Los agentes de la Brigada disponían las sillas en la sala del Concilio para el coloquio de las seis cuando Adamsberg cruzó sin decir palabra la gran sala común. Danglard le lanzó una rápida ojeada y, por el resplandor que circulaba bajo su piel como materia en fusión, dedujo que se había producido un acontecimiento importante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Veyrenc.
– Ha encontrado una idea en el aire -explicó Danglard-, con las gaviotas. Una cagada de pájaro que le cae del cielo, en cierto modo, un aleteo entre el cielo y la tierra.
Veyrenc hizo un gesto de admiración al mirar a Adamsberg que por un instante quebrantó las sospechas de Danglard. El comandante corrigió inmediatamente esa impresión. Admirar a su enemigo no lo hace menos enemigo, todo lo contrario. El comandante seguía convencido de que Veyrenc había encontrado en Adamsberg una presa selecta, un adversario de talla, jefecillo de antaño a la sombra del nogal, jefe actual de la Brigada.
Adamsberg inició la reunión distribuyendo a cada uno las fotos, particularmente desagradables, de la exhumación de Opportune. Sus gestos eran sobrios y concentrados, y todos comprendieron que la investigación había dado un giro. Era raro que el comisario les impusiera un coloquio al final de la jornada.
– Nos faltaban las víctimas, el asesino y el móvil. Tenemos las tres cosas.
Adamsberg se pasó las manos por las mejillas, buscando cómo proseguir. No le gustaba resumir, no sabía hacerlo. El comandante Danglard lo apoyaba siempre en ese ejercicio, un poco a la manera del marcador del pueblo, ayudándolo en los enlaces, las curvas, los aceleramientos.
– Las víctimas -propuso Danglard.
– Élisabeth Châtel y Pascaline Villemot no murieron por accidente. Fueron asesinadas. Retancourt ha traído la prueba de la gendarmería de Évreux esta misma tarde. La piedra que supuestamente cayó del muro de la iglesia a la cabeza de Pascaline estaba en el suelo desde hacía al menos dos meses. Durante su estancia en la hierba, se formó un depósito de liquen negruzco en una de sus caras.
– Ahora bien, la piedra no saltó sola desde el suelo hasta la cabeza de la mujer -intervino Estalère, muy atento.
– Exactamente, cabo. Le partieron la cabeza con ella. Lo que nos permite deducir que el coche de Élisabeth fue saboteado para provocar un accidente mortal en la nacional.
– Eso no le va a gustar a Devalon -observó Mercadet-. Es lo que se llama destrozar una investigación.
Danglard sonrió, royendo el lápiz, satisfecho de que la incuria batalladora de Devalon lo condujera directamente a los problemas.
– ¿Cómo es que a Devalon no se le ocurrió examinar la piedra? -preguntó Voisenet.
– Porque es más corto que los gansos, según la opinión local -explicó Adamsberg-. Y porque Pascaline Villemot no tenía la menor razón para ser asesinada.
– ¿Cómo localizó su tumba?
– Por casualidad aparentemente.
– Imposible.
– Efectivamente. Pienso que se me ha dirigido a propósito hacia el cementerio de Opportune. El asesino nos indica la pista, sabiéndose muy por delante de nosotros.
– ¿Por qué?
– No tengo ni idea.
– Las víctimas -insertó Danglard-. Pascaline y Élisabeth.
– Tenían más o menos la misma edad. Llevaban vidas sin excesos y sin hombres, ambas eran vírgenes. La tumba de Pascaline corrió la misma suerte que la de Montrouge. El ataúd fue abierto, pero el cadáver está intacto.
– ¿La virginidad es el móvil de los asesinatos? -preguntó Lamarre.
– No. Es el criterio en la elección de las víctimas, no el móvil.
– No entiendo -dijo Lamarre frunciendo el entrecejo-. ¿Mata vírgenes, pero su objetivo no es matar vírgenes?
La interrupción bastó para desmoronar la concentración de Adamsberg, que pasó el relevo con un gesto a Danglard.
