CAPITULO TRES

A trav és de las sombras

Pocos minutos más tarde el doctor Hughes salió del cuarto de Karen Tandy, quitándose sus guantes y su máscara con preocupada resignación. Me acerqué a él de inmediato.

– Lo siento -le dije-. No me di cuenta que podría causar ese efecto.

El se restregó la barbilla.

– No fue culpa suya. Yo tampoco me di cuenta. Le di un sedante ligero que tendría que calmarla.

Volvimos al guardarropa juntos y nos quitamos las ropas quirúrgicas.

– Lo que me preocupa, señor Erskine -dijo el doctor Hughes -, es que ella respondió tan violentamente ante las palabras que usted dijo. Hasta entonces estaba bien o al menos todo lo bien que se podía esperar con un tumor de esa clase. Pero pareció como que usted desencadenase algo.

– Tiene razón. Pero ¿qué es exactamente? ¿Por qué una muchacha normal e inteligente como Karen Tandy se violenta tanto ante la idea de un viejo galeón holandés?

El doctor Hughes me abrió la puerta y me condujo hasta el ascensor.

– No me lo pregunte a mí -dijo-. Usted es el especialista en ocultismo.

Apretó el botón del dieciocho.

– ¿Qué vio con los rayos X? -le pregunté-. Los que le sacó en el quirófano.

– Nada muy claro -respondió el doctor Hughes-. Cuando dije que en ese tumor parecía haber un feto debí haber dicho que era algo similar a un feto, pero no exactamente un bebé en el sentido aceptado del término. Hay un crecimiento de carne y hueso que parece tener una pauta de desarrollo sistemática, lo mismo que un bebé, pero no puedo decir hasta qué punto es o no humano. He llamado a un especialista en ginecología, pero no puede venir hasta mañana.

– Pero, ¿y si mañana es demasiado tarde? Ella parece… bueno, parece como si fuera a morirse.

El doctor Hughes pestañeó bajo la luz brillante del ascensor.

– Sí, lo parece. Vaya si deseo que pudiese hacer algo al respecto.

El ascensor llegó hasta el piso dieciocho y descendimos de él. El doctor Hughes me condujo hasta su oficina y se dirigió directamente hasta el archivo y sacó una botella de whisky. Llenó dos grandes vasos y nos sentamos y bebimos en silencio.

Después de un rato dijo:

– ¿Sabe una cosa, señor Erskine? Es ridículo y una locura, pero creo que esa pesadilla tiene algo que ver con este tumor.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, los dos parecen estrechamente interrelacionados. Creo que ustedes, los espiritistas, dirían que la pesadilla causa el tumor, pero yo diría que es al revés: que el tumor está causando la pesadilla. Pero como quiera que sea me parece que si podemos descubrir más sobre la pesadilla podremos descubrir más sobre su enfermedad.

Yo tragué un quemante sorbo de buen whisky.

– He hecho todo lo posible, doctor Hughes. He encontrado el barco y el barco parece provocar una reacción bastante terrible, ¿pero, adonde más podemos ir desde allí? Ya le dije; soy sólo un charlatán cuando se refiere a lo realmente oculto. No sé qué más se puede hacer.

El doctor Hughes se quedó pensativo.

– Supongamos que haga lo mismo que yo, señor Erskine. Supongamos que busque la asistencia de un experto.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, seguramente no todos los videntes son… charlatanes como usted. Algunos de ellos deben tener un talento genuino para investigar cosas como ésta.

Dejé mi vaso.

– Doctor Hughes, habla usted realmente en serio, ¿no es así? Usted realmente cree que hay algo oculto en todo esto.

El doctor Hughes movió su cabeza.

– No dije eso, señor Erskine. Todo lo que hago es explorar todas las posibilidades. Hace mucho tiempo aprendí que en medicina puede ser fatal dejar sin explorar ningún camino. No se puede ser tan estrecho de mente cuando está en peligro la vida de un ser humano.

– ¿Así que qué sugiere? -le pregunté.

