso pierda realidad su sentimiento. Se puede ser padre, hermano, hijo y amante al mismo tiempo; víctima y verdugo… Pon los ejemplos que gustes. La vida es una aventura incierta en un paisaje difuso, de límites en continuo movimiento, donde las fronteras son artificiales; donde todo puede acabar y empezar de nuevo a cada instante, o terminar de golpe, como un hachazo inesperado, para siempre jamás. Donde la única realidad absoluta, compacta, indiscutible y definitiva, es la muerte. Donde sólo somos un pequeño relámpago entre dos noches eternas y donde, princesa, tenemos muy poco tiempo.

– ¿Y qué tiene que ver eso con la muerte de Álvaro?

– Todo tiene que ver con todo -César levantó una mano pidiendo paciencia-. Además, la vida es una sucesión de hechos que se encadenan unos a otros, a veces sin que medie la voluntad… -miró el contenido del vaso al trasluz, como si flotase allí la continuación de su razonamiento-. Entonces, me refiero a aquel día en tu casa, Julia, decidí averiguar todo lo referente al cuadro. Y lo mismo que tú, la primera persona que me vino al pensamiento fue Álvaro… Jamás lo quise; ni cuando estabais juntos ni después. Con la importante diferencia de que yo jamás perdoné a ese miserable haberte hecho sufrir como lo hizo…

Julia, que había sacado otro cigarrillo, detuvo el gesto a medio camino, mirando a César con sorpresa.

– Ése era asunto mío -dijo-. No tuyo.

– Te equivocas. Era asunto mío. Álvaro había ocupado un lugar que yo jamás podría ocupar. En cierta forma -el anticuario vaciló un instante, sonriendo con amargura- era mi rival. El único hombre capaz de apartarme de ti.

– Todo había terminado entre él y yo… Es absurdo relacionar una cosa con la otra.

– No tan absurdo; pero dejemos la cuestión. Yo lo odiaba, y punto. Naturalmente, esa no es razón para matar a nadie. De ser así, te aseguro que no habría esperado tanto para hacerlo… Este mundo nuestro, el del arte y los anticuarios, es muy limitado. Álvaro y yo habíamos tenido algún contacto profesional de vez en cuando; eso era inevitable. Nuestras relaciones no podían calificarse de cálidas, por supuesto; pero a veces el dinero y el interés hacen extraños compañeros de cama. La prueba es que tú misma, al plantearte el problema del Van Huys, acudiste a él… El caso es que fui a verlo y le pedí un informe del cuadro. No por amor al arte, desde luego. Ofrecí una cifra razonable. Tu ex, que en paz descanse, siempre fue un chico caro. Carísimo.

– ¿Por qué no me dijiste nada de eso?

– Hubo varias razones. La primera es que no deseaba ver reanudarse vuestra relación, ni siquiera en lo profesional. Nunca podemos tener la certeza de que bajo las cenizas no queden rescoldos… Pero había algo más. El cuadro se relacionaba con sentimientos demasiado íntimos -señaló con un gesto el ajedrez de marfil sobre la mesita de juego-. Con una parte de mí a la que yo había creído renunciar para siempre. Un rincón en el que a nadie, ni siquiera a ti, princesa, podía permitirle entrar. Eso habría significado abrir la puerta a cuestiones que nunca tendría el valor de discutir contigo -miró a Muñoz, que escuchaba en silencio, manteniéndose aparte-. Supongo que nuestro amigo podría ilustrarte bien sobre el tema. ¿No es cierto? El ajedrez como proyección del ego, la derrota como frustración de la líbido y cosas así, tan deliciosamente cochinas… Esos movimientos largos y profundos, en diagonal, de alfiles deslizándose por el tablero -pasó la punta de la lengua por el filo de su vaso y se estremeció suavemente-. En fin. El viejo Sigmund habría tenido mucho que decir sobre eso.

Suspiró en homenaje a sus propios fantasmas. Después hizo un lento brindis en dirección a Muñoz y, sentándose en una butaca, cruzó las piernas con desenvoltura.

– No entiendo -insistió la joven- qué tiene que ver todo esto con Álvaro.

– Al principio, poca cosa -reconoció el anticuario-. Yo sólo quería una información histórica sencillita. Algo que, como te he dicho, estaba dispuesto a pagar bien. Pero las cosas se complicaron cuando también tú decidiste acudir a él… Eso no era grave, en principio. Pero Álvaro, haciendo gala de una prudencia profesional digna de encomio, se abstuvo de comentarte mi interés, pues yo había exigido máxima discreción…

– ¿Y no le extrañó que tú investigases el cuadro a mis espaldas?

– En absoluto. Y si fue así, no dijo nada. Tal vez creyó que yo quería darte una sorpresa, aportando datos nuevos… O quizá pensó que yo te preparaba una jugarreta -César reflexionó seriamente-. Y ahora que lo pienso, la verdad es que sólo por eso habría merecido que lo mataran.

– Intentó alertarme. El Van Huys está de moda últimamente, dijo.

– Infame hasta el final -opinó César-. Con esa fácil advertencia se cubría ante ti, sin quedar mal conmigo. Nos satisfacía a todos, cobraba el dinero y, además, mantenía una puerta abierta para rememorar tiernas escenas de antaño… -enarcó una ceja mientras soltaba una breve risa-. Pero te estaba contando lo que ocurrió entre Álvaro y yo -miró el interior de su vaso-. A los dos días de mi entrevista con él, fuiste a decirme que el cuadro tenía una inscripción oculta. Procuré disimular lo mejor que pude, pero me produjo el efecto de una corriente eléctrica; confirmaba mis intuiciones sobre la existencia de un misterio. Me di cuenta en el acto de que también significaba muchísimo dinero, multiplicar la cotización del Van Huys, y recuerdo que así te lo dije. Aquello, unido a la historia del cuadro y sus personajes, abría perspectivas que en ese momento juzgué maravillosas: tú y yo compartiendo la investigación, adentrándonos en la resolución del enigma. Era como en los viejos tiempos, ¿te das cuenta? Como buscar un tesoro, pero esta vez un tesoro real. Para ti la fama, Julia. Tu nombre en publicaciones especializadas, en los libros de arte. Para mí… Digamos que eso ya lo justificaba todo; pero además, adentrarme en aquel juego suponía un complejo reto personal. Lo que sí te aseguro es que la ambición no contaba en esto para nada. ¿Me crees?

– Te creo.

– Lo celebro. Porque sólo así podrás interpretar lo que ocurrió después -César hizo tintinear el hielo, y pareció que el sonido le ayudaba a ordenar los recuerdos-. Cuando te marchaste, llamé a Álvaro y quedamos en que yo pasaría por su casa al mediodía. Fui sin malas intenciones; y confieso que temblaba de pura excitación. Álvaro me contó lo que había averiguado. Comprobé, satisfecho, que ignoraba la existencia de la inscripción oculta, y me guardé muy bien de ponerlo al corriente. Todo fue de perlas hasta que empezó a hablar de ti. Entonces, princesa, el panorama cambió por completo…

– ¿En qué sentido?

– En todos.

– Me refiero a lo que dijo Álvaro de mí.

César se movió en el sillón, aparentando incomodidad, y tardó un poco en responder, de mala gana:

– Tu visita le había causado una fuerte impresión… O al menos eso dio a entender. Comprendí que habías removido peligrosamente viejos sentimientos, y que a Álvaro no le hubiera desagradado que las cosas volvieran a ser como antes -hizo una pausa y frunció el ceño-. Reconozco, Julia, que aquello me irritó de un modo que no eres capaz de imaginar. Álvaro había arruinado dos años de tu vida y yo estaba allí, frente a él, escuchando cómo planeaba descaradamente volver a irrumpir en ella… Le dije, sin rodeos, que te dejara en paz. Me miró como si yo fuese una vieja y entrometida mariquita, y empezamos a discutir. Te ahorro detalles, pero fue muy desagradable. Me acusó de meterme en lo que no me importaba.

– Y tenía razón.

