CAPITULO DOS

En la oscuridad

La mañana siguiente, sábado, salió un sol naranja a eso de las diez y media y las calles con nieve comenzaron a convertirse en barrizales. Aún no hacía un frío tremendo y mi coche se paró dos veces camino del Hospital de las Hermanas de Jerusalén. La gente que paseaba iba chapoteando en las veredas sucias con sus abrigos y orejeras; figuras negras sin rostro, salidas de un sueño invernal.

Aparqué justo frente al hospital y entré a la recepción. Adentro hacía calor y era acogedor, con sus espesas alfombras y las palmeras y la conversación murmurada. Parecía más un lugar de vacaciones que una casa para gente enferma. En la entrada me atendió una joven inteligente con uniforme blanco almidonado y dientes blancos y almidonados.

– ¿Puedo ayudarle?

– Sí, creo que sí. Creo que esta mañana han dejado aquí un sobre para mí. Mi nombre es Erskine, Harry Erskine.

– Un momento, por favor.

Buscó a través de una pila de cartas y postales, y rápidamente volvió con un pequeño sobre blanco.

– ¿Erskine, el increíble? -leyó con una ceja levantada.

Yo tosí con incomodidad.

– Es un sobrenombre; usted sabe cómo son estas cosas.

– ¿Tiene alguna identificación, señor?

Busqué en mis bolsillos. Mi permiso de conducir estaba en casa y también mis tarjetas de crédito. Finalmente encontré una de mis tarjetas de visita y se la mostré. En ella estaba escrito: «Erskine, el increíble. Se dice la suerte, se predice el futuro, se interpretan los sueños.»

– Creo que realmente debe ser el destinatario -sonrió ella, y me entregó la carta.

Esperé hasta llegar a mi apartamento antes de examinar el sobre. Lo dejé sobre la mesa y lo inspeccioné de cerca. Justo el tipo de letra que yo hubiese esperado de una muchacha culta como Karen Tandy: firme, nítida y audaz. Me gustó particularmente la forma en que había escrito increíble. Tomé un par de tijeras para uñas de la cómoda y corté la parte superior del sobre. Adentro había tres o cuatro hojas de papel rayado, y parecía como si hubiesen sido arrancadas del anotador de una secretarla. Junto a ellas había una breve carta con la letra de Karen Tandy:


Querido señor Erskine:

Anoche tuve el sueño mucho más vivido que antes. He tratado de recordar todos los detalles y hubo dos cosas muy sorprendentes. La costa tenía una forma peculiar que he dibujado aquí. También he dibujado el velero, y todas las banderas que pude recordar.

El sentimiento de miedo también fue mucho más fuerte, y la sensación de la necesidad de escapar, muy poderosa.

Tan pronto como me haya recuperado de la operación le llamaré para ver qué piensa.

Su amiga, Karen Tandy.


Abrí las hojas de papel de anotador y las miré detalladamente. El improvisado mapa de la costa era claramente inútil. Era algo más que una línea torcida que podía haber sido cualquier parte en el mundo. Pero el dibujo del barco era más interesante. Estaba bastante detallado, y la bandera también era buena. Era posible que hubiese libros sobre veleros en la biblioteca, así como libros sobre banderas; por consiguiente, había posibilidades de que pudiese descubrir de qué barco se trataba.

Si en realidad era un barco real y no sólo una ficción de la imaginación tumorosa de Karen Tandy.

Me quedé sentado allí un rato largo, repasando el extraño caso de «mi amiga, Karen Tandy». Tenía ganas de ir a investigar lo del barco, pero eran casi las once y media y la señora Herz, debía venir; otra ancianita encantadora con más dinero que sentido común. El interés especial de la señora Herz era saber si podía tener problemas con sus cientos de parientes, todos los cuales estaban mencionados en su testamento. Después de cada sesión conmigo iba a su abogado y alteraba el legado de todos. Su abogado hacía tanto dinero con estos codicilos y reformas que en la última Navidad me había enviado una caja de Johnnie Walker etiqueta negra. Después de todo, él y yo estábamos en el mismo tipo de negocio.

Justo a las once y media tocaron a mi puerta. Colgué mi chaqueta en el armario, saqué mi capa verde, me puse el sombrero en la cabeza y me preparé para recibir a la señora Herz con mi habitual apariencia mística.

– Adelante, señora Herz. Es una buena mañana para el ocultismo.

La señora Herz debía tener setenta y cinco años. Era pálida y arrugada y sus manos eran como las patas de una gallina, y sus gafas le magnificaban los ojos como si fueran ostras nadando dentro de una pecera. Entró temblando sobre su bastón y se sentó en mi sillón con un suspiro frágil y agudo.

– ¿Cómo está usted, señora Herz? -le pregunté alegremente, restregándome las manos-. ¿Qué tal esos sueños?

