A las cuatro y media, Hélène Froissy acababa de regular en la habitación de Adamsberg el funcionamiento del receptor. Oía bien la voz de Veyrenc, pero cubierta por las de sus colegas de alrededor y el ruido de las patas de las sillas al arrastrarlas, de los pasos, de los papeles que arrugaban. La potencia del receptor era demasiado elevada, era inútil que el móvil captara a más de cinco metros. Era suficiente para cubrir la superficie del estudio de Veyrenc, y eso le permitía eliminar buena parte de las interferencias.
Ahora las palabras de Veyrenc le llegaban con claridad. Estaba charlando con Retancourt y Justin. Froissy escuchó unos instantes la voz ligera y tamizada del teniente, mientras atenuaba un poco más el efecto parásito de los ruidos de fondo. Veyrenc se sentaba en su mesa. Oyó el tecleo del ordenador y palabras dichas para sí. Ya no tengo caverna para abrigar mi pena. Froissy lanzó una mirada triste a la mesa de escucha, a esos aparatos endiablados que vertían sin medida las preocupaciones de Veyrenc en la habitación de Adamsberg. Había algo violento en ese dispositivo lanzado en persecución de Veyrenc. Dudó si ponerlo en marcha, pero luego accionó uno a uno los interruptores. Una lucha de bestias, pensó mientras cerraba la puerta, en la que acababa de participar con plena responsabilidad.