– Recordarán las conclusiones de la forense -dijo el comandante-. Diala y La Paille fueron eliminados por una mujer de un metro sesenta y dos de estatura aproximadamente, convencional, perfeccionista, que sabe manejar la jeringuilla, acertar sus golpes de escalpelo y que lleva zapatos de cuero azules. Esos zapatos llevaban betún en las suelas, lo que indica una posible patología de disociación, o al menos una voluntad de establecer una separación entre ella misma y el suelo de sus crímenes. Claire Langevin, la enfermera ángel de la muerte, presenta todas estas características.
Adamsberg había abierto su libreta sin anotar nada. Escuchaba, mientras garabateaba, el resumen de Danglard, que, a su parecer, habría sido mejor jefe de la Brigada que él.
– Retancourt ha traído unos zapatos que le pertenecieron -añadió Danglard-. Son de cuero azul. Eso no basta para fundamentar nuestra certeza, pero seguimos estrechando la investigación sobre la enfermera.
– Lo trae todo, Retancourt -observó Veyrenc en voz baja.
– Convierte su energía -explicó con aspereza Estalère.
– El ángel de la muerte es una quimera -dijo Mordent malhumorado-. Nadie la vio hablar con Diala ni con La Paille en el Mercado de las Pulgas. Es invisible, inalcanzable.
– Así es precisamente como ha actuado toda su vida -dijo Adamsberg-, como una sombra.
– No cuadra -insistió Mordent estirando su largo cuello de garza fuera del jersey gris-. Esa mujer asesinó a treinta y tres ancianos, siempre de la misma manera, sin cambiar nunca un solo detalle. Y, de repente, se transforma en otra especie de loca, se pone a buscar vírgenes, a abrir tumbas, a degollar hombres. No, no cuadra. No se transforma un cuadrado en un círculo, no se cambia una asesina de viejos por una necrófila salvaje. Con zapatos o sin ellos.
– No cuadra en absoluto -aprobó Adamsberg-. A menos que una conmoción profunda haya abierto un nuevo cráter en el volcán. La lava de la locura se derramaría entonces por otra vertiente, de manera distinta. Su estancia en prisión puede haber influido mucho, o quizá el hecho de que Alfa haya tomado conciencia de la existencia de Omega.
– Yo sé quiénes son Alfa y Omega -interrumpió con viveza Estalère-. Son los dos trozos de un homicida disociado, a cada lado de su muro.
– El ángel de la muerte es una disociada. Su arresto pudo romper su muro interior. A partir de esa catástrofe, todo cambio de actitud es posible.
– De todos modos -dijo Mordent-. Eso no nos explica por qué busca vírgenes ni lo que hace en sus tumbas.
– Eso es el abismo -dijo Adamsberg-. Y, para alcanzarla, sólo podemos partir del final del desfiladero, donde nos quedan algunos desprendimientos de sus actos. Pascaline tenía cuatro gatos. Tres meses antes de su muerte, le mataron uno. Era el único macho del grupo.
– ¿Una primera amenaza a Pascaline? -preguntó Justin.
– No lo creo. Lo mataron para extraerle las partes sexuales. Como el gato ya estaba castrado, le quitaron la verga. Danglard, explique lo del hueso.
El comandante reiteró su enseñanza acerca de los huesos peneanos, los carnívoros, los vivérridos, los mustélidos.
– ¿Quién más lo sabía entre ustedes? -preguntó Adamsberg.
Sólo se levantaron las manos de Voisenet y Veyrenc.
– Voisenet lo entiendo, es usted zoólogo. Pero usted, Veyrenc, ¿de dónde lo ha sacado?
– De mi abuelo. Cuando era joven, mataron un oso en el valle. Pasearon su cadáver de pueblo en pueblo. Mi abuelo conservó el hueso peneano. Decía que no había que perderlo ni venderlo a ningún precio.
– ¿Lo sigue teniendo?
– Sí. Está allí, en casa.
– ¿Sabe por qué era tan importante para él?
– Afirmaba que el hueso mantenía en pie la casa y a la familia protegida.
– ¿Qué tamaño tiene el hueso peneano de un gato? -preguntó Mordent.
– Así -dijo Danglard espaciando sus dedos entre dos y tres centímetros.
– Eso no aguanta una casa -dijo Justin.
– Es simbólico -dijo Mordent.
– Ya me lo imagino -dijo Justin.
