«Las piezas del ajedrez eran despiadadas. Lo retenían y absorbían. Había horror en esto, pero también la única armonía. Porque, ¿qué existe en el mundo además del ajedrez?»
V. Nabokov
Muñoz sonrió a medias, con aquel gesto mecánico y distante que parecía no comprometerlo a nada, ni siquiera al intento de inspirar simpatía.
– Así que se trataba de eso -dijo en voz baja, ajustando su paso al de Julia.
– Sí -caminaba con la cabeza inclinada, absorta. Después sacó una mano del bolsillo de la cazadora para apartarse el cabello de la cara-. Ahora conoce usted toda la historia… Tiene derecho, supongo. Se lo ha ganado.
El ajedrecista miró ante sí, reflexionando sobre aquel derecho recién adquirido.
– Ya veo -murmuró.
Caminaron en silencio, sin prisa, el uno junto al otro. Hacía frío. Las calles más estrechas y cerradas aún estaban a oscuras, y la luz de las farolas se reflejaba a trechos en el asfalto mojado, con relumbres de barniz fresco. Poco a poco, las sombras en los rincones más abiertos se iban suavizando con la claridad plomiza que cuajaba despacio, al extremo de la avenida, donde las siluetas de los edificios, recortadas en el contraluz, pasaban del negro al gris.
– ¿Y hay alguna razón especial -preguntó Muñoz- para que me haya ocultado hasta ahora el resto de la historia?
Ella lo observó de soslayo antes de responder. No parecía ofendido sino vagamente interesado, mirando con aire ausente la calle vacía ante ellos, con las manos en los bolsillos de la gabardina y el cuello subido hasta las orejas.
– Pensé que tal vez no quisiera complicarse la vida.
– Comprendo.
El estrépito de un camión de la basura los saludó al doblar una esquina. Muñoz se detuvo un momento para ayudarla a pasar entre dos cubos vacíos.
– ¿Y qué piensa hacer ahora? -preguntó.
– No sé. Terminar la restauración, supongo. Y escribir un largo informe con esta historia. Gracias a usted seré un poco famosa.
Muñoz escuchaba distraído, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.
– ¿Y qué pasa con la investigación policial?
– Al final encontrarán un asesino, si es que lo hay. Siempre lo hacen.
– ¿Sospecha de alguien?
Julia se echó a reír.
– Cielo santo, claro que no -meditó sobre eso con una mueca-. Al menos eso espero… -miró al jugador de ajedrez-. Imagino que investigar un crimen que puede no serlo, es muy parecido a lo que usted hizo con el cuadro.
Muñoz curvó los labios en su media sonrisa.
– Todo es cuestión de lógica, supongo -respondió-. Y tal vez eso sea común a un ajedrecista y un detective… -entornó los ojos, y Julia no podía saber si hablaba en serio o en broma-. Dicen que Sherlock Holmes jugaba al ajedrez.
– ¿Lee novelas policiacas?
– No. Aunque lo que suelo leer se parece un poco a eso.
– ¿Por ejemplo?
– Libros de ajedrez, por supuesto. También juegos matemáticos, problemas de lógica… Cosas así.
Cruzaron la avenida desierta. Al llegar a la otra acera Julia observó de nuevo a su acompañante, con disimulo. No parecía un hombre de extraordinaria inteligencia. Por lo demás, dudaba que las cosas le hubiesen ido demasiado bien en la vida. Viéndolo caminar con las manos en los bolsillos, el ajado cuello de la camisa y las grandes orejas asomando sobre la gabardina vieja, daba la impresión de no ser sino lo que era: un oscuro oficinista, cuya única fuga de la mediocridad era el mundo de combinaciones, problemas y soluciones que el ajedrez podía ofrecerle. Lo más curioso en él era la mirada que se apagaba al apartarse del tablero; aquella forma de inclinar la cabeza igual que si algo le pesara demasiado en las vértebras del cuello, ladeándola; como si de esa forma intentase que el mundo exterior se deslizara por su lado sin rozarlo más que lo necesario. Recordaba un poco a los soldados prisioneros que caminaban con la cabeza baja en los viejos documentales de guerra. Era el suyo el aire inequívoco del derrotado antes de la batalla; de quien cada día abre los ojos y se despierta vencido.
Y, sin embargo, había algo más. Al explicar una jugada, siguiendo el retorcido hilo de la trama, en Muñoz despuntaba el destello fugaz de algo sólido, incluso brillante. Como si, a pesar de su apariencia, en el interior latiese un extraordinario talento lógico, matemático, o del género que fuera, que daba aplomo, autoridad indiscutible a sus palabras y gesto.