– Simplemente esto, señor Erskine. Si está interesado en salvar a Karen Tandy de lo que sea que la esté enfermando, vaya y encuentre un verdadero vidente que pueda explicarle qué significa ese maldito barco.

Pensé durante un momento y luego asentí. Después de todo, no tenía nada que perder. Por lo menos yo no creía que tuviera nada que perder. Y quién sabe, podría terminar con algún buen conocimiento de lo oculto,

– Muy bien -dije, tragando el final de mi whisky -. Lo haré.

De regreso a mi apartamento fui derecho a la cocina y me hice cuatro lonchas de queso con tostadas. No había comido nada en todo el día, y me estaba sintiendo mal. Abrí una lata de cerveza y me llevé la comida al salón. No podía evitar fisgar el lugar para ver hasta dónde el espíritu diabólico que había poseído a la señora Herz aún estaba acechando sus sombras, pero no había evidencia que alguien hubiese estado allí. Imagínese, yo no creo que un espíritu deje huellas.

Masticando mi tostada telefoneé a mi amiga Amelia Crusoe. Amelia tenía una tienda de brujerías en el Village y sabía que estaba muy enterada sobre espiritismo y esa clase de cosas. Era una mujer alta y morena con largo pelo castaño y ojos espirituales, y vivía con un barbudo llamado MacArthur, que se ganaba la vida vendiendo cartas falsificadas de la seguridad social.

Fue MacArthur quien atendió el teléfono.

– ¿Quién es? -dijo con mal humor.

– Harry Erskine. Necesito hablar con Amelia. Es muy urgente.

– ¡Erskine, el increíble! -dijo MacArthur-. ¿Qué tal anda el negocio de desplumar a las viejecitas?

– Bastante bien -le dije-. ¿Qué tal la industria de la falsificación?

– No mal -me replicó -. No es lo que se llamaría una carrera gratificante, pero ayuda a traer el tocino a casa. Espera, aquí está Amelia.

Amelia tenía su voy baja y ronca de costumbre.

– ¿Harry? ¡Vaya sorpresa!

– Me temo que sea por negocios, Amelia. Me preguntaba si podrías ayudarme.

– ¿Negocios? ¿Desde cuándo estás metido en los negocios?

– No seas sarcástica, Amelia; esto es muy importante. Tengo una cliente que está muy grave. Quiero decir, real y malamente grave. Ha tenido unas pesadillas terribles. He hablado con los médicos y creen que puede tener algo que ver con espiritismo.

Ella silbo.

– ¿Los médicos? No sabía que los médicos creían en los espíritus.

– No creo que lo hagan – le dije -. Es que están totalmente desorientados y dispuestos a intentar cualquier cosa con tal de salvarla. Escucha, Amelia; necesito conocer alguien que realmente sea serio. Necesito un vidente que sepa lo que hace y que sea bueno. ¿Conoces a alguien que pueda hacerlo?

– Harry, ésa es una petición muy importante. Quiero decir que hay cientos de videntes, pero que la mayoría son tan buenos como tú o como yo. Y, no te ofendas, eso quiere decir que apestan.

– No me ofendo. Conozco mis limitaciones.

Amelia hizo una serie de ruidos durante un momento y miró su libro de direcciones, pero después de buscar durante cinco minutos aún no había encontrado un nombre. Al final se dio por vencida.

– No puedo ayudarte, Harry. Algunos de estos tipos sirven cuando se trata de decir la suerte o ponerte en contacto con tu perdido tío Henry, pero no confiaría en ellos ante nada serio.

Mordí la uña de mi pulgar.

– ¿Y qué tal tú? -pregunté.

– ¿Yo? No soy una experta. Sé que soy algo psíquica, pero yo no pertenezco al gran arcano y todas esas cosas.

– Amelia -le dije- tienes que hacerlo. Al menos tú eres genuinamente psíquica, que es mucho más de lo que yo soy. Todo lo que tienes que hacer es recoger esta señal o pesadilla o lo que sea. Sólo dame alguna indicación de dónde puede venir. Yo puedo hacer el resto con trabajo común de detective.