Adamsberg sacudió la cabeza, sin apartar el pelo que le caía en los ojos.
– Pienso que ese hueso de gato tiene un valor más preciso para quien lo extrajo. Pienso que se trata del principio viril.
– Valor contradictorio con el de las vírgenes -objetó Mordent.
– Todo depende de lo que busque -dijo Voisenet.
– Busca la vida eterna -dijo Adamsberg-. Y ése es el móvil.
– No entiendo -dijo Estalère tras un silencio.
Y, por una vez, lo que no entendía Estalère se correspondía con la incomprensión de todos.
– En el mismo periodo de la mutilación del gato -dijo Adamsberg-, se produce el robo de un relicario en la iglesia de Mesnil, a pocos kilómetros de Opportune y de Villeneuve. Oswald tenía razón, es demasiado para una misma zona. Del relicario, el ladrón sólo se llevó cuatro huesos humanos de san Jerónimo, dejando allí uno de morro de cerdo y varios de carnero.
– Un conocedor -señaló Danglard-. No es fácil reconocer un hueso de morro de cerdo.
– ¿Tiene un hueso en el morro, el cerdo?
– Eso parece, Estalère.
– Como tampoco sabe cualquiera que el gato tiene un hueso peneano. Estamos, pues, ante una conocedora, efectivamente.
– No veo la relación -dijo Froissy- entre las reliquias, el gato y las sepulturas. Salvo que en los tres casos hay huesos.
– Lo cual no está nada mal -dijo Adamsberg-. Reliquias de santo, reliquias de macho, reliquias de vírgenes. En el presbiterio de Mesnil, a dos pasos de san Jerónimo, hay un libro antiquísimo expuesto a la vista de todos, en que se encuentran estos tres elementos en una especie de receta de cocina.
– Más bien una medicación, un remedio -rectificó Danglard.
– ¿Para qué? -preguntó Mordent.
– Para fabricar la vida eterna, con montones de cosas. En casa del cura, el libro está abierto por la página de la receta. Está muy orgulloso, y pienso que debe de enseñarlo a todas sus visitas. Igual que el cura anterior, el padre Raymond. La receta debe de ser conocida hasta treinta parroquias a la redonda y desde hace generaciones.
– ¿Y no en otro sitio?
– Sí -dijo Danglard-. La obra es célebre, y sobre todo esa prescripción. Se trata del De sanctis reliquis en edición de 1663.
– No lo conozco -dijo Estalère.
Y lo que no conocía Estalère se correspondía con la ignorancia de todos.
– No me gustaría vivir eternamente -dijo Retancourt en voz baja.
– ¿No? -dijo Veyrenc.
– Imagina que viviéramos eternamente. Sólo nos quedaría tumbarnos en el suelo y aburrirnos a muerte.
– Alegrémonos, señora,
el tiempo de la vida se esfuma cual verano,
pero es menos cruel que un mes de eternidad.
– Se puede decir así -aprobó Retancourt.
– O sea que valdría la pena analizar el libro ése, ¿no? -dijo Mordent.
– Así lo creo -contestó Adamsberg-. Veyrenc recuerda el texto de la receta.
– De la medicación -corrigió de nuevo Danglard.
– Dígalo, Veyrenc, pero despacio.
– Remedio soberano para prolongar la vida por la virtud que poseen las reliquias de debilitar los miasmas de la muerte, preservado desde los más verdaderos procedimientos y purgado de los errores antiguos.
– Es el título -tradujo Adamsberg-. Diga lo que viene después, teniente.
– Cinco veces habrá venido el tiempo de juventud cuando hayas de invertirlo. Fuera del alcance de su filo, pasa y vuelve a pasar.
– No lo entiendo -dijo Estalère, esta vez con voz verdaderamente alarmada.
– Nadie lo entiende realmente -lo tranquilizó Adamsberg-. Pienso que se trata de la edad de la vida en que conviene tomarse el remedio. No de joven.
– Es muy posible -aprobó Danglard-. Cuando se haya visto cinco veces el tiempo de la juventud. O sea cinco veces quince años, si se toma como referencia la edad media a la que se contraía matrimonio en el Occidente medieval. Eso nos da setenta y cinco años.
– O sea la edad exacta del ángel de la muerte ahora -dijo Adamsberg con lentitud.
