Preludio

El teléfono sonó. Sin levantar su vista, el doctor Hughes estiró su mano a través del escritorio para responder. La mano se deslizó entre montones de papel, botellas de tinta, periódicos de la semana anterior y arrugados envoltorios de bocadillos. Encontró el teléfono y levantó el auricular. El doctor Hughes se lo puso en la oreja. Se le vela preocupado e irritado, como una ardilla tratando de almacenar sus nueces.

– ¿Hughes? Habla McEvoy.

– ¿Bien? Lo lamento, doctor McEvoy; estoy muy ocupado.

– No quería interrumpir su trabajo, doctor Hughes. Pero aquí tengo una paciente cuyo estado podría interesarle.

El doctor Hughes estornudó y se quitó las gafas sin marco.

– ¿Qué tipo de estado? -preguntó -. Escuche, doctor McEvoy; es muy amable de su parte llamarme, pero aquí estoy con un papelerío alto como una montaña, y realmente no puedo…

McEvoy no se desanimaba.

– Bueno, pensé que podría interesarle, doctor Hughes. A usted le interesan los tumores, ¿no? Pues aquí tengo uno que supera a todos los demás.

– ¿Qué tiene de fantástico?

– Está situado en la parte de atrás del cuello. La paciente es una mujer caucásica, tiene veintitrés años. No hay antecedentes de algún otro crecimiento tumoroso, benigno o maligno.

– ¿Y?

– Se mueve -dijo el doctor McEvoy -. El tumor se mueve realmente, como si algo debajo de la piel estuviese vivo.

El doctor Hughes estaba garabateando flores con su bolígrafo. Durante un momento frunció el ceño y luego dijo:

– ¿Los rayos X?

– Los resultados estarán dentro de unos veinte minutos.

– ¿Palpitación?

– Al tacto es como cualquier otro tumor. Excepto que se retuerce.

– ¿No intentó una punción? Puede ser sólo una infección.

– Primero esperaré y veré las radiografías.

El doctor Hughes chupaba pensativamente el extremo de su bolígrafo. Su mente repasaba todas las páginas de los libros médicos que había aprendido, buscando un caso similar, o un antecedente, o algo remotamente conectado con la idea de un tumor movedizo. Quizás estuviese cansado, pero no podía recordar nada.

– ¿Doctor Hughes?

– Sí, aún estoy aquí. Escuche, ¿qué hora es?

– Las tres y diez.

– Muy bien, doctor McEvoy. Voy para allá.

Colgó el auricular, se recostó en su sillón y restregó sus ojos. Era el día de St. Valentine, y afuera, en las calles de Nueva York, la temperatura había descendido a 6° bajo cero y había 15 centímetros de nieve en el suelo.

El cielo era de un gris metálico y muy nublado; el tráfico se movía con ruidos amortiguados. Desde el piso dieciocho del Hospital de las Hermanas de Jerusalén, la ciudad tenía una cualidad extraña y luminosa que nunca había visto antes. Era como estar en la Luna, pensó el doctor Hughes. O en el fin del mundo. O en la Edad de Hielo.

Había problemas con el sistema de calefacción y se había dejado puesto el abrigo. Estaba sentado bajo la luz de la lámpara de su escritorio; era un extenuado hombre de treinta y tres años, con una nariz tan afilada y puntiaguda como un bisturí y un gran remolino de pelo castaño oscuro. Parecía más un mecánico de coches adolescente que un experto en tumores malignos con fama nacional.

La puerta de su oficina se abrió y entró una mujer rolliza con el pelo blanco y gafas de marco rojo en la cabeza, llevando una pila de papeles y una taza de café.

– Un poco más de papelerío, doctor Hughes. Y pensé que querría algo para entrar en calor.

– Gracias, Mary.

Abrió uno de los expedientes que ella había traído y volvió a estornudar con más persistencia.

– Dios, ¿ha visto esto? Se supone que soy un consultor, no un archivista. Llévese esto de nuevo y déselo al doctor Ridgeway. A él le gustan los papeles. Le gustan más que la carne y la sangre.

Mary se encogió de hombros.

– El doctor Ridgeway le envió esto a usted.

El doctor Hughes se puso de pie. Con su abrigo parecía Charles Chaplin en La Quimera del Oro. Apartó el expediente con rabia y éste dio contra su única tarjeta de St. Valentine, que sabía que le había enviado su madre.

