XXI

Los estupas se habían visto obligados a desistir, pero a Adamsberg también le había faltado poco. Dondequiera que pusiera su mirada, la marcha se bloqueaba y las puertas se cerraban a la investigación.

En el fondo, tampoco se estaba tan mal en esos taburetes suecos, porque no podías sentarte, pero sí encaramarte como a caballo, con las piernas colgando. Adamsberg se había instalado en uno, bastante a gusto, mirando por la ventana la triste primavera, tan embarrancada en su cielo encapotado como su investigación.

Al comisario no le gustaba estar sentado. Tras una hora de inmovilidad, experimentaba la necesidad hormigueante de levantarse y andar, aunque fuera para dar vueltas. Ese taburete demasiado alto le abría nuevas perspectivas, una postura mixta, medio sentado medio en pie, que dejaba las piernas libres de balancearse suavemente, como si se meciera uno en el vacío, como si corriera por los aires, algo muy del agrado de un paleador de nubes. A sus espaldas, sobre los cuadrados de espuma, Mercadet dormía.

Por supuesto, el humus pegado a las uñas de los dos hombres procedía de la tumba. ¿Y qué? Eso no ayudaba a saber quién los había enviado a Montrouge, ni qué habían ido a buscar en las profundidades de la tierra, acto lo suficientemente trágico como para que murieran dos días después. Adamsberg había comprobado la altura de la enfermera a primera hora, un metro sesenta y cinco. Ni demasiado alta ni demasiado baja para eliminarla de la lista.

Las informaciones acerca de la muerta enredaban aún más sus pensamientos. Élisabeth Châtel, de la aldea de Villebosc-sur-Risle, en la Alta Normandía, había sido empleada en una agencia de viajes de Évreux. No se trataba de viajes turísticos sospechosos ni de peregrinaciones salvajes, sino de benignos circuitos en autocar para personas de la tercera edad. No se había llevado el menor adorno funerario a la tumba. Las pesquisas en su domicilio no habían revelado ningún patrimonio oculto, ni pasión por ningún tipo de alhajas. Élisabeth había vivido con sobriedad, sin maquillaje ni joyas. Sus padres dijeron que era creyente y, según dieron a entender, siempre se había mantenido fuera del alcance de los hombres. No se cuidaba, como no cuidaba su vehículo, que fue lo que le causó la muerte en la peligrosa carretera de tres carriles que unía Évreux a Villebosc. Agotado el líquido de frenos, el coche fue arrollado por un camión. En cuanto al último suceso que había marcado a la familia Châtel, se remontaba a la Revolución, cuando la tribu se escindió entre constitucionales y refractarios, dejando un muerto. Los representantes de las dos facciones enemigas habían dejado de frecuentarse a partir de entonces, incluso en la muerte, ya que unos se hacían enterrar en el cementerio de Villebosc-sur-Risle, y los otros en Montrouge.

Ese triste resumen parecía contener toda la vida de Élisabeth, desprovista de amigos, que no buscaba, desprovista de secretos, que no poseía. Así, un único hecho excepcional la había afectado, pero ya en la sepultura. Lo cual, pensaba Adamsberg dejando flotar las piernas, no tenía sentido. Por esa mujer que nadie había deseado en vida, habían muerto dos hombres después de haberse esforzado por encontrar su cabeza en su ataúd. Élisabeth había sido introducida en el féretro en el hospital de Évreux, y nadie se deslizó hasta allí a esconder nada en la caja.

A las dos de la tarde, coloquio rápido en la Brasserie des Philosophes, ya que la mitad de los agentes no habían acabado de comer. Adamsberg no tenía muchas manías en lo relativo a los coloquios, ni con su regularidad, ni con su emplazamiento. Recorrió los cien metros que lo separaban de la Brasserie buscando en un mapa que se doblaba con el viento dónde podía encontrarse Villebosc-sur-Risle. Danglard le indicó un puntito en el mapa.

– Villebosc depende de la gendarmería de Évreux -precisó el comandante-. Región con techos de paja y vigas vistas, ya conoce la zona, está a quince kilómetros de su Haroncourt.

