Adamsberg se esforzó en ahuyentar el ciervo de su mente. No quería entrar en la habitación del hotel con toda esa sangre en la cabeza. Esperó detrás de la puerta, frotando sus pensamientos, despejando su frente, introduciendo en ella a marchas forzadas nubes, canicas, cielos azules. Porque en la habitación dormía un niño de nueve meses. Y con los niños nunca se sabe. Son capaces de traspasar una frente, de oír rugir las ideas, de sentir el sudor de la angustia y, como colofón, de ver un ciervo destripado en la cabeza de un padre.
Empujó la puerta sin hacer ruido. Había mentido a la asamblea de hombres. Acompañar, sí; cortésmente, sí; pero para cuidar del niño mientras Camille tocaba la viola en el palacio. Su última ruptura -la quinta o la sexta, ya no sabía muy bien- había desencadenado una catástrofe imprevisible: Camille se había vuelto desesperantemente colega. Distraída, sonriente, afectuosa y familiar, en una palabra, en una trágica palabra, colega. Y ese nuevo estado desconcertaba a Adamsberg, que trataba de descubrir alguna señal de fingimiento, de hacer levantar el sentimiento palpitante, agazapado detrás de la máscara de naturalidad, como un cangrejo detrás de una roca. Pero Camille parecía definitivamente deambular lejos, liberada de las antiguas tensiones. Y, repitió para sí mientras la saludaba con un beso cortés, tratar de arrastrar a una colega exhausta hacia una recuperación del amor era del orden de lo imposible. Se concentraba, pues, sorprendido y fatalista, en su nueva función paterna. Debutaba en ese ámbito y se esforzaba en asimilar lo mejor posible que ese niño era su hijo. Le parecía que se habría entregado igual si hubiera encontrado al niño en un banco de la calle.
– No está dormido -dijo Camille mientras se ponía la chaqueta negra de concertista.
– Voy a leerle un cuento. He traído un libro.
Adamsberg sacó un grueso volumen de su bolsa. Su cuarta hermana parecía haberse asignado el deber de cultivarle la mente y de complicarle la existencia. Le había metido en su equipaje un tocho de cuatrocientas páginas sobre la arquitectura pirenaica, que le importaba un rábano, con la misión de leerlo y comentarlo. Y Adamsberg sólo obedecía a sus hermanas.
– Construir en Béarn -leyó-. Técnicas tradicionales de los siglos XII y XIX.
Camille se encogió de hombros sonriendo, a la verdadera manera alerta de los colegas. Mientras el niño se quedara dormido -y sobre este punto tenía en Adamsberg una confianza plena-, las excentricidades de éste le importaban poco. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el concierto de esa noche, un milagro que sin duda se debía a Yolande, que habría intercedido con los Poderosos.
– Le gusta -dijo Adamsberg.
– Bueno, ¿por qué no?
Ni una crítica, ni una ironía. La nada blanca del auténtico colegueo.
Una vez solo, Adamsberg examinó a su hijo, que lo miraba sosegadamente, si es que podía emplearse esa palabra para un bebé de nueve meses. La concentración del niño en no se sabe qué otra parte, su indiferencia hacia los pequeños sinsabores, incluso su plácida ausencia de deseos, le resultaban inquietantes por lo afines que las sentía. Eso sin mencionar las cejas marcadas, la nariz que se anunciaba potente, un rostro tan poco corriente en todo que se le habría podido echar dos años más. Thomas Adamsberg prolongaba la línea paterna, y eso no era lo que el comisario había esperado de él. Pero mediante ese parecido el comisario empezaba a vislumbrar, a borbotones, a sobresaltos, que ese niño procedía realmente de su cuerpo.
Adamsberg abrió el libro por la página marcada con el billete de metro. Acostumbraba doblar la esquina de las páginas, pero su hermana le había recomendado que cuidara esa obra.
– Tom, escúchame bien, vamos a cultivarnos juntos y no tenemos elección. ¿Recuerdas lo que te leí sobre las fachadas expuestas al norte? ¿Lo tienes en mente? Pues escucha la continuación.
Thomas miró tranquilamente a su padre, atento e indiferente.
– «El uso de guijarros de río en la edificación de muretes, combinación de una organización de adaptación a los recursos locales, es una práctica extendida aunque no constante.» ¿Te gusta, Tom? «La introducción del opus piscatum en muchos de esos muretes responde a una doble necesidad compensatoria, generada por la pequeñez del material y la debilidad de la argamasa pulverulenta.»
