VII

Apenas se hubo despedido de Ariane, un chaparrón con granizo anegó el bulevar Saint-Marcel, desmoronando sus contornos, haciendo que la avenida parisina se pareciera a cualquier carretera vecinal emborronada por el diluvio. Adamsberg caminaba contento, siempre feliz en medio del fragor del agua y satisfecho de poder cerrar el caso del asesino de Le Havre después de veintitrés años. Miró la estatua de Juana de Arco encajar el chubasco sin pestañear. Compadecía mucho a Juana de Arco, a él le habría horrorizado oír voces que le ordenaran hacer tal cosa e ir por tal sitio. Él, que ya tenía dificultades para obedecer sus propias consignas, incluso para identificarlas, habría rezongado seriamente ante las órdenes de las voces celestes. Voces que lo habrían llevado a un foso de los leones tras una corta epopeya de esplendor; esas historias siempre acaban mal. En cambio, Adamsberg no tenía nada en contra de recoger las piedras que el cielo iba poniendo en su camino para complacerle. Le faltaba una para la Brigada, y la buscaba.

Cuando, tras sus cinco semanas de descanso forzado prescritas por el inspector de división, bajó de sus cumbres pirenaicas para volver a la Brigada de París, traía una treintena de guijarros grises pulidos por el río y los había repartido por las mesas de cada uno de sus miembros a modo de pisapapeles o de cualquier otra cosa, lo que ellos quisieran. Ofrenda rústica que nadie se atrevió a rechazar, ni siquiera aquellos que no tenían ninguna gana de ver una piedra en su mesa. Ofrenda que no ayudaba a comprender por qué el comisario también había traído una alianza de oro que brillaba en su dedo, encendiendo puerta tras puerta destellos de curiosidad. Si Adamsberg se había casado, ¿por qué no había dicho nada a su equipo? Y, sobre todo, ¿casado con quién y por qué? ¿Decididamente con la madre de su hijo? ¿Anormalmente con su hermano? ¿Mitológicamente con un cisne? Tratándose de Adamsberg, se barajaban todas las posibilidades en un murmullo que corría de despacho en despacho, de piedra en pisapapeles.

Contaban con el comandante Danglard para esclarecer este punto, por una parte porque era el compañero de equipo más antiguo de Adamsberg y evolucionaba con él en una relación desprovista de pudor y de precauciones, y por otra porque Danglard no soportaba las Preguntas sin Respuesta. Preguntas sin Respuesta que se las ingeniaban para crecer como diente de león en el mantillo de la vida, convirtiéndose en una miríada de incertidumbres, miríada que alimentaba su ansiedad, ansiedad que minaba su existencia. Danglard se esforzaba sin descanso en aniquilar las Preguntas sin Respuesta, como un maniático escruta y sacude las partículas de polvo que caen en su chaqueta. Esfuerzo titánico que lo llevaba casi siempre a un callejón sin salida y a la impotencia. Impotencia que lo propulsaba hacia el sótano de la Brigada, que a su vez cobijaba su botella de vino blanco, que a su vez era la única capaz de disolver una Pregunta sin Respuesta excesivamente correosa. Si Danglard había ocultado su botella tan lejos no era por temor a que lo descubriera Adamsberg, ya que el comisario estaba perfectamente al corriente de ese hecho secreto, como si oyera voces. Lo que pasaba era que bajar y subir la escalera de caracol del sótano le resultaba lo suficientemente penoso como para posponer el consumo de su disolvente. Entonces roía pacientemente sus dudas, al mismo tiempo que el extremo de los lápices, de los cuales hacía un consumo ratonil.

Adamsberg desarrollaba una teoría inversa al roído, al considerar que la suma de incertidumbres que puede soportar un solo hombre al mismo tiempo no puede crecer indefinidamente, y que el umbral máximo es de tres o cuatro incertidumbres simultáneas. Lo cual no significaba que no existieran otras, pero sólo tres o cuatro podían estar en funcionamiento en un cerebro humano. Y que, en consecuencia, la manía de Danglard de querer erradicarlas no le servía de nada, ya que, apenas había matado dos, quedaba libre el sitio para otras dos cuestiones inéditas, que no se habría planteado de haber tenido la sabiduría de aguantar las antiguas.

Danglard pasaba de esa hipótesis. Sospechaba que a Adamsberg le gustaba la incertidumbre hasta el embotamiento. Que le gustaba hasta el punto de crearla él mismo, de nublar las perspectivas más claras por darse el placer de perderse como un irresponsable, igual que cuando caminaba bajo la lluvia. Si uno no sabía, si no sabía nada, ¿para qué preocuparse?

Las severas luchas entre los «¿Por qué?» precisos de Danglard y los «No sé» indolentes del comisario marcaban la cadencia en las investigaciones de la Brigada. Nadie intentaba comprender el alma de ese áspero combate entre acuidad e imprecisión, pero todos tomaban partido por uno u otro. Los unos, los positivistas, pensaban que Adamsberg retrasaba las investigaciones, arrastrándolas lánguidamente en la niebla y dejando tras él a sus agentes extraviados, sin hoja de ruta y sin consignas. Los otros, los «paleadores de nubes» -así llamados en recuerdo del traumático paso de la Brigada por Quebec- [3], consideraban que los resultados del comisario bastaban para justificar los bandazos de las investigaciones, aunque la esencia de su método se les escapaba. Según el humor, según los avatares del momento, uno podía ser positivista por la mañana y convertirse en paleador de nubes al día siguiente, y viceversa. Sólo Adamsberg y Danglard, poseedores de los títulos antagonistas, nunca variaban de postura.

