XXXIV

La duración del coloquio había retrasado a Adamsberg, y tuvo que coger el coche para ir al taller de Camille. No contaría a Tom la historia de la enfermera y de la espantosa mixtura. La vida eterna, pensó mientras aparcaba bajo la lluvia. La omnipotencia. La receta del De reliquis parecía ridícula, una auténtica broma que enfervorecía a la humanidad entera desde sus primeros pasos en esa cósmica nada que tanto aterraba a Danglard. Una broma asesina por la cual los hombres habían edificado sus creencias y se mataban unos a otros sin tregua. La enfermera no había buscado otra cosa, en el fondo, a lo largo de toda su vida. Poder decidir la vida o la muerte de los seres, disponer de las existencias a su antojo, eso ya era ser diosa y tejer la tela de los destinos. Ahora se ocupaba del suyo. Ella, que había reinado en las vidas de los demás, no podía dejar que la alcanzara la muerte como a una vieja vulgar y corriente. Su inmenso poder sobre la vida y la muerte iba a usarlo para ella misma, conquistando la potencia de los inmortales, llegando a su verdadero trono, desde donde proseguiría su obra fatal. Había llegado a los setenta y cinco años, era la hora, después de que el ciclo de la juventud hubiera pasado cinco veces. Era la hora, y lo sabía desde siempre. Sus víctimas estaban previstas desde hacía tiempo, las fechas y los modos regulados hasta el menor detalle. La mujer era meticulosa, el plan iba ejecutándose paso a paso, sin azar. No eran meses de adelanto lo que llevaba respecto a la policía, sino probablemente diez o quince años. La tercera virgen estaba condenada de antemano. Y Adamsberg no veía cómo él, con sus veintisiete agentes, ni con cien, podría contener el avance inexorable de la Sombra.

No, contaría a Tom la continuación de la historia del bucardo.

Adamsberg subió los siete pisos y llamó con diez minutos de retraso.

– Si te acuerdas, ponle gotas en la nariz -dijo Camille pasándole un frasco.

– Claro que me acordaré -dijo Adamsberg metiéndose el frasco en el bolsillo-. Vamos, corre. Que toques bien.

– Sí.

Elemental conversación de colegas. Adamsberg se puso a Tom en el vientre y se tumbó en la cama.

– ¿Recuerdas por dónde íbamos? ¿Te acuerdas de ese bucardo bueno, a quien le gustaban mucho los pájaros, pero que no quería que el otro bucardo colorado viniera a provocarlo en su trozo de montaña? Pues vino igualmente. Se acercó, y sus grandes cuernos barrían el espacio. Y le dijo: «Tú me jodiste a base de bien cuando era crío, y lo vas a lamentar, chaval». «Son bromas», respondió el bucardo pardo, «son historias de niños. Vuelve a tu casa y déjame en paz». Pero el bucardo colorado no quiso saber nada. Porque había venido de muy lejos para vengarse del bucardo pardo.

Adamsberg hizo una pausa, y el niño señaló, con un movimiento del pie, que no dormía.

– Entonces, el bucardo que había viajado mucho le dijo: «Pobre idiota, te arrebataré la tierra, te arrebataré el trabajo». Entonces, un rebeco muy sabio que pasaba por allí y que había leído todos los libros dijo al bucardo pardo: «Ten cuidado con ése, que ya ha matado dos bucardos y va por ti». «No quiero escucharte», dijo el bucardo pardo al rebeco sabio, «estás perdiendo la cabeza, estás celoso». Pero nuestro bucardo pardo no las tenía todas consigo. Porque el colorado era muy listo, y bastante apuesto. El pardo decidió encerrar al colorado en un parafuegos y ponerse a reflexionar en serio. Dicho y hecho. Para lo del parafuegos, todo fue bien. Pero el bucardo pardo tenía un defecto, no sabía reflexionar en serio.

Por el peso del niño, Adamsberg supo que Tom se había quedado dormido. Le puso una mano en la cabeza, cerró los ojos, aspiró su olor a jabón, a leche, a sudor.

– ¿Tu madre te perfuma? -susurró Adamsberg-. Es una tontería, no hay que perfumar a los bebés.

No, el olor delicado no venía de Tom. Venía de la cama. Adamsberg dilató las fosas nasales en la oscuridad, como el bucardo pardo en estado de alerta. Conocía ese perfume. No era el de Camille.

Se levantó con mucha suavidad y dejó a Tom en su cama. Caminó por la habitación, nariz avizor. El perfume era localizado, habitaba las sábanas. Un hombre, maldita sea, un hombre se había acostado allí, dejando su olor.

¿Y qué?, pensó encendiendo la luz. ¿En cuántas camas de cuántas mujeres te has metido antes de que Camille se volviera colega? Levantó las sábanas de golpe, como si conocer mejor al intruso pudiera sofocar su descontento. Luego se sentó en la cama deshecha e inspiró a fondo. Todo eso no tenía importancia. Un hombre más o menos, ¿qué más daba? Nada grave. No había motivo para enfadarse. Las torsiones del alma a la Veyrenc no eran para él. Adamsberg las sabía efímeras, esperaba a que pasaran, mientras él se retiraba a sus refugios privados, allí donde nada ni nadie podía alcanzarlo.

Con gesto pausado, volvió a colocar las sábanas, las estiró pulcramente por ambos lados, alisó las almohadas con la palma de la mano, sin saber muy bien si con ello borraba al hombre o su cólera ya pasada. Encontró unos pelos que examinó bajo la lámpara. Pelos cortos, pelos de hombre. Dos negros y uno rojo. Cerró los dedos brutalmente.

Con la respiración agitada, fue de una pared a otra, mientras las imágenes de Veyrenc se precipitaban a raudales en su cabeza. Un torrente de barro en que veía desfilar sin orden el careto del teniente visto desde todos los ángulos, sentado en ese puto cuchitril, careto silencioso, careto provocador, careto versificante, careto obstinado como un bearnés. Puto cabrón de bearnés. Danglard tenía razón, el montañés era peligroso, había atraído a Camille a su onda. Había venido para vengarse y había empezado allí, en la cama.

Thomas lanzó un grito en sueños, y Adamsberg le puso una mano en la cabeza.

– Es el bucardo colorado, hijo -susurró-. Ha atacado y se ha llevado la mujer del otro. Y es la guerra, Tom.


Adamsberg permaneció inmóvil durante dos horas, sentado junto a la cama de su hijo, hasta el regreso de Camille. Se despidió rápidamente, apenas colega, rayando la descortesía, y se fue bajo la lluvia.

Una vez al volante, repasó su plan. Nada que reprochar, todo silencio y todo eficacia. A cabrón, cabrón y medio. Miró sus relojes a la luz cenital del coche y asintió. Mañana, a las cinco de la tarde, su dispositivo estaría preparado.

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