Amelia suspiró.

– Harry, estoy ocupada. Esta noche tengo una cena y mañana prometí llevar al parque a los hijos de Janet, y el lunes debo abrir la tienda, y no tengo un solo momento.

– Amelia -dije-, está en juego la vida de una muchacha. En este momento ella está en el Hospital de las Hermanas de Jerusalén y agoniza. A menos que podamos enterarnos de qué se tratan sus pesadillas no va a sobrevivir.

– Harry, no puedo hacerme responsable de toda muchacha que esté agonizando. Esta ciudad es muy grande. Las chicas siempre agonizan.

Apreté el teléfono en mi mano, como si pudiese estar apurando a Amelia a ayudarme.

– Amelia, por favor. Sólo esta noche. Sólo un par de horas. Es todo lo que te pido.

Puso su mano sobre el auricular y habló con MacArthur. Susurraron y murmuraron durante un buen rato y luego ella volvió.

– Muy bien, Harry; iré. ¿Adónde quieres que vaya?

Miré mi reloj.

– Ven primero a mi casa. Pienso que luego tendremos que ir al apartamento de la muchacha. Parece que el sueño comenzó allí. También lo tiene su tía, sólo que no tan malo. Amelia, sé que esto es una tontería, pero gracias.

– Hasta luego -dijo, y colgó el teléfono.

Lo siguiente que hice fue marcar el número de la señora Karmann, la tía de Karen Tandy. Obviamente estaba sentada al lado del teléfono, esperando noticias de Karen, porque respondió de inmediato.

– ¿Señora Karmann? Soy Harry Erskine.

– ¿Señor Erskine? Lo lamento, pensé que sería del hospital.

– Escuche, señora Karmann; hoy fui a visitar a Karen. Ella está aún muy débil, pero los médicos piensan que puede mejorar si saben algo más sobre ella.

– No entiendo.

– Bueno, ¿recuerda que la llamé ayer por su sueño? Ese sobre la playa. Karen vino a verme y me dijo que había tenido un sueño como el suyo. El doctor cree que es posible que haya algo en ese sueño, algo así como una pista, que podría ayudarle a curar a Karen.

– No veo adonde quiere ir a parar, señor Erskine. ¿Por qué no me ha llamado personalmente el doctor Hughes?

– No la llamó porque no podía -le expliqué-. Es un especialista médico, y si alguno de sus superiores se entera de que se está mezclando con espiritismo lo hundirán. Pero él quiere intentar todo y de todo para ayudar a Karen a restablecerse. Y es por eso que necesitamos saber más sobre ese sueño que tuvieron ambas.

La señora Karmann parecía confusa y ansiosa.

– ¿Pero cómo puede hacer eso? ¿Cómo puede un sueño causar un tumor?

– Señora Karmann, ya está más que probado que hay conexiones entre la mente de la gente y su estado de salud. No estoy diciendo que el tumor de Karen sea psicosomático, pero es posible que su actitud mental hacia él esté dificultando a los médicos el curarla. No se atreverán a operar hasta que entiendan de qué se trata y por qué la afecta tanto.

– Bueno, señor Erskine -dijo pausadamente-, ¿qué quiere que haga?

– Ya he hablado con una amiga mía que es una especie de médium -le dije -. Lo que quisiera hacer es una sesión en su apartamento, así mi amiga puede ver si allí hay vibraciones.

– ¿Vibraciones? ¿Qué clase de vibraciones?

– Cualquiera, señora Karmann. Absolutamente cualquiera. No sabremos lo que buscamos hasta que lo encontremos.

La señora Karmann masticó esto durante algunos momentos. Luego dijo:

– Bueno, señor Erskine; no estoy muy segura. De alguna manera no me parece bien hacer algo así mientras Karen está tan enferma. No sé qué dirán sus padres si se enteran.

– Señora Karmann -le dije -, si los padres de Karen supieran que usted está intentando todo lo posible para ayudar a su hija, no sé cómo podrían enfadarse. Por favor, señora Karmann. Es muy importante.