Ella no dijo nada, así que yo me alcé de hombros y fui a recoger mis cartas de Tarot. Mientras las mezclaba, traté de encontrar la carta en blanco que había dado la vuelta la noche anterior, pero no parecía haber trazos de ella. Por supuesto, podía haberme equivocado o estar demasiado cansado, pero no estaba convencido del todo al respecto. A pesar de mi trabajo no soy muy inclinado a las experiencias místicas. Puse las cartas sobre la mesa e invité a la señora Herz a pensar la pregunta que quería hacerles.

– Hace mucho tiempo que no consultamos sobre su sobrino Stanley -le recordé -. ¿Qué tal un vistazo sobre las idas y venidas de su hogar? ¿O sobre su solterona Agnes?

Ella no contestó. Ni siquiera me miró. Parecía estar mirando hacia un rincón del cuarto, perdida en un sueño propio.

– ¿Señora Herz? -dije, poniéndome de pie -. Señora Herz, le he puesto las cartas.

Fui hasta ella y me incliné a mirar su rostro. Parecía estar bien. Al menos, respiraba. Lo último que yo deseaba era que una vieja soltara su fantasma cuando yo estaba en mitad de predecirle el futuro. La publicidad sería espantosa. O quizá, no.

Tomé sus viejas manos tipo reptil entre las mías y le dije gentilmente:

– ¿Señora Herz? ¿Se siente bien? ¿Desea un coñac?

Sus ojos flotaron imponentemente en sus gafas como de vidrio de botella de «Coca- cola». Parecía estar mirando hacia mí, pero al mismo tiempo no me vela. Era casi como si estuviese mirando a través mío o detrás mío. No pude evitar darme la vuelta para ver si había alguien más en el cuarto.

– ¿Señora Herz? -dije de nuevo-. ¿Desea una de sus píldoras, señora Herz? ¿Puede escucharme, señora Herz?

Un susurro fino y sibilante salió de entre sus mustios labios. Tuve la sensación que trataba de decir algo, pero no podía darme cuenta de qué. La lámpara de aceite comenzó a dar una luz oscilante y era difícil decir hasta qué punto las sombras en su rostro eran o no expresiones extrañas.

Booooo… -dijo en voz muy baja.

– Señora Herz -dije -, si esto es una especie de juego, mejor será que no siga. Me está preocupando, señora Herz; si no se repone en seguida llamaré una ambulancia. ¿Me entiende, señora Herz?

– Booooo… -volvió a susurrar. Sus manos comenzaron a temblar, y su enorme anillo de esmeraldas vibraba contra el brazo del sillón. Sus ojos daban vueltas y su mandíbula parecía que nunca iba a cerrarse de nuevo. Pude ver su lengua pálida y delgada y su puente de ortodoncia que debería haberle costado 4000 dólares.

– Muy bien -dije -. Ya basta. Llamaré una ambulancia, señora Hertz. Mire, voy al teléfono. Estoy marcando el número, señora Herz. Llamo.

De pronto la anciana se paró. Trató de alcanzar su bastón, lo erró y cayó al piso. Se quedó moviéndose y revolviéndose en la alfombra, como si estuviera bailando al ritmo de alguna canción que yo no podía oír. La operadora dijo:

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirle? -pero yo colgué el auricular y me dirigí hacia mi cliente saltarina y valseadora.

Traté de poner mi brazo alrededor de ella, pero me separó con una de sus patas escamosas. Salteba y bailaba, murmurando y balbuciendo todo el tiempo, y no sabía qué demonios hacer con ella. Debía estar teniendo una especie de ataque, pero nunca había visto un ataque donde la víctima bailara una conga solitaria a través del piso.

– Boooo… -susurró de nuevo.

Yo bailé en su derredor, tratando de mantenerme a la par de su vals con movimientos de nuca.

– ¿Qué quiere decir con «boo»? -le pregunté-. Señora Herz, ¿quiere hacer el favor de sentarse y serenarse y decirme qué demonios le sucede?

Tan abruptamente como había comenzado a bailar se detuvo. La energía pareció abandonarla como a un ascensor que se hunde a nivel del piso, hacia la recepción y la calle. Buscó algo en qué apoyarse y tuve que tomarla del brazo para evitar que se volviese a caer. Gentilmente coloqué su rígido cuerpo viejo de nuevo en el sillón y me arrodillé delante suyo.

– Señora Herz, a mí no me gusta molestar a mis clientes, pero yo creo que necesitaría alguna atención médica. ¿No está de acuerdo con que eso sería muy atinado?

Me miró ciegamente y su boca se abrió de nuevo. Admito que tuve que mirar para otro lado. Lo exterior de la vieja estaba bien, pero no soy un fanático por mirar en su interior.

– Bota -murmuró -. Bota.

– ¿Bota? -le pregunté -. ¿Qué demonio.tienen que ver las botas con lo demás?

– Bota -cloqueó ahora mucho más alto-. ¡Bota! ¡¡BOOOOTTTTAA!!