– Oh…, está bien. Luego lo miraré. Ahora voy a ver al doctor McEvoy. Tiene una paciente que quiere que yo revise.

– ¿Le llevará mucho tiempo, doctor Hughes? -preguntó Mary -. Tiene una reunión a las cuatro y media.

El doctor Hughes la miró con fatiga, como si se estuviese preguntando quién era ella.

– ¿Mucho tiempo? No, no lo creo. Sólo el tiempo necesario.

Salió de su oficina a un corredor iluminado con luz de neón. El Hermanas de Jerusalén era un hospital privado muy caro y nunca olía a nada tan funcional como a ácido fénico o cloroformo. Los corredores estaban alfombrados con moqueta roja y espesa y en cada rincón había flores frescas. Se parecía más a un hotel adonde los ejecutivos maduros llevan a sus secretarias para un fin de semana de estruendoso pecado.

El doctor Hughes llamó un ascensor y descendió hasta el piso quince. Se miró a sí mismo en el espejo del ascensor y consideró que parecía más enfermo que muchos de sus pacientes. Quizá debiera tomarse unas vacaciones. A su madre siempre le había gustado la Florida, o quizá pudieran visitar a su hermana en San Diego.

Pasó a través de dos juegos de puertas de vaivén y entró a la oficina del doctor McEvoy. Este era un hombre pequeño, grueso, cuyas chaquetas blancas le apretaban siempre muchísimo en las sisas. Parecía un vendaje quirúrgico. Su rostro era grande, en forma de luna, y lleno de pecas, con una pequeña nariz irlandesa. Alguna vez había jugado al fútbol para el equipo del hospital, hasta que se fracturó la rodilla en un partido violento. Ahora caminaba con una cojera levemente superdramatizada.

– Me alegro de que haya venido -sonrió -. Esto realmente es muy especial y sé que usted es el mayor experto del mundo.

– Difícilmente -dijo el doctor Hughes-. Pero gracias por el cumplido.

El doctor McEvoy metió su dedo en la oreja y lo revolvió dentro con gran cuidado y atención.

– Las radiografías estarán aquí en cinco o diez minutos. Mientras tanto, no se me ocurre qué hacer.

– ¿Puede mostrarme la paciente? -preguntó el doctor Hughes.

– Por supuesto. Está en mi sala de espera. Si yo fuera usted me quitaría el abrigo. Ella podría pensar que le traje de la calle.

El doctor Hughes colgó su deformado abrigo negro y luego siguió al doctor McEvoy hasta la luminosa sala de espera. Allí había sillones, revistas y flores y una pecera llena de brillantes peces tropicales. A través de las persianas, el doctor Hughes pudo observar la extraña brillantez metálica de la nieve vespertina.

En un rincón del salón, leyendo un ejemplar de Sunset, estaba una muchacha delgada y morena. Tenía un rostro casi cuadrado y delicado; parecía un diablillo, pensó el doctor Hughes. Llevaba un vestido sencillo de color café que hacía lucir pálidas a sus mejillas. Lo único que denunciaba su nerviosismo era un cenicero lleno de colillas y un trazo de humo en el aire.

– Señorita Tandy -dijo el doctor McEvoy-, éste es el doctor Hughes. Es un experto en casos como el suyo y le gustaría examinarla y hacerle algunas preguntas.

La señorita Tandy dejó de lado la revista y sonrió.

– Por supuesto -dijo, con un marcado acento aristocrático.

De buena familia, pensó el doctor Hughes. No tenía que preguntarse si era o no rica. No se va por un tratamiento al Hospital de las Hermanas de Jerusalén si no se tiene bastante dinero.

– Inclínese hacia adelante -dijo el doctor Hughes. La señorita Tandy se inclinó y el doctor Hughes le levantó el cabello de detrás de su cuello.

Justo en la cavidad de su nuca había un bulto suave y redondo, más o menos del tamaño y la forma de un pisapapel de vidrio. El doctor Hughes pasó sus dedos por él y parecía tener la textura normal de un crecimiento fibroso benigno.

– ¿Cuánto hace que tiene esto? -preguntó él.

– Dos o tres días -dijo la señorita Tandy -. Pedí consulta tan pronto como comenzó a crecer. Tuve miedo de que fuera… bueno, cáncer o algo así.