– ¿Qué Haroncourt? -preguntó Adamsberg tratando de volver a plegar el mapa, que resistía como una vela.

– El Haroncourt del concierto, adonde acompañó usted cortésmente a alguien.

– Ah sí, había olvidado el nombre del pueblo. ¿Ha notado que pasa con los mapas de carreteras lo mismo que con los periódicos, las camisas y las ideas peregrinas? Una vez desplegados, ya no hay quien vuelva a doblarlos.

– ¿De dónde ha sacado este mapa?

– De su despacho.

– Démelo, voy a guardarlo -dijo Danglard tendiendo una mano inquieta.

Danglard, por el contrario, apreciaba los objetos -y las ideas- que le imponían una disciplina. Día sí día no, encontraba su periódico ya consultado por Adamsberg y, por lo tanto, mal doblado, hecho un paquete apresurado encima de su mesa.

Si no pasaba nada más grave, eso era para él motivo de contrariedad. Pero no podía sublevarse contra ese desorden porque el comisario llegaba a la oficina al alba, que era cuando consultaba el periódico, y nunca había emitido un solo reproche acerca de los horarios laxos de Danglard.


Los agentes estaban apretujados en la Brasserie, en su zona habitual, un largo reservado iluminado por dos grandes vidrieras que arrojaban sobre ellos luces azules, verdes y rojas, según el sitio que ocuparan en la mesa. Danglard, que encontraba feas esas vidrieras y se negaba a tener la cara azul, se ponía siempre de espaldas a las ventanas.

– ¿Dónde está Noël? -preguntó Mordent.

– En un cursillo a orillas del Sena -explicó el comisario mientras se sentaba.

– ¿Qué hace?

– Observa las gaviotas.

– Vivir para ver -dijo con suavidad Voisenet, un positivista indulgente, y zoólogo.

– Vivir para ver -confirmó Adamsberg depositando un paquete de fotocopias encima de la mesa-. Estos días vamos a trabajar con lógica. Les he preparado hojas de ruta, con la nueva descripción del asesino. De momento, buscamos una mujer mayor, de un metro sesenta y dos aproximadamente, convencional, que podría llevar zapatos de cuero azul y que tiene algunos conocimientos de medicina. Volvemos a empezar la investigación en el Mercado de las Pulgas sobre esta base, en cuatro equipos. Cada uno se lleva un juego de fotos de Claire Langevin, la enfermera de las treinta y tres víctimas.

– ¿El ángel de la muerte? -preguntó Mercadet, que se tomaba su tercer café antes que los demás para aguantar despierto-. ¿No está en la cárcel?

– Ya no. Hace diez meses pasó sobre el cadáver de un carcelero y voló. Podría haber aterrizado en las costas del canal de La Mancha, es probable que esté de nuevo en Francia. Enseñen la foto sólo al final de los interrogatorios, para no influir en los testigos. Es una simple posibilidad, sólo es una sombra.

Noël entró en ese momento en la Brasserie y se hizo un sitio, en luz verde, entre dos agentes. Adamsberg consultó sus relojes. A estas horas, Noël debería haber estado bajando hacia las gaviotas a la altura de Saint-Michel. El comisario vaciló, pero se calló. Por su expresión cerrada y sus ojos irritados de insomnio, estaba claro que Noël buscaba algo, lanzar un globo sonda por ejemplo, con fines de pacificación, o de provocación, y valía más esperar.

– En cuanto a esa sombra, vamos a ir hacia ella con cautela, el terreno es peligroso. Debemos averiguar si Claire Langevin llevaba zapatos de cuero azul, a ser posible recién abrillantados, a ser posible recién abrillantados por debajo.

– ¿Por debajo?

– Así es, Lamarre, con betún en las suelas. Como se pone cera de vela debajo de los esquís.

– ¿Para qué sirve?

– Para aislarse del suelo, para deslizarse por encima sin tocarlo.

– Ah, no lo sabía -dijo Estalère.