– Dios -dije-. Señora Herz, cálmese y yo pediré una ambulancia ahora mismo. No se mueva, señora Herz; todo está en orden. Va a ponerse bien, muy bien.

Me levanté y fui hasta el teléfono y llamé al servicio de emergencia. La señora Herz se sacudía y temblaba y se movía con «bota, bota» y parecía que se tomaban media hora para atender.

– ¿En qué puedo servirle? -dijo, finalmente, la operadora.

– Vaya si me servirá. Mire, necesito ahora mismo una ambulancia. Aquí tengo a una vieja que está con alguna especie de ataque. Es muy rica, así que dígale a la gente de la ambulancia que no tendrán que hacer desvíos por el Bronx antes de llegar aquí. Por favor, dése prisa. Creo que se va a morir o algo así.

Le di mi dirección y mi número de teléfono y luego volví con la señora Herz. Parecía que por el momento había dejado de retorcerse y estaba sentada tranquila y extraña, como si estuviera pensando.

– Señora Herz… -dije.

Se volvió hacia mí. Su cara era vieja, y marcada, y rígida.

– De bota, mijnheer -dijo ásperamente-. De bota.

– Señora Herz; mire, por favor, no tiene de qué preocuparse. Ya viene la ambulancia. Siéntese ahí y quédese tranquila.

La señora Herz se cogió del brazo del sillón y se puso de pie. Tenía problemas para estar parada derecha, como si estuviera caminando sobre hielo. Pero luego se irguió y se quedó allí, con sus brazos colgando a los lados, mucho más alta y firme de lo que la hubiese visto nunca.

– Señora Herz, creo que será mejor que usted…

Pero me ignoró y comenzó a deslizarse por la alfombra. Nunca había visto a nadie caminar de esa manera. Sus pies parecían patinar en silencio sobre el piso, como si realmente ella no lo tocara. Se deslizó serenamente hacia la puerta y la abrió.

– Sería mejor que esperase -dije humildemente.

En honor a la verdad esto me ponía la carne de gallina y no sabía qué decirle. Ella no parecía oírme, o si lo hacía, no se daba cuenta.

– De bota -dijo de nuevo, con una voz ronca. Y luego se deslizó a través de la puerta y hacia el corredor.

Por supuesto, fui detrás suyo. Pero lo que vi a continuación fue tan repentino y desagradable que casi desearía no haberlo visto. En un segundo estaba justo fuera de la puerta, y yo estaba extendiendo mi mano para tomarla del brazo, y ella se deslizaba a lo largo del reluciente corredor, tan rápido como si estuviese corriendo. Pero ella no corría para nada. Se alejaba de mí sin siquiera mover sus piernas.

– ¡Señora Herz! -llamé, pero mi voz estaba estrangulada y sonaba extraña. Sentí que dentro mío subía un miedo oscuro, como si viera un rostro blanco por la ventana en mitad de la noche.

Ella se volvió, una vez, al final del corredor. Estaba parada en lo alto de las escaleras. Parecía estar tratando de hacer algún ademán o levantar su brazo, más como si estuviera tratando de espantar algo que si quisiera llamarme para que la ayudase. Entonces desapareció escaleras abajo y oí su viejo y rígido cuerpo cayendo y rebotando de escalón en escalón.

Yo me arrojé hacia el final del corredor. Las puertas se abrían por todos lados y se asomaban caras ansiosas y curiosas.

Miré hacia abajo de las escaleras. La señora Herz yacía allí, toda revuelta, con sus piernas en formas extrañas. Corrí hacia abajo y me arrodillé a su lado y tomé su pulso, que parecía una estaca. Nada, ningún pulso. Levanté su cabeza y de su boca salió una larga baba de sangre.

– ¿Está bien? -dijo uno de mis vecinos desde arriba de la escalera -. ¿Qué sucedió?

– Se cayó -le dije-. Tiene setenta y cinco años; no se mantiene muy bien en pie. Creo que está muerta. Ya he llamado a la ambulancia.

– Oh, Dios -dijo una mujer -. No soporto ver nada muerto.

Yo me puse de pie, quitándome mi larga capa verde. No podía creer nada de todo esto y sentía como si en cualquier momento me fuese a despertar, y sería por la mañana temprano, y yo estaría en la cama con mi pijama turquesa. Miré a la señora Herz, arrugada y vieja y extinta, como un balón pálido y desinflado hasta morir, y por mi garganta subió el vómito.


El teniente Marino, del Escuadrón de Homicidios, era muy comprensivo. Resultó que la señora Herz me había dejado algo en su testamento, pero no lo suficiente como para que yo la empujara escaleras abajo.

El detective se sentó derecho en mi sillón, con su tiesa gabardina negra, con su pelo negro cortado al cepillo, levantándose por todos lados, tratando de leer un papel garabateado.

– Dice que usted tiene derecho a un par de floreros Victorianos -murmuró -. Ahora estamos investigando su valor, pero usted no parece la clase de tipo que eliminaría a una vieja por un florero.