– No. Tú me importabas, Julia. Me importas más que nada en el mundo.

– No seas absurdo. Jamás habría vuelto con Álvaro.

– Yo no estoy seguro de eso. Sé perfectamente lo que ese canalla significó para ti… -sonrió burlonamente al vacío, como si el espectro de Álvaro, ya inofensivo, estuviese allí, mirándolos-. Entonces, mientras discutíamos, sentí que el viejo odio renacía en mí; me subía a la cabeza como uno de tus vasos de vodka caliente. Era, hija mía, un odio como no recordaba haber sentido nunca; un buen y sólido odio, deliciosamente latino. Así que me levanté y creo que perdí un poco la compostura, insultándolo con un escogido repertorio de verdulera, el que reservo para las grandes ocasiones… Primero se mostró sorprendido por mi explosión. Después encendió la pipa y se me rió en la cara. Su relación contigo, dijo, había fracasado por mi culpa. Yo era el responsable de que no te hubieras hecho adulta. Mi presencia en tu vida, que calificó de enfermiza y obsesiva, te había impedido siempre volar sola. «Y lo peor de todo», añadió con una sonrisa insultante, «es que, en el fondo, de quien Julia siempre ha estado enamorada es de ti, que simbolizas el padre que casi no llegó a conocer… Y así le va.» Después de decir eso, Álvaro metió una mano en el bolsillo del pantalón, le dio unas chupadas a la pipa y me miró entre bocanadas de humo. «Lo vuestro», concluyó, «no es más que un incesto no consumado… Afortunadamente eres homosexual».

Julia cerró los ojos. César había dejado la última frase flotando en el aire y guardaba un silencio que la joven, avergonzada y confusa, no se atrevía a romper. Cuando ella reunió el suficiente valor para mirarlo de nuevo, el anticuario hizo un gesto evasivo con los hombros, como si lo que pudiera seguir contando ya no fuese responsabilidad suya.

– Con esas palabras, princesa, Álvaro firmó su sentencia de muerte… Seguía fumando allí tranquilamente, ante mí, pero en realidad ya estaba muerto. No por lo que había dicho, a fin de cuentas una opinión tan respetable como cualquier otra, sino por lo que su juicio me revelaba a mí mismo, como si acabara de descorrer una cortina que, durante años, me hubiese mantenido ausente de la realidad. Quizá porque confirmaba ideas que yo mantenía alejadas en el rincón más oscuro de mi cabeza, negándome siempre a proyectar sobre ellas la luz de la razón y de la lógica…

Se interrumpió, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo, y miró a Julia y después a Muñoz con aire indeciso. Por fin sonrió de un modo equívoco, tímido y algo perverso a un tiempo, antes de llevarse de nuevo el vaso a los labios en busca de un corto sorbo.

– Entonces sentí una súbita inspiración -Julia comprobó que el gesto de beber había borrado de sus labios la extraña sonrisa-… Y ante mis ojos, oh prodigio, como en los cuentos de hadas, apareció todo un plan. Cada pieza de las que se habían estado agitando en desorden encontraba su lugar exacto, el matiz preciso. Álvaro, tú, yo, el cuadro… Enlazaba también con la parte oscura de mí mismo, con los ecos lejanos, las sensaciones olvidadas, las pasiones adormecidas… Todo se definió en pocos segundos como un gigantesco tablero de ajedrez en el que cada persona, cada idea, cada situación, tenía su correspondiente símbolo en cada pieza, su lugar exacto en el tiempo y en el espacio… Aquella era la Partida con mayúscula, el gran juego de mi vida. Y de la tuya. Porque todo estaba allí, princesa: el ajedrez, la aventura, el amor, la vida y la muerte. Y al final de todo te erguías tú, libre de todo y de todos, bella y perfecta, reflejada en el más puro espejo de la madurez. Tenías que jugar al ajedrez, Julia; eso era inevitable. Tenías que matarnos a todos para, por fin, ser libre.

– Santo Dios…

El anticuario hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Dios no tiene nada que ver con esto… Te aseguro que cuando me acerqué a Álvaro y le di en la nuca con el cenicero de obsidiana que tenía sobre la mesa, ya no lo odiaba. Aquello no fue otra cosa que un desagradable trámite. Enojoso, pero necesario.

Estudió su mano derecha detenidamente, con curiosidad. Parecía evaluar la capacidad de infligir la muerte que se encerraba en aquellos dedos largos y pálidos, de cuidadas uñas, que con tan elegante indolencia sostenían en ese momento el vaso de ginebra.

– Cayó como un fardo -concluyó en tono objetivo, al terminar su examen-. Se vino abajo sin un gemido, plaf, todavía con la pipa entre los dientes. Luego, en el suelo… Bueno. Me aseguré de que estaba debidamente muerto, con otro golpe mejor calculado. Al fin y al cabo, las cosas se hacen bien, o no se hacen… El resto ya lo conoces: la ducha y todo lo demás fueron simples toques artísticos. Brouillez les pistes, decía Arsenio Lupin… Aunque Menchu, que en paz descanse, lo habría atribuido, sin duda, a Coco Chanel. La pobre -bebió un corto sorbo a la memoria de Menchu antes de quedarse mirando al vacío-. El caso es que borré mis huellas con un pañuelo y me llevé el cenicero por si acaso, arrojándolo a un cubo de basura lejos de allí… Está feo que yo lo diga, princesa, pero para ser primeriza, mi mente funcionó de una forma admirablemente criminal. Antes de irme recogí el informe sobre el cuadro, que Álvaro pensaba haberte entregado en tu casa, y escribí a máquina la dirección en un sobre.

– También cogiste un puñado de sus tarjetas de cartulina blanca…

– No. Ese detalle fue ingenioso, pero se me ocurrió más tarde. Ya no era cosa de volver a por ellas; así que compré otras iguales en una papelería. Pero eso fue días después. Antes tenía que planificar la partida; cada movimiento debía ser perfecto. Lo que sí hice, porque estaba citado en tu casa a última hora del día siguiente, fue asegurarme de que recibías el resto del informe. Era imprescindible que conocieras todos los detalles del cuadro.

– Entonces recurriste a la mujer del impermeable…

– Sí. Y en ese punto debo confesarte una cosa. No ejerzo de travestí, ni maldita la gracia que me hace… Alguna vez, sobre todo cuando era joven, llegué a disfrazarme por pura diversión. Como si se tratara de Carnaval o algo así. Siempre solo y ante un espejo… -en este punto, César hizo un mohín de complacida evocación, malicioso e indulgente consigo mismo-. A la hora de hacerte llegar el sobre, repetir la experiencia me pareció divertido. Era como un viejo capricho, ¿comprendes? Una especie de desafío, si queremos verlo desde un punto de vista… heroico. Ver si era capaz de engañar a la gente jugando a decir, en cierto modo, la verdad o parte de ella… Así que fui de compras. Un caballero de aire distinguido que adquiere un impermeable, un bolso, zapatos de tacón bajo, una peluca rubia, medias y un vestido, no despierta sospechas si lo hace con los modales adecuados, en unos grandes almacenes llenos de gente, indudablemente para su esposa. El resto lo hizo un buen afeitado y maquillaje que, lo confieso sin rubor alguno a estas alturas, de eso sí tenía en casa. Nada exagerado, ya me conoces. Sólo un toque discreto. En la agencia de mensajeros nadie sospechó lo más mínimo. Y reconozco que fue una experiencia divertida… e instructiva.

Suspiró largamente el anticuario, con estudiada melancolía. Después ensombreció el gesto.

– En realidad -añadió, y su tono se había hecho ahora menos frívolo- todo eso era la parte que podemos considerar lúdica del asunto… -miró a Julia con ensimismada fijeza, como si escogiera las palabras ante un auditorio más solemne e invisible, en el que creyese necesario causar buena impresión-. Lo “realmente” difícil venía ahora. Yo tenía que orientarte del modo adecuado, tanto hacia la resolución del misterio, primera parte del juego, como hacia la segunda, mucho más peligrosa y complicada… El problema residía en que, oficialmente, yo no jugaba al ajedrez; teníamos que progresar juntos en la investigación del cuadro, pero me encontraba atado de manos para ayudarte. Era horrible. Tampoco podía jugar contra mí mismo; necesitaba un adversario. Alguien de talla. Así que no tuve más remedio que buscar un Virgilio que te guiase en la aventura. Era la última pieza que me faltaba disponer sobre el tablero.