– Retancourt, usted irá a la antigua casa de la enfermera. Trate de averiguar, a través de la agencia inmobiliaria, dónde se depositaron sus cosas. Puede que las hayan tirado, o recuperado. Vaya a ver también a sus últimos pacientes.

– Los que no mató -precisó Estalère.

Hubo un ligero silencio, como sucedía a menudo después de las cándidas intervenciones del joven. Adamsberg había explicado a todos que el caso de Estalère se arreglaría seguramente con los años y que había que dar tiempo al tiempo. Así, todos protegían al joven cabo, incluso Noël. Porque Estalère no representaba para él un rival suficientemente verosímil como para combatirlo.

– Pase por el laboratorio, Retancourt, y llévese un equipo para las muestras. Necesitamos investigar a fondo el suelo de su casa. Si se aplicaba betún en las suelas, es posible que haya quedado algún rastro, en el parqué, en las baldosas.

– A menos que la agencia haya mandado limpiarlo todo.

– Claro. Pero hemos dicho que íbamos a trabajar con lógica.

– O sea que comprobamos las huellas.

– Y, sobre todo, Retancourt me protege. Es su misión.

– ¿De qué?

– De ella. Es posible que me ande buscando. Podría necesitar, según un experto, eliminarme para poder reanudar su camino, para restaurar el muro que rompí al descubrirla.

– ¿Qué muro? -preguntó Estalère.

– Un muro interior -explicó Adamsberg señalándose la frente y trazando una línea hasta el ombligo.

Estalère inclinó la cabeza, concentrado.

– ¿Es una disociada? -preguntó.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Adamsberg, siempre asombrado por los inesperados fogonazos de lucidez del cabo.

– He leído el libro de Lagarde, habla de «muros interiores». Lo recuerdo muy bien. Me acuerdo de todo.

– Pues eso es exactamente, una disociada. Pueden releer todos el libro -añadió Adamsberg, que aún no lo había hecho ni por primera vez-. No recuerdo el título.

– A ambos lados del muro del crimen -dijo Danglard.

Adamsberg miró a Retancourt, que examinaba una y otra vez las fotos de la vieja enfermera, grabando cada detalle.

– No tengo tiempo de protegerme de ella -dijo-, ni suficiente convicción para hacerlo. No sé de dónde vendrá el peligro, ni bajo qué forma, ni por dónde defenderme.

– ¿Cómo mató al carcelero?

– Hundiéndole un tenedor en los ojos, entre otras cosas. Es capaz de matar hasta con las uñas, Retancourt. Según Lagarde, que la conoce bien, es de una peligrosidad temible.

– Lleve guardaespaldas, comisario. Sería más razonable.

– Confío más en su escudo.

Retancourt sacudió la cabeza, sopesando la gravedad de su misión y la irresponsabilidad de su comisario.

– Por las noches no puedo hacer nada. No voy a dormir de pie delante de su puerta.

– Bah -dijo Adamsberg haciendo un gesto displicente con la mano-, no me preocupan las noches. Ya tengo una fantasma sanguinaria en casa.

– ¿Ah sí? -preguntó Estalère.

– Santa Clarisa, machacada a puñetazos por un curtidor en 1771 -expuso Adamsberg con una brizna de orgullo-. La llaman la cartuja. Se dedicaba a robar a los viejos y luego los degollaba. Es una rival directa de nuestra enfermera, en cierto modo. Si Claire Langevin se introduce en mi casa, tendrá que vérselas con ella para llegar hasta mí. Porque además Santa Clarisa tiene debilidad por las mujeres, y por las ancianas. Así que, ya ven, no tengo nada que temer.

– ¿De dónde saca esa historia?

– De mi nuevo vecino, un vetusto español con una sola mano. Su brazo derecho voló en la Guerra Civil. Dice que el rostro de la monja parece una cáscara de nuez pasada.

– ¿A cuántos mató? -preguntó Mordent, a quien la historia le divertía mucho-. ¿A siete, como en los cuentos?

– Precisamente.

– Pero ¿usted la ha visto? -preguntó Estalère, a quien las sonrisas de sus compañeros desconcertaban.