Yo me estremecí.

– Las ancianas son mi pan cotidiano. Uno no anda empujando su pan cotidiano por las escaleras.

El teniente Marino me miró. Tenía una cara ancha y como una calabaza, como un cantante de ópera que está en las malas. Se rascó pensativamente su pelo como alambre y pasó una mirada alrededor del cuarto.

– Usted es una especie de adivino, ¿no?

– Sí. Cartas de Tarot, hojas de té, esa clase de cosas. La mayoría de mis clientas son damas mayores, como la señora Herz.

Se mordió el labio y asintió.

– Claro. ¿Usted dice que se comportó extrañamente todo el tiempo que estuvo aquí?

– Sí, quiero decir que pensé que algo andaba mal desde el momento en que entró. Era muy vieja y estaba enferma, pero generalmente lograba charlar un rato y contarme cómo le iba. Pero esta vez entró, se sentó y no dijo ni una palabra.

El teniente Marino miró su trozo de papel.

– ¿Usted llegó a hablarle de su suerte? Lo que quiero decir es, ¿había alguna razón por la cual quisiera matarse? ¿Alguna mala noticia en las hojas de té?

– No, ni una oportunidad. Ni siquiera le eché las cartas. Ella vino, se sentó y comenzó a gritar algo sobre botas.

– ¿Botas? ¿Qué quiere decir con eso?

– No lo sé. Decía «bota, bota». No me pregunte.

– ¿Bota? -dijo el teniente Marino preocupado -. ¿Cómo era que lo decía? ¿Sonaba como si fuese un nombre? ¿Le pareció que ella quería hablarle sobre algún tío llamado Bota?

Pensé intensamente, tocándome la nariz.

– No lo creo. Quiero decir, no sonaba como un nombre. Pero ella parecía muy preocupada por eso.

El teniente Marino pareció interesado.

– ¿Preocupada? ¿Qué quiere decir?

– Bueno, en realidad es difícil explicarlo. Entró, se sentó, y comenzó con este asunto de la «bota», y luego salió por la puerta y corrió por el pasillo. Yo traté de detenerla, pero ella iba demasiado rápido para mí. Movió un poco los brazos y luego cayó escaleras abajo.

El detective tomó un par de notas. Luego dijo:

– ¿Corrió?

Yo abrí mis brazos.

– No me pregunte cómo porque yo mismo no lo entiendo. Pero ella corrió por el pasillo como una muchacha de quince años.

El teniente Marino frunció el ceño.

– Señor Erskine, la difunta tenía setenta y cinco años. Caminaba con un bastón. ¿Y usted está tratando de decirme que corrió por el pasillo? ¿Corrió?

– Eso es lo que dije.

– Vamos, señor Erskine, ¿no piensa que está dejando que su imaginación vuele demasiado? Yo no creo que usted la matase, pero ciertamente no creo que ella corriera.

Miré al piso. Recordé la forma en que la señora Herz había patinado por el cuarto y la forma en que ella se había deslizado por el pasillo, como si estuviese corriendo sobre patines.

– Pero, para decirle la verdad, ella no corrió exactamente – le dije.

– ¿Qué hizo? -preguntó pacientemente el teniente Marino -. ¿Quizá caminó? ¿Se arrastró?

– No; no caminó ni se arrastró. Se deslizó.

El teniente Marino estaba a punto de anotar eso, pero su pluma se detuvo a un centímetro del papel. Gruñó, hizo una mueca y me miró con una sonrisa indulgente en su rostro.

– Escuche, señor Erskine; siempre afecta cuando alguien muere. Tiende a confundir la mente. Usted que está en el negocio debería saberlo. Quizás usted imaginó que vio algo de forma diferente a como sucedió realmente.

– Sí – dije tontamente -, puede ser.

Me puso su mano regordeta en el hombro y me lo apretó amistosamente.

– Va a haber un examen post- mortem para establecer la causa de la muerte, pero dudo que se proceda más allá de eso. Puede que deba mandar a alguien para hacerle un par de preguntas más, pero es igual; usted está libre de sospecha. Le pediría que no deje la ciudad durante uno o dos días, pero no debe pensar que está bajo arresto ni nada por el estilo.

Yo asentí.

– Muy bien, teniente. Comprendo. Gracias por terminar todo tan pronto.

– Es un placer. Lamento que su cliente…, usted sabe, haya partido al mundo de los espíritus de esta manera

Yo logré esbozar una sonrisa.

– Estoy seguro que ella se pondrá en contacto -dije -. No se puede mantener abajo a un buen espíritu.

Estoy seguro que el teniente Marino pensó que yo estaba absolutamente loco. Se puso su pequeño sombrero negro sobre su afilado pelo negro y fue hacia la puerta.

– Hasta pronto entonces, señor Erskine.

Después que se fue me senté y durante un rato me quedé pensando. Luego levanté el teléfono y marqué el Hospital de las Hermanas de Jerusalén.