Adamsberg dejó el libro y miró a su hijo.
– No sé qué es el opus «spicatum», hijo, y me importa un rábano. A ti también. Por lo tanto, estamos de acuerdo. Pero voy a enseñarte cómo resolver un problema de este tipo en la existencia. Cómo arreglártelas cuando no entiendes nada. Observa.
Adamsberg sacó el móvil y marcó lentamente un número bajo la mirada vaga del niño.
– Llamas a Danglard -explicó-. Sencillamente. Recuerda bien esto, lleva siempre su número encima. Él te arregla cualquier cosa de este tipo. Vas a ver, presta mucha atención. ¿Danglard? Adamsberg. Siento molestar, pero hay una palabra que el niño no entiende, y me pide explicaciones.
– ¿Diga? -contestó Danglard con voz cansina, curado de espanto respecto a las salidas por peteneras del comisario, que él tenía la responsabilidad implícita de contener.
– Opus spicatum. Quiere saber qué demonios significa eso.
– No. Tiene nueve meses, maldita sea.
– No es broma, capitán. Quiere saberlo.
– Comandante -rectificó Danglard.
– Oiga, Danglard, ¿piensa seguir dándome la tabarra con su grado? Comandante o capitán, ¿qué más da? Además, la cuestión no es ésa. La cuestión es el opus spicatum.
– Piscatum -corrigió Danglard.
– Eso es. Opus introducido en los muretes de los pueblos a título compensatorio generado. A Tom y a mí se nos ha metido en la cabeza y no nos deja pensar en nada más. Salvo que en Brétilly, hace un mes, un tipo se cargó un ciervo sin quitarle siquiera las cuernas y le arrancó el corazón. ¿Qué le parece?
– Un loco peligroso, un obseso -dijo Danglard en tono monocorde.
– Exactamente. Es lo que dice Robert.
– ¿Quién es Robert?
Por mucho que Danglard renegara cada vez que Adamsberg le llamaba por nimiedades inconsecuentes, nunca había sabido abandonar la conversación, hacer valer sus derechos o su cólera y cortar sin más. La voz del comisario, que pasaba como un viento, lenta, tibia y fluida, arrastraba su adhesión involuntaria, como si fuera una hoja rodando por el suelo, o una de esas malditas piedras por el fondo del maldito río, dejándose llevar. Danglard se lo reprochaba mucho a sí mismo, pero cedía. Al final, gana el agua.
– Robert es un amigo que me he hecho en Haroncourt.
Era inútil indicar al comandante Danglard dónde se encontraba el pueblo de Haroncourt. Al disponer de una masa de memoria potentemente organizada, el comandante conocía a fondo todos los cantones y comunas del país y era capaz de dar al instante el nombre del policía encargado del territorio.
– Entonces ¿lo ha pasado bien?
– Muy bien.
– ¿Sigue siendo colega? -aventuró Danglard.
– Desesperantemente. El opus spicatum, Danglard, estábamos con eso.
– Piscatum. Si quiere educarlo, trate de hacerlo correctamente.
– Por eso le llamo. Robert opina que lo hizo un joven, un joven obseso. Pero el ancestro, Angelbert, afirma que eso es discutible y que, con los años, un joven obseso se convierte en un viejo obseso.
– ¿Dónde se ha celebrado ese coloquio?
– En el café, a la hora del aperitivo.
– ¿Cuántos vinos?
– Tres. ¿Y usted?
Danglard se tensó. El comisario vigilaba su deriva alcohólica y eso le molestaba.
– Yo a usted no le pregunto nada, comisario.
– Sí. Me pregunta si Camille sigue en plan colega.
– De acuerdo -dijo Danglard retrocediendo-. Opus piscatum es una manera de montar piedras planas, tejas o cantos oblongos en oblicua alterna, formando en la obra un dibujo en forma de raspa de pescado, de ahí el nombre. Los romanos ya lo usaban.
– Ah, bien. ¿Y?
– Nada. Usted me pregunta, yo le respondo.
– ¿Para qué sirve, Danglard?
– ¿Y nosotros, comisario? El hombre en la Tierra, ¿para qué sirve?