– Es una leyenda -le explicó Mordent separando bien las sílabas, según su costumbre-. Clarisa no existe.

– Menos mal -dijo el cabo-. ¿El español está loco?

– En absoluto. Una araña le picó en el brazo que le falta. Sesenta y nueve años después, todavía le pica, y él se rasca en el aire, en un punto preciso.

La llegada del camarero disipó la inquietud de Estalère, que se levantó de un salto para pedir los cafés de todos. Retancourt, insensible al estrépito de los platos, seguía pasando revista a las fotos de la enfermera mientras Veyrenc le hablaba. El Nuevo no se había afeitado, y tenía la expresión indulgente y relajada del tipo que ha estado haciendo el amor hasta el amanecer. Lo que recordó a Adamsberg que había dejado escapar a Ariane al quedarse dormido como un tronco en su coche. Las cristaleras encendían puntos de color insólitos en el pelo abigarrado del teniente.

– ¿Por qué eres tú quien debe proteger a Adamsberg? -preguntó Veyrenc a Retancourt-. Sola.

– Es una costumbre.

– Bueno.

»¿Es, pues, a vos, señora, a quien la gloria otorgan

de evitar el asalto de un sicario invisible?

Os ofrezco mi brazo, pues anhelo serviros,

vencer a vuestro lado, a vuestros pies morir.

Retancourt sonrió, por un instante distraída de su labor.

– ¿De verdad lo desea, Veyrenc? -interrumpió Adamsberg tratando de moderar su frialdad-. ¿O es un simple arrebato poético? ¿Desea asistir a Retancourt en su misión protectora? Reflexione antes de responder, mida el peligro antes de aceptar. No se tratará de versificar.

– Retancourt, en cambio, da la talla -intervino Noël.

– A ver si te callas -dijo Voisenet.

– Eso -dijo Justin.

Y Adamsberg se dio cuenta de que, en ese grupo, Justin hacía a veces el papel exacto del marcador de Haroncourt.

Y Noël el del más agresivo de los contradictores.

El camarero trajo los cafés, lo que dio pie a un breve respiro. Estalère los repartió según los gustos de cada cual, con gesto concienzudo y aplicado. Todos estaban acostumbrados y le dejaban hacer.

– Acepto -dijo Veyrenc con los labios algo tensos.

– ¿Y usted, Retancourt? -preguntó Adamsberg-. ¿Lo acepta?

Retancourt puso en Veyrenc una mirada clara y neutra, como evaluando sus capacidades para secundarla, con un listón visiblemente preciso. Parecía un tratante de caballos examinando el animal, y ese examen fue lo suficientemente embarazoso como para que volviera el silencio a la mesa. Pero Veyrenc no se molestaba por la prueba. Era Nuevo, eran gajes del oficio. Y él mismo había provocado esa ironía del destino. Proteger a Adamsberg.

– Acepto -concluyó Retancourt.

– De acuerdo -aprobó Adamsberg.

– ¿Él? -dijo Noël entre dientes-. Pero si es el Nuevo, joder.

– Tiene once años de servicio -replicó Retancourt.

– Me opongo -dijo Noël alzando la voz-. Este tío no lo protegerá, comisario, no tiene la menor gana de hacerlo.

Bien visto, pensó Adamsberg.

– Demasiado tarde, está decidido -decretó.

Danglard observaba la escena con mirada preocupada mientras se limaba las uñas, evaluando los celos patentes de Noël. El teniente se subió la cremallera de la cazadora de un tirón brusco, como solía hacer cada vez que estaba a punto de cruzar la línea.

– Como quiera, comisario -dijo con una risita bajo la luz verde-. Pero para enfrentarse a un animal así, lo que necesita usted es un tigre. Y hasta nueva orden -añadió señalando con la barbilla el pelo del Nuevo-, el pelaje nunca ha hecho al tigre.