– Oiga, quiero preguntar sobre una paciente. La señorita Karen Tandy. Se internó esta mañana para una operación.

– Un momento, por favor. ¿Usted es un pariente?

– Oh, si -mentí-. Soy su tío. Acabo de llegar a la ciudad y me dijeron que estaba enferma.

– Un momento, por favor.

Mientras esperaba tamborileé mis dedos en la mesa. Los débiles sonidos del hospital se escuchaban por la línea y yo podía escuchar que alguien llamaba: «Doctor Hughes, por favor; doctor Hughes.» Después de algo así como un minuto, otra voz dijo:

– Aguarde, por favor -y fui conectado a otro montón de ruidos.

Eventualmente una mujer con voz nasal dijo:

– ¿Puedo ayudarlo? Tengo entendido que pregunta por la señorita Karen Tandy.

– Sí, soy su tío. Me dijeron que esta mañana la operaron y quería saber si estaba bien.

– Bueno, lo lamento, señor, pero el doctor Hughes me dice que ha habido una pequeña complicación. La señorita Tandy está aún bajo sedantes y llamamos a otro especialista para que la viera.

– ¿Complicaciones? – dije-. ¿Qué clase de complicaciones?

– Lo lamento, señor, pero no puedo decírselo por teléfono. Si desea pasar por aquí, le daré cita con el doctor Hughes.

– Hmm -dije-. No, no se preocupe. Quizá pueda llamarla mañana a ver cómo sigue.

– Muy bien, señor; como desee.

Colgué el auricular. Quizá no debí preocuparme, pero me preocupé. El extraño comportamiento de las cartas la noche anterior, ese enervante incidente con la señora Herz, para no hablar de los extraños sueños de Karen Tandy y de su tía, todo me estaba poniendo nauseabundo y sospechoso. Supongamos que realmente hubiese algo en todo eso; algo espiritual y poderoso y nada amistoso.

Retorné a la mesa con el tapete verde y tomé la carta y los dibujos de Karen Tandy. Tres dibujos esquemáticos de la costa de noche. Tres pistas imaginarlas para un problema que incluso podía no existir. Los guardé en mi bolsillo, cogí mis llaves y me fui a cotejarlos en la biblioteca.

Ya era casi la hora en que cerraban la biblioteca cuando llegué y pude aparcar mi coche en un pequeño espacio sobre una pila de barro. El cielo estaba de un oscuro verde cobrizo, lo que significaba que había más nieve en camino, y un amargo viento atravesó mi abrigo espigado. Yo cerré el coche y caminé a través de charcos, en los que me hundí hasta el tobillo, y entré al calor de la biblioteca a través de sus puertas de madera.

La muchacha de detrás del escritorio parecía más una madama retirada que una bibliotecaria. Llevaba un «cardigan» rojo y apretado y el pelo negro recogido, y sus dientes le hubiesen quedado bien a un caballo.

– Estoy buscando barcos -le dije, sacudiendo la nieve derretida de mis zapatos.

– ¿Por qué no lo intenta en los muelles? -me sonrió-. Aquí sólo tenemos libros.

– Ja, ja -le repliqué fríamente -. ¿Me dirá dónde están los barcos?

– Arriba, en el quinto o sexto estante. Bajo la B, búsqueselo usted mismo.

La miré asombrado.

– ¿Nunca pensó en trabajar en el vaudeville? -le pregunté.

– El vaudeville está muerto -me contestó.

– También sus chistes -le dije, y me fui a buscarlos barcos.

¿Sabe una cosa? Nunca me había dado cuenta de cuántas clases diferentes de barcos hay. Pensé que sólo habría dos o tres variedades; grandes, pequeños y portaviones. Pero cuando ya había pasado por quince libros sobre ingeniería marítima comencé a darme cuenta en qué me había metido. Había barcos, y bergantines, fragatas, y corbetas, y destructores, y botes de fantasía, y lanchas, y remolcadores, y barcazas, y lo que se le ocurra. La mitad de ellos se parecían al pequeño y divertido dibujo de Karen Tandy.

Me encontré con el buscado casi por accidente. Yo estaba con una pila de seis o siete libros cuando se me cayó un montón al suelo con gran ruido. Un tío viejo con gafas, que estaba estudiando un enorme tomo de sellos (ver por SE) se volvió y miró al piso.

– Lo lamento -dije, disculpándome, y recogí los libros caídos.

Y ahí estaba, justo bajo mi nariz. Un barco idéntico. Para mí, todos los barcos viejos eran «galeones», y muy similares, pero había algo especial en la forma de su casco y cómo estaban dispuestos sus mástiles. Decididamente era el barco de los sueños de Karen Tandy.

Una inscripción debajo del retrato decía Guerrero holandés, área 1650.

La extraña sensación de pinchazos retornó a mi nuca. Holandés. ¿Y qué era lo que la señora Herz había murmurado en mi apartamento? De bota, mijnheer, de bota.

