XXIV

Al despertarse, Veyrenc vio al comisario ya preparado. Había dormido mal, vestido, abriendo bruscamente los ojos ante el viñedo, o ante el Prado Alto. O lo uno, o lo otro. Su padre lo levantaba del suelo, estaba dolorido. ¿En noviembre o en febrero? ¿Antes de la vendimia tardía, o después? No veía la escena con nitidez, un dolor de cabeza le atenazaba las sienes. Ya fuera debido al vino peleón del café de Haroncourt o a la angustiosa confusión de sus recuerdos.

– Volvemos, Veyrenc. Recuerde, no vaya calzado al cuarto de baño. Hermance ha sufrido.

La hermana de Oswald les había servido un desayuno colosal, de los que permiten a los labradores aguantar hasta las doce campanadas del mediodía. Contrariamente al semblante trágico que esperaba Adamsberg, Hermance era alegre y locuaz. Y, efectivamente, tan buena que era capaz de emocionar a toda una cabaña ganadera. Una mujer alta, un poco flaca, que se desplazaba con prudencia, como si estuviera asombrada de existir. Su cháchara se componía de casi nadas, una mezcla de inutilidades y disparates, y podía sin duda alargarse horas. Lo cual, en el fondo, era un auténtico arte, ya que formaba un encaje de palabras tan fino que sólo contenía vacíos.

– … Comer antes de ir a trabajar, lo digo todos los días -iba oyendo Adamsberg-. El trabajo cansa, sí, cuando pienso en todo ese trabajo. Sí, eso es. Ustedes también tienen trabajo, naturalmente, he visto que han venido en coche. Oswald tiene dos coches, uno para el trabajo, tiene que lavar la camioneta. Si no, va ensuciándolo todo, y eso es más trabajo, eso es. Le he puesto los huevos no muy hechos. Gratien no quiere huevos, sí claro. Es su costumbre, y las costumbres de los demás van y vienen, y es difícil.

– Hermance, ¿quién le ha dicho que me hable? -preguntó Adamsberg con precaución-. De la cosa del cementerio.

– ¿Verdad que sí? Se lo dije a Oswald. Sí, eso es, era mucho mejor, mientras no haga daño, si no hace ningún bien, eso es.

– Sí, eso es -dijo Adamsberg tratando de entrar en la peonza del lenguaje de Hermance-. ¿Le aconsejó alguien que me viera? ¿Hilaire? ¿Angelbert? ¿Achille? ¿El cura?

– ¿Verdad que sí? No se pueden guardar porquerías en el cementerio, y luego se pregunta una, y se lo dije a Oswald, no pasa nada. Sí, claro.

– Vamos a dejarla, Hermance -dijo Adamsberg al ver que Veyrenc le hacía señas de desistir.


Los dos hombres se calzaron fuera, cuidando de dejar tras ellos la habitación tan ordenada como la de un decorado. Detrás de la puerta, Adamsberg oía la voz de Hermance seguir sola.

– Sí, el trabajo, naturalmente, eso es, el trabajo. No hay que dejarse torear.

– Le falta un tornillo -dijo Veyrenc con tristeza mientras se ataba los cordones-. Nació sin él o lo perdió por el camino.

– Creo que lo perdió por el camino. Sus dos maridos murieron jóvenes, uno tras otro. Sólo podemos hablar de esto aquí, está prohibido mencionar el tema fuera de Opportune-la-Haute.

– Por eso Hilaire dio a entender que Hermance traía mala suerte. Los hombres temen morir si se casan con ella.

– Cuando la sospecha te cae encima, ya nunca más te puedes deshacer de ella. Se te planta en la piel como una garrapata. La garrapata la arrancas, pero las patas se te quedan dentro y se mueven.

Un poco como la araña de Lucio, completó para sí Adamsberg.

– Ya que conoce a varios hombres de aquí, ¿quién cree que le aconsejó hablar con usted?

– No lo sé, Veyrenc. Puede que nadie. La preocuparía la Sombra, seguramente, por su hijo. Creo que debe de tener un miedo cerval a los gendarmes desde la investigación por la muerte de Amédée. Oyó hablar de mí a Oswald.

– ¿La gente piensa que mató a sus dos maridos?