Blanco neurálgico, tuvo tiempo de pensar Danglard antes de que Veyrenc se levantara, pálido, ante Noël. Y volviera a caer sentado, como sin fuerza. Adamsberg leyó en el rostro del Nuevo un sufrimiento tal que se formó en su vientre una bola de pura rabia, relegando a la lejanía su guerra de los dos valles. La ira era tan excepcional en Adamsberg que resultaba peligrosa, y Danglard, que lo sabía, se levantó a su vez y rodeó la mesa con celeridad, para intermediar. Adamsberg había puesto a Noël en pie, había colocado la mano en su torso y lo estaba empujando paso a paso hacia la calle.

Veyrenc, inmóvil, se había llevado involuntariamente una mano a su pelo maldito y ni siquiera miraba la escena. Sólo sentía que tenía una mujer sentada a cada lado en silencio, Retancourt y Hélène Froissy. Hasta donde le llegaba la memoria, y dejando aparte los caos sentimentales, las mujeres nunca le habían hecho daño. Ni un ataque, ni siquiera una burla fácil. Desde los ocho años, sólo había andado con ellas, sin contar un solo compañero varón entre sus relaciones. No sabía hablar a los hombres y no le gustaba hacerlo.

Adamsberg volvió a entrar en la Brasserie seis minutos después, solo. La tensión aún no se había disipado, confiriendo a su piel una luz velada, bastante similar a la luminosidad anormal que difundían las vidrieras.

– ¿Dónde está? -preguntó con prudencia Mordent.

– Con las gaviotas y lejos de aquí. Y espero que vuele por mucho tiempo.

– Ya se ha tomado sus días de asuntos propios -observó Estalère.

La interrupción puntillosa de Estalère tuvo un efecto apaciguador, como si se hubiera abierto una ventanita pintada de amarillo en una estancia llena de humo.

– Pues se tomará unos cuantos más -contestó con suavidad Adamsberg-. Formen los equipos -dijo consultando sus relojes-. Pasen por la Brigada a recoger las fotos de la enfermera. Danglard coordina.

– ¿Usted no? -preguntó Lamarre.

– No. Voy de avanzada. Con Veyrenc.

La situación, paradójica, escapaba parcialmente tanto a Adamsberg como a Veyrenc, que era incapaz de declamar el menor verso para restablecer su equilibrio. Veyrenc se encontraba protegiendo al comisario, y Adamsberg defendiendo a Veyrenc, unas deferencias que no había querido ninguno de los dos. La provocación pare efectos indeseables, pensó Adamsberg.


Los dos hombres estuvieron dos horas dando vueltas por el mercado, arreglándoselas para no tener que dirigirse la palabra. Veyrenc se encargaba de la práctica totalidad de los interrogatorios, mientras el comisario husmeaba con desidia en busca de un objeto impreciso. Atardecía, Adamsberg señaló con un gesto un cajón de madera abandonado, y decidió hacer una pausa. Se sentaron cada uno en un extremo del cajón, dejando el mayor espacio posible entre los dos. Veyrenc encendió un cigarrillo, el humo haría las veces de conversación.

– Difícil colaboración -dijo Adamsberg, con la barbilla apoyada en el puño.

– Sí -admitió Veyrenc.

»Los dioses misteriosos forman juegos extraños

que ignoran nuestras ansias, trastornan nuestros fines.

– Será eso, teniente, serán los dioses. Se aburren, y entonces se ponen a beber, y a jugar, y nosotros acabamos estúpidamente entre sus pies. Los dos juntos, con nuestros fines totalmente trastornados por su mero capricho.

– Usted no está obligado a hacer trabajo de campo, ¿por qué no se ha quedado en la Brigada?

– Porque busco un parafuegos.

– Ah. ¿Tienen una chimenea?

– Sí. Y cuando Tom sepa andar, será peligrosa. Busco un parafuegos.

– Había uno en la calle de la Roue. Con un poco de suerte, el puesto seguirá abierto.

– Podría haberlo dicho antes.


Media hora después, de noche, los dos hombres enfilaban una avenida sujetando entre ambos un pesado parafuegos antiguo cuyo precio había regateado Veyrenc largo y tendido mientras Adamsberg comprobaba la estabilidad del artilugio.