Le habría gustado conocerlo mejor. Comprendió que lo ignoraba todo de él, salvo que jugaba al ajedrez y era contable. Pero ya resultaba demasiado tarde. El trabajo había terminado, y sería difícil encontrarse de nuevo.
– Ha sido la nuestra una extraña relación -dijo en voz alta.
Muñoz dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si buscase confirmación a aquellas palabras.
– Ha sido la relación habitual en ajedrez… -respondió-. Usted y yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida -sonrió de nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada-. Llámeme cuando quiera volver a jugar.
– Usted me desconcierta -dijo ella espontáneamente-. De veras.
Se detuvo y la miró, sorprendido. Ya no sonreía.
– No comprendo.
– Tampoco yo, si se trata de eso -Julia vaciló un poco, insegura del terreno por el que se movía-. Usted parece dos personas distintas; tímido y retraído a veces, con una especie de conmovedora torpeza… Pero basta que haya de por medio cualquier relación con el ajedrez para que aparente una seguridad pasmosa.
– ¿Y bien? -inexpresivo, el ajedrecista parecía aguardar el resto del razonamiento.
– Y eso, nada más -titubeó, algo avergonzada por su propia indiscreción, y después se burló de sí misma con una mueca-. Imagino que es absurdo, a estas horas de la mañana. Disculpe.
Estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos de la gabardina, su nuez prominente sobre el cuello desabrochado de la camisa y precisando un buen afeitado, la cabeza algo inclinada hacia la izquierda, como si reflexionase sobre lo que acababa de oír. Pero ya no parecía desconcertado.
– Ya veo -elijo, e hizo un gesto con el mentón, dando a entender que se hacía cargo, aunque Julia no lograba establecer exactamente de qué. Después miró detrás de ella, como si esperase a alguien que le trajese una palabra olvidada. Y entonces hizo algo que la joven recordaría siempre con estupor. Allí mismo, en un instante, con sólo media docena de frases, tan desapasionado y frío como si se estuviera refiriendo a una tercera persona, le resumió su vida, o Julia creyó que así lo hacía. Ocurrió, para estupefacción de la joven, en un instante, sin pausas ni inflexiones, con la misma precisión que Muñoz utilizaba para comentar los movimientos de ajedrez. Y cuando terminó, quedando de nuevo en silencio, y sólo entonces, la vaga sonrisa retornó a sus labios como si aquel gesto implicara una suave burla para sí mismo, para el hombre descrito segundos antes y hacia el que, en el fondo, el jugador de ajedrez no sentía compasión ni desdén, sino una especie de solidaridad desengañada y comprensiva. Y Julia se quedó allí, frente a él, sin saber qué decir durante un largo rato, preguntándose cómo diablos aquel hombre poco aficionado a las palabras había sido capaz de explicárselo todo con tanta nitidez. Y así supo de un niño que jugaba mentalmente al ajedrez en el techo de su dormitorio cuando el padre lo castigaba por descuidar sus estudios; y supo de mujeres capaces de desmontar con minuciosidad de relojero los resortes que mueven a un hombre; y supo de la soledad venida al socaire del fracaso y la ausencia de esperanza. Todo aquello lo vio Julia de golpe, sin tiempo para considerarlo siquiera, y al final, qué resultó ser casi el principio, no estaba muy segura de qué parte de todo ello le había sido contada por él, y qué parte imaginada por ella misma. Suponiendo, después de todo, que Muñoz hubiese hecho algo más que hundir un poco la cabeza entre los hombros y sonreír como el gladiador cansado, indiferente a la dirección, arriba o abajo, en que se mueve el pulgar que decidirá su suerte. Y cuando el jugador de ajedrez dejó de hablar por fin, si es que alguna vez lo hizo, y la luz grisácea del amanecer le aclaraba la mitad del rostro dejando la otra mitad en sombras, Julia supo con exactitud perfecta lo que significaba para aquel hombre el pequeño rincón de sesenta y cuatro escaques blancos y negros: el campo de batalla en miniatura donde se desarrollaba el misterio mismo de la vida, del éxito y del fracaso, de las fuerzas terribles y ocultas que gobiernan el destino de los hombres.