El doctor Hughes miró al doctor McEvoy y frunció su ceño.

– ¿Dos o tres días? ¿Está segura?

– Exactamente -dijo la señorita Tandy -. Hoy es viernes, ¿no? Bueno, la primera vez que lo sentí fue cuando me desperté el martes por la mañana.

El doctor Hughes apretó el tumor suavemente con su mano. Era firme y duro, pero no podía detectar ningún movimiento.

– ¿Le duele? -preguntó.

– Siento como unos pinchazos. Pero eso es todo.

El doctor McEvoy dijo:

– Tuvo la misma sensación cuando yo se lo toqué.

El doctor Hughes dejó caer el cabello de la señorita Tandy y le dijo que podía sentarse derecha de nuevo. Acercó una silla, sacó un trozo de papel de su bolsillo y comenzó a anotar algunas cosas mientras hablaba con ella.

– ¿Qué tamaño tenía el tumor cuando lo descubrió?

– Era muy pequeño. Del tamaño de un guisante, me parece.

– ¿Creció todo el tiempo o sólo en determinados momentos?

– Sólo parece crecer de noche. Quiero decir, cada mañana cuando me despierto es más grande.

El doctor Hughes tomó nota detallada en su trozo de papel.

– ¿Lo siente normalmente, quiero decir, lo siente ahora?

– No parece peor que cualquier otro tipo de bulto. Pero a veces tengo la sensación de que cambia de lugar.

Los ojos de la muchacha eran oscuros y en ellos había más temor del que dejaba traslucir su voz.

– Bueno -dijo ella lentamente -, es como alguien que tratara de acomodarse en la cama. Usted sabe… Como dándose vueltas y después quedándose quieto.

– ¿Con qué frecuencia sucede eso?

Ella parecía preocupada. Podía sentir la preocupación del doctor Hughes y eso la preocupaba.

– No lo sé. Quizá cuatro o cinco veces por día.

El doctor Hughes escribió más notas y se mordió el labio.

– Señorita Tandy, ¿ha notado algunos cambios en su salud en estos últimos días… desde que tiene el tumor?

– Sólo un poco de cansancio. Creo que de noche no duermo bien. Pero no he perdido peso o algo por el estilo.

– Hmm -el doctor Hughes escribió algo más y miró un momento lo que había escrito -. ¿Fuma mucho?

– Habitualmente sólo medio paquete por día. No soy una gran fumadora. Creo que ahora estoy un poco nerviosa.

El doctor McEvoy dijo:

– No hace mucho le vieron por rayos X el pecho. Tiene buena salud.

El doctor Hughes dijo:

– Señorita Tandy, ¿vive sola? ¿Dónde vive?

– Estoy quedándome en casa de mi tía, en la calle 82. Trabajo para una compañía de discos como asistente de personal. Quería encontrar un apartamento para mí, pero mis padres pensaron que sería mejor que viviera durante un tiempo con mi tía. Ella tiene sesenta y dos años. Es una anciana encantadora. Nos llevamos muy bien.

El doctor Hughes bajó su cabeza.

– No me interprete mal al preguntarle esto, señorita Tandy, pero creo que usted entiende por qué debo hacerlo. ¿Su tía goza de buena salud y el apartamento es limpio? ¿No hay allí riesgos para la salud, como cucarachas o desagües tapados o comida en mal estado?

La señorita Tandy casi sonrió por primera vez desde que el doctor Hughes la había visto.

– Mi tía es una mujer sana, doctor Hughes. Tiene una mujer de limpieza todo el tiempo y una criada para ayudar en la cocina y hacerle compañía.

El doctor Hughes asintió.

– Muy bien, dejemos eso por ahora. Doctor McEvoy, vayamos a ver los rayos X.

Retornaron a la oficina del doctor McEvoy y se sentaron. El doctor McEvoy tomó una barra de goma de mascar y la colocó en su boca.

– ¿Qué deduce de esto, doctor Hughes?

Este suspiró.

– Por el momento, nada. Este bulto creció en dos o tres días y nunca me encontré con un tumor que lo hiciera así. Luego está esa sensación de movimiento. ¿Usted mismo lo ha sentido moverse?