Entre las Preguntas sin Respuesta anodinas seguía brillando la alianza en el anular del comisario. Danglard escogió ese día de chaparrón para interrogar a Adamsberg con una simple mirada a la sortija. El comisario se quitó la chaqueta empapada, se sentó de lado y extendió la mano. Esa mano, demasiado grande para su cuerpo, con la muñeca lastrada por dos relojes que se entrechocaban, y ahora enriquecida por ese anillo de oro, no se adaptaba al resto de su aspecto, descuidado hasta lo rudimentario. Habríase dicho la mano de un noble pegada al cuerpo de un campesino, elegancia excesiva pendiendo de la piel morena del montañés.

– Mi padre ha muerto, Danglard -explicó tranquilamente Adamsberg-. Estábamos los dos sentados debajo de un puesto de tiro al vuelo, observando un cernícalo que volaba sobre nosotros. Hacía sol, y cayó.

– No me dijo usted nada -masculló Danglard, a quien los secretos del comisario ofendían sin razón.

– Me quedé allí hasta el anochecer, tumbado a su lado, con su cabeza apoyada en mi hombro. Seguramente seguiría allí todavía, de no ser porque un grupo de cazadores nos encontró por la noche. Antes de que cerraran el ataúd, le cogí el anillo. ¿Creía que me había casado? ¿Con Camille?

– Me lo preguntaba.

Adamsberg sonrió.

– Pregunta resuelta, Danglard. Usted sabe mejor que yo que dejé a Camille irse diez veces, pensando siempre que el tren volvería a pasar una undécima vez, el día en que a mí me conviniera. Y es precisamente en ese momento cuando no pasa.

– Nunca se sabe con los cambios de aguja.

– A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Después de enterrar a mi padre, pasé el tiempo recogiendo guijarros en el río. Es una cosa que sé hacer. Dese cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el río se les está comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua.

– Si se trata de luchar, prefiero las piedras al agua.

– Como quiera -respondió Adamsberg, abúlico-. Hablando de piedras y agua, dos cosas, Danglard. Por una parte, tengo un fantasma en mi nueva casa. Una monja sanguinaria y codiciosa que murió bajo los puños de un curtidor en 1771. La aplastó. Así. Se aloja en estado fluido en el desván. Esto en lo que se refiere al agua.

– Bien -dijo Danglard con prudencia-. ¿Y en lo que se refiere a las piedras?

– He visto a la nueva forense.

– Elegante, fría y trabajadora, por lo que dicen.

– Y superdotada, Danglard. ¿Ha leído su tesis sobre los asesinos partidos en dos?

Pregunta inútil, Danglard lo había leído todo, hasta las instrucciones de evacuación en caso de incendio clavadas con chinchetas en las puertas de las habitaciones de hotel.

– Sobre los asesinos disociados -rectificó Danglard-. A ambos lados del muro del crimen. El libro tuvo mucha repercusión.

– Pues resulta que ella y yo nos hicimos trizas, como fieras, hace más de veinte años, en un café de Le Havre.

– ¿Enemigos?

– En absoluto. Ese tipo de colisión a veces acaba siendo base de sólidas alianzas. No le aconsejo que la acompañe al café, practica mezclas capaces de tumbar a un marino bretón. Se encarga de los dos muertos de La Chapelle. Según ella, los mató una mujer. Habrá afinado sus primeras conclusiones esta noche.

– ¿Una mujer?

Danglard irguió su cuerpo blando, escandalizado. Le horrorizaba la idea de que las mujeres pudieran matar.

– Pero ¿no ha visto el formato de los tipos? ¿Es una broma?

– Cuidado, Danglard. La doctora Lagarde no se equivoca nunca, o casi nunca. Sugiera esa hipótesis a los estupas, eso los calmará un tiempo.

– Mortier ya no es controlable. Lleva meses rompiéndose los cuernos con el tráfico de drogas en Clignancourt-La Chapelle. Está en mala posición, necesita resultados. Ha vuelto a llamar dos veces esta mañana, está hecho un basilisco.

– Deje que grite. Al final, gana el agua.

– ¿Qué piensa hacer?

– ¿Para lo de la monja?

– Para lo de Diala y La Paille.

Adamsberg echó a Danglard una mirada borrosa.

– Así se llaman las dos víctimas -explicó Danglard-. Diala Toundé y Didier Paillot, conocido como «La Paille». ¿Vamos a la morgue esta noche?

– Esta noche estoy en Normandía. Hay un concierto.

– Ah -dijo Danglard levantándose pesadamente-. ¿Busca el cambio de agujas?

– Soy más humilde, capitán. Me conformo con cuidar del niño mientras ella toca.

Comandante, ahora soy comandante. Recuérdelo, asistió usted a mi ceremonia de promoción. ¿Qué concierto? -preguntó Danglard, que siempre tenía muy en cuenta los intereses de Camille.

– Algo importante, seguro. Una orquesta británica con instrumentos antiguos.

– ¿El Leeds Baroque Ensemble?

– Algo por el estilo -confirmó Adamsberg, que nunca había podido aprender una sola palabra de inglés-. No me pregunte qué toca, no tengo ni idea.

Adamsberg se levantó, cogió su chaqueta mojada y se la echó al hombro.

– En mi ausencia, vigile el gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente Noël, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo, tengo mis obligaciones.

– Ahora que es usted un padre responsable -refunfuñó Danglard.

– Si usted lo dice, capitán.

Adamsberg acogía de buena gana los reproches gruñones de Danglard, que consideraba casi siempre justificados. El comandante criaba solo, como un pájaro a su nidada, a sus cinco hijos cuando Adamsberg aún no había captado que aquel recién nacido era suyo. Por lo menos había memorizado el nombre, Thomas Adamsberg, alias Tom. Menos da una piedra, opinaba Danglard, que nunca llegaba a desesperar del todo respecto al comisario.

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