– Bueno, muy bien, señor Erskine. ¿A qué hora desean venir?

– Dénos una hora. Gracias, señora Karmann; usted es sensacional.

La señora Karmann sollozó.

– Ya lo sé, señor Erskine. Sólo espero que usted sepa lo que hace.

No era la única que lo esperaba.


Eran las diez y media cuando todos nos reunimos en el apartamento de la señora Karmann, en la calle 82 Este. Era un lugar grande y cálido, decorado con un estilo costoso pero anónimo: sillones de respaldo alto y poltronas, cortinas de espeso terciopelo rojo, mesas antiguas y pinturas. Había olor a incienso y a anciana.

La misma señora Karmann era una mujer de aspecto frágil con pelo blanco; un rostro marchito pero que alguna vez había sido hermoso, y un gusto por vestidos de seda largos hasta el suelo y mantillas de encaje. Me dio una mano suave y llena de anillos mientras entraba con Amelia y McArthur y yo presentaba a todos.

– Espero que lo que estamos haciendo no empeore la situación de Karen -dijo.

McArthur, con su rostro barbudo y sus jean rotos, dio una vuelta por el apartamento, sentándose en todas las sillas para ver lo blandas que eran. Amelia, que estaba vestida para su cena con un kaftan estampado en rojo, se quedó quieta y reconcentrada. Tenía rasgos finos y como de posesa, con grandes ojos oscuros y una boca pálida con labios muy gruesos, que la hacían aparecer como si fuera a gritar en cualquier momento.

– ¿Tiene una mesa circular, señora Karmann? -le preguntó suavemente.

– Puede usar la mesa del comedor -dijo la señora Karmann -. Con tal de que no la raye. Es auténtica madera de cerezo antigua.

Nos condujo hasta el comedor. La mesa era negra y brillante, tanto que uno podría haberse hundido en ella. Encima había un candelabro de cristal. Las paredes del cuarto estaban decoradas con papel con figuras en verde y había espejos biselados y pinturas por todas partes.

– Esta servirá muy bien -dijo Amelia-. Pienso que deberíamos comenzar ya mismo.

Los cuatro nos sentamos alrededor de la mesa y nos miramos entre nosotros algo demasiado tensos. McArthur estaba acostumbrado al espiritismo de Amelia, pero seguía tan escéptico como siempre y decía:

– ¿Hay alguien aquí? ¿Hay alguien aquí?

– Silencio -dijo Amelia-. Harry, ¿puedes apagar las luces, por favor?

Yo me levanté y apagué las luces, y el comedor quedó totalmente a oscuras. Yo tanteé mi camino de vuelta a mi asiento, y a ciegas tomé las manos de la señora Karmann y McArthur. A mi izquierda, una mano de hombre. A mi derecha, una suave y anciana mano de mujer. La oscuridad era tan completa que sentí como si me pusieran una manta negra sobre la cara.

– Ahora a concentrarse -dijo Amelia-. Concentren sus mentes en los espíritus que ocupan este cuarto. Piensen en sus almas, vagando por el éter. Piensen en sus necesidades y en sus penas. Traten de imaginárselos mientras flotan a nuestro alrededor en sus recados espirituales.

– ¿Qué diablos es un recado espiritual? -dijo McArthur-. ¿Me dirás que también tienen recaderos los fantasmas?

– Silencio -dijo Amelia tranquilamente-. Esto será difícil, porque no sabemos a quién tratamos de contactar. Estoy tratando de hallar un espíritu amistoso que nos diga lo que necesitamos saber.

Nos sentamos rígidos con nuestras manos enlazadas mientras Amelia murmuraba una larga invocación. Yo trataba desesperadamente de pensar en los espíritus que se estuvieran moviendo en el cuarto, pero cuando no se cree verdaderamente en los espíritus, no se logra fácilmente.

Podía oír a la señora Karmann respirando a mi lado, y la mano de McArthur que inquietaba la mía. Pero al menos, tenía el buen sentido de no soltármela. Por lo que había oído, es peligroso romper el círculo una vez comenzada la sesión.

