LI

Ante la fachada del centro hospitalario, destacando en el universo desolado del pavimento de hormigón, un minúsculo espacio de verdor parecía señalar que, a pesar de todo, había que tener unas cuantas flores en algún sitio. En sus idas y venidas, Adamsberg había localizado esa concesión vegetal de quince metros cuadrados, donde un par de bancos y cinco jardineras se apiñaban alrededor de una fuente.

Eran las dos de la madrugada, y el comisario, restaurado y saturado de azúcar, descansaba escuchando el chapoteo del agua, un sonido benéfico que los monjes de la Edad Media habían utilizado por sus virtudes lenitivas. Después de que Noël acabara la última transfusión, los dos hombres habían observado la masa tumbada de Retancourt, uno a cada lado de la cama, como quien vigila un experimento químico incierto.

– Ya empieza -dijo Noël.

– Todavía no -contestó el médico.

De vez en cuando, el impaciente Noël sacudía inútilmente el brazo de Retancourt, para acelerar el proceso, agitar la sangre, mover el sistema, reactivar la maquinaria.

– Venga, gorda, joder -le decía-, ponte las pilas, haz un esfuerzo.

Agitado, incapaz de permanecer sin gestos ni comentarios, iba de un extremo al otro de la cama: frotaba los pies de Retancourt para calentárselos, pasaba a las manos, comprobaba el gota a gota, le friccionaba la cabeza.

– No sirve para nada -acabó diciendo el médico, irritado.

El ritmo cardiaco se aceleró en la pantalla.

– Aquí la tenemos -dijo el médico como quien anuncia la llegada de un tren a la estación.

– Venga, gordi, ánimo -repitió Noël por décima vez.

– Queda esperar -dijo Lavoisier con esa brutalidad involuntaria de los médicos- que no se despierte idiota.

Retancourt abría débilmente los ojos, posando una mirada azul y estúpida en el techo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Lavoisier.

– Violette -dijo Adamsberg.

– Como la florecita -confirmó Noël.

Lavoisier se sentó al borde de la cama, giró hacia él el rostro de Retancourt y le cogió la mano.

– ¿Se llama Violette? -le dijo-. Si sí, parpadee.

– Venga, gordi -dijo Noël.

– No se lo sople, Noël -dijo Adamsberg.

– No tiene nada que ver con soplárselo o no soplárselo -dijo Lavoisier exasperado-. Tiene que entender la pregunta. Cállense, por el amor de Dios, tiene que concentrarse. ¿Se llama usted Violette?

Pasaron unos diez segundos antes de que Retancourt parpadeara sin ambigüedad.

– Entiende -dijo Lavoisier.

– Pues claro que entiende -dijo Noël-. ¿No puede probar con una pregunta más difícil, doc?

– Ésa ya es una pregunta muy difícil, cuando se vuelve de allí.

– Creo que estamos estorbando -dijo Adamsberg.

El teniente Noël no era capaz, como Adamsberg, de escuchar el rumor de la fuente. El comisario lo miraba ir y venir por el jardincillo, donde los dos policías parecían dispuestos como en la arena de un circo miniatura, iluminada a ras del suelo por luces azules.

– ¿Quién lo ha avisado, teniente?

– Estalère me llamó desde el restaurante. Él sabía que yo era donante universal. Es de esos tipos que recuerdan los detalles personales, si uno pone azúcar en el café, si es A, B, 0. Cuénteme cómo fue, comisario, me faltan trozos de la historia.

Adamsberg resumió a su manera y en desorden los elementos que se había perdido Noël desde que se había ido a volar con las gaviotas. Curiosamente, el teniente, en principio un positivista primario, le hizo recitar dos veces la receta del De sanctis reliquis y se opuso a la idea de Adamsberg de abandonar a la tercera virgen, sin hacer ninguna broma acerca del hueso del gato ni del vivo de las doncellas.

– No vamos a dejar que se carguen a esa chica sin mover un dedo, comisario.

– Probablemente me equivoqué al pensar que la tercera virgen ya había sido elegida.

– ¿Por qué?

– Porque creo que al final la asesina escogió a Retancourt.

– Pero eso no tendría sentido -dijo Noël interrumpiendo su ronda.

– ¿Por qué? Corresponde a las exigencias de la receta.

Noël miró a Adamsberg en la oscuridad.

– Para eso, comisario, Retancourt tendría que ser virgen.

– Pero creo que lo es.

– Pues yo no.

– Sería usted el único en pensarlo, Noël.

– No lo pienso, lo sé. No es virgen. En absoluto.

Noël se sentó en el banco, satisfecho, mientras Adamsberg tomaba el relevo dando vueltas por el jardincillo.

– Retancourt no le hace a usted confidencias -dijo.

– Con tanta bronca, acabamos contándonos muchas cosas. No es virgen y punto.

– Eso significa que la tercera virgen existe. En otro sitio. Y que Retancourt había comprendido efectivamente algo que nosotros no hemos entendido.

– Y antes de saber qué -dijo Noël-, va a llover bastante.

– Un mes, antes de que recobre todas sus facultades, según «Lariboisier».

– Lavoisier -rectificó Noël-. Un mes para alguien de constitución normal. Para Retancourt, ocho días. Tiene su gracia, cuando lo pienso, que mi sangre y la de usted circulen por su cuerpo.

– Con la del tercer donante.

– ¿A qué se dedica el tercer donante?

– Cría rebaños de bueyes, por lo que he entendido.

– No sé qué resultado dará la mezcla -dijo Noël pensativo.


En la cama un poco fría del hotel, Adamsberg no podía cerrar los ojos sin verse tumbado y agarrotado junto a Retancourt, retomando el hilo de los pensamientos vertiginosos que se habían enredado durante la transfusión. El tinte de Retancourt, el vivo de la doncella, los cuernos del bucardo. Había en el núcleo de esa madeja una alarma que no quería callar. Tenía que ver con la sangre que pasaba de él a ella, reactivando los latidos del corazón de la teniente, arrebatándosela a la muerte. Tenía que ver con los cabellos de la virgen, evidentemente. Pero ¿qué demonios pintaba en todo eso el bucardo? Eso le recordó que los cuernos de los bucardos no eran sino pelos muy comprimidos o, desde la otra perspectiva, que los pelos no eran sino cuernos muy sueltos. Eran la misma cosa. ¿Y entonces? ¿Y qué? Tendría que recordarlo mañana.

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