Tomé el libro de barcos debajo de mi brazo y me fui abajo a la sección de lenguas extranjeras. Encontré un diccionario español- holandés, miré a través de las páginas, y ahí estaba. No era bota lo que había dicho la anciana. Era boot. De boot, el barco.

Ahora estoy tan razonable y lógico como cualquier vecino. Pero esto era más que una coincidencia. Karen Tandy había tenido pesadillas sobre una nave holandesa del siglo xvII, y luego la anciana señora Herz había comenzado a tener alucinaciones o Dios sabe qué sobre lo mismo. Cómo y por qué eran las preguntas que no podía responder, pero me parecía que si la señora Herz había sido matada por su vista, lo mismo podía ocurrirle a Karen Tandy.

Regresé al escritorio y me llevé prestado el libro sobre barcos. La vieja prostituta con dientes equinos y el pelo negro me hizo una risa sardónica, y eso no me hizo sentirme precisamente mejor. Una mujer así era suficiente como para provocarte pesadillas por cuenta propia, sin preocuparse por veleros misteriosos de otro siglo.

– Que disfrute su lectura -me dijo con una sonrisa, y yo le hice un feo.

Afuera encontré una cabina de teléfonos, pero tuve que esperar al viento helado y bajo la nieve a que una mujer pequeña y gruesa hablara con su hermana enferma en Minnesota. Era una de esas conversaciones en círculo vicioso, y cuando crees que han terminado comienzan de nuevo. Al final tuve que golpear el vidrio y la mujer me miró, pero logré que terminase con su diálogo épico.

Entré en la cabina y coloqué mi moneda. Marqué el número del Hospital de las Hermanas de Jerusalén y pregunte por el doctor Hughes. Tuve que esperar durante cuatro o cinco minutos, pateando el piso para mantener la circulación de mis pies, y finalmente el médico respondió.

– Aquí el doctor Hughts, ¿en qué puedo servirle?

– Usted no me conoce, doctor Hughes -dije-. Mi nombro es Harry Erskine y soy un vidente.

– ¿Un qué?

– Un vidente. Bueno, que predigo el destino y esas cosas.

– Bueno, lo siento, señor Erskine, pero…

– No, por favor -le interrumpí-. Escúcheme un minuto. Ayer tuve la visita de una paciente suya, una muchacha llamada Karen Tandy.

– ¿En serio?

– Doctor Hughes, la señorita Tandy me dijo que desde que se dio cuenta que tenía el tumor había padecido de pesadillas recurrentes.

– Eso no es inusual… – dijo el doctor Hughes impacientemente-. Muchos de mis pacientes están subconscientemente perturbados por su estado.

– Pero es que hay mucho más que eso, doctor Hughes. La pesadilla era muy detallada y específica, y ella soñó con un barco. No es un viejo barco cualquiera. Me hizo un dibujo de él y resultó ser un barco muy peculiar. Un guerrero holandés de alrededor de 1650.

– Señor Erskine… -dijo el doctor Hughes – Soy un hombre muy ocupado, y no se hasta donde puedo…

– Por favor, doctor Hughes, escúcheme – le pedí-. Esta mañana vino a visitarme otra pacienta y comenzó a hablar en holandés sobre un barco. Era la clase de mujer que no hubiera reconocido a un holandés así viniese con zuecos y ofreciéndole un ramo de tulipanes. Estaba muy exaltada e histérica y después tuvo un accidente.

– ¿Qué clase de accidente?

– Bueno, rodó escaleras abajo. Tenía setenta y cinco años y eso la mató.

Hubo un silencio.

– ¿Doctor Hughes? ¿Aún está ahí?

– Sí, aún estoy aquí. Escuche, señor Erskine, ¿por qué me cuenta todo esto?

– Porque pienso que tiene que ver con Karen Tandy, doctor Hughes. Esta mañana me dijeron que tenía complicaciones. Este sueño ya ha matado a una de mis clientes. Me preocupa que el hecho pueda repetirse.

Otro silencio, esta vez más largo.

Finalmente el doctor Hughes dijo:

– Señor Erskine, esto es muy irregular. No estoy diciendo ni por un momento que entienda adonde quiere llegar, pero usted parece tener alguna idea muy clara sobre el estado de mi paciente. ¿Piensa que podría venir hasta el hospital y explicármelo mejor? Puede que no sea nada, pero para decirle la verdad con Karen Tandy estamos en un impasse completo, y cualquier cosa, por pequeña que sea, nos podría ayudar a entender qué es lo que anda mal en ella.

– Así me gusta -le dije-. Déme quince minutos y estaré ahí. ¿Sólo debo preguntar por usted?

– Exactamente -dijo con cansancio el doctor Hughes-. Sólo pregunte por mí.


Cuando llegué, el barro se estaba congelando de nuevo y las calles estaban resbaladizas y traicioneras. Aparqué en el sótano del hospital y torné el ascensor hasta la recepción. La muchacha con la sonrisa «Colgate» me dijo:

– Bueno, hola… Usted es Erskine el increíble, ¿no?

– Esté segura de que sí -le respondí-. Tengo cita con el doctor Hughes.

Llamó a su oficina y luego me envió al piso dieciocho. Subí en el ascensor tibio y silencioso y salí a un corredor con gruesas alfombras. Un cartel sobre la puerta de enfrente decía «Dr, J. H. Hughes», y yo llamé.

El doctor Hughes era un hombre pequeño y fatigado que parecía necesitar un fin de semana en las montañas.

– ¿Señor Erskine? -dijo, estrechando mi mano blandamente-. Siéntese. ¿Un café? Si prefiere, tengo algo más fuerte.

– El café es perfecto.

Llamó a su secretarla para que nos preparara el café y luego se recostó en su gran sillón negro y cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Llevo muchos años teniéndomelas que ver con tumores, señor Erskine, y los he visto de todos. Se supone que soy un experto en el campo. Pero puedo decirle lisa y llanamente que nunca he visto un caso como el de Karen Tandy, y estoy francamente desorientado.

Encendí un cigarrillo.

– ¿Qué tiene de especial?

– El tumor no es la clase normal de tumor. Sin entrar en detalles demasiado tétricos, no tiene ninguna de las características habituales de un tejido tumoroso. Lo que ella tiene ahí es un bulto que crece rápidamente y que está compuesto de piel y huesos. En alguna medida, casi podría describir ese tumor como un feto.

– ¿Quiere decir… un bebé? ¿Usted quiere decir que ella está teniendo un bebé… en su nuca? No lo entiendo.

El doctor Hughes se estremeció.

– Yo tampoco, señor Erskine. Hay miles de informes sobre casos de fetos creciendo en lugares equivocados. En las trompas de Falopio, por ejemplo, o en los diversos anexos al útero. Pero no hay ningún tipo de precedente de un feto que crezca en la zona de la nuca, y realmente no hay ningún tipo de precedente de ninguna clase de feto que crezca a esta velocidad.

– ¿La operó esta mañana? Creí que iba a extirpárselo.

El doctor Hughes movió su cabeza.

– Esa era la intención. La teníamos en la mesa de operaciones y todo estaba listo para la extirpación. Pero nada más comenzar el cirujano, el doctor Snaith, a hacer la incisión, su pulso y su respiración se debilitaron tan rápidamente que tuvimos que detenernos. Dos o tres minutos más y ella hubiese muerto. Tuvimos que contentarnos con más rayos X.

– ¿Había alguna razón para esto? -le pregunté-. Quiero decir, ¿por qué se agravó tanto?

– No lo sé -dijo el doctor Hughes -. Ahora le están haciendo una serie de análisis que nos darán la respuesta. Pero nunca me había encontrado con nada como esto, y estoy tan extrañado como todos los demás.

La secretarla del doctor Hughes nos trajo un par de tazas de café y algunos bizcochos. Durante un momento bebimos en silencio, y luego le pregunté al doctor Hughes la pregunta del gran premio.

– Doctor Hughes -le dije-. ¿Usted cree en la magia negra?

Me miró pensativamente.

– No -me dijo-. No creo.

– Yo tampoco -le contesté -. Pero hay algo en todo esto que me parece totalmente extraño. La tía de Karen Tandy también es clienta mía y ha tenido el mismo tipo de sueño que Karen. No tan en detalle, no tan aterrante…, pero definitivamente el mismo tipo de sueño.

– ¿Bien? -preguntó el doctor Hughes -. ¿Qué es lo que sugiere usted como vidente?

Miré al piso.

– Doctor Hughes, le confesare que no soy un vidente serio. Es mi medio de vida, si me entiende. Habitualmente soy bastante escéptico respecto a espíritus y lo oculto. Pero me parece que hay algún tipo de influencia externa que provoca el estado de Karen Tandy. En otras palabras, algo la hace soñar esos sueños, y quizá sea la misma cosa que afecta su tumor y su salud.

El doctor Hughes parecía desconfiar.

– ¿Está tratando de decirme que está poseída? ¿Algo así como El exorcista?

– No, no lo creo. No creo en ese tipo de demonio. Pero creo que una persona puede dominar a otra con su mente. Y creo que alguien está dominando a Karen Tandy. Alguien le transmite señales mentales, una señal tan poderosa como para enfermarla.

– Pero ¿y qué me dice de su tía? ¿Y esa otra anciana cliente suya… la que se cayó por las escaleras esta mañana?

Moví mi cabeza.

– No creo que ese alguien realmente intentase dañarlas. Pero es como cualquier otra señal poderosa que se envía a través de una distancia considerable…, cualquier receptor que está en la zona por casualidad puede también captarla. La señora Karmann y la señora Herz estaban cercanas a Karen Tandy, o en lugares donde ella había estado, y captaron las secuelas de la transmisión principal.