– Sí -dijo el doctor McEvoy -. Sólo un levísimo movimiento, como si hubiese algo por debajo.

– Eso puede ser causado por movimientos de la nuca. Pero no podemos decir realmente nada hasta ver las radiografías.

Se sentaron en silencio durante unos minutos, con los ruidos del hospital dejándose oír débilmente en la distancia. El doctor Hughes se sintió con frío e incómodo y se preguntó cuándo podría regresar a su hogar. Anoche había estado levantado hasta las dos de la mañana, revisando expedientes y estadísticas, y parecía como que esta noche iba a estar de nuevo hasta muy tarde. Estornudó y miró su raído zapato marrón sobre la alfombra.

Después de cinco o seis minutos la puerta de la oficina se abrió y la radióloga entró con un sobre grande y marrón. Era una negra alta con el cabello cortado corto y sin ningún sentido del humor.

– ¿Qué ha deducido de ellas, Selena? -preguntó el doctor McEvoy, llevando el sobre hasta la pantalla para ver las radiografías.

– No estoy muy segura de nada, doctor McEvoy. Están muy claras, pero no tienen ningún sentido.

El doctor McEvoy sacó la película negra de rayos X y la colocó en la pantalla. Encendió la luz, y tuvieron una vista de la parte de atrás del cuello de la señorita Tandy desde el costado. Sí, había un tumor -un bulto grande y oscuro -. Pero dentro de él, en vez del normal crecimiento fibroso, parecía haber un pequeño nudo de tejidos y huesos.

– Mire esto -dijo el doctor McEvoy, señalando con su bolígrafo -. Parece que hubiera como raíces; raíces de huesos sosteniendo la parte interna del tumor contra la nuca. ¿Qué demonios piensa que sea?

– No tengo la menor idea -dijo el doctor Hughes -. Jamás he visto antes algo ni remotamente como esto. No se parece en nada a un tumor.

El doctor McEvoy se encogió de hombros.

– Muy bien, no es un tumor. ¿Entonces qué es?

El doctor Hughes se acercó más a las radiografías. El pequeño nudo de tejidos y huesos era demasiado deforme y mezclado como para sacar ninguna conclusión.

Sólo había una cosa que hacer, y era operar. Cortarlo y examinarlo por dentro. Y a la velocidad que estaba creciendo, mejor sería hacer la operación rápido.

El doctor Hughes levantó el teléfono del escritorio del doctor McEvoy.

– ¿Mary? Escuche, aún estoy aquí con el doctor McEvoy. ¿Podría averiguarme lo rápido que el doctor Snaith puede disponer un quirófano? Tengo un caso urgente. Sí, un tumor. Pero es muy maligno y pueden surgir problemas si no operamos de inmediato. Eso es. Gracias.

– ¿Maligno? -dijo el doctor McEvoy-. ¿Cómo sabemos si es maligno?

El doctor Hughes movió su cabeza.

– No lo sabemos, pero hasta que nos enteremos si es peligroso o inofensivo lo voy a tratar como si fuera peligroso.

– Yo quisiera saber qué demonios es -dijo el doctor McEvoy, apesadumbrado-. He recorrido el diccionario médico y no encuentro nada como eso.

El doctor Hughes sonrió cansadamente.

– Quizá sea una enfermedad nueva. Quizá le pongan su nombre. La enfermedad de McEvoy. Al fin, la fama. Usted siempre quiso ser famoso, ¿no?

– Lo que quiero ahora es una taza de café y un sandwich de carne. El Premio Nobel lo puedo obtener en otro momento.

El teléfono sonó y el doctor Hughes respondió:

– ¿Mary? Oh, bien. Muy bien, perfecto. Sí, así estará bien. Dígale al doctor Snaith que muchas gracias.

– ¿Está libre? -preguntó el doctor McEvoy.

– Mañana a las diez de la mañana. Mejor será informar a la señorita Tandy.

El doctor Hughes empujó las puertas dobles de la sala de espera y aún estaba sentada allí la señorita Tandy, con otro cigarrillo a medio fumar, y mirando, sin ver, la revista abierta que tenía sobre su falda.

– ¿Señorita Tandy?

Ella alzó su vista rápidamente.

– ¿Sí? -dijo ella.