En menos de un minuto supo todo eso. Y también el significado de aquella sonrisa que nunca terminaba por asentarse del todo en sus labios. E inclinó despacio la cabeza, porque era una joven inteligente y había comprendido; y él miró al cielo y dijo que hacía mucho frío. Después, ella sacó el paquete de cigarrillos, ofreciéndole uno, y él aceptó, y esa fue la primera y penúltima vez que vio a Muñoz fumar. Entonces echaron a andar de nuevo para acercarse hasta la puerta de Julia. Estaba decidido que aquel era el punto donde el ajedrecista saldría de la historia, así que alargó una mano para estrechar la suya y decir adiós. Pero en ese momento la joven miró el interfono y vio un pequeño sobre, como el de una tarjeta de visita, doblado en la rejilla junto a su timbre. Y cuando lo abrió y extrajo la tarjeta de cartulina que había dentro, supo que Muñoz no podía marcharse aún. Y que iban a ocurrir unas cuantas cosas, ninguna de ellas buena, antes de que le permitieran hacerlo.
– No me gusta -dijo César, y Julia percibió un temblor en los dedos que sostenían la boquilla de marfil-. No me gusta nada que un loco ande suelto por ahí, jugando contigo a Fantomas.
Pareció que las palabras del anticuario fueran señal para que todos los relojes de la tienda diesen, uno tras otro o simultáneamente, en diversos tonos que iban desde el suave murmullo hasta los graves acordes de los pesados relojes de pared, los cuatro cuartos y las nueve campanadas. Pero la coincidencia no hizo sonreír a Julia. Miraba la Lucinda de Bustelli, inmóvil dentro de su urna de cristal, y se sentía tan frágil como ella.
– A mí tampoco me gusta. Pero no estoy segura de que podamos elegir.
Apartó los ojos de la porcelana para dirigirlos hacia la mesa de estilo Regencia sobre la que Muñoz había desplegado su pequeño tablero de ajedrez, reproduciendo en él, una vez más, la posición de las piezas en la partida del Van Huys.
– Ojalá cayese en mis manos ese canalla -murmuraba César, dirigiéndole una nueva ojeada suspicaz a la tarjeta que Muñoz sostenía por un ángulo, como si se tratara de un peón que no sabía dónde situar-. Como broma rebasa lo ridículo…
– No es una broma -objetó Julia-. ¿Olvidas al pobre Álvaro?
– ¿Olvidarlo? -el anticuario se llevó la boquilla a los labios, exhalando el humo con nerviosa brusquedad-. ¡Qué más quisiera yo!
– Y, sin embargo, tiene sentido -dijo Muñoz.
Se lo quedaron mirando. Ajeno al efecto de sus palabras, el ajedrecista seguía con la tarjeta entre los dedos y se apoyaba en la mesa, sobre el tablero. Aún no se había quitado la gabardina, y la luz que entraba por la vidriera emplomada daba un tono azul a su mentón sin afeitar, resaltando los cercos de insomnio bajo los ojos cansados.
– Amigo mío -le dijo César, a medio camino entre la incredulidad cortés y cierto irónico respeto-. Celebro que sea capaz de encontrarle sentido a todo esto.
Muñoz se encogió de hombros, sin prestarle atención al anticuario. Era evidente que se centraba en el nuevo problema, en el jeroglífico de la pequeña tarjeta:
Tb3?… Pd7-d5Æ
Todavía durante un momento Muñoz observó las cifras, cotejándolas con la posición de las piezas en el tablero. Después alzó los ojos hacia César, para terminar posándolos en Julia.
– Alguien -y con aquel alguien la joven sintió un escalofrío, como si acabaran de abrir una puerta cercana e invisible- parece interesado en la partida de ajedrez que se juega en ese cuadro… -entornó los ojos e hizo un gesto de asentimiento, como si por alguna oscura razón pudiera intuir los móviles del misterioso aficionado-. Sea quien sea, conoce el desarrollo de la partida y sabe, o imagina, que hemos resuelto su secreto hacia atrás. Porque propone seguir moviendo hacia adelante; continuar el juego a partir de la posición que las piezas ocupan en el cuadro.
– Está usted de broma -dijo César.
Durante un incómodo silencio, Muñoz miró con fijeza al anticuario.
– Yo nunca bromeo -dijo por fin, como si hubiese estado considerando la conveniencia de precisar aquello-. Y menos cuando se trata de ajedrez -hizo el gesto de golpear con el índice la tarjeta-. Le aseguro que es exactamente eso lo que hace: proseguir la partida en el punto en que la dejó el pintor.
