XXV

El gato se desplazaba por la Brigada de un punto de seguridad a otro, de rodillas en rodillas, de la mesa de un cabo a la silla de un teniente, como quien cruza un río por las piedras sin mojarse los pies. Había iniciado sus días no más grande que un puño, siguiendo a Camille por la calle [7]; los había proseguido bajo la protección de Adrien Danglard, que se había visto obligado a instalar al animal en la Brigada. Porque el gato era incapaz de arreglárselas solo, completamente desprovisto como estaba de esa autonomía un tanto despectiva que constituye la grandeza del felino. Y, pese a ser un macho entero, era la encarnación de la dependencia y del sueño permanente. La Bola, pues así lo había llamado Danglard al adoptarlo, estaba en las antípodas de un animal tótem de una brigada de maderos. El equipo se relevaba para ocuparse de esa masa de pelo, de molicie y de temor, que exigía ser acompañada para ir a comer, beber o mear. Y eso que tenía sus preferencias, con Retancourt claramente a la cabeza. La Bola se pasaba la mayor parte de la vida a dos pasos de su mesa, tumbado sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Máquina que ya no podían utilizar por evitar un sobresalto mortal al animal. En ausencia de la mujer a la que amaba, la Bola recurría a Danglard; luego, por orden invariable, a Justin, a Froissy y, curiosamente, a Noël.

Danglard se daba con un canto en los dientes si el gato aceptaba recorrer a pie los veinte metros que lo separaban de su escudilla. Cada dos por tres el bicho tiraba la toalla y se derrumbaba panza arriba, y había que llevarlo hasta sus lugares de alimentación o de defecación, en la sala de la máquina de bebidas. Ese jueves, Danglard sostenía a la Bola en sus brazos, a modo de bayeta colgando a cada lado, cuando llamó Brézillon en busca de Adamsberg.

– ¿Dónde está? En su móvil no contesta. O es que él no quiere ponerse.

– No tengo ni idea, señor inspector. Le habrá surgido alguna emergencia.

– Sí, seguro -dijo Brézillon con una risita.

Danglard dejó el gato en el suelo para no correr el riesgo de que la cólera del inspector lo asustara. La lentitud en la investigación del caso Montrouge había exasperado a Brézillon. Ya había conminado al comisario a abandonar esa pista, dado que los profanadores nunca son asesinos, según las estadísticas psiquiátricas.

– Miente usted mal, comandante Danglard. Dígale que lo quiero en su puesto a las cinco de la tarde. ¿Y el muerto de Reims? ¿Todavía aparcado?

– Resuelto, señor inspector.

– ¿Y la enfermera fugada? ¿Qué coño hacen?

– Hemos difundido avisos de búsqueda. Nos han señalado su presencia en veinte lugares distintos en una semana. Comprobamos, controlamos.

– ¿Y Adamsberg, controla?

– Claro.

– ¿Ah sí? ¿Desde el cementerio de Opportune-la-Haute?

Danglard dio dos sorbos de vino blanco e hizo una seña negativa al gato. Estaba claro que la Bola tenía un temperamento de alcohólico que convenía vigilar. Sus únicas pulsiones de desplazamiento autónomo tenían por objeto encontrar los escondites personales de Danglard. Recientemente había descubierto el de debajo de la caldera, en el sótano. Lo que demostraba que la Bola no era en absoluto el imbécil que todo el mundo creía y que su olfato era excepcional. Pero Danglard no podía informar a nadie de este tipo de hazañas.

– Ya ve que es inútil intentar tomarme el pelo -prosiguió Brézillon.

– No lo intentamos -respondió sinceramente Danglard.

– La Brigada va por mal camino. Adamsberg la engrasa y los arrastra a todos con él. Por si no lo sabe, cosa que me asombraría, le voy a decir lo que hace su jefe: está dando vueltas alrededor de una tumba inofensiva en el culo del mundo.

¿Y por qué no?, pensó Danglard. El comandante era el primero en criticar las deambulaciones fantasiosas de Adamsberg, pero se convertía en escudo impenetrable en caso de ataque exterior.

– ¿Y todo por qué? -prosiguió Brézillon-. Porque un tonto del lugar ha visto una sombra en un prado.

¿Y por qué no?, se repitió Danglard dando un sorbo.

– A eso se dedica Adamsberg, y eso es lo que controla.

– ¿Se lo ha comunicado la Brigada de Évreux?

– Es su deber, cuando un comisario patina. Y ellos lo hacen deprisa y bien. Lo quiero aquí a las cinco, con el caso de la enfermera.

– No creo que le haga mucha gracia -murmuró Danglard.

– En cuanto a los dos muertos de La Chapelle, renuncian ustedes al caso a esa misma hora. Se los quedan los estupas. Ya puede avisarlo, comandante. Supongo que, si lo llama usted, se dignará contestar.

Danglard vació su vaso de plástico, recogió a la Bola y marcó primero el número de la Brigada de Évreux.

– Páseme al comandante, llamada urgente desde París.

Con los dedos apretados en la enorme pelambre del gato, Danglard esperó sin paciencia.

– ¿Comandante Devalon? ¿Ha avisado usted a Brézillon de que Adamsberg estaba en su zona?

– Cuando Adamsberg divaga en libertad, prefiero prevenir que curar. ¿Quién habla?

– El comandante Danglard. Y me cago en sus muertos, Devalon.

– Limítese mejor a recuperar a su jefe.

Danglard colgó con brusquedad, y el gato tensó las patas, aterrorizado.

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