El doctor Hughes acercó una silla y se sentó a su lado, con los brazos cruzados. Trató de parecer serio, tranquilo y confiable, para calmar sus obvios miedos, pero estaba tan cansado que no logró parecer otra cosa que muy preocupado.

– Escuche, señorita Tandy; pienso que tendremos que operar. No parece que este bulto sea para preocuparse mucho, pero a la velocidad que ha crecido me gustaría extirpárselo lo antes posible, y sospecho que a usted también.

Ella se llevó la mano hacia su nuca; luego la dejó caer y asintió.

– Comprendo. Por supuesto.

– Si puede venir mañana a las ocho de la mañana haré que el doctor Snaith se lo quite a eso de las diez. El doctor Snaith es un excelente cirujano y tiene años de experiencia con tumores como el suyo.

La señorita Tandy intentó sonreír.

– Es muy amable de su parte. Gracias.

El doctor Hughes se encogió de hombros.

– No me lo agradezca; sólo cumplo con mi deber. Pero, en serio, no creo que tenga nada por qué preocuparse. No voy a decirle que su estado es normal porque no lo es. Pero parte de nuestra profesión es tenérnoslas que ver con estados irregulares. Usted ha venido al lugar adecuado.

La señorita Tandy apagó su cigarrillo y recogió sus cosas.

– ¿Necesitaré algo en especial? -preguntó-. Supongo que un par de camisones y alguna bata.

El doctor Hughes asintió.

– Traiga también sus zapatillas. No será obligada a guardar cama.

– Muy bien -dijo ella, y el doctor Hughes la acompañó hasta la salida.

La miró caminar rápidamente por el corredor hasta el ascensor y pensó lo delgada y joven que era y el duende que tenía. No era uno de esos especialistas que pensaba sobre sus pacientes en términos de la enfermedad y nada más, no como el doctor Pawson, el especialista en pulmón, que podía recordar los síntomas individuales mucho tiempo más que los rostros que les habían acompañado. La vida es más que un desfile de bultos y tumores, pensó el doctor Hughes. Al menos, espero que lo sea.

Estaba aún parado en el corredor cuando el doctor McEvoy asomó su cara alunada por la puerta.

– ¿Doctor Hughes?

– ¿Sí?

– Entre un momento; mire esto.

Siguió cansadamente al doctor McEvoy a su oficina. Mientras le había hablado a la señorita Tandy, el doctor McEvoy había estado mirando a través de su libro de referencias médicas, y encima de su escritorio estaban desparramados diagramas y radiografías.

– ¿Encontró algo? -preguntó el doctor Hughes.

– No lo sé. Parece ser tan ridículo como todo lo demás de este caso.

El doctor McEvoy le entregó un pesado libro de texto, abierto en una página cubierta de gráficos y diagramas. El doctor Hughes frunció el ceño, los examinó cuidadosamente y luego fue de nuevo a las pantallas y miró otra vez las radiografías del cráneo de la señorita Tandy.

– Es una locura -dijo.

El doctor McEvoy se quedó allí, con las manos sobre sus caderas, y asintió.

– Tiene razón. Es una locura. Pero tiene que admitirlo; se parece mucho a eso.

El doctor Hughes cerró el libro.

– Pero incluso aunque usted tenga razón… ¿en dos días?

– Bueno, si esto es posible, todo es posible.

– Si esto es posible, un cojo puede ganar una maratón.

Los dos médicos se quedaron pálidos en su oficina del piso quince del hospital, miraron los rayos X y no sabían qué decir.

– ¿No será una broma? -dijo el doctor McEvoy.

El doctor Hughes movió su cabeza.

– No hay manera. ¿Cómo podría serlo? ¿Y para qué?

– No lo sé. La gente inventa bromas por diversas razones.

– ¿Se le ocurre alguna razón para ésta?

El doctor McEvoy hizo una mueca.

– ¿Puede creer que sea cierto?

– No lo sé -replicó el doctor Hughes-. Quizá sí. Quizá sea el fracaso que, entre un millón, es realmente real.

Abrieron de nuevo el libro y estudiaron de nuevo las radiografías, y cuanto más comparaban los diagramas con el tumor de la señorita Tandy, más similitudes descubrían.

De acuerdo a la Ginecología Clínica, el nudo de tejidos y huesos que la señorita Tandy llevaba en su nuca era un feto humano, de un tamaño que sugería que tendría unas ocho semanas.

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