XLIV

El doctor Romain fue a abrir la puerta con paso lánguido y volvió igual al sillón, como si avanzara por un terreno llano con esquís puestos.

– No me preguntes cómo estoy, Adamsberg, me pone a cien. ¿Quieres tomar algo?

– Te aceptaría un café.

– Pues prepáratelo tú, no tengo ánimo.

– ¿Me haces compañía en la cocina?

Romain suspiró y se arrastró esquiando hasta la silla de la cocina.

– ¿Querrás una taza? -preguntó Adamsberg.

– Tantas como quieras, nada me impide dormir, veinte horas al día. Es increíble, ¿no? Ni siquiera tengo tiempo de aburrirme.

– Como el león. ¿Sabes que el león duerme veinte horas al día?

– ¿Tiene vapores?

– No, es natural. Y eso no le impide ser el rey de los animales.

– Pero yo soy un rey derrocado. Me has sustituido, Adamsberg.

– No me quedaba más remedio.

– No -dijo Romain cerrando los ojos.

– ¿Las medicinas no te hacen nada? -preguntó el comisario mirando la montaña de cajas encima de la mesa.

– Son excitantes. Me despiertan un cuarto de hora, lo justo para ver en qué día estamos. ¿En qué día estamos?

El forense hablaba con voz empastada, alargando las vocales como si un palo en las ruedas bloqueara su elocución.

– Hoy es jueves. Y el viernes por la noche, hace seis días, te visitó Violette Retancourt. ¿Lo recuerdas?

– No he perdido la cabeza, sólo la energía, y el gusto por las cosas.

– Pero Retancourt te trae cosas que te hacen ilusión, ¿no? Fotos de cadáveres.

– Es verdad -dijo Romain sonriendo-. Es muy atenta.

– Sabe lo que gusta -dijo Adamsberg empujando un tazón de café hacia él.

– Pareces hecho polvo -diagnosticó el médico-. Agotamiento físico y psíquico.

– Tampoco has perdido el ojo. Estoy con una investigación terrorífica que se me está escapando entre los dedos, tengo una sombra que no me deja, una monja en casa y un nuevo teniente que se muere de ganas de vengarse de mí. He pasado una noche entera salvándolo por los pelos de un ajuste de cuentas. Y al día siguiente me entero de que Retancourt se ha evaporado.

– ¿Evaporado? ¿Tiene vapores?

– Ha desaparecido, Romain.

– Ya lo había entendido, hombre.

– ¿Te dijo algo el viernes pasado? ¿Algo que pueda ayudarnos? ¿Te habló de algún problema?

– Ninguno. No veo qué problema podría perturbar a Retancourt y, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que tendría que haberle pedido a ella que me resolviera lo de los vapores. No, qué va, hablamos de trabajo. Bueno, hablar, lo que se dice hablar… Al cabo de tres cuartos de hora máximo ya cabeceo.

– ¿Te habló de la enfermera? ¿Del ángel de la muerte?

– Sí, me contó todo eso. Y lo de las profanaciones. Viene a menudo, ¿sabes? Esa chica es un cielo. Hasta me ha dejado varios juegos de fotos para distraerme, si se diera el caso.

Romain extendió un brazo sin fuerza por encima del follón que cubría la mesa de la cocina y sacó una carpeta que deslizo hacia Adamsberg. Fotos en color, de gran formato, de los rostros de La Paille y Diala, los detalles de sus heridas en el cuello, las marcas de pinchazos en las venas de los brazos, y otras de los dos cadáveres de Montrouge y Opportune. Adamsberg hizo una mueca ante los dos últimos y los colocó al final de la pila.

– Copias de calidad, como ves. Retancourt me mima. Lo que os ha caído encima es un marrón espantoso -añadió el forense dando palmadas en la pila de fotos.

– Ya me había dado cuenta, Romain.

– No hay nada más difícil de atrapar que esos pirados metódicos cuando uno no ha captado su idea. Y, como su idea es una idea de pirado, ya puedes esperar sentado.

– ¿Qué dijiste a Retancourt? ¿La desanimaste?

– No me arriesgaría a desanimar a tu teniente.

El comisario vio los ojos de Romain parpadear, y le llenó inmediatamente el tazón.

– Pásame también dos excitantes. La caja amarilla y roja.

Adamsberg le dejó caer dos cápsulas en la palma de la mano, y el forense las engulló.

– Bueno -dijo Romain-. ¿Por dónde íbamos?

– Por lo que dijiste a Retancourt la última vez que la viste.

– Lo que te estoy diciendo. Que la homicida que buscas es una auténtica pirada, extremadamente peligrosa.

– ¿Estás de acuerdo en que es una mujer?

– Claro. Ariane es una campeona. Puedes creer todo lo que te diga.

– Conozco la idea de la homicida, Romain. Quiere el poder absoluto, la fuerza divina, la vida eterna. ¿No te lo dijo Retancourt?

– Sí, me leyó la vieja medicación. Es eso exactamente -dijo Romain con una nueva palmadita en las fotos-. El vivo de las doncellas, has dado en el clavo.