– Estoy llamando a cualquier espíritu que pueda ayudarme -dijo Amelia-. Estoy llamando a cualquier espíritu que pueda guiarme.

Gradualmente pude concentrarme más y más, dirigiendo mi mente a la idea que realmente había algo o alguien alrededor; alguna vibración en el cuarto que pudiese contestarnos. Sentí el pulso de todo nuestro círculo pasar a través de mis manos; sentí unirnos en un circuito completo de mentes y cuerpos. Parecía haber una corriente que flotaba una y otra vez alrededor de la mesa, a través de nuestras manos, cerebros y cuerpos, creando fuerza y voltaje.

– Kalem estradim, ikona purista -susurró Amelia-. Venora, venora, optu luminari.

La oscuridad seguía tremendamente oscura y no había otra cosa que la extraña sensación que nos atravesaba a los cuatro, el pulso que palpitaba a través de nuestras manos.

– Spirita halestim, venora suim -decía Amelia -. Kalem estradim, ikon purista venora.

De pronto tuve la sensación de que alguien había abierto una ventana. Parecía haber en el cuarto una corriente fría, soplando alrededor de mis tobillos. No era como para hacerte sentir incómodo, pero era una sensación definida de corriente de aire.

– Venera, venora, optu luminari -cantaba Amelia suavemente -. Venora, Venora, spirita halestim.

El darme cuenta que podía ver algo en la oscuridad vino tan lenta y gradualmente que al principio pensé que era que mis ojos se estaban acostumbrando a ella. Las sombras de Amelia y McArthur y la señora Karmann tomaban forma en la oscuridad y podía ver brillar sus ojos. La mesa era como una piscina sin fondo entre nosotros.

Luego levanté la vista y me di cuenta que el candelabro relumbraba, con una luz mortecina y verdosa. Los filamentos de las lámparas parecían moverse con corriente, como luciérnagas en una noche de verano. Pero hacía más frío que en verano, y la corriente invisible me daba cada vez más frío.

– ¿Estás ahí? -preguntó Amelia serenamente -. Puedo ver tus signos. ¿Estás ahí?

Hubo un curioso susurro, como si alguien más estuviese en el cuarto, moviéndose y estirándose. Podría jurar que escuché respirar; una respiración profunda y pareja, que no era la respiración de ninguno de nosotros.

– ¿Estás ahí? -preguntó Amelia de nuevo -. Te puedo oír. ¿Estás ahí?

Hubo un largo silencio. El candelabro continuaba iluminando mortecinamente la oscuridad y yo podía oír ahora la respiración más fuerte.

– ¡Habla! -insistió Amelia-. Dinos quién eres. Te ordeno hablar.

La respiración pareció cambiar. Se hizo más difícil y fuerte y con cada inhalación el candelabro oscilaba. Podía ver sus reflejos verdes en la oscura piscina de la mesa de cerezo. La mano de la señora Karmann se internaba más en la mía, pero yo apenas la sentía. En el cuarto había un escalofrío persistente, y la corriente sopló incómodamente hacia arriba de mis piernas.

– Habla – repitió Amelia-. Habla y dinos quién eres.

– Cristo -dijo impacientemente McArthur -, esto es…

– Shhhh -le dije -. Espera, McArthur; ya viene

Y venía. Miré al centro de la mesa y parecía que algo flameaba en el aire a pocos centímetros de la superficie. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca mientras el aire se removía y flotaba como humo y luego comenzaba a hacerse una especie de forma.

La respiración se hizo más profunda y fuerte y cercana, como si alguien realmente estuviese soplándome al oído. La mortecina luz del candelabro desapareció, pero la fluida serpiente de aire enfrente nuestro tenía una luminosidad propia.

Debajo de ella, la verdadera superficie de madera de la mesa comenzó a elevarse en una protuberancia. Yo me mordí la lengua hasta que sentí un agudo gusto a sangre en la boca. Estaba petrificado por el miedo, pero no podía darme la vuelta, no podía negarme a mirar. El poder del círculo nos sostenía a todos muy fuertemente, y sólo podíamos quedarnos sentados ahí y mirar ese aterrante espectáculo enfrente nuestro.