– Está bien -dijo Veyrenc, depositándolo junto al coche-. Bonito, sólido y bien de precio.

– Está bien -confirmó Adamsberg-. Póngalo en el asiento trasero, que yo tiro desde el otro lado.

Adamsberg volvió a sentarse al volante. Veyrenc se abrochó el cinturón a su lado.

– ¿Puedo fumar?

– Claro -dijo Adamsberg arrancando-. Yo fui fumador muchos años. Todos los críos fumaban a escondidas en Caldhez. Supongo que en Laubazac harían lo mismo.

Veyrenc abrió la ventanilla.

– ¿Por qué dice «en Laubazac»?

– Porque allí es donde vivía usted, a dos kilómetros del viñedo de Veyrenc de Bilhc.

Adamsberg conducía con suavidad, tomando las curvas sin sacudidas.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– Fue allí, en Laubazac, donde fue agredido. Y no en el viñedo. ¿Por qué miente, Veyrenc?

– No miento, comisario. Fue en el viñedo.

– Fue en Laubazac. En el Prado Alto, detrás de la capilla.

– ¿A quién atacaron, a usted o a mí?

– A usted.

– Entonces sé lo que digo. Si digo que fue en el viñedo, es que fue en el viñedo.

Adamsberg se detuvo en el semáforo y echó una ojeada a su colega. Veyrenc era sincero, sin lugar a dudas.

– No, Veyrenc -dijo Adamsberg volviendo a arrancar-, fue en Laubazac, en el Prado Alto. Allí aparecieron los cinco chavales del valle de Caldhez.

– Los cinco cabronazos de Caldhez.

– Exactamente. Pero nunca pusieron los pies en el viñedo. Fueron al Prado Alto, llegaron por el camino de las rocas.

– No.

– Sí. La cita era en la capilla de Camalès. Allí se le echaron encima.

– No sé qué está intentando hacer -gruñó Veyrenc-. Fue en el viñedo, y me desmayé, y mi padre vino a recogerme, y me llevaron al hospital de Pau.

– Eso fue tres meses antes. El día en que soltó la yegua y ella lo arrolló. Le rompió la tibia, su padre lo recogió y lo llevaron a Pau. A la yegua la vendieron.

– Es imposible -murmuró Veyrenc-. ¿Cómo lo sabe?

– ¿Y usted? ¿No sabía todo lo que pasaba en Caldhez? Cuando René se cayó del tejado y se salvó de milagro, ¿no se enteraron en Laubazac? Y cuando ardió la tienda de ultramarinos, ¿no se enteraron?

– Sí, claro.

– ¿Lo ve?

– Pero fue en el viñedo, joder.

– No, Veyrenc. La huida de la yegua y el ataque de los de Caldhez, dos desmayos seguidos con tres meses de distancia, dos hospitalizaciones en Pau. Mezcla usted las dos cosas. Confusión postraumática, que diría la forense.

Veyrenc se desabrochó el cinturón y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. El coche se embarrancaba en un embotellamiento.

– No entiendo adónde quiere ir a parar, pero no.

– ¿Qué había ido a hacer al viñedo cuando llegaron los chavales?

– Había ido a ver cómo estaba la uva, había caído una tormenta fuerte esa noche.

– Pues es imposible. Porque eso fue en febrero, y ya había pasado la vendimia. Cuando lo de la yegua sí, eso fue en noviembre, y usted había ido a comprobar el estado de los racimos para la vendimia de Navidad.

– No -repitió Veyrenc-. Y, además, ¿qué más da? ¿Qué coño importa que fuera en el viñedo o en el Prado Alto de Laubazac? El caso es que me atacaron, ¿no?

– Sí.

– ¿A golpes de chatarra en la cabeza y con un casco de vidrio en el vientre?

– Sí.

– ¿Entonces?

– Entonces eso sólo demuestra que usted no lo recuerda todo.

– Recuerdo perfectamente los caretos. Y contra eso usted no puede hacer nada.

– Eso no se lo discuto, lo de los caretos, pero no lo recuerda todo. Piense en ello, y un día volveremos a hablar del tema.

