En el tren de vuelta, una última preocupación agitaba el semblante de Veyrenc.
– Cuando uno es disociado -dijo sombrío-, no sabe lo que hace, ¿verdad? Borra todo recuerdo.
– Sí, en principio y según Ariane. Nunca sabremos si nos tomó el pelo para no confesar o si es una auténtica disociada. Ni si eso existe realmente.
– Si existiera -dijo Veyrenc levantando el labio en una falsa sonrisa-, ¿yo habría podido matar a Fernand y al Gordo Georges sin darme cuenta?
– No, Veyrenc.
– ¿Cómo puede estar seguro?
– Porque lo he comprobado. Tengo todos sus movimientos archivados en sus hojas de ruta, en la Brigada de Tarbes y en la de Nevers, donde estaba usted en la época de los asesinatos. El día del asesinato de Fernand, usted acompañaba un destacamento a Londres. El del asesinato del Gordo Georges, usted estaba arrestado.
– ¿Ah sí?
– Sí, por insultos a un superior. ¿Qué le había hecho?
– ¿Cómo se llamaba?
– Pleyel. Pleyel como el piano, sencilla y llanamente.
– Sí -recordó Veyrenc-. Era un tipo a la Devalon. Estábamos con un caso de corrupción política. En lugar de hacer su trabajo, siguió las órdenes del gobierno, tergiversó el proceso con falsos documentos, y el inculpado fue declarado inocente. Cometí unos versos inofensivos contra él, que no le gustaron.
– ¿Los recuerda?
– No.
Adamsberg sacó su libreta y la hojeó.
– Aquí están -dijo-.
»La altivez del pudiente devasta la Justicia
convirtiendo en un siervo al mayor policía.
Languidece el Estado, cayendo en el abismo,
las manos criminales del tirano lo matan.
»Resultado: quince días de arresto.
– ¿Dónde los ha encontrado? -preguntó Veyrenc sonriendo.
– Figuraban en la denuncia. Unos versos que ahora lo salvan del asesinato del Gordo Georges. Usted no ha matado a nadie, Veyrenc.
El teniente cerró rápidamente los párpados y relajó los hombros.
– No me ha dado los diez céntimos -dijo Adamsberg tendiendo la mano-. Me he despepitado por usted, me ha dado mucho trabajo.
Veyrenc depositó una moneda cobriza en la mano de Adamsberg.
– Gracias -dijo éste, guardándosela en el bolsillo-. ¿Cuándo va a dejar a Camille?
Veyrenc desvió la cabeza.
– Bueno -concluyó Adamsberg, apoyándose en la ventana para quedarse inmediatamente dormido.