La madera brillante y lustrosa del centro de la mesa se transformó en un rostro humano, un rostro de hombre, con sus ojos cerrados como una máscara muerta.

– Dios -dijo McArthur-. ¿Qué es eso?

– Silencio -murmuró Amelia. Podía ver su expresión blanca e intensa a la luz no natural del aire -. Déjame esto a mí.

Amelia se inclinó hacia el rostro de madera congelado.

– ¿Quién eres? -preguntó, casi adulonamente-. ¿Qué pretendes de Karen Tandy?

La cara permaneció quieta. Era un rostro fiero y muy marcado; el rostro de un hombre poderoso cerca de sus cuarenta años, con una nariz netamente ganchuda y labios carnosos.

– ¿Qué quieres? -preguntó Amelia de nuevo-. ¿Qué es lo que buscas?

Puedo haberme equivocado, pero creo que vi los negros labios de madera moverse en una tranquila y autosatisfecha sonrisa.

El rostro quedó así durante un momento, y luego la madera pareció flotar e inclinarse, y las facciones se derritieron, y pronto no quedó otra cosa que la mesa lisa y pulida.

La luz rara desapareció y volvimos a la oscuridad.

– Harry -dijo Amelia-. Por Dios, enciende las luces.

Solté la mano de McArthur y la de la señora Karmann y me puse de pie. En ese momento hubo un espantoso crujido y un brillante relámpago de luz blanca, y las ventanas explotaron como con una bomba y los cristales saltaron por todos lados. Las cortinas flotaron y se sacudieron con el viento helado de la nieve nocturna, y la señora Karmann gritó aterrorizada.

Fui hasta el interruptor y encendí las luces. El comedor estaba desarreglado, como si un huracán hubiese pasado arrasando. Habían floreros y jarrones en el piso, las pinturas colgaban torcidas, las sillas estaban volcadas. La mesa de cerezo estaba partida en dos.

McArthur se puso de pie y caminó por la alfombra, esquivando los vidrios rotos.

– Esto es demasiado, hombre. Desde ahora, me quedo con la seguridad social y nada más.

– Harry -dijo Amelia-. Ayúdame a llevar a la señora Karmann hasta el salón.

Juntos llevamos a la anciana hasta el otro cuarto y la sentamos en un canapé. Estaba blanca y temblaba, pero no parecía estar herida. Fui hasta el bar y le serví un gran vaso de brandy, y Amelia se lo sostuvo mientras bebía.

– ¿Ya terminó todo? -gimió-. ¿Qué sucedió?

– Me temo que haya algunos daños, señora Karmann -le dije-. Las ventanas se rompieron y también algo de su cristalería. Creo que la mesa se rajó. Pero es un corte recto. Quizá pueda hacerla reparar.

– ¿Pero qué fue? -dijo-. ¡Ese rostro!

Amelia movió su cabeza. McArthur había encontrado algunos cigarrillos en una caja de plata y le ofrecía uno. Lo encendió con manos temblorosas y sopló el humo en una larga y temblorosa columna.

– No sé, señora Karmann. No soy tan experta como médium. Pero cualquier cosa que haya sido fue muy poderosa. Habitualmente un espíritu tiene que hacer lo que se le ordena. Ese nos demostró que no le importaba para nada lo que nosotros pensásemos.

– Pero, Amelia -dije-. ¿Esa es la cosa que provocó las pesadillas de Karen Tandy?

Ella asintió.

– Creo que sí. Es decir, es tan fuerte que puede haber causado ciertas vibraciones en este apartamento. Y sospecho que eso es lo que Karen recogió en sus sueños. Cuando estás dormido eres muy receptivo a las vibraciones, incluso las más débiles, y éstas son mucho más fuertes que ninguna con las que me haya encontrado jamás. Aquí hay algo que está poseído por una verdadera fuerza mágica.

Yo encendí un cigarrillo y pensé durante un momento.