– Déjeme en cualquier sitio -dijo Veyrenc con voz átona-. Seguiré a pie.

– No serviría de nada. Tenemos que trabajar juntos seis meses, y a petición suya. No corremos ningún peligro, hay un parafuegos entre nosotros. Eso nos protegerá.

Adamsberg lanzó una rápida sonrisa. Sonó su móvil en el coche, interrumpiendo la guerra de los dos valles, y se lo pasó a Veyrenc.

– Es una llamada de Danglard. Conteste por mí, teniente, y acérquemelo al oído.

Danglard informó rápidamente a Adamsberg del fracaso de las investigaciones de los otros tres equipos. Ninguna mujer, ni vieja ni joven, había sido vista con Diala y La Paille.

– ¿Y cómo le ha ido a Retancourt?

– No mucho mejor. La casa está abandonada, una cañería estalló el mes pasado, se inundó la casa con diez centímetros de agua.

– ¿No ha encontrado ropa?

– Nada de momento.

– Las noticias podían esperar hasta mañana, capitán.

– Es por Binet. Lo busca y es urgente, tres llamadas a centralita esta tarde.

– ¿Quién es Binet?

– ¿No lo conoce?

– En absoluto.

– Pues él a usted sí, y muy bien. Quiere verlo urgentemente. Dice que tiene algo muy importante para usted. Por sus mensajes, parece algo grave.

Adamsberg lanzó una mirada perpleja a Veyrenc y le indicó que tomara nota del número.

– Llame a ese Binet, Veyrenc, y pásemelo.

Veyrenc marcó el número y mantuvo el teléfono junto al oído del comisario. Estaban saliendo del embotellamiento.

– ¿Binet?

– No eres fácil de localizar, bearnés.

La voz enérgica del hombre resonó en el coche, y Veyrenc levantó las cejas.

– ¿Es para usted, Veyrenc? -le preguntó Adamsberg en voz baja.

– No lo conozco -susurró Veyrenc con un gesto negativo.

El comisario frunció el ceño.

– ¿Quién es?

– Binet, Robert Binet. ¿No te acuerdas, me cago en la mar?

– No, lo siento.

– Coño, del café de Haroncourt.

– De acuerdo, Robert, ya sé. ¿Cómo has encontrado mi nombre?

– En el hotel Le Coq, fue idea de Angelbert. Le pareció que había que decírtelo enseguida. Y nos pareció lo mismo a todos. A menos que no te interese -añadió Robert súbitamente enfurruñado.

Rápido retroceso del normando, cual caracol al que han rozado los cuernos.

– Todo lo contrario, Robert. ¿Qué pasa?

– Ha aparecido otro. Y como enseguida pillaste que la cosa era grave, nos pareció que tenías que saberlo.

– ¿Otro qué, Robert?

– Destrozado, todo igual, en el bosque de Champ de Vigorne, cerca de la antigua vía del tren.

Un ciervo, maldita sea. Robert llamaba urgentemente a París por un ciervo. Adamsberg suspiró, cansado, vigilando la densa circulación, con la luz de los faros dilatada bajo la lluvia. No tenía ganas de decepcionar a Robert, ni a la asamblea de hombres que lo había acogido esa noche, cuando acompañó a Camille con bastante dolor. Pero las noches habían sido cortas, y sólo quería comer y dormir. Entró bajo el porche de la Brigada e hizo un gesto mudo a su colega indicándole que el asunto no tenía importancia y que podía irse a casa. Pero Veyrenc, que parecía varado en sus agitados pensamientos, no se movió.

– Dame detalles, Robert -dijo Adamsberg con voz maquinal, mientras aparcaba en el patio-. Espera que apunto -añadió sin hacer el menor gesto de sacar un lápiz.

– Lo que te digo, destrozado, una auténtica escabechina.

– ¿Qué dice Angelbert?

– Ya sabes que Angelbert tiene sus ideas sobre esto. Según él, ha sido un joven que se ha estropeado con la edad. Lo más grave, bearnés, es que el cabrón ha venido desde Brétilly hasta nuestra zona. Angelbert ya no está seguro de que sea un puto parisino. Dice que puede ser un puto normando.