– No es que lo piensen de verdad, pero se lo preguntan. Si los mató en actos o en pensamientos. Vamos a pasar por el cementerio antes de volver.

– ¿Qué buscamos?

– Vamos a tratar de ver qué hizo la Sombra de Oswald. Prometí al chico que me encargaría del caso. Pero Robert no hablaba de la Sombra, sino de «la cosa», y Hermance dice que ensucia el cementerio. Si no, intentamos algo distinto.

– ¿Qué?

– Comprender por qué me han traído aquí.

– Si yo no hubiera cogido el coche -objetó Veyrenc-, usted no estaría aquí.

– Lo sé, teniente. Es sólo una impresión.

Una sombra, pensó Veyrenc.

– Al parecer, Oswald regaló un perrito a su hermana -dijo-. Y murió.

Adamsberg iba y venía por las calles del pequeño cementerio, con una cuerna en cada mano. Veyrenc le había propuesto ayudarlo llevando una, pero Robert había dicho claramente que no había que separarlas. Adamsberg inspeccionó el lugar tratando de no golpear las cuernas contra las piedras funerarias. El cementerio era pobre, apenas cuidado, la hierba crecía entre la gravilla de las calles. Aquí la gente no siempre se podía permitir una lápida, y abundaban las sepulturas en plena tierra, algunas rematadas con una cruz de madera y el nombre del difunto pintado en letras blancas. Las tumbas de los dos maridos de Hermance se habían beneficiado de una delgada lápida de caliza, ya gris y sin flores. Tenía ganas de irse, pero persistía en demorarse, aprovechando el tenue sol voluntarioso que le acariciaba la nuca.

– ¿Dónde vio Gratien la silueta? -preguntó Veyrenc.

– Por allí -indicó Adamsberg.

– ¿Y qué debemos mirar?

– No lo sé.

Veyrenc asintió, sin expresar contrariedad. Salvo cuando le hablaban del valle del Gave, el teniente no era un hombre dado a irritarse o a impacientarse. Ese primo apartado se le parecía un poco, en su aceptación serena de lo improbable o lo difícil. También él estiraba la nuca al calorcillo, con tentaciones de seguir el mayor tiempo posible en la hierba mojada. Adamsberg rodeaba la pequeña iglesia, atento a la luz primaveral que fanfarroneaba haciendo brillar la pizarra del tejado y los mármoles mojados.

– Comisario -llamó Veyrenc.

Adamsberg volvió hacia él tomándose su tiempo. La luz jugaba con los destellos rojizos del pelo de Veyrenc. Si ese abigarramiento no hubiera sido fruto de una tortura, a Adamsberg le habría parecido bastante logrado. Belleza brotada del mal.

– No sabemos lo que buscamos -dijo Veyrenc señalando una tumba-, pero esta mujer tampoco tuvo suerte. Murió con treinta y ocho años, más o menos como Élisabeth Châtel.

Adamsberg observó la sepultura, un rectángulo todavía fresco de tierra que esperaba su lápida. Empezaba a entender un poco al teniente, y éste sin duda no lo había llamado por nada.

– ¿Oye el canto de la tierra? -dijo Veyrenc-. ¿Y lee lo que dice?

– Si se refiere a la hierba en la tumba, la veo. Veo briznas cortas, veo briznas largas.

– Cabría imaginar, si uno quiere imaginarse algo, que las briznas cortas han crecido después.

Los dos hombres se callaron, preguntándose al mismo tiempo si sí o no querían imaginarse algo.

– Nos esperan en París -se objetó a sí mismo Veyrenc.

– Cabe imaginar -reanudó Adamsberg- que la hierba en la cabecera de la tumba es más tardía, luego más corta. Forma una especie de círculo, y esta mujer es normanda, como Élisabeth.

– Pero si pasáramos los días visitando cementerios, sin duda encontraríamos miles de briznas de hierba de alturas distintas.

– Seguramente. Pero nada impide comprobar si se ha cavado bajo la hierba corta, ¿no?

– Decidid vos, señor, si los signos que veis

los ofrece el azar o la maleficencia,

y si el camino oscuro que estas hierbas indican

nos conduce al fracaso o nos lleva a la gloria.

– Mejor saberlo ahora mismo -dijo Adamsberg depositando las cuernas en el suelo-. Aviso a Danglard de que nos quedamos en los pastos.

Загрузка...