Cuando Danglard estaba mal, la Pregunta sin Respuesta del cosmos infinito volvía a atormentarlo, junto con la de la explosión del sol dentro de cuatro mil años y la del miserable y terrorífico azar que constituía la humanidad colocada sobre una bola de tierra extraviada.
– ¿Tiene problemas concretos? -preguntó Adamsberg súbitamente preocupado.
– Simplemente aburrimiento.
– ¿Están durmiendo los niños?
– Sí.
– Salga, Danglard, vaya a escuchar a Oswald o a Angelbert. Están en París como aquí.
– Con esos nombres, seguro que no. ¿Y qué me enseñarían?
– Que las cuernas de desmogue valen menos que las de caza.
– Eso ya lo sé.
– Que la frente de los cérvidos crece hacia fuera.
– Eso ya lo sé.
– Que seguramente la teniente Retancourt no está durmiendo y que resultaría benéfico ir a charlar una horita con ella.
– Sí, sin duda -dijo Danglard después de un silencio.
Adamsberg oyó cierta ligereza recobrada en la voz de su comandante, y colgó.
– ¿Lo ves, Tom? -dijo envolviendo con la mano la cabeza de su hijo-. Ponen una raspa de pescado en el murete, y no me preguntes por qué. No necesitamos saberlo, puesto que lo sabe Danglard. Vamos a tirar este libro, nos pone nerviosos.
En cuanto Adamsberg ponía la mano sobre la cabeza del pequeño, éste se quedaba dormido. Él o cualquier otro niño. O adulto. Thomas cerró los ojos tras unos instantes, y Adamsberg quitó la mano, examinó su palma, apenas perplejo. Algún día comprendería quizá por qué poros de su piel le salía el sueño de los dedos. Tampoco le interesaba tanto.
Sonó su móvil. La forense, muy despierta, le llamaba desde la morgue.
– Un segundo, Ariane, voy a dejar al niño.
Fuera cual fuera el objeto de su llamada, y lúdico seguro que no era, el hecho de que Ariane pensara en él lo distraía en su despoblamiento femenino.
– El tajo de la garganta, hablo de Diala, está en eje horizontal. Por lo tanto, la mano que sujetaba el cuchillo no estaba ni muy por encima del punto de impacto, ni muy por debajo, porque entonces la herida habría sido sesgada. Como en Le Havre. ¿Me sigues?
– Claro -dijo Adamsberg jugando al mismo tiempo con los dedos del pie del bebé, redondos como guisantes alineados en su vaina. Se estiró en la cama para escuchar las inflexiones de voz de Ariane. A decir verdad, le importaban un rábano las etapas técnicas que había tenido que seguir la médica, sólo quería saber por qué identificaba a una mujer.
– Diala mide un metro ochenta y seis. La base de su carótida está a un metro cincuenta y cuatro del suelo.
– Se puede plantear así.
– El golpe será horizontal si el puño del agresor se sitúa por debajo de la altura de sus ojos. Eso nos da un asesino de un metro sesenta y seis. Llevando a cabo la misma estimación con La Paille, en quien se observa un ligero sesgo en angulación inferior, se obtiene un asesino de entre metro sesenta y cuatro y metro sesenta y siete, un metro sesenta y cinco de media. Sin duda un metro sesenta y dos deduciendo la altura de los tacones.
– Ciento sesenta y dos centímetros -dijo inútilmente Adamsberg.
– Muy por debajo, en consecuencia, de la media general de los hombres. Es una mujer, Jean-Baptiste. En cuanto a los pinchazos en el brazo, dieron en la vena con precisión, en ambos casos.
– ¿Crees que se trata de una profesional?
– Sí, y con jeringuilla. Por la finura del orificio y la trayectoria del pinchazo, no es una aguja o un alfiler cualquiera.
– Alguien pudo inyectarles algo antes de que murieran.
– Ningún tipo de sustancia. Lo que les inyectaron no deja lugar a dudas: nada.
– ¿Nada? ¿Quieres decir aire?
– El aire es todo menos nada. No les inyectó nada en absoluto. Sólo los pinchó.
– ¿Sin que le diera tiempo a acabar?
– O sin querer acabar. Los pinchó una vez muertos, Jean-Baptiste.
Adamsberg colgó, pensativo. Pensando en el viejo Lucio y preguntándose si, a esas horas, Diala y La Paille trataban de rascarse un pinchazo inacabado en sus brazos muertos.