– El vivo de las doncellas -murmuró Adamsberg-. No pudo hablarte de eso, es lo único que no hemos sabido entender.

– ¿No lo has entendido? -preguntó Romain estupefacto, como recobrando energía a medida que volvía el trabajo-. Pero si es una evidencia más grande que tu montaña.

– Deja mi montaña en paz, por favor. Y háblame de ese vivo.

– Pero ¿qué quieres que sea, cabezota? El vivo es lo que sigue vivo después de la muerte, es lo que desafía a la muerte, y hasta la vejez. Es el pelo, puñeta. Cuando se es adulto, todo ha terminado de crecer y se queda como está, la única cosa que sigue creciendo, renovándose, es el pelo.

– A menos que se caiga.

– No en las mujeres, cretino. El cabello o las uñas. Es lo mismo, de todos modos, es queratina. Tu vivo de las doncellas, tu vivo de la virgen, es su pelo. Porque, en la tumba, es la única parte del cuerpo que resiste a los estragos de la muerte. Es un antimuerte, es contramuerte, antídoto. La verdad, no hace falta ser una lumbrera. ¿Me sigues, Adamsberg, o tienes vapores?

– Te sigo -dijo Adamsberg anonadado-. Es ingenioso, Romain, y más que probable.

– ¿Probable? ¿Me estás tomando el pelo? Es seguro al cien por cien. Pero si sale en tu foto, joder.

Romain cogió la pila de instantáneas, dio un largo bostezo y se frotó los ojos.

– Ve por agua fría del grifo, empapa el trapo y friccióname la cabeza.

– El trapo está asqueroso.

– Es igual, corre.

Adamsberg obedeció y frotó la cabeza de Romain con agua fría, como quien acicala un caballo. Romain quedó con el rostro enrojecido.

– ¿Mejor?

– Sí. Dame el resto de café. Pásame la foto.

– ¿Cuál?

– La de la primera mujer, Élisabeth Châtel. Y ve a buscar la lupa en la mesa de mi despacho.

Adamsberg depositó lupa e instantánea morbosa delante del forense.

– Aquí -dijo Romain poniendo su dedo en la sien derecha de la cabeza de Élisabeth. Le han cortado mechas de pelo.

– ¿Estás seguro?

– No cabe la menor duda.

– El vivo de las doncellas -repitió Adamsberg escrutando la foto-. Esa loca las mató para luego cogerles pelo.

– Que había resistido a la muerte. A la derecha de la cabeza, como puedes observar. ¿Recuerdas el texto?

– Con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales.

– En diestra, a la derecha. Porque la izquierda, siniestra, es la parte siniestra, la parte oscura. En cambio, la parte derecha es la luz. La mano derecha conduce la vida. ¿Entiendes?

Adamsberg asintió en silencio.

– Ariane pensó en el pelo.

– Creo que te cae muy bien Ariane.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Tu teniente.

– ¿Por qué Ariane no se fijó en el pelo cortado?

Romain lanzó una risita, bastante ufano.

– Porque sólo yo podía verlo. Ariane es una campeona, pero su padre no era peluquero. El mío sí. Sé reconocer una mecha recién cortada. Las puntas son diferentes, limpias y tiesas, sin desgaste. ¿No lo ves? ¿Aquí?

– No.

– Eso es que tu padre no era peluquero.

– No.

– Ariane tiene otra excusa. Élisabeth Châtel, por lo que imagino, no debía de dar mucha importancia a su aspecto. ¿Me equivoco?

– No. No llevaba ni joyas ni maquillaje.

– Ni tenía peluquero. Se cortaba el pelo ella misma, como le saliera. Cuando un mechón le caía en los ojos, un tijeretazo y listo. Por eso tiene ese peinado tan desordenado, ¿lo ves? Mechas largas, medianas, cortas. Era imposible para Ariane encontrar las mechas recién cortadas en ese follón de aficionada.

– Pues trabajábamos con proyectores.

– Encima. Y en Pascaline no se distingue nada.

– ¿Le dijiste todo eso a Retancourt el viernes?

– Claro.

– ¿Y qué te respondió?

– Nada. Se puso a pensar, como tú. No creo que eso cambie gran cosa en su investigación.

– Salvo que ahora sabemos por qué abre las tumbas. Por qué tiene que matar a otra virgen.

– ¿Eso crees?

– Sí. Por tres. Es el número de mujeres.

– Es posible. ¿Has identificado a la tercera?

– No.

– Entonces busca a una mujer que tenga un pelo bonito. Élisabeth y Pascaline tenían un cabello de muy buena calidad. Llévame a la cama, no puedo más.

– Lo siento, Romain -dijo Adamsberg levantándose bruscamente.

– No te preocupes. Pero ya que andas metido en medicaciones antiguas, a ver si me encuentras una para los vapores.

– Te lo prometo -dijo Adamsberg conduciendo a Romain hasta su habitación.

Romain se volvió, intrigado por el tono de Adamsberg.

– ¿Hablas en serio?

– Sí, te lo prometo.

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