Miren el tablero:
– … Observen -Muñoz indicó la cartulina-. Tb3?… Pd7-d5Æ. Ese Tb3 significa que las blancas mueven la torre que está en B5 y la llevan a B3. Lo acompaña un signo de interrogación, que yo interpreto como que se nos sugiere ese movimiento. Eso permite deducir que nosotros jugamos con blancas y el adversario con negras.
– Muy apropiado -comentó César-. En el fondo es adecuadamente siniestro.
– No sé si es siniestro o dejar de serlo, pero es exactamente lo que hace. Nos dice: «yo juego con negras y os invito a mover esa torre a B3»… ¿Comprenden? Si aceptamos el juego, tenemos que mover como nos sugiere, aunque podríamos escoger otra jugada más oportuna. Por ejemplo, comernos el peón negro que está en B7 con el peón blanco de A6… O la torre blanca de B6… -se detuvo un instante, absorto, como si su mente se hubiera internado automáticamente por las posibilidades que ofrecía la combinación que acababa de mencionar, y después parpadeó, retornando con visible esfuerzo a la situación real-. Nuestro adversario da por sentado que aceptamos su reto y hemos movido la torre blanca a B3, para proteger nuestro rey blanco de un posible movimiento lateral hacia la izquierda de la dama negra y, al mismo tiempo, con esa torre apoyada por la otra torre y el caballo blanco, amenazar de mate al rey negro que está en la casilla A4… Y de todo esto deduzco que le gusta el riesgo.
Julia, que seguía sobre el tablero las explicaciones de Muñoz, levantó los ojos hacia el ajedrecista. Estaba segura de haber detectado en sus palabras un rastro de admiración hacia el jugador desconocido.
– ¿Por qué dice eso?… ¿Cómo puede saber lo que le gusta y lo que no?
Muñoz hundió la cabeza entre los hombros, mordiéndose el labio inferior.
– No sé -respondió tras un titubeo-. Cada uno juega al ajedrez según es. Creo que ya les expliqué eso una vez -puso la tarjeta sobre la mesa, junto al tablero-. Pd7-d5Æ significa que las negras escogen ahora jugar avanzando el peón que tienen en D7 a D5, y amenazan con un jaque al rey blanco… Esa crucecita junto a las cifras significa jaque. Traducido: estamos en peligro. Un peligro que podemos evitar comiéndonos ese peón con el blanco que está en E4.
– Sí -dijo César-. En lo que se refiere a las jugadas, de acuerdo. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con nosotros… ¿Qué relación hay entre esas jugadas y la realidad?
Muñoz hizo un gesto ambiguo, como si le estuviesen pidiendo demasiado. Julia vio que los ojos del jugador de ajedrez buscaban los suyos, desviándose apenas un segundo después.
– No sé cuál es la relación exacta. Tal vez se trata de un aviso, de una advertencia. Eso no puedo saberlo… Pero la siguiente jugada lógica de las negras, tras serles comido el peón en D5, sería dar un nuevo jaque al rey blanco, llevando el caballo negro que está en D1 a B2… Así las cosas, sólo hay una jugada que puedan hacer las blancas para evitar el jaque, manteniendo al mismo tiempo su posición de cerco al rey negro: comerse el caballo negro con la torre blanca. La torre que está en B3 se come el caballo en B2. Observen ahora la posición en el tablero:
Se quedaron los tres en silencio, inmóviles, estudiando la nueva posición de las piezas. Julia comentaría más tarde que en aquel momento, mucho antes de comprender el significado del jeroglífico, presintió que el tablero había dejado de ser una simple sucesión de cuadros blancos y negros para convertirse en un terreno real que representaba el curso de su propia vida. Y como si el tablero se hubiera tornado espejo, descubrió algo familiar en la pequeña pieza de madera que representaba a la reina blanca, en su casilla E1, patéticamente vulnerable en la proximidad amenazadora de las piezas negras.
Pero fue César el primero que se dio cuenta.
– Dios mío -dijo. Y aquello sonó tan extraño en sus agnósticos labios que Julia lo miró, alarmada. El anticuario tenía los ojos fijos en el tablero y la mano que sostenía la boquilla detenida a escasos centímetros de la boca, como si la comprensión le hubiese llegado de golpe, paralizando el gesto apenas iniciado.