Apuró el resto de la bebida, depositando el vaso sobre la mesa. Después extrajo un pañuelo de seda de la manga de su batín para secarse con esmero los labios. Por fin miró a Muñoz, dirigiéndole una sonrisa amistosa.

– Ahí fue donde, previa consulta con mi vecino el señor Cifuentes, director del Club Capablanca, decidí escogerlo a usted, amigo mío.

Muñoz movió la cabeza de arriba abajo, una sola vez. Si meditaba sobre lo dudoso de aquel honor, se abstuvo de comentarlo. Sus ojos, a los que las sombras creadas por la escasa iluminación de la pantalla parecían hundir aún más en sus cuencas, miraban con curiosidad al anticuario.

– Usted nunca dudó que yo ganaría -apuntó en voz baja.

César le dirigió un irónico saludo, quitándose un sombrero imaginario.

– Nunca, en efecto -confirmó-. Además de su talento como ajedrecista, que resultó evidente apenas lo vi situarse ante el Van Huys, yo estaba dispuesto a suministrarle, queridísimo, una serie de jugosas claves que, correctamente interpretadas, lo llevarían a desvelar el segundo enigma: el del jugador misterioso -chasqueó la lengua complacido, como si paladease un manjar exquisito-. Reconozco que usted me impresionó. A decir verdad, me impresiona todavía. Esa forma tan deliciosamente suya de analizar todos y cada uno de los movimientos, el método de aproximación a base de ir descartando todas las hipótesis improbables, sólo puede calificarse de magistral.

– Usted me abruma -comentó Muñoz, inexpresivo, y Julia fue incapaz de averiguar si el comentario encerraba sinceridad o ironía. César había echado hacia atrás la cabeza y modulaba una teatral y silenciosa carcajada de placer.

– Debo decirle -apuntó con mueca equívoca, casi coqueta- que sentirme poco a poco acorralado por usted llegó a convertirse en una genuina excitación, se lo aseguro. Algo… casi físico, si me permite el término. Aunque usted no sea exactamente mi tipo -estuvo absorto unos instantes, como si intentase situar a Muñoz en una categoría determinada, y después pareció desistir del intento-. Ya en las últimas jugadas comprendí que me estaba convirtiendo en el único sospechoso posible. Y usted sabía que yo lo sabía… No creo errar si digo que fue a partir de ese momento cuando empezamos a sentirnos más próximos, ¿verdad?… La noche que pasamos sentados en un banco frente a la casa de Julia, velando con ayuda de mi petaca de coñac, mantuvimos una larga conversación sobre los rasgos psicológicos del asesino. Usted ya estaba casi seguro de que su adversario era yo. Lo escuché con suma atención mientras desarrollaba, como respuesta a mis preguntas, la relación de todas las hipótesis conocidas sobre la patología del ajedrez… Salvo una, la correcta. Una que usted no mencionó jamás hasta hoy, y que sin embargo conocía perfectamente. Ya sabe a qué me refiero.

Muñoz movió otra vez la cabeza de arriba abajo, con tranquilo gesto afirmativo. César señaló a Julia.

– Usted y yo lo sabemos, pero ella no. O al menos no del todo. Habría que explicárselo.

La joven miró al jugador de ajedrez.

– Sí -dijo, sintiéndose cansada y llena de una irritación que incluía a Muñoz-. Tal vez debiera usted explicarme de qué están hablando, porque empiezo a estar harta de este maldito compadreo.

El ajedrecista mantenía los ojos fijos en César.

– La índole matemática del ajedrez -respondió, sin inmutarse por el malhumor de Julia- le da a este juego un carácter peculiar. Algo que los especialistas definirían como sádico-anal… Ya sabe a qué me refiero: el ajedrez como lucha cerrada entre dos hombres, donde intervienen palabras como agresión, narcisismo, masturbación… Homosexualidad. Ganar es vencer al padre o a la madre dominantes, situarse arriba. Perder es caer derrotado, someterse.

César levantó un dedo, reclamando atención.

– Salvo que la victoria -apuntó, cortés- suponga exactamente eso.

– Sí -convino Muñoz-. Salvo que la victoria consista precisamente en demostrar la paradoja, infligiéndose a sí mismo la derrota -miró un momento a Julia-. Belmonte tenía razón, después de todo.

La partida, como el cuadro, se acusaba a sí misma. El anticuario le dirigió una sonrisa admirada, casi feliz.

– Bravo -dijo-. Inmortalizarse en la propia derrota, ¿no es cierto?… Como el viejo Sócrates al beber la cicuta -se volvió hacia Julia con aire triunfal-. Nuestro querido Muñoz, princesa, sabía todo esto hace días, y sin embargo no dijo una palabra a nadie; ni a ti, ni a mí. Y yo, modestamente, comprendí que mi adversario estaba en el buen camino al verme aludido por omisión. En realidad, cuando se entrevistó con los Belmonte y pudo por fin descartarlos como sospechosos, ya no le cupo duda sobre la identidad del enemigo. ¿Me equivoco?

– No se equivoca.

– ¿Me permite una pregunta algo personal?

– Hágala, y sabrá si la contesto o no.

– ¿Qué sintió al dar con la jugada correcta?… ¿Cuándo supo que era yo?

Muñoz reflexionó un momento.

– Alivio -dijo-. Me habría decepcionado que fuera otro.

– ¿Decepcionado por equivocarse respecto a la identidad del jugador misterioso?… No quisiera exagerar mis propios méritos, pero eso tampoco era tan evidente, mi querido amigo. Incluso para usted era muy difícil. A varios de los personajes de esta historia ni siquiera los conocía, y sólo hemos estado juntos un par de semanas. Contaba únicamente con su tablero de ajedrez como instrumento de trabajo…

– No me ha entendido -respondió Muñoz-. Yo deseaba que fuera usted. Me caía bien.

Julia los miraba con la incredulidad pintada en el rostro.

– Celebro veros hacer tan buenas migas -dijo, sarcástica-. Luego, si os apetece, podemos irnos a tomar una copa mientras nos damos palmaditas en el hombro unos a otros, contándonos lo mucho que nos hemos reído con todo esto -movió bruscamente la cabeza, intentando recobrar el sentido de la realidad-. Es increíble, pero tengo la sensación de estar de más aquí.

César le dirigió una mirada de desolado afecto.

– Hay cosas que tú no puedes entender, princesa.

– ¡No me llames princesa!… Y te equivocas del todo. Lo entiendo perfectamente. Y ahora soy yo quien va a hacerte una pregunta: ¿Qué habrías hecho aquella mañana, en el Rastro, si yo me hubiera subido al coche para ponerlo en marcha, sin fijarme en el spray y en la tarjeta, con aquel neumático convertido en una bomba?

– Eso es ridículo -César parecía ofendido-. Yo jamás hubiera dejado que tú…

– ¿Aún a riesgo de delatarte?

– Sabes que sí. Muñoz lo dijo hace un momento: Jamás corriste peligro… Esa mañana todo estaba calculado: el disfraz listo en un pequeño cuartucho con doble salida que tengo alquilado como almacén, mi cita previa con el proveedor, una cita real, pero que solventé en pocos minutos… Me vestí a toda prisa, anduve hasta el callejón, arreglé el neumático y puse la tarjeta y el envase vacío. Después me detuve ante la vendedora de imágenes para que se fijara en mí, regresé al almacén y, hop, tras el cambio de indumentaria y maquillaje, acudí a mi cita contigo en el café… Convendrás en que todo fue impecable.

– Asquerosamente impecable, en efecto.

El anticuario hizo un gesto de reprobación.

