XL

El cirujano entró en la sala de espera y buscó con la mirada quién podía ser el comisario que esperaba noticias de los tres heridos de bala.

– ¿Dónde está?

– Ahí -dijo el anestesista señalando a un hombre bajito y moreno que dormía profundamente, tumbado encima de dos sillas, con la cabeza apoyada en su chaqueta doblada a modo de almohada.

– Pongamos que sí -dijo el cirujano sacudiendo el hombro de Adamsberg.

El comisario se incorporó, con la espalda contraída, se frotó varias veces la cara, se pasó las manos por el pelo. Aseo completado, pensó el cirujano. Pero él tampoco había tenido tiempo de afeitarse.

– Están bien los tres. La herida en la rodilla requerirá rehabilitación, pero la rótula no está dañada. Lo del brazo no es casi nada, podrá salir en dos días. El del muslo tuvo suerte, le pasó cerca de la arteria. Tiene fiebre. Habla en verso.

– ¿Y las balas? -preguntó Adamsberg-. ¿No estarán mezcladas?

– Cada una en su caja, etiquetada con el número de cama. ¿Qué ha pasado?

– Un ataque en un cajero.

– Ah -dijo el cirujano, decepcionado-. El dinero trastorna el mundo.

– ¿Dónde está el de la herida en la rodilla?

– Habitación 435, con el del brazo.

– ¿Y el del muslo?

– En la 441. ¿Qué le ha pasado?

– El de la herida en la rodilla le disparó.

– No, me refería a su pelo.

– Es natural. Bueno, es accidental natural.

– Yo lo llamo perturbación intradérmica de la queratina. Muy raro, incluso excepcional. ¿Quiere un café? ¿Un desayuno? Está un poco pálido.

– Voy a buscar una máquina -dijo Adamsberg poniéndose en pie.

– El café de la máquina es pis de burro. Venga conmigo. Lo arreglaremos.

Los médicos siempre tenían la última palabra, y Adamsberg siguió al hombre de blanco dócilmente. Había que comer. Había que beber. Había que encontrarse mejor. Algo titubeante, Adamsberg dedicó un breve pensamiento a la tercera virgen. Era mediodía, probablemente se disponía a comer. No había que tener miedo, todo iría bien.


El comisario entró en la habitación de Veyrenc a la hora de la comida. Tenía una taza de caldo y un yogur sobre las rodillas, y los contemplaba con melancolía.

– Hay que comer -dijo Adamsberg-, no hay elección.

Veyrenc asintió y cogió la cuchara.

– Cuando se remueven viejos recuerdos, se corren riesgos. Todos. No anduvo lejos.

Veyrenc levantó la cuchara, pero la dejó, mirando fijamente su tazón de caldo.

– El destino cruel me divide el sentir.

»El honor me aconseja que bendiga al guerrero

que protegió mi vida de esos bandidos viles.

Mas mi alma se indigna con ese caballero

que trajo mi desgracia y que debo aclamar.

– Sí, ése es el problema. Pero no le pido nada, Veyrenc. Y mi posición no es mucho más sencilla que la suya. Salvo la vida de un hombre que puede deshacer la mía.

– ¿Cómo?

– Porque me ha arrebatado lo más valioso que tengo. Veyrenc se incorporó apoyándose en un codo, con un gesto de dolor, levantando el labio oblicuo.

– ¿Su reputación? Todavía no la he tocado.

– Pero a mi mujer sí. Séptimo piso, frente a la escalera.

Veyrenc se dejó caer encima de la almohada, boquiabierto.

– No podía saberlo -dijo en voz baja.

– No. Uno nunca lo sabe todo, no lo olvide.

– Es como en el cuento -dijo Veyrenc después de un silencio.

– ¿Cuál?

– El del rey que envió a la batalla y a una muerte segura a uno de sus generales, a cuya mujer amaba.

– No entiendo -dijo sinceramente Adamsberg-. Estoy cansado. ¿Quién ama a quién?

– Érase una vez un rey -volvió a empezar Veyrenc.

– Sí.

– Que amaba a la mujer de un tipo.

– Vale.

– El rey envió al tipo a la guerra.

– De acuerdo.

– El tipo murió.

– Sí.

– Y el rey se quedó con su mujer.

– Pues ése no soy yo.

El teniente se miró las manos, concentrado, lejano.

– Sin embargo, señor, lo habríais podido.

»En plena noche oscura, vino a vos la fortuna

de librar vuestra vida de otra inoportuna.

Acechaba la muerte a quien os hizo daño,

a aquel de quien el sino hizo vuestro rival.

– De acuerdo -repitió Adamsberg.

– ¿Qué idea, qué piedad, detuvo vuestro brazo,

haciéndoos salvarlo de una muerte segura?

Adamsberg se encogió de hombros, doloridos por el cansancio.