Volvió Julia a mirar el tablero mientras sentía la sangre batirle sordamente en las muñecas y las sienes. No era capaz de ver más que la indefensa reina blanca, pero sentía el peligro como un pesado lastre sobre su espalda. Entonces levantó los ojos hacia Muñoz en demanda de auxilio, y vio que el jugador de ajedrez movía pensativo la cabeza, mientras una profunda arruga vertical le dividía la frente. Después, la sonrisa vaga que ella había visto otras veces le rozó un instante los labios, pero no había rastro de humor en ella. Era una mueca fugaz, algo resentida; la de quien, muy a su pesar, se ve forzado a reconocer el talento de un adversario. Y Julia sintió estallar un miedo oscuro, intenso, pues comprendió que incluso Muñoz estaba impresionado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, incapaz de reconocer su propia voz. Los escaques del tablero se movían ante sus ojos.
– Ocurre -dijo César, cambiando una grave mirada con Muñoz- que el movimiento de la torre blanca enfila ahora a la reina negra… ¿No es eso?
El jugador de ajedrez inclinó el mentón, en señal de asentimiento.
– Sí -dijo al cabo de un instante-. En la partida, la dama negra, que antes estaba a salvo, queda al descubierto… -se detuvo un momento; aventurarse por el camino de las interpretaciones extraajedredísticas era algo en lo que no parecía moverse a sus anchas-. Eso puede significar que el jugador invisible nos comunica algo: su certeza de que el misterio del cuadro ha sido resuelto. La dama negra…
– Beatriz de Borgoña -murmuró la joven.
– Sí. Beatriz de Borgoña. La dama negra que, según parece, ya mató una vez.
Las últimas palabras de Muñoz quedaron en el aire como si no esperasen respuesta. César, que había permanecido en silencio, alargó la mano y deshizo delicadamente la brasa de su cigarrillo en un cenicero, con el gesto meticuloso de quien necesita hacer algo para mantenerse en contacto con la realidad. Después miró a su alrededor como si en alguno de los muebles, cuadros u objetos de su tienda de antigüedades se hallase la respuesta a las preguntas que todos se formulaban.
– La coincidencia es absolutamente increíble, queridos míos -dijo-. Esto no puede ser real.
Alzó las manos y las dejó caer a los costados, en un gesto de impotencia. Muñoz se limitó a encoger hoscamente los hombros bajo la arrugada gabardina.
– Aquí no hay coincidencia que valga. Quien ha planeado esto es un maestro.
– ¿Y qué pasa con la reina blanca? -preguntó Julia.
Muñoz sostuvo unos segundos su mirada y movió una mano hacia el tablero, deteniéndola sólo a unos centímetros de la pieza, como si no se atreviera a tocarla. Después señaló con el dedo índice la torre negra en C1.
– Pasa que puede ser comida -dijo con calma.
– Ya veo -Julia se sentía decepcionada; había creído experimentar una impresión más fuerte cuando alguien confirmase sus aprensiones en voz alta-. Si lo he entendido bien, el hecho de haber descubierto el secreto del cuadro, es decir la culpabilidad de la dama negra, se refleja en esa jugada de torre a B2… Y la dama blanca está en peligro, pues debió retirarse a lugar seguro en vez de andar por ahí complicándose la vida. ¿Es la moraleja, señor Muñoz?
– Más o menos.
– Pero todo ocurrió hace cinco siglos -protestó César-. Sólo la mente de un loco…
– Tal vez se trate de un loco -opinó Muñoz, ecuánime-. Pero jugaba, o juega, condenadamente bien al ajedrez.
– Y puede haber matado otra vez -añadió Julia-. Ahora, hace unos días, en el siglo veinte. A Álvaro.
César levantó una mano escandalizado, como si aquello fuese una inconveniencia.
– Alto ahí, princesa. Nos estamos liando. Ningún asesino sobrevive cinco siglos. Y un simple cuadro es incapaz de matar.
– Según se mire.
– Te prohíbo decir barbaridades. Y deja de mezclar cosas distintas. Por un lado hay un cuadro y un crimen cometido hace quinientos años… Por otra parte tenemos a Álvaro muerto…
– Y el envío de los documentos.
– Pero nadie ha demostrado aún que quien los envió matase a Álvaro… Hasta es posible que ese desgraciado se rompiera de verdad la crisma en la bañera -el anticuario alzó tres dedos-. En tercer lugar, alguien pretende jugar al ajedrez… Eso es todo. No hay pruebas que relacionen todas esas cosas entre sí.
– El cuadro.
– Eso no es una prueba. Es una hipótesis -César miró a Muñoz-. ¿No es cierto?
El ajedrecista guardaba silencio, renunciando a tomar partido, y César lo miró con rencor. Julia señaló la tarjeta de cartulina sobre la mesa, junto al tablero.
– ¿Queréis pruebas? -dijo de pronto, pues acababa de caer en la cuenta de lo que era aquello-. Aquí hay una que relaciona directamente la muerte de Álvaro con el jugador misterioso… Conozco esas fichas demasiado bien… Son las que usaba Álvaro para trabajar -hizo una pausa para tomar conciencia de sus propias palabras-. Quien lo mató pudo coger también un puñado de tarjetas de su casa -reflexionó un instante y extrajo un Chesterfield del paquete que llevaba en el bolsillo de la cazadora. La irracional sensación de pánico experimentada minutos antes se desvanecía por momentos, sustituyéndola una aprensión más definida, de contornos precisos. No era lo mismo, se dijo a modo de explicación, el miedo al miedo, a lo indefinido y oscuro, que el miedo concreto a morir asesinada a manos de un ser real. Tal vez el recuerdo de Álvaro, de aquella muerte a plena luz y con los grifos abiertos, le aclaraba la mente, despejándola de otros miedos superfluos. Bastante tenía ya con eso.
Se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió, confiando en que el gesto constituyese una demostración de aplomo ante los dos hombres. Después expulsó la primera bocanada de humo y tragó saliva, sintiendo la garganta desagradablemente seca. Necesitaba urgentemente un vodka. O media docena de vodkas. O un hombre guapo, fuerte y silencioso, con quien hacer el amor hasta perder la conciencia.
– ¿Y ahora? -preguntó, con toda la calma de que fue capaz.
César miraba a Muñoz y éste a Julia. Ella pudo comprobar que la mirada del ajedrecista se había vuelto de nuevo opaca, desprovista de vida, como si todo hubiese dejado de interesarle hasta que un nuevo movimiento reclamara su atención.
– Esperar -dijo Muñoz, y señaló el tablero-. Le toca mover a las negras.
Menchu estaba muy excitada, pero no a causa del jugador misterioso. A medida que Julia le contaba, abría los ojos como platos, hasta el punto de que, aguzando el oído, se hubiera escuchado tras ellos el indiscreto clic de una caja registradora sumando enteros. Lo cierto es que, en materia de dinero, Menchu se manifestaba siempre voraz. Y en aquel momento, calculando beneficios, indudablemente lo era.
Voraz y atolondrada, añadió Julia para sus adentros, pues apenas había manifestado inquietud por la existencia de un posible asesino aficionado al ajedrez. Fiel a su propio personaje, el mejor recurso de Menchu a la hora de resolver problemas era comportarse como si no existieran. Poco dispuesta a mantener durante mucho tiempo su atención en algo concreto, tal vez aburrida de tener en casa a Max en funciones de gorila protector -eso dificultaba otros escarceos-, la galerista había decidido variar su enfoque de todo aquello. Se trataba ahora tan sólo de una curiosa serie de coincidencias, o una broma extraña y posiblemente inofensiva, ideada por alguien con raro sentido del humor, cuyas razones se le escapaban de puro ingeniosas. Era la versión más tranquilizadora, sobre todo cuando había mucho a ganar de por medio. En cuanto a la muerte de Álvaro, ¿es que Julia nunca había oído hablar de los errores judiciales?… Como el asesinato de Zola por aquel tipo, Dreyfuss, o quizá fuese al revés; y Lee Harvey Oswald, entre otros patinazos por el estilo. Además, un resbalón de bañera cualquiera lo daba en la vida. O poco menos.
– En cuanto al Van Huys, ya verás. Le vamos a sacar un montón de dinero.
– ¿Y qué hacemos con Montegrifo?
Había pocos clientes en la galería; un par de damas de edad que conversaban junto a un gran óleo de factura clásica y paisaje marino, y un caballero vestido de oscuro que curioseaba en las carpetas de grabados. Menchu apoyó una mano en la cadera como si fuese la culata de un revólver, emitiendo un teatral parpadeo mientras bajaba la voz.
– Entrará por el aro, pequeña.
– ¿Tú crees?
– Lo que yo te diga. O acepta o nos pasamos al enemigo -sonrió segura de sí-. Con tus antecedentes y toda esa película maravillosa del duque de Ostenburgo y la mala pécora de su legítima, Sotheby.s o Christie.s nos acogerían con los brazos abiertos. Y Paco Montegrifo no tiene un pelo de tonto… -pareció recordar algo-. Por cierto; esta tarde tomamos café con él. Ponte guapa.