El doctor Hughes se restregó los ojos y luego me miró.

– Muy bien; supongamos que alguien le envía señales a Karen Tandy para enfermarla. ¿Quién es y por qué lo está haciendo?

– Eso es un misterio tanto para usted como para mí. ¿Pero no le parece que podría ayudarnos el hablar con la misma Karen?

El doctor Hughes extendió sus manos.

– Está bastante mal. Sus padres vuelan hacia aquí esta noche por si no podemos sacarla adelante. Pero creo que las cosas no empeorarán porque lo intentemos.

Levantó el teléfono y habló con su secretarla. En pocos minutos ella volvió a llamar y dijo que había arreglado para que pudiésemos visitar a Karen.

– Me temo que tendrá que llevar una mascarilla, señor Erskine -dijo el médico-. Está muy débil y no queremos que entren más infecciones a su sistema.

– Por mí está bien.

Descendimos al décimo piso, y el doctor Hughes me hizo poner una bata. Mientras nos poníamos los delantales quirúrgicos y las máscaras me dijo que tendría que pedirme que me fuera si sus condiciones empeoraban aunque fuera levemente.

– Sólo le permito verla porque usted tiene una teoría, señor Erskine, y cualquiera con una teoría puede ayudarnos. Pero le advierto que todo esto no es nada oficial, y no quisiera tener que explicarle a nadie por qué está usted aquí.

– Le entiendo -dije, y le seguí por un corredor hasta el cuarto de Karen Tandy.

Era un gran cuarto en una esquina, con dos lados de vistas hacia la noche nevada. Las paredes eran de un verde pálido de hospital, y no había flores ni adornos, excepto una pequeña foto de un día de otoño en New Hampshire. La cama de Karen Tandy estaba rodeada de equipo quirúrgico, y en su brazo derecho estaba la goma de alimentación por suero. Tenía los ojos cerrados y parecía tan blanca y pálida como la almohada sobre la que estaba acostada. Había profundas ojeras violetas alrededor de sus ojos, y apenas pude reconocer a la muchacha que había venido a mi apartamento la noche anterior.

Pero lo más sorprendente era el tumor. Se había hinchado y crecido alrededor de su cuello, pálido y gordo y cruzado por venas. Debía ser por lo menos dos veces mayor que la noche anterior y casi tocaba la parte de atrás de sus hombros. Miré al doctor Hughes y él simplemente movió su cabeza.

Empujé una silla hasta el lado de su cama y coloqué mi mano en su brazo. Estaba muy fría. Se movió un poco y sus ojos se abrieron levemente.

– ¿Karen? -le dije con suavidad-. Soy yo, Harry Erskine.

– Hola -susurró ella-. Hola, Harry Erskine.

Me incliné más cerca.

– Karen -le dije-. He encontrado el barco. Fui a la biblioteca y busqué y allí estaba.

Sus ojos pestañearon hacia mí.

– ¿Lo ha… encontrado?

– Es un barco holandés, Karen. Fue construida alrededor de 1650.

– ¿Holandés? -dijo débilmente-. No sé lo que pueda ser.

– ¿Está segura, Karen? ¿Está segura de no haberlo visto antes?

Trató de mover la cabeza, pero su extendido tumor se lo impidió. Crecía desde su nuca como una horrible fruta pálida.

El doctor Hughes puso su mano en mi hombro.

– No creo que avancemos mucho, señor Erskine. Quizá debamos abandonar.

Me así mucho más firmemente de la muñeca de Karen.

– Karen -dije-. ¿Qué hay con de boot? ¿Qué es eso de de boot, mijnheerí

– El… ¿qué? -susurró.

– De boot, Karen; de boot.

Ella cerró sus ojos y pensé que se había vuelto a dormir, pero entonces algo pareció cambiar y agitarse en la cama. El abultado tumor blanco de pronto se retorció, como si hubiera algo vivo adentro suyo.

– Oh, Cristo -dijo el doctor Hughes-, señor Erskine, mejor será…

– Aaaahhh. -Rugió Karen.- Aaaahhhhh.

Sus dedos se clavaron en las sábanas y ella trató de mover la cabeza. El tumor se movía y agitaba aún más, como si se estuviera agarrando a su nuca y retorciéndola.

– ¡AAAAAAAAAAAAAHHHHHH! – gritó-. ¡DE BOOOTTTTTT!

Sus ojos dieron la vuelta hacia mí, y durante un extraño momento parecieron los ojos de otra persona, inyectados en sangre, feroces y remotos. Pero el doctor Hughes llamó con el timbre a las enfermeras, preparó una jeringa con un sedante, y a mí me apartaron del lado de la cama y me llevaron al corredor. Yo me quedé allí, escuchando los gritos y la lucha que había dentro, y me sentí más inútil y solo como nunca me había sentido en toda mi vida.

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