– No seas vulgar, princesa -la miró con una ingenuidad insólita de puro sincera-. Esos horribles adverbios no llevan a ninguna parte.

– ¿Por qué tanto trabajo para atemorizarme?

– Se trataba de una aventura, ¿no?… Era necesario que flotara la amenaza. ¿Imaginas una aventura de la que el miedo esté ausente?… Yo no podía ofrecerte ya las historias que te emocionaban cuando niña. Así que inventé para ti la más extraordinaria que pude imaginar. Una aventura que no olvidarás en lo que te queda de vida.

– De eso no te quepa duda.

– Misión cumplida, entonces. Lucha de la razón frente al misterio, destrucción de fantasmas que te encadenaban… ¿Te parece poco? Y a eso añádele el descubrimiento de que el Bien y el Mal no están delimitados como en los cuadros blancos y negros de un tablero -miró a Muñoz antes de sonreír de soslayo, como si se estuviera refiriendo a un secreto que ambos compartían-. Todos los escaques son grises, hija mía, matizados por la conciencia del Mal como resultado de la experiencia; del conocimiento de lo estéril y a menudo pasivamente injusto que puede llegar a ser lo que llamamos Bien. ¿Recuerdas a mi admirado Settembrini, el de “La montaña mágica”?… La maldad, decía, es el arma resplandeciente de la razón contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.

Julia miraba con atención el rostro del anticuario, iluminado a medias por la lámpara. En ciertos momentos parecía que sólo una mitad, la visible o la que estaba en sombra, era la que hablaba, limitándose la otra a asistir como testigo. Y se preguntó cuál de las dos era más real.

– Aquella mañana, cuando asaltamos el Ford azul, yo te amaba, César.

Instintivamente se había dirigido a la mitad iluminada; pero la respuesta vino de la parte oscurecida por las sombras:

– Lo sé. Y eso basta para justificarlo todo… Yo ignoraba qué hacía allí aquel coche; su aparición me intrigaba tanto como a ti. Incluso mucho más, por razones obvias; nadie le había dado vela en el entierro, y valga el dudoso chiste, querida -movió dulcemente la cabeza, evocador-. He de reconocer que esos pocos metros, tú con la pistola y yo con mi patético atizador de chimenea en la mano, y el asalto a aquellos dos imbéciles antes de saber que eran esbirros del inspector-jefe Feijoo… -agitó las manos, como si le faltasen las palabras-. Fue algo maravilloso de verdad. Te miraba caminar en línea recta hacia el enemigo, con el ceño fruncido y los dientes apretados, valerosa y terrible como una furia vengativa, y sentía, te lo juro, junto a mi propia excitación, un orgullo soberbio. «He aquí una mujer de una pieza», pensé, admirado… Si tu carácter hubiera sido otro, inestable o frágil, jamás te habría sometido a esta prueba. Pero te he visto nacer, y te conozco. Tenía la certeza de que ibas a emerger renovada; más dura y fuerte.

– A un precio muy alto, ¿no crees? Álvaro, Menchu… Tú mismo.

– Ah, sí; Menchu -el anticuario hizo memoria, como si le costase recordar a quién se refería Julia-. La pobre Menchu, envuelta en un juego que era demasiado complejo para ella… -pareció recordar por fin y arrugó la frente-. En cierta forma, aquello fue una brillante improvisación, valga la inmodestia. Yo te había telefoneado a primera hora de la mañana, para ver en qué terminaba todo. Fue Menchu quien se puso al teléfono y dijo que no estabas. Parecía tener prisa en colgar, ahora sabemos por qué. Esperaba a Max para realizar el absurdo plan del robo del cuadro. Yo lo ignoraba, naturalmente. Pero apenas dejé el teléfono, vi mi propia jugada: Menchu, el cuadro, tu casa… Media hora después llamaba al timbre, bajo la identidad de la mujer del impermeable. Al llegar a ese punto, César hizo un gesto divertido, como si animase a Julia a extraer insólitas facetas humorísticas de la situación que narraba.

– Siempre te dije, princesa -continuó enarcando una ceja, y parecía que se hubiera limitado a contar sin éxito un chiste maloque a tu puerta le hace falta una de esas miras angulares, muy útiles para saber quién llama. Tal vez Menchu no habría abierto a una mujer rubia con gafas de sol. Pero sólo escuchó la voz de César diciendo que traía un mensaje urgente de tu parte. No podía menos que abrir, y así lo hizo -volvió las palmas hacia arriba, y daba la impresión de disculpar a título póstumo el error de Menchu-. Supongo que en ese momento pensó que podía echar a pique su operación con Max, pero la inquietud se convirtió en sorpresa al ver una mujer desconocida en el umbral. Tuve tiempo de observar la expresión de sus ojos, asombrados y muy abiertos, antes de darle un puñetazo en la tráquea. Estoy seguro de que murió sin saber quién la mataba… Cerré la puerta y me dispuse a prepararlo todo cuando, y eso sí que no me lo esperaba, escuché el ruido de una llave en la cerradura.

– Era Max -dijo innecesariamente Julia.

– En efecto. Era ese guapo proxeneta, que subía por segunda vez, eso lo comprendí después, cuando te lo contó todo en la comisaría, para llevarse el cuadro y preparar el incendio de tu casa. Lo que, insisto, era un plan absolutamente ridículo, muy propio, eso sí, de Menchu y de ese imbécil.

– Pude haber sido yo quien abría la puerta. ¿Pensaste en eso?

– Confieso que cuando oí la cerradura no pensé en Max, sino en ti.

– ¿Y qué habrías hecho? ¿Pegarme también un puñetazo en la tráquea?

La miró otra vez con la expresión dolorida de alguien maltratado injustamente.

– Esa es una pregunta -dijo, buscando la respuesta- desproporcionada y cruel.

– No me digas.

– Pues sí te digo. Ignoro cuál habría sido mi reacción exacta, pues lo cierto es que durante un momento me sentí perdido, sin tiempo para pensar en otra cosa que no fuera esconderme… Corrí al cuarto de baño y contuve el aliento, intentando encontrar la forma de salir de allí. Pero a ti no te iba a pasar absolutamente nada. La partida habría terminado antes de tiempo, a la mitad. Eso es todo.

Julia adelantó el labio inferior, incrédula. Sentía escocerle las palabras en la boca.

– No puedo creerte, César. Ya no.

– Que me creas o no, queridísima, no cambia las cosas -hizo un gesto resignado, como si la conversación empezara a fatigarlo-. Y a estas alturas da lo mismo… Lo que cuenta es que no eras tú, sino Max. Lo oí a través de la puerta de baño, diciendo «Menchu, Menchu», aterrado pero sin atreverse a gritar, el infame. Para entonces, yo había recobrado la serenidad. Llevaba en el bolso un estilete que tú conoces, el de Cellini. Y si Max llega a husmear por las habitaciones, se lo habría encontrado de la forma más tonta en mitad del corazón, zas, de golpe y porrazo, apenas abriese la puerta del baño, sin darle tiempo a decir esta boca es mía. Por suerte para él, y también para mí, le faltó valor para fisgonear y prefirió salir corriendo escaleras abajo. Mi héroe.

Se detuvo para suspirar, sin jactancia.

– A eso le debe seguir vivo, el cretino -añadió, levantándose del sillón, y se diría que lamentaba el buen estado de salud de Max. Una vez en pie, miró a Julia y después a Muñoz, que seguían observándolo en silencio, y se movió un poco por la habitación, sobre las alfombras que amortiguaban el sonido de sus pasos:

– Yo habría debido hacer lo que Max: irme de allí a escape, pues ignoraba si estaba a punto de aparecer la policía. Pero se impuso lo que podríamos llamar mi pundonor de artista, así que arrastré a Menchu hasta el dormitorio y… Bueno, ya sabes: arreglé un poco el decorado, seguro de que la factura se la iban a pasar a Max. Apenas me llevó cinco minutos.

– ¿Qué necesidad tenías de hacer lo de la botella?… Fue algo innecesario. Asqueroso y horrible.