– ¿Y el corazón? -preguntó Adamsberg, y Veyrenc frunció las cejas.

– Fuera, ahí tirado, hecho papilla. Ya te digo, lo mismo. La única diferencia es que es un diez puntas. Oswald no está de acuerdo. Dice que es de nueve. No es que Oswald no sepa contar, es que tiene el don de llevar la contraria a los demás. ¿Vas a ocuparte de esto?

– Seguramente, Robert -mintió Adamsberg.

– ¿Te vienes? Te invitamos a cenar, te esperamos. ¿Qué tardarás? Una hora y media.

– No puedo, estoy con un doble asesinato.

– Pues nosotros también, bearnés. Si esto no es un doble asesinato, no sé qué quieres.

– ¿Has llamado a la gendarmería?

– Les importa un carajo a los gendarmes. Son más cortos que los gansos. Ni siquiera movieron el culo para ir a verlo.

– ¿Y tú, has ido?

– Esta vez sí. Champ de Vigorne es nuestra zona, ¿entiendes?

– Entonces, ¿es de nueve o de diez?

– De diez, por supuesto. Oswald no dice más que chorradas para hacerse el listo. Su madre es de Opportune, a dos pasos de donde han encontrado el ciervo. Así que, como te puedes imaginar, él aprovecha para chulearse. Bueno, joder, ¿vienes a tomar algo, o no vienes a tomar algo? No vamos a estar aquí horas de palique.

Adamsberg buscaba la mejor manera de desenredar la situación, difícil dado que Robert medía por el mismo rasero el degüelle de dos hombres y el sacrificio de un cérvido. En cuestión de obstinación, los normandos -al menos ésos- le parecían poder rivalizar con los bearneses -por lo menos algunos de los valles de Pau y de Ossau.

– No puedo, Robert, tengo una sombra.

– Oswald también tiene una. Y eso no le impide tomar un trago.

– ¿Qué tiene Oswald?

– Una sombra, te digo. En el cementerio de Opportune-la-Haute. Bueno, la vio su sobrino. Lleva más de un mes dándonos la paliza con eso.

– Pásame a Oswald.

– No puedo, se ha ido. Pero, si vienes, estará aquí. Él también quiere verte.

– ¿Por qué?

– Porque se lo ha pedido su hermana, por lo de la cosa del cementerio. En el fondo, la mujer tiene razón, porque los maderos de Évreux son cortos.

– Pero ¿qué cosa, Robert?

– No me preguntes, que no lo sé, bearnés.

Adamsberg consultó sus relojes. Eran apenas las siete de la tarde.

– Veré qué puedo hacer, Robert.

El comisario se guardó el teléfono, pensativo. Veyrenc seguía esperando.

– ¿Tenemos una urgencia?

Adamsberg apoyó la cabeza en la ventanilla.

– No tenemos nada.

– Hablaba de un destripamiento, de un corazón hecho papilla.

– De un ciervo, teniente. Tienen a un tipo que se dedica a destrozar ciervos, y eso los saca de sus casillas.

– ¿Un furtivo?

– Qué va. Un asesino de ciervos. Allí, en Normandía, también tienen una sombra que pasa.

– No es asunto nuestro, ¿o sí?

– No, en absoluto.

– Entonces ¿por qué va?

– Pero si no voy, Veyrenc. No tengo nada que hacer allí.

– Había entendido que quería ir.

– Estoy cansado y no me interesa -dijo Adamsberg abriendo la puerta-. Podría joder el coche, conmigo dentro. Llamaré a Robert más tarde.

Las puertas se cerraron con un chasquido. Adamsberg cerró con llave. Los dos hombres se separaron cien metros más allá, delante de la Brasserie des Philosophes.

– Si quiere, conduzco yo, y usted duerme. Habremos ido y vuelto antes de las doce.

Adamsberg, con la mente vacía, miró las llaves del coche que seguía teniendo en la mano.

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