Hubo un silencio, y Froissy levantó graciosamente la mano para pedir la palabra.
– No podemos continuar en estas condiciones. Me gustaría que siguiéramos con el coloquio en la Brasserie des Philosophes.
Antes de que Adamsberg pudiera decir nada, hubo un movimiento general hacia la Brasserie. La reflexión no pudo reanudarse hasta que todos estuvieron sentados en el reservado de las vidrieras.
– Llegar a la edad fatídica de setenta y cinco años -dijo Mordent- podría haber abierto en ella el nuevo cráter.
– La enfermera -dijo Danglard- no puede reunirse con la chusma común de los ancianos que ejecuta. Ya no es una simple mortal. Cabe pensar que desee ganar la vida eterna y conservar su omnipotencia.
– Y prepararse con tiempo -dijo Mordent-. Es decir estar fuera de la cárcel como sea antes de los setenta y cinco años para poder preparar la receta.
– La medicación.
– Eso cuadra -dijo Retancourt.
– Díganos lo que viene después, Veyrenc -pidió Adamsberg.
– Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas, mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse, con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales, molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual, mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo, en el vino del año, harás que dé con la tiesta en el suelo.
– No he entendido -dijo Lamarre antes que Estalère.
– Repetimos muy despacio -dijo Adamsberg-. Vuelva a empezar, Veyrenc, pero frase a frase.
– Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas…
– Esto no presenta dificultades -dijo Danglard-. Tres pizcas de huesos de santo pulverizados. San Jerónimo, por ejemplo.
– … mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse…
– Un falo -propuso Gardon.
– Que nunca se doblega -añadió Justin.
– Por ejemplo, un hueso de verga -confirmó Adamsberg-, es decir el hueso peneano del gato. Gato, por otra parte, dotado de nueve vidas y que, por lo tanto, concentra una pequeña eternidad en sí.
– Sí -dijo Danglard tomando rápidas notas.
– … con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales…
– Atención -dijo Adamsberg-, aquí vienen nuestras vírgenes.
– ¿Presentadas? -preguntó Estalère-. ¿La asesina las presenta de alguna manera en sus tumbas?
– No. Es como «presentar un plato» -explicó Danglard-. Eso significa que hay que utilizar la misma cantidad que de reliquias pulverizadas.
– Pero ¿utilizar qué, maldita sea?
– Ésa es la cuestión -dijo Adamsberg-. ¿Qué es el «vivo de las doncellas»?
– ¿La sangre?
– ¿El sexo?
– ¿El corazón?
– Yo voto por la sangre -dijo Mordent-. Es lógico, desde una perspectiva de vida eterna. Sangre de virgen mezclada con el principio masculino que la fecunda para crear la eternidad.
– Pero ¿sangre «en diestra»?
– A la derecha -dijo Danglard con un gesto evasivo.
– ¿Desde cuándo hay sangre de la derecha y sangre de la izquierda?
– No lo veo -dijo Danglard distribuyendo una ronda de vino.
Adamsberg había apoyado la barbilla en las manos.
– Todo eso no cuadra con la apertura de una tumba -dijo-. La sangre, el sexo, el corazón, podían ser extraídos del cadáver todavía fresco de una virgen. Y no es lo que ha sucedido. En cuanto a sacar sangre o alguna parte vital tres meses después de la muerte, es claramente imposible.
Danglard hizo una mueca. Se sentía a gusto con el cariz intelectual que había tomado el debate, pero su contenido le daba asco. La sórdida disección del remedio le volvía casi odioso el gran De sanctis reliquis que tanto le había gustado antes.
– ¿Qué queda en la tumba que pueda interesar a nuestro ángel? -preguntó Adamsberg.
– Las uñas, el pelo -propuso Justin.
– Eso no la obligaba a matar a las mujeres. Podría haberlos conseguido en personas vivas.
– Quedan los huesos, en una tumba -sugirió Lamarre.
– ¿Los huesos de la pelvis, por ejemplo? -aventuró Justin-. ¿La copa de la fecundidad, que complementaría el «viril principio»?
– Eso estaría bien, Justin, si no fuera porque sólo se abrieron las partes superiores de los ataúdes, y porque la profanadora no extrajo ningún hueso, ni una lámina.