El anticuario chasqueó la lengua. Se había detenido ante uno de los cuadros colgados en la pared, el Marte de Luca Giordano, y lo contemplaba como si el dios, enfundado en los brillantes élitros de su anacrónica armadura medieval, fuera quien debiese dar una respuesta.

– Lo de la botella -murmuró sin volverse hacia ellos- fue un detalle complementario… Una inspiración de última hora.

– Que nada tenía que ver con el ajedrez -apuntó Julia, y su voz sonaba cortante como una navaja de afeitar-. Más bien un ajuste de cuentas. Con todas nosotras.

El anticuario no dijo nada. Seguía mirando el cuadro en silencio.

– No he oído tu respuesta, César. Y solías tener respuestas para todo.

Se volvió despacio hacia ella. Esta vez su mirada no reclamaba indulgencia ni apuntaba ironía, sino que era lejana, inescrutable.

– Después -dijo por fin en tono ausente, y parecía no haber escuchado a Julia- tecleé la jugada en tu máquina de escribir, envolví el cuadro embalado por Max, y salí con él bajo el brazo. Eso es todo.

Había hablado con voz neutra, desprovista de entonación, como si la conversación ya careciese de interés para él. Pero Julia estaba lejos de considerar zanjado el asunto.

– ¿Por qué matar a Menchu?… Entrabas y salías de casa con toda libertad. Hubo otras mil formas de robar el cuadro.

Aquello devolvió una chispa de animación a los ojos del anticuario.

– Te veo empeñada, princesa, en darle al robo del Van Huys una importancia desmedida… En realidad no fue sino un detalle más, porque en todo esto unas cosas se, complementan con otras. Algo así como rizar el rizo -reflexionó buscando los términos adecuados-. Menchu debía morir por varias razones: algunas no vienen ahora a cuento y otras sí. Digamos que van desde las puramente estéticas, y ahí nuestro amigo Muñoz descubrió de modo asombroso la relación entre el apellido de Menchu y la torre comida en el tablero, hasta otras causas de índole más profunda… Yo lo había organizado todo para liberarte de ataduras e influencias perniciosas, para cortar todos tus vínculos con el pasado. Menchu, para su desgracia, con su estupidez innata y su vulgaridad, era uno de esos vínculos, como también lo había sido Álvaro.

– ¿Y quién te atribuyó el poder de distribuir a tu antojo la vida y la muerte?

Sonrió mefistofélico el anticuario.

– Me lo atribuí yo solo; por mi cuenta. Y disculpa si eso suena a impertinencia… -pareció recordar la presencia del ajedrecista-. En cuanto al resto de la partida, tenía poco tiempo… Muñoz olfateaba como un sabueso tras mi pista. Un par de jugadas más y me señalaría con el dedo. Pero estaba seguro de que nuestro querido amigo no iba a intervenir hasta hallarse absolutamente convencido. Por otra parte, él ya tenía la certeza de que no corrías peligro… También es un artista, a su modo. Por eso me dejó hacer, mientras buscaba pruebas que confirmasen sus conclusiones analíticas… ¿Voy bien, amigo Muñoz?

El jugador movió despacio la cabeza, como única respuesta. César se había acercado a la mesita donde estaba el ajedrez. Después de observar las piezas, cogió la reina blanca delicadamente, como si se tratase de frágil cristal, y la miró largo rato.

– Ayer por la tarde -continuó-, mientras trabajabas en el taller del Prado, llegué al museo diez minutos antes de que cerrasen. Remoloneé un poco por las salas de la planta baja, y puse la tarjeta en el cuadro de Brueghel. Después me fui a tomar un café, hice tiempo y te llamé por teléfono. Nada más.

Lo único que no pude prever es que Muñoz desempolvaría esa vieja revista de ajedrez en la biblioteca del club. Ni yo mismo recordaba su existencia.

– Hay algo que no encaja -dijo de pronto Muñoz, y Julia se volvió hacia él, sorprendida. El ajedrecista miraba fijamente a César con la cabeza inclinada sobre un hombro, y en sus ojos brillaba una luz inquisitiva, como cuando se le veía concentrado sobre el tablero en pos de un movimiento que no acababa por convencerlo del todo-. Usted es un jugador brillante; en eso estamos de acuerdo. O más bien tiene condiciones para serlo. Sin embargo, no creo que haya podido jugar esa partida del modo en que lo ha hecho… Sus combinaciones fueron demasiado perfectas, inconcebibles en alguien que ha estado sin tocar un tablero durante cuarenta años. En ajedrez lo que cuenta es la práctica, la experiencia; así que estoy seguro de que nos ha mentido. O durante estos años jugó mucho, a solas, o alguien le ha ayudado en esto. Lamento atentar contra su vanidad, César. Pero usted tiene un cómplice.

Nunca, entre ellos, había surgido un silencio tan largo y denso como el que siguió a esas palabras. Julia los miraba desconcertada, incapaz de dar crédito al jugador. Pero cuando estaba a punto de abrir la boca para gritar que aquello era una gigantesca tontería, vio cómo César, cuyo rostro se había convertido en máscara impenetrable, enarcaba por fin una ceja con ironía. La sonrisa que después apareció en sus labios era una mueca de reconocimiento y admiración. Entonces el anticuario cruzó los brazos antes de suspirar profundamente, mientras hacía un gesto afirmativo con la cabeza.

– Amigo mío… -dijo despacio, arrastrando las palabras-. Usted merece algo más que ser un oscuro jugador de fin de semana en un club de barrio -hizo un movimiento de la mano derecha hacia un lado, como si indicase la presencia de alguien que hubiese estado todo el tiempo junto a ellos, en los rincones en sombras de la habitación-. Tengo un cómplice, en efecto. A decir verdad lo tengo, aunque en este caso él puede considerarse a salvo, lejos de cualquier acción de la Justicia. ¿Quiere saber su nombre?

– Espero que usted me lo diga.

– Claro que se lo diré, pues no creo que mi delación lo perjudique mucho -sonrió de nuevo, más ampliamente esta vez-. Espero que no se ofenda usted por reservarme esa pequeña satisfacción, mi respetado amigo. Constituye, créame, un placer comprobar que usted no ha sido capaz de descubrirlo todo. ¿No adivina de quién se trata?

– Confieso que no. Pero estoy seguro de que no es nadie a quien yo conozca.

– En eso tiene razón. Se llama Alfa Pc-1212 y es un ordenador personal que trabaja con un complejo programa de ajedrez de veinte niveles de juego… Lo compré al día siguiente de matar a Álvaro.

Por primera vez desde que lo conocía, Julia vio el asombro pintado en el rostro de Muñoz. El brillo de sus ojos se había apagado y la boca estaba entreabierta en un rictus de estupor.

– ¿No dice nada? -preguntó el anticuario, observándolo con divertida curiosidad.

Muñoz le dirigió una larga mirada, sin responder, y al cabo de un instante ladeó la cabeza hacia Julia.

– Déme un cigarrillo -dijo, en tono opaco.

Ella ofreció su paquete, y el ajedrecista le dió vueltas entre los dedos antes de extraer un pitillo y llevárselo a los labios. Julia se le acercó con un fósforo encendido y él inhaló humo despacio y profundamente, llenándose los pulmones. Parecía hallarse a miles de kilómetros de allí.

– Es duro, ¿verdad? -apuntaba César, riendo suavemente-. Durante todo este tiempo, usted ha estado jugando contra un simple ordenador; una máquina desprovista de emoción y sentimientos… Convendrá conmigo en que se trata de una deliciosa paradoja, muy adecuada para simbolizar los tiempos en que vivimos. El prodigioso jugador de Maelzel tenía dentro un hombre oculto, según Allan Poe… ¿Recuerda? Pero las cosas cambian, amigo mío. Ahora es el hombre quien esconde al autómata -levantó la reina de marfil amarillento que tenía en la mano, mostrándosela, burlón-. Y todo su talento, su imaginación, su extraordinaria capacidad para el análisis matemático, querido señor Muñoz, tienen su equivalencia, como el reflejo irónico en un espejo que devolviese la caricatura de lo que somos, en un sencillo disquete de plástico que cabe en la palma de la mano… Mucho me temo que, igual que Julia, después de esto ya no volverá usted a ser el que era. Aunque en su caso -reconoció con una mueca reflexiva- dudo que salga ganando en el cambio.