– ¿Tomamos?
– Tú y yo. Ha telefoneado esta mañana, todo mieles. Menudo olfato tiene ese cabrón.
– A mí no me líes.
– No te lío. Insistió en que vengas tú también. No sé que le has dado, hija. Con lo flacucha que estás.
Los tacones de Menchu -zapatos cosidos a mano, carísimos, pero dos centímetros más altos de lo preciso- dejaban dolorosas marcas en la moqueta beige. En su galería, entre luces indirectas, tonos claros y grandes espacios, predominaba lo que César solía llamar arte bárbaro: acrílicos y guaches combinados con collages, relieves de arpillera alternados con oxidadas llaves inglesas, o tuberías de plástico junto a volantes de automóvil pintados de azul celeste eran la nota dominante, y sólo a veces, relegado a lejanos rincones de la sala, asomaba un retrato o paisaje de corte más convencional; como un huésped incómodo, aunque necesario para justificar la pretendida amplitud de criterios de una anfitriona esnob. Y, sin embargo, a Menchu la galería le daba dinero; hasta César se veía obligado a reconocerlo, a regañadientes, mientras recordaba con añoranza los tiempos en que, para la sala de juntas de cualquier consejo de administración, era imprescindible un cuadro de aire respetable comme il faut, provisto de la apropiada pátina y el grueso marco de madera dorada, en lugar de delirios postindustriales tan en consonancia con el espíritu -dinero de plástico, muebles de plástico, arte de plástico- de las nuevas generaciones que ocupaban, previo paso por allí de carísimos decoradores a la última, aquellos mismos despachos.
Paradojas de la vida: Menchu y Julia contemplaban en aquel momento una curiosa combinación de rojos y verdes que respondía al excesivo título de Sentimientos, salida semanas atrás de la paleta de Sergio, la última romántica locura de César, que el anticuario había recomendado, teniendo -eso sí- la decencia de desviar púdicamente los ojos cuando mencionó el asunto.
– De todas formas lo venderé -suspiró Menchu, resignada, después que ambas lo miraron durante un rato-. En realidad se vende todo. Parece mentira.
– César te está muy agradecido -dijo Julia-. Y yo también.
Menchu arrugó la nariz, con reprobación.
– Eso es lo que me fastidia. Que además justifiques las golferías de tu amigo el anticuario. Ya tiene edad para formalizarse un poco, la vieja loca.
Julia blandió un puño amenazador ante la nariz de su amiga.
– No te metas con él. Ya sabes que César es sagrado.
– Lo sé, hija. Siempre con tu César por aquí y por allá, y así desde que te conozco… -miró el cuadro de Sergio con fastidio-. Lo vuestro es para ir al psicoanalista y saltarle un fusible. Os imagino tumbaditos juntos en el diván, hablándole de la cebolla esa de Freud: «Verá usted, doctor, de pequeña no quería tirarme a mi padre sino bailar el vals con el anticuario. Que además es mariquita, pero me adora…» Menudo pastel, nena.
Julia miró a su amiga sin ganas de sonreír.
– Eso es una impertinencia. Conoces perfectamente la naturaleza de nuestra relación.
– Vaya si la conozco.
– Pues vete al cuerno. Sabes muy bien… -se detuvo y bufó, irritada consigo misma-. Esto es absurdo. Siempre que hablas de César termino justificándome.
– Porque hay algo turbio en lo vuestro, chatita. Recuerda que incluso cuando estabas con Álvaro…
– Déjame en paz con Álvaro. Ocúpate de tu Max.
– Mi Max, al menos, me da lo que necesito… Por cierto, ¿qué tal ese ajedrecista que os habéis sacado de la manga? Me muero por echarle la vista encima.
– ¿Muñoz? -Julia no pudo evitar una sonrisa-. Te decepcionaría. No es tu tipo… Ni el mío -reflexionó unos instantes; nunca se le había ocurrido considerarlo desde un punto de vista descriptivo-. Tiene pinta de oficinista de película en blanco y negro.
– Pero te ha resuelto lo del Van Huys -Menchu emitió un parpadeo de socarrona admiración en homenaje al jugador de ajedrez-. Algún talento tendrá.
– A su manera puede ser brillante… Pero no siempre. En un momento lo ves muy seguro, razonando como una máquina, y de pronto se apaga ante tus ojos. Entonces te ves fijándote en el cuello rozado de su camisa, en lo vulgar de sus facciones, y piensas que, seguramente, es uno de esos a los que les huelen los calcetines…
– ¿Está casado?