– Callejón sin salida. Lo intentamos con el resto del texto.
Veyrenc se puso en marcha, dócil.
– … molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual…
– Eso, por lo menos, está claro -dijo Mordent-, la cruz que vive en la corona eterna es la cruz de Cristo.
– Sí -dijo Danglard-. Los fragmentos supuestos de la Vera Cruz se vendieron por miles como reliquias sagradas. Calvino censa más de los que podrían transportar trescientos hombres.
– Eso nos proporciona un buen ángulo de tiro -dijo Adamsberg-. Que uno de vosotros busque si, desde que se fugó la enfermera, ha sido robado algún relicario con fragmentos de la Vera Cruz.
– De acuerdo -dijo Mercadet tomando nota.
Debido a su hipersomnia, las largas misiones de búsqueda en ficheros se confiaban con frecuencia a Mercadet, a quien los trabajos de campo resultaban casi imposibles.
– Busquen también si practicó en la zona de Mesnil-Beauchamp, quizá bajo un nombre distinto al de Clarisa Langevin y quizá mucho tiempo atrás. Lleven su foto, enséñenla.
– De acuerdo -repitió Mercadet con la misma energía efímera.
– «Clarisa» -susurró Danglard al comisario- es su monja sanguinaria. La enfermera se llama Claire.
Adamsberg se volvió hacia Danglard, con la mirada incierta y asombrada.
– Sí -dijo-. Es extraño que las haya confundido. Como dos gajos de una nuez encerrados en la misma vieja cáscara.
Adamsberg hizo seña a Veyrenc de seguir.
– … mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo…
– Esto también es fácil -dijo Danglard con voz segura-. Se trata del sector geográfico, definido por el radio de influencia de las reliquias del santo. La unidad de lugar es lo que va a unir los diferentes componentes del remedio.
– ¿Se considera que un santo tiene un radio de acción? ¿Como una emisora?
– No está escrito en ninguna parte, pero es la creencia común. Si la gente se toma la molestia de desplazarse para hacer un peregrinaje, es en nombre de la idea de que, cuanto más se aproxime uno al santo, más fuerte es la influencia de éste.
– O sea que tiene que recoger todos los ingredientes de la receta no muy lejos de Mesnil -dijo Voisenet.
– Es lógico -dijo Danglard-. En la Edad Media, la compatibilidad de los elementos constitutivos era decisiva para hacer una pócima con éxito. La cuestión del clima también cuenta en el equilibrio de las mezclas. Está claro que un hueso de santo normando se asociará más fácilmente con un hueso de virgen normanda y de gato de la misma zona.
– De acuerdo -dijo Mordent-. ¿Y luego, Veyrenc?
– … en el vino del año, harás que dé con la tiesta en el suelo.
– El vino -dijo Lamarre- es para que pase todo lo demás.
– Y también es la sangre.
– La sangre de Cristo, cerramos el círculo.
– ¿Por qué «del año»?
– Porque en aquella época el vino no envejecía. Siempre era del año. Es el equivalente de nuestro vino nuevo.
– ¿Qué queda?
– Harás que dé con la tiesta en el suelo.
– «Tiesta» en el sentido de «cabeza» -dijo Danglard-, harás que dé con la tiesta en el suelo, o sea harás que caiga su cabeza al suelo.
– La vencerás -resumió Mordent-. Vencerás a la muerte, supongo, la calavera.
– De modo -dijo Mercadet- que la homicida ha reunido todos los elementos: vivo de virgen, sea lo que sea eso, reliquias de santo, un hueso de gato. Quizá le falte un fragmento de la cruz. Y sólo le queda esperar el vino nuevo y tragarse la pócima.
Se vaciaron varios vasos ante esta evocación, que parecía concluir el coloquio. Pero Adamsberg no se movió, y nadie se atrevió a irse. No se sabía si el comisario se preparaba para dormir, con la mejilla calada en la mano, o si iba a levantar la sesión. Danglard estaba a punto de rozarlo con el codo cuando volvió a la superficie, como una esponja.
– Pienso que va a asesinar a otra mujer -dijo sin despegar la mejilla de la mano-. Pienso que deberíamos tomar café.