Muñoz no respondió. Se limitaba a permanecer allí de pie, otra vez con las manos en los bolsillos de la gabardina y colgándole de los labios el cigarrillo, cuyo humo le hacía entornar los ojos inexpresivos; como un desaliñado detective de película en blanco y negro que se parodiase a sí mismo.

– Lo siento -concluyó César, y parecía sincero. Después devolvió la reina al tablero, con el aire de quien está a punto de concluir una grata velada, y miró a Julia.

– Para terminar -dijo- os enseñaré algo.

Se acercó a una arquimesa de caoba y abrió uno de los cajones, sacando un sobre, grueso y lacrado, y las tres figurillas en porcelana de Bustelli.

– Tuyo es el premio, princesa -sonrió a la joven con un brillo de malicia en los ojos-. Una vez más has logrado desenterrar el tesoro. Ahora puedes hacer con él lo que gustes.

Julia miraba las porcelanas y el sobre, suspicaz.

– No comprendo.

– Lo comprenderás enseguida. Porque durante estas semanas he tenido también tiempo para ocuparme de tus intereses… En este momento, La partida de ajedrez está en el lugar adecuado: la caja de seguridad de un banco suizo, alquilada por una sociedad anónima que no existe más que sobre el papel y está domiciliada en Panamá… Los abogados y banqueros suizos son gente algo aburrida pero muy formal, que no hace preguntas mientras se respete la legislación de su país y se abonen los debidos honorarios -puso el sobre encima de la mesa, cerca de Julia-. De esa sociedad anónima, cuyos títulos están ahí dentro, tú tienes el setenta y cinco por ciento de las acciones; un abogado suizo de quien alguna vez me has oído hablar, Demetrius Ziegler, viejo amigo mío, se ha encargado de todos los trámites. Y nadie, excepto nosotros y una tercera persona de la que luego hablaremos, sabe que en esa caja de seguridad, durante algún tiempo, permanecerá bien embalado el cuadro de Pieter Van Huys… Mientras tanto, la historia de La partida de ajedrez se habrá convertido en el mayor acontecimiento artístico. Todo el mundo, medios informativos, revistas especializadas, explotará el escándalo hasta la saciedad. En un primer cálculo podemos prever una cotización internacional que alcanzará varios millones… De dólares, naturalmente.

Julia miró el sobre y después a César, desconcertada e incrédula.

– Dará igual lo que llegue a valer -murmuró, pronunciando con dificultad las palabras-. No puede venderse un cuadro robado. Ni siquiera en el extranjero.

– Depende a quién y cómo -respondió el anticuario-. Cuando todo esté a punto, digamos un par de meses, el cuadro saldrá de su escondite para aparecer, no en una subasta pública, sino en el mercado clandestino de obras de arte… Terminará colgado en secreto en la lujosa mansión de uno de los numerosos coleccionistas millonarios brasileños, griegos o japoneses que se lanzan como tiburones sobre las obras valiosas, para renegociarlas a su vez o para satisfacer íntimas pasiones relacionadas con el lujo, el poder y la belleza. También es una buena inversión a largo plazo, pues en ciertos países la legislación sobre obras de arte robadas hace prescribir el delito a los veinte años de producirse el hecho… Y tú eres aún deliciosamente joven. ¿No es maravilloso? De todas formas, ése ya no será asunto tuyo. Lo que importa es que ahora, en los próximos meses, durante el itinerario secreto del Van Huys, la cuenta bancaria de tu flamante sociedad panameña, abierta hace dos días en otro honorable banco de Zurich, se verá engrosada en algunos millones de dólares… Tú no tendrás que ocuparte de nada, pues alguien realizará todas esas inquietantes transacciones por ti. De eso me he asegurado bien, princesa. Sobre todo de la imprescindible lealtad de esa persona. Una lealtad mercenaria, dicho sea de paso. Pero tan buena como cualquier otra; incluso mejor. Desconfía siempre de las lealtades desinteresadas.

– ¿Quién es? ¿Tu amigo suizo?

– No. Ziegler es un abogado metódico y eficiente, pero no domina hasta ese punto el tema. Por eso he recurrido a alguien con los contactos adecuados, con una espléndida ausencia de escrúpulos y lo bastante experto para moverse con soltura en ese complicado mundo subterráneo: Paco Montegrifo.

– Estás de broma.

– Yo no bromeo en cuestiones de dinero. Montegrifo es un curioso personaje que, dicho sea de paso, está un poco enamorado de ti, aunque eso no tenga nada que ver con el asunto. Lo que cuenta es que ese hombre, que es al mismo tiempo un perfecto sinvergüenza y un individuo extraordinariamente hábil, no te jugará jamás una mala pasada.

– No veo por qué. Si tiene el cuadro, adiós muy buenas. Montegrifo es capaz de vender a su madre por una acuarela.

– Sí. Pero a ti no puede. En primer lugar, porque entre Demetrius Ziegler y yo le hemos hecho firmar una cantidad de documentos que no tienen valor legal si se hacen públicos, pues todo este asunto constituye un flagrante delito, pero que son suficientes para probar que eres completamente ajena a todo esto. También para involucrarlo a él si se va de la lengua o juega sucio, hasta el punto de que le caiga encima una busca y captura internacional que no lo deje respirar durante el resto de su vida… Por otra parte, estoy en posesión de ciertos secretos cuya publicidad perjudicaría su reputación, creándole gravísimos problemas con la Justicia. Entre otras cosas, que yo sepa, Montegrifo se ha encargado, al menos en dos ocasiones, de sacar del país y vender ilegalmente objetos del Patrimonio Artístico, que llegaron a mis manos y yo puse en las suyas como intermediario: un retablo del siglo quince, atribuido a Pere Oller y robado en Santa María de Cascalls en mil novecientos setenta y ocho, y aquel famoso Juan de Flandes desaparecido hace cuatro años de la colección Olivares, ¿recuerdas?

– Sí. Pero nunca imaginé que tú…

César hizo una mueca indiferente.

– Así es la vida, princesa. En mi negocio, como en todos, la acrisolada honradez es el camino más seguro para morirse de hambre… Pero no estábamos hablando de mí, sino de Montegrifo. Por supuesto, intentará quedarse con todo el dinero que pueda; eso es inevitable. Pero se mantendrá dentro de límites que no perjudiquen el beneficio mínimo garantizado para tu sociedad panameña, cuyos intereses cuidará Ziegler como un doberman. Una vez concluido el negocio, Ziegler trasvasará automáticamente el dinero de la cuenta bancaria de la sociedad anónima a otra cuenta privada cuyo discreto número te pertenece, y disolverá aquélla para borrar los rastros, destruyendo también toda la documentación menos la referente al pasado turbio de Montegrifo. Esa la conservará para garantizarte la lealtad de nuestro amigo el subastador. Aunque estoy seguro de que, a esas alturas, tal precaución será superflua… Por cierto: mi buen Ziegler tiene instrucciones expresas para desviar un tercio de tus beneficios hacia diversos tipos de inversiones seguras y rentables que blanqueen ese dinero y garanticen, aun en el caso de que te dediques a derrochar alegremente, la solvencia económica para el resto de tu vida. Déjate asesorar sin reservas, porque Ziegler es un buen hombre a quien conozco hace más de veinte años: honrado, calvinista y homosexual. Te descontará escrupulosamente, eso sí, su comisión y los gastos.

Julia, que había escuchado inmóvil, se estremeció. Todo encajaba a la perfección, como las piezas de un increíble rompecabezas. César no había dejado ni un solo cabo suelto. Tras dirigirle al anticuario una larga mirada, dio unos pasos por la habitación, intentando asimilar todo aquello. Demasiado para una sola noche, pensó mientras se detenía ante Muñoz, que la miraba imperturbable, aún con la colilla casi consumida en la boca. Posiblemente, también demasiado para una sola vida.

– Veo -dijo la joven, volviéndose de nuevo hacia el anticuarioque lo has previsto todo… O casi todo. ¿También has pensado en don Manuel Belmonte? Quizá te parezca un detalle sin importancia, pero es el propietario del cuadro.

– También he pensado en eso. Naturalmente, tú puedes tener una loable crisis de conciencia y decidir que no aceptas mi plan. En ese caso no tienes más que decírselo a Ziegler, y el cuadro aparecerá en el lugar adecuado. A Montegrifo le dará un soponcio, pero tendrá que fastidiarse. A fin de cuentas, las cosas quedarían como antes: el cuadro revalorizado con el escándalo y Claymore manteniendo el derecho a la subasta… Pero en caso de que te inclines por el sentido práctico de la vida, tienes argumentos para tranquilizar tu conciencia: Belmonte se desprende del cuadro por dinero; así que, excluido el valor sentimental, queda el económico. Y este se ve cubierto por el seguro. Además, nada te impide, de forma anónima, hacerle llegar la indemnización que juzgues oportuna. Tendrás dinero de sobra para eso. En cuanto a Muñoz…

– Pues sí -dijo el jugador de ajedrez-. La verdad es que tengo curiosidad por saber qué pasa conmigo.

César lo miró, socarrón.

– A usted, queridísimo, le ha tocado la lotería.

– No me diga.

– Pues sí se lo digo. En previsión de que el segundo caballo blanco sobreviviese a la partida, me tomé la libertad de vincularlo documentalmente a la sociedad, con el veinticinco por ciento de las acciones. Lo que, entre otras cosas, le permitirá a usted comprarse camisas limpias y jugar al ajedrez, digamos en las Bahamas, si le apetece.

Muñoz se llevó la mano a la boca y cogió entre los dedos el resto del cigarrillo, que se había apagado. Lo contempló brevemente para dejarlo caer después, con gesto deliberado, sobre la alfombra.

– Lo encuentro muy generoso por su parte -dijo.

César miró la colilla en el suelo y después al ajedrecista.

– Es lo menos que puedo hacer. De algún modo hay que comprar su silencio; y además se lo ha ganado con creces… Digamos que es mi modo de compensar la jugarreta del ordenador.

– ¿Y se le ha ocurrido pensar que yo puedo negarme a participar en esto?

– Pues sí. La verdad es que se me ha ocurrido. Es un tipo extraño, considerándolo bien. Pero ése ya no es asunto mío. Usted y Julia son ahora socios, así que arréglenlo solos. Yo tengo otras cosas en qué pensar.

– Quedas tú, César -dijo Julia.

– ¿Yo? -el anticuario sonrió. Dolorosamente, creyó ver la joven-. Mi querida princesa, yo tengo muchos pecados que purgar y muy poco tiempo disponible -señaló el sobre lacrado sobre la mesa-. Ahí tienes también una detallada confesión en la que figura toda la historia de cabo a rabo, excepto, naturalmente, nuestra combinación suiza. Tú, Muñoz, y de momento Montegrifo, quedáis limpios como una patena. En cuanto al cuadro, explico con todo detalle su destrucción por razones personales y sentimentales. Estoy seguro de que, tras sesudo examen de esa confesión, los psiquiatras de la policía dictaminarán mi peligrosa esquizofrenia.

– ¿Piensas irte al extranjero?

– Ni hablar. Lo único que hace deseable tener un sitio a donde ir, es que eso permite hacer un viaje. Pero yo soy demasiado viejo. Por otra parte, tampoco me seduce la cárcel, o un manicomio. Debe de ser algo incómodo, con todos esos enfermeros corpulentos y atractivos dándole a uno duchas frías y cosas así. Me temo que no, querida. Tengo cincuenta años largos y ya no estoy para ese tipo de emociones. Además, hay otro pequeño detalle.

Julia lo miró, sombría.

– ¿Qué detalle?

– ¿Has oído hablar -César hizo una mueca irónica- de una cosa que se llama Síndrome de Nosecuántos Adquirido, algo que parece estar grotescamente de moda?… Pues lo mío es un caso terminal. Dicen.

– Estás mintiendo.

– En absoluto. Te aseguro que lo llaman así: terminal, como esas lóbregas estaciones del metro.

Julia cerró los ojos. De repente, todo cuanto había alrededor pareció desvanecerse, y en su conciencia sólo quedó un sonido apagado y sordo, como el de una piedra al caer en el centro de un estanque. Cuando volvió a abrirlos, sus párpados estaban llenos de lágrimas.

– Estás mintiendo, César. Tú no. Dime que mientes.

– Ya quisiera yo, princesa. Te aseguro que me encantaría poder decirte que todo ha sido una broma de mal gusto. Pero la vida es muy capaz de gastarle a uno esa clase de faenas.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

El anticuario desdeñó la pregunta con un lánguido gesto de la mano, como si el tiempo hubiese dejado de importarle.

– Dos meses, más o menos. Empezó con la aparición de un pequeño tumor en el recto. Algo bastante desagradable.

– Nunca me dijiste nada.

– ¿Por qué había de hacerlo?… Disculpa si parezco poco delicado, querida, pero mi recto siempre ha sido cosa mía.

– ¿Cuánto te queda?

– No demasiado; seis o siete meses, creo. Y dicen que se adelgaza una barbaridad.

– Entonces te mandarán a un hospital. No irás a la cárcel. Ni siquiera al manicomio, como tú dices.

César movió la cabeza, con serena sonrisa.

– No iré a ninguno de esos tres sitios, queridísima. ¿Te imaginas qué horror, morir de semejante vulgaridad?… Ah, no. Ni hablar. Me niego. Ahora a todo el mundo le ha dado por irse de lo mismo, así que reivindico, al menos, el derecho a hacer mutis dándole un cierto toque personal al asunto… Debe de ser terrible llevarse como última imagen de este mundo un frasco de suero intravenoso colgado sobre tu cabeza, con las visitas pisándote el tubo de oxígeno o algo por el estilo… -miró a su alrededor, los muebles, tapices y cuadros de la habitación-. Prefiero reservarme un final florentino, entre los objetos que amo. Una salida así, discreta y dulce, va más con mis gustos y mi carácter.

– ¿Cuándo?

– Dentro de un rato. Cuando tengáis la bondad de dejarme solo.


Muñoz aguardaba en la calle, apoyado en la pared y con el cuello de la gabardina subido hasta las orejas. Parecía absorto en secretas reflexiones; y cuando Julia salió del umbral y llegó a su lado, tardó en levantar la mirada hacia ella.

– ¿Cómo piensa hacerlo? -preguntó.

– Ácido prúsico. Tiene una ampolla guardada desde hace años -sonrió amargamente-. Dice que un pistoletazo es más heroico, pero que le dejaría en la cara una desagradable expresión de sobresalto. Prefiere tener buen aspecto.

– Comprendo.

Julia encendió un cigarrillo. Lo hizo despacio, con deliberada lentitud.

– Hay una cabina telefónica aquí cerca, a la vuelta de la esquina… -miró a Muñoz con expresión ausente-. Me ha pedido que le concedamos diez minutos antes de llamar a la policía.

Echaron a andar por la acera, el uno junto al otro, bajo la luz amarillenta de las farolas. Al final de la calle desierta, un semáforo cambiaba alternativamente del verde al ámbar, y después al rojo. El último destello iluminó a Julia, marcándole sombras irreales y profundas en el rostro.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Muñoz. Había hablado sin mirarla, manteniendo la vista fija en el suelo, ante sí. Ella se encogió de hombros.

– Depende de usted.

Entonces, por primera vez, Julia oyó reír a Muñoz. Era una risa profunda y suave, algo nasal, que parecía brotarle de muy adentro. Durante una fracción de segundo, la joven tuvo la impresión de que era uno de los personajes del cuadro, y no el jugador de ajedrez, quien la hacía sonar junto a ella.