– ¿Me vigilaba? -preguntó Veyrenc-. ¿Por ella?

– Sí.

– ¿Reconoció a los tipos en la calle?

– Cuando lo obligaron a subirse al coche -mintió Adamsberg, omitiendo lo de los micros.

– Comprendo.

– Vamos a tener que entendernos, teniente.

Adamsberg se levantó y cerró la puerta.

– Vamos a dejar que Roland y Pierrot huyan sin que nadie se dé cuenta. Sin guardia en la puerta, aprovecharán la primera ocasión que se les presente para largarse.

– ¿Un regalo? -preguntó Veyrenc con una sonrisa fija.

– A ellos no, teniente, a nosotros. Si los perseguimos, habrá acusación y proceso, ¿estamos de acuerdo?

– Ya lo creo que habrá proceso. Y condena.

– Se defenderán, Veyrenc. Su abogado alegará legítima defensa.

– ¿Cómo? Si me amenazaron en mi casa.

– Alegando que usted mató a Fernand el Bicho y al Gordo Georges, y que se disponía a cargárselos.

– Yo no los maté -dijo con sequedad Veyrenc.

– Y yo no lo ataqué ese día, en el Prado Alto -dijo Adamsberg con la misma frialdad.

– No le creo.

– Ninguno está dispuesto a creer al otro. Y ninguno de nosotros dos tiene pruebas de lo que dice, salvo la palabra del otro. El tribunal tampoco tendrá razones para creerle, Veyrenc. Roland y Pierrot se saldrán con la suya, créame, y usted tendrá problemas.

– No -interrumpió Veyrenc-. Sin prueba, no hay condena.

– Pero sí una nueva fama, teniente, y rumores. ¿Habrá matado a esos dos, no los habrá matado? Una sospecha agarrada a usted como una garrapata, que no lo abandonará nunca. Que le seguirá picando dentro de sesenta y nueve años, aunque no lo condenen.

– Entiendo -dijo Veyrenc al cabo de un momento-. Pero no me inspira confianza. ¿Qué gana usted con eso? Podría planear su huida para que vuelvan a atacarme más adelante.

– ¿En ésas estamos, Veyrenc? Según eso, piensa que fui yo quien envió a Roland y Pierrot esta noche. ¿Por eso estaba yo delante de su portal?

– Me veo obligado a planteármelo.

– ¿Y por qué lo habría salvado?

– Para cubrirse cuando se produzca el segundo ataque, que esa vez saldrá bien.

Una enfermera pasó como una exhalación y dejó dos pastillas en la mesilla de noche.

– Analgésico -dijo-. Se toma con la comida, hay que ser razonable.

– Tómeselas -dijo Adamsberg dándoselas al teniente-. Con un sorbo de caldo.

Veyrenc obedeció, y Adamsberg dejó la taza en la bandeja.

– Es verosímil -dijo el comisario volviendo a sentarse, con las piernas estiradas-. Pero no es la verdad. A veces ocurre que la mentira es verosímil y no la verdad.

– Pues dígamela.

– Tengo una razón personal para desear que huyan. No lo seguí, teniente, lo escuché. Mandé pinchar su móvil y poner un micro y un GPS en su coche.

– ¿Hasta ese punto?

– Sí. Y preferiría que no se supiera. Si hay una investigación, todo saldrá a la luz, incluidas las escuchas.

– ¿Quién lo dirá?

– La que las instaló por orden mía, Hélène Froissy. Confió en mí, me obedeció. Creyó actuar por su bien, Veyrenc. Es una mujer íntegra, y lo dirá todo.

– Ya veo -dijo Veyrenc-. Así que saldríamos ganando los dos.

– Eso es.

– Pero una fuga no es tan fácil. No pueden salir del hospital sin dejar fuera de combate a unos cuantos policías. Sería raro. Sospecharían de usted, o como mínimo sería acusado de negligencia profesional.

– Dejarán fuera de combate a unos cuantos policías. Tengo a dos jóvenes muy dispuestos que declararán que los tipos los derribaron.

– ¿Estalère?

– Sí. Y Lamarre.

– Pero habría que ver si Roland y Pierrot lo intentan. Seguramente ni se imaginan que pueden salir de este hospital. Podría haber policías en las salidas.

– Saldrán porque yo se lo pediré.

– ¿Y le harán caso?

– Claro.

– ¿Y quién me dice que no volverán a atacarme?

– Yo.

– ¿Sigue usted siendo su jefe, comisario?

Adamsberg se levantó y rodeó la cama. Echó una mirada a la hoja de temperatura, treinta y ocho grados y ocho décimas.

– Hablaremos de esto más tarde, Veyrenc, cuando seamos capaces de escucharnos, cuando haya bajado la fiebre.

Загрузка...