– ¿Dijiste mágica? – le pregunté a Amelia.

– Sí. Cualquier espíritu con ese tipo de control sobre sí mismo tiene que ser el espíritu de alguien que conocía lo oculto mientras vivía. Incluso puede ser una persona que aún viva, y puede flotar como un espíritu mientras duerme. Ha sucedido.

– Todo eso son pamplinas -dijo McArthur-. Si yo fuera la señora Karmann devolvería la mesa y me quejaría.

Yo Sonreí. Era bueno tener un escéptico así al lado, incluso si no era una gran ayuda.

– Amelia -dije-, si estás diciendo que lo que vimos esta noche es el espíritu de alguien mágico, entonces hay un nexo interesante. La otra noche estaba leyendo mis cartas de Tarot y todo el tiempo me salía el Mago. No importaba cómo las tirase o las volviera a tirar; siempre terminaba con la misma carta.

Amelia se sacó su largo pelo castaño de sus ojos.

– En ese caso pienso que está bien suponer que quienquiera que esté haciendo esto, esté vivo o muerto, es un mago. O alguien parecido a un mago.

– ¿Un brujo? -sugirió McArthur.

– Puede ser. Parecería como si fuese un africano. No sólo porque la madera era negra, sino por los labios, ¿recordáis?

La señora Karmann se enderezó, aferrando su vaso de brandy.

– Bueno, os diré a qué me recuerda -dijo débilmente-. Me recuerda a uno de esos muñecos de madera de indios que ponen en las cigarrerías.

McArthur castañeó sus dedos.

– ¡Eso es! Un indio. La nariz ganchuda, claro, y los labios, y los pómulos altos. ¡No es un brujo, es un hechicero!

Amelia se iluminó.

– Escuchad -dijo -. Yo tengo algunos libros sobre indios. ¿Por qué no vamos a mi casa y vemos qué podemos averiguar sobre hechiceros? Señora Karmann, ¿piensa que se sentirá mejor?

– Oh, iros -dijo la anciana-. Yo me iré con mi vecina, la señora Routledge, y los padres de Karen llegarán aquí más tarde. Si pensáis que algo de esto puede ayudar a la pobre Karen, cuanto antes lo hagáis, mejor.

– Señora Karmann -dijo Amelia -, usted es un ángel.

– Espero que no durante algún tiempo más -sonrió la señora Karmann-. Durante algún tiempo más, no.


De regreso al desarreglado apartamento de Amelia en el Village, rodeado de libros, revistas, bordados, pinturas, sombreros viejos y la mitad de una bicicleta, recorrimos una docena de volúmenes sobre ciencia india. Sorprendentemente, no había mucho sobre hechiceros, aparte de esas tonterías sobre la magia del búfalo y las danzas de la lluvia y los hechizos para batallas. De los once libros nada nos dio una pista sobre la máscara de la muerte de madera que apareció en la mesa de la señora Karmann.

– Quizás estemos totalmente equivocados -dijo Amelia -. Quizás el espíritu sea de alguien vivo. Quiero decir, una nariz ganchuda no tiene que ser forzosamente india. Podría ser judía.

– Espera un minuto -le dije -. ¿Tienes algunos otros libros de historia o algo que pueda hacer referencias interrelacionadas con indios y hechiceros?

Amelia miró en un par de pilas de libros y apareció con una historia de los colonizadores de Estados Unidos y el primer volumen de un estudio en tres sobre Nueva York. Yo miré los índices buscando todo sobre indios. El libro sobre los colonizadores primitivos no tenía mucho más que las habituales generalizaciones sobre la civilización indígena. En aquellos días la gente se hallaba más interesada en conseguir tierras que en estudiar la cultura indígena de los nativos. Pero el libro sobre Nueva York tenía una ilustración que me dio el mayor indicio desde que había encontrado el barco de las pesadillas de Karen Tandy en la biblioteca.

Ya había visto antes ese dibujo, en los libros de escuela y en los de Historia, pero solamente cuando lo volví a ver aquella noche en el apartