Adamsberg recibió la llamada de la Brigada de Évreux a las ocho y veinte de la mañana, en el bar cutre que desafiaba a la dormida Brasserie des Philosophes. Estaba tomándose un café en compañía de Froissy, que iba por el segundo del desayuno. El cabo Maurin, que llegaba de Clancy para el relevo, acababa de descubrir el cuerpo de su colega Grimal, con dos balas en el pecho que lo habían cruzado de parte a parte. Una de ellas había dado en el corazón. Adamsberg suspendió su gesto, dejó ruidosamente la taza en el plato.
– ¿Y la virgen? -preguntó.
– Desaparecida. Al parecer tuvo tiempo de huir por la ventana de la habitación del fondo. La estamos buscando.
La voz del hombre temblaba de sollozos. Grimal tenía cuarenta y dos años y siempre se había ocupado más de podar su seto que de tocar las narices a nadie.
– ¿Y su arma? -preguntó Adamsberg-. ¿Disparó?
– Estaba en la cama, comisario, estaba durmiendo. Su arma estaba encima de la cómoda de la habitación, ni siquiera tuvo tiempo de cogerla.
– Imposible -murmuró Adamsberg-. Había pedido que el agente de guardia estuviera sentado, vestido, despierto y con el arma preparada.
– Devalon pasaba, comisario. Nos enviaba allí después del trabajo. No podíamos aguantar despiertos.
– Dígale a su jefe que se vaya a arder en los infiernos.
– Ya lo sé, comisario.
Dos horas después, apretando los dientes, Adamsberg entraba con su escolta en casa de Francine. Habían encontrado a la joven llorosa, con los pies llenos de rasguños, refugiada en el pajar de los vecinos, escondida entre dos rollos de paja. Una silueta gris que vacilaba como la llama de una vela, eso era todo lo que había visto, y el brazo del gendarme que la había sacado de la cama y empujado hacia la habitación de atrás. Ya estaba corriendo hacia la carretera cuando sonaron los dos disparos.
El comisario había puesto la mano sobre la frente fría de Grimal, arrodillándose junto a su cabeza para no pisar su sangre. Luego marcó un número y oyó una voz adormilada en su auricular.
– Ariane, ya sé que no son todavía las once, pero te necesito.
– ¿Dónde estás?
– En Clancy, en Normandía. Chemin des Biges n.° 4. Date prisa. No tocamos nada antes de que llegues.
– ¿Qué es todo este equipo técnico? -preguntó Devalon con un gesto hacia el pequeño grupo que rodeaba a Adamsberg-. ¿Y a quién ha dicho que venga? -añadió señalando el teléfono.
– He llamado a mi forense, comandante. Y le desaconsejo que se oponga.
– Váyase al carajo, Adamsberg. Es uno de mis hombres.
– Uno de sus hombres a quien usted ha enviado a la muerte.
Adamsberg miró a los dos gendarmes que escoltaban a Devalon. Su postura indicaba aprobación.
– Vigilen el cuerpo de su colega -les dijo-. Que nadie se acerque antes de que llegue la forense.
– Usted no da órdenes a mis agentes. Aquí no necesitamos para nada a la pasma de París.
– No soy de París. Y usted ya no tiene agentes.
Adamsberg salió, olvidando al instante el destino de Devalon.
– ¿Cómo va eso?
– Se va perfilando -dijo Danglard-. La homicida pasó por encima del muro norte, cruzó los cincuenta metros de hierba hasta la puerta de la recocina, que es la que está más destartalada.
– La hierba no está alta, no hay huellas.
– Las hay en el muro, que es de tierra. Cayó un trozo de arcilla cuando saltó.
– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg sentándose, con los codos en la mesa en una pose casi tumbada.
– Forzó la puerta, cruzó la recocina, luego la cocina y entró en la habitación por esta puerta. Tampoco hay huellas, no hay ni una mota de polvo en las baldosas. Grimal venía de la habitación del fondo, el asalto tuvo lugar junto a la cama de Francine. Aparentemente, disparó a bocajarro.
Devalon había tenido que salir de la granja pero se negaba a abandonar el lugar a Adamsberg. Caminaba echando pestes por la carretera, esperando la llegada de la forense de París, firmemente decidido a imponer a su propio forense para la autopsia. Vio que el coche aparcaba bastante brutalmente delante del viejo portón de madera, vio a la mujer salir y volverse hacia él. Y encajó su último golpe al reconocer a Ariane Lagarde. Retrocedió sin decir nada, con un saludo silencioso.
– A bocajarro -confirmó la forense-, entre las tres treinta y las cuatro treinta de la madrugada, en un primer cálculo. Los disparos se hicieron durante la pelea, cuerpo a cuerpo. Él no tuvo tiempo de luchar realmente. Y creo que pasó mucho miedo, se ve todavía en sus rasgos. En cambio -dijo sentándose junto a Adamsberg-, la asesina conservó toda su sangre fría y se tomó el tiempo de poner su firma.
– ¿Lo ha pinchado?
– Sí. En la sangradura del brazo izquierdo, y es casi invisible. Comprobaremos, pero pienso que se trata, como en Diala y La Paille, de un pinchazo ficticio, sin inyección de ninguna sustancia.
– Su marca de fábrica -dijo Danglard.
– ¿Tienes idea de su estatura?
– Tengo que examinar la trayectoria de las balas. Pero, a primera vista, no es alguien alto. El arma tampoco es de gran calibre. Discreta, mortal.
Mordent y Lamarre volvían de la habitación.
– Así es, comisario -dijo Mordent-. Durante la lucha estuvieron empujándose mutuamente, inclinados, sin moverse del sitio. Grimal estaba descalzo, no ha dejado ninguna huella. Ella sí. Es ínfima, pero hay un ligero rastro azul.
– ¿Está seguro, Mordent?
– No es perceptible si no se busca, pero es indiscutible cuando uno lo espera. Venga a verlo usted mismo, coja la lupa. En este pavimento viejo no se ve fácilmente.
A la luz suplementaria que le proporcionaba el técnico, Adamsberg, con el ojo pegado a la lupa, examinó el rastro azul, de entre cinco y seis centímetros, dejado en una baldosa de barro. Una parcela de betún más viva resultaba más visible en la junta. Otra huella, más pequeña, se adivinaba en la baldosa adyacente. Adamsberg volvió en silencio al comedor, con el semblante contrariado. Abrió armarios y aparadores, pasó a la cocina, y, en un estante, encontró una caja de betún y un viejo trapo.
– Estalère -dijo-, coja esto. Vaya hasta el muro norte, a la parte exacta por donde pasó la asesina. Allí, frote bien con betún las suelas de sus zapatos. Y vuelva aquí.
– Pero el betún es marrón.
– Da igual, Estalère. Vaya.
A los cinco minutos, Estalère entró por la puerta de la cocina.
– Deténgase, cabo. Quítese los zapatos y pásemelos.
Adamsberg examinó las suelas a la luz de la ventanita, metió la mano en uno de los zapatos y lo apoyó en el suelo haciéndolo pivotar. Examinó la huella con la lupa, repitió la operación con el otro zapato y se puso en pie.
– Nada -dijo-. La hierba mojada lo ha limpiado todo. Queda alguna mancha de betún en la suela, pero no suficiente como para dejar rastro en las baldosas. Puede volver a calzarse, Estalère.
Adamsberg volvió a sentarse en la sala, rodeado de sus tres agentes y Ariane. Sus dedos acariciaban el hule, como tratando de reunir lo invisible.
– No cuadra -dijo-. Es demasiado.
– ¿Demasiado betún? -preguntó Ariane-. ¿A eso te refieres?
– Sí. Es demasiado y es incluso imposible. Y sin embargo, es su betún. Pero no viene de sus suelas.
– ¿Cree que es otra de sus firmas? -preguntó Mordent, con el ceño fruncido-. ¿Como lo de la jeringuilla? ¿Que pone betún a propósito en el suelo? ¿Para dejar el rastro de su paso?
– Para hacernos seguir un rastro. Para guiarnos.
– Hasta que nos extraviemos -dijo la forense con los ojos entornados.
– Exactamente, Ariane. Como hacían los provocadores de naufragios encendiendo falsos faros para desviar los barcos y estrellarlos contra las rocas. Es un falso faro que nos aleja.
– Un faro que arrastra constantemente hacia la vieja enfermera -dijo Ariane.
– Sí. Eso es lo que quería decir Retancourt: «Dile que pase». De los zapatos azules. Pasamos de ellos.
– ¿Qué tal está? -preguntó Ariane.
– Está remontando a toda velocidad. Lo suficiente para decirnos que pasemos.
– De los zapatos y de todo lo demás.
– Sí, de las marcas de pinchazos, del escalpelo, de las huellas de betún. Una buena tarjeta de visita, pero una tarjeta falsa. Un auténtico engaño. Alguien lleva semanas jugando con nosotros como marionetas. Y nosotros, y yo, como imbéciles, hemos corrido como un solo hombre hacia la luz que agitaba ante nosotros.
Ariane se cruzó de brazos, bajó la barbilla. Apenas había tenido tiempo de maquillarse, y Adamsberg la encontraba todavía más bella así.
– Es culpa mía -dijo-. Fui yo quien te dijo que podría ser una disociada.
– Fui yo quien la identificó como la enfermera.
– Yo me embalé -insistió Ariane-. Añadí elementos secundarios, psicológicos y mentales.
– Porque el asesino conoce perfectamente los elementos psicológicos y mentales de las mujeres. Porque todo estaba dispuesto para inducirnos al error, Ariane. Y si el asesino lo ha hecho todo para orientarnos hacia una mujer, es que es un hombre. Un hombre que aprovechó la evasión de Claire Langevin para ponerla en nuestro camino. Un hombre que sabía que yo reaccionaría ante la hipótesis de la vieja enfermera. Pero no es ella. Y ésta es la razón por la cual los asesinatos no corresponden en nada a la psicología del ángel de la muerte. Tú lo dijiste, Ariane, esa noche, después de Montrouge. No hubo un nuevo cráter en la ladera del volcán. Es otro volcán.
– Entonces, está muy bien hecho -dijo la forense con un suspiro-. Las heridas de Diala y La Paille indican obligatoriamente un agresor bajito. Pero siempre cabe la posibilidad, por supuesto, de hacer trampa y de imitarlas. Un hombre de estatura mediana podría perfectamente haber hecho cálculos para bajar el brazo de manera que los tajos fueran horizontales. Siempre y cuando sepa muy bien lo que hace.
– Ya la jeringuilla que dejó en la nave estaba de más -dijo Adamsberg-. Debería haber reaccionado antes.
– Un hombre -dijo Danglard con desánimo-. Hay que volver a empezar todo. Todo.
– No será necesario, Danglard.
Adamsberg vio pasar por la mirada de su comandante el tren de una reflexión rápida y organizada, y luego una relajación impregnada de tristeza. Adamsberg le hizo un ligero signo de aprobación. Danglard lo sabía, igual que él.