Julia encogió los hombros. Miraba hacia la calle, más allá de la vidriera del escaparate donde se exponían un par de cuadros y cerámicas decoradas.
– No lo sé. No es de los que hacen confidencias -meditó sobre lo que acababa de decir, descubriendo que tampoco había pensado en ello, hasta ese punto Muñoz le interesaba menos como ser humano que como útil para la resolución de un problema. Sólo el día anterior, poco antes de encontrar la tarjeta en la puerta cuando estaban a punto de despedirse, se había asomado un poco, por primera vez, a su interior-. Yo diría que sí está casado. O que lo estuvo… Hay en él ciertos estragos que sólo podemos causar las mujeres.
– ¿Y cómo le cae a César?
– Le cae bien. Imagino que le hace gracia el personaje. Lo trata con mucha cortesía, a veces algo irónica… Como si cuando Muñoz se muestra brillante analizando una jugada, sintiera una punzadita de celos. Pero en cuanto aparta los ojos del tablero, Muñoz vuelve a ser vulgar y César se tranquiliza.
Se interrumpió, extrañada. Seguía mirando hacia la calle a través del escaparate, y acababa de ver al otro lado, detenido junto al bordillo, un coche que le pareció familiar. ¿Dónde lo había visto antes?
Pasó un autobús, ocultando el coche de su vista. La ansiedad que se le reflejaba en el rostro atrajo la atención de Menchu.
– ¿Ocurre algo?
Movió la cabeza, desconcertada. Tras el autobús cruzó un camión de reparto, deteniéndose ante un semáforo, y resultaba imposible saber si el coche seguía allí. Pero ella lo había visto. Era un Ford.
– ¿Qué pasa?
Menchu alternaba sus miradas entre ella y la calle, sin comprender. Con un vacío en la boca del estómago, sensación incómoda que en los últimos días había llegado a conocer demasiado bien, Julia se quedó inmóvil, concentrada como si sus ojos, a base de esfuerzo, fuesen capaces de atravesar la chapa del camión y averiguar si el coche seguía allí. Un Ford azul.
Tenía miedo. Lo sintió hormiguear suavemente a lo largo de su cuerpo, latir en las muñecas y las sienes. Después de todo, se dijo, era posible que alguien la estuviese siguiendo. Que lo hiciera desde días atrás, cuando Álvaro y ella… Un Ford azul con los cristales oscuros.
De pronto recordó. Detenido en doble fila frente a la agencia de mensajeros, saltándose un semáforo en rojo aquella mañana de lluvia en los bulevares. Sombra entrevista a veces desde los visillos de su ventana, calle abajo, o entre el tráfico, un poco por aquí y por allá… ¿Por qué no iba a tratarse del mismo automóvil?
– Julia, hija -Menchu parecía ahora realmente preocupada-. Te has puesto pálida.
El camión seguía allí, detenido ante el semáforo en rojo. Tal vez sólo era una coincidencia. El mundo estaba lleno de coches azules y con los cristales oscuros. Dio un paso hacia el escaparate, metiendo la mano en el bolso de cuero que llevaba colgado del hombro. Álvaro en la bañera, bajo los grifos abiertos. Buscó a tientas, apartando tabaco, encendedor, polvera. Tocó la culata de la Derringer con una especie de jubiloso consuelo, de odio exaltado hacia aquel coche ahora invisible que encarnaba la sombra desnuda del miedo. Hijo de puta, pensó, y la mano que empuñaba el arma dentro del bolso se puso a temblar a un tiempo de pavor y de ira. Hijo de puta, seas quien seas, aunque hoy les toque mover a las negras te voy a enseñar yo a jugar al ajedrez… Y ante los atónitos ojos de Menchu salió a la calle con los dientes apretados y los ojos fijos en el camión que ocultaba el automóvil. Cruzó entre dos coches detenidos en la acera, justo cuando el disco cambiaba a verde. Sorteó un parachoques, escuchó indiferente un claxon a su espalda, estuvo a punto de sacar la Derringer del bolso en su impaciencia por que pasara el camión, y por fin, entre una humareda de gasoil, llegó al otro lado de la calle a tiempo de ver cómo un Ford azul con los cristales oscuros, cuya matrícula terminaba en las letras Th, se perdía en el tráfico, calle arriba, alejándose de su vista.