– Su amigo César tiene razón -dijo Muñoz- Necesito camisas limpias.

Julia acarició con los dedos las tres figuras de porcelana -Octavio, Lucinda y Scaramouche- que llevaba en el bolsillo de la gabardina, junto al sobre lacrado. El frío de la noche le cortaba los labios, helando lágrimas en sus ojos.

– ¿Dijo algo más antes de quedarse solo? -preguntó Muñoz.

Ella se encogió otra vez de hombros. «Nec sum adeo informis… No soy tan feo… Me he visto últimamente en la orilla, cuando el mar estaba sereno…» Había sido muy propio de César citar a Virgilio cuando ella se volvía por última vez, ya en el umbral, para abarcar con una mirada el salón en penumbra, los tonos oscuros de los viejos cuadros en las paredes, el tenue reflejo tamizado por la pantalla de pergamino sobre la superficie de los muebles, el marfil amarillento, el dorado en los lomos de los libros. Y César en contraluz, de pie en el centro del salón, sin poderse distinguir ya sus facciones; silueta delgada y nítida como el perfil de una medalla o un camafeo antiguo, y su sombra proyectada sobre los arabescos rojos y ocres de la alfombra, casi rozando los pies de Julia. Y el carillón que sonó en el mismo instante en que ella cerraba la puerta como si fuese la losa de una tumba, igual que si todo estuviera previsto de antemano y cada uno hubiese interpretado a conciencia el papel asignado en la obra, que concluía sobre el tablero a la hora exacta, cinco siglos después del primer acto, con la precisión matemática del último movimiento de la dama negra.

– No -murmuró en voz baja, sintiendo que la imagen se alejaba despacio, hundiéndose en la profundidad de su memoria-. En realidad no dijo nada.

Muñoz levantó el rostro, como un perro flaco y desgarbado que husmease el cielo oscuro sobre sus cabezas, y sonrió con retorcido afecto.

– Lástima -dijo-. Habría sido un excelente jugador de ajedrez.


El eco de sus pasos resuena en el claustro vacío, bajo las bóvedas que ya inundan las sombras. Los últimos rayos de sol poniente llegan casi horizontales, amortiguados por las celosías de piedra, tiñendo de resplandor rojizo los muros del convento, las hornacinas vacías, las hojas de hiedra que amarillea el otoño enroscadas en los capiteles -monstruos, guerreros, santos, animales mitológicosbajo los graves arcos góticos que circundan el jardín invadido por la maleza. El viento, que anuncia los fríos que vienen del norte precediendo al invierno, ulula afuera, al ascender por la ladera de la colina agitando ramas en los árboles, y arranca sonidos de piedra centenaria a las gárgolas y aleros del tejado, balanceando los bronces del campanario, donde una veleta chirriante y oxidada señala contumaz hacia un sur quizá luminoso, lejano e inaccesible.

La mujer enlutada se detiene junto a una pintura mural desconchada por el tiempo y la humedad, de cuyos colores originales apenas quedan algunos restos: el azul de una túnica, el ocre del dibujo. Una mano truncada a la altura de la muñeca cuyo índice señala un cielo inexistente, un Cristo cuyas facciones se confunden con el yeso desmenuzado de la pared; un rayo de sol, o de luz divina, ya sin origen ni destino, suspendido entre cielo y tierra, segmento de claridad amarilla absurdamente congelado en el tiempo y en el espacio, al que los años y la intemperie hacen desvanecerse poco a poco hasta extinguirlo, o borrarlo, como si jamás hubiese estado allí. Y un ángel de boca inexistente y ceño fruncido, como el de un juez o un verdugo, del que sólo se adivinan, entre los restos de pintura, unas alas manchadas de cal, un fragmento de túnica y una espada de contornos imprecisos.

La mujer enlutada aparta las tocas negras que le cubren la parte superior del rostro y mira durante largo rato los ojos del ángel. Desde hace dieciocho años se detiene aquí cada día a la misma hora y observa los estragos con los que el tiempo roe los rasgos de esa pintura. Así ha ido viéndola borrarse poco a poco, como una lepra que arranque la carne a trozos, que haga desvanecerse los contornos del ángel, fundiéndolos con el yeso sucio de la pared, con las manchas de humedad que abolsan los colores, cuartean y desprenden las imágenes. Allí donde ella vive no hay espejos; la regla en que profesó, o tal vez la obligaron a profesar -su memoria tiene cada vez más espacios en blanco, como la pintura de la pared- los prohíbe. Hace dieciocho años que no ve su propio rostro, y para ella es aquel ángel, que sin duda alguna vez poseyó bellos rasgos, la única referencia exterior del paso del tiempo en sus facciones: pintura desconchada en lugar de arrugas, trazos desvaídos en vez de piel marchita. A veces, en momentos de lucidez que llegan como una ola lamiendo la arena de una playa, y a los que se aferra con desesperación intentando fijarlos en su memoria confusa, atormentada por fantasmas, cree recordar que tiene cincuenta y cuatro años.

De la capilla llega, amortiguado por el espesor de los muros, un coro de voces que cantan las alabanzas de Dios antes de dirigirse al refectorio. La mujer enlutada tiene dispensa de asistir a algunos oficios, y a esa hora se la deja pasear sola por el claustro desierto, como sombra oscura y silenciosa. De su cintura pende un largo rosario de madera ennegrecida que hace tiempo no desgrana. El lejano canto religioso se confunde con el silbar del viento.

Cuando reanuda su camino y llega junto a la ventana, el sol agonizante es una mancha de claridad rojiza comprimida en la distancia, bajo las nubes color de plomo que bajan del norte. Al pie de la colina hay un lago ancho y gris, con reflejos de color acero. La mujer apoya las manos, secas y huesudas, en el alféizar de la ventana -una ventana ojival; otra vez, como cada tarde, los recuerdos retornan sin piedad- y siente cómo el frío de la piedra asciende por sus brazos y se le aproxima lenta, peligrosamente, al gastado corazón. La acomete una tos desgarrada que sacude su cuerpo frágil, minado por la humedad de tantos inviernos, atormentado por la reclusión, la soledad y la intermitente memoria. Ya no escucha los cantos de la capilla, ni el sonido del viento. Ahora es la música monótona y triste de una mandolina que emerge entre las brumas del tiempo, y el horizonte hostil y otoñal se desvanece ante sus ojos para dibujar, como en la pintura de un cuadro, otro paisaje: una suave llanura ondulada de la que emerge en la distancia, recortándose en el cielo azul como trazada por delicado pincel, la fina silueta de un campanario. Y de pronto le parece escuchar el rumor de dos hombres sentados a una mesa, el eco de una risa. Y piensa que, si se vuelve a mirar atrás, se verá a sí misma sentada en un escabel con un libro en el regazo, y al levantar los ojos encontrará el destello de un gorjal de acero y de un Toisón de Oro. Y un anciano de barba gris le sonreirá mientras, con un pincel en la mano, traza sobre una tabla de roble, con la parsimonia y la sabiduría de su oficio, la imagen eterna de aquella escena.

Por un instante, el viento desgarra la capa de nubes; y un postrer reflejo de luz, al reverberar en las aguas del lago, ilumina el rostro envejecido de la mujer, deslumbrando sus ojos claros y fríos, casi apagados. Después, al extinguirse, el viento parece aullar con más fuerza y mueve las tocas negras, que se agitan como alas de un cuervo. Entonces vuelve a sentir ese dolor punzante que le roe las entrañas, junto al corazón. Un dolor que paraliza medio cuerpo y ningún remedio consigue aliviar. Que le hiela los miembros, la respiración.

El lago ya no es sino una mancha opaca bajo las sombras. Y la mujer enlutada, que en el mundo se llamó Beatriz de Borgoña, sabe que ése que llega del norte será su último invierno. Y se pregunta si, en el lugar oscuro al que se dirige, habrá misericordia suficiente para borrarle los últimos jirones de la memoria.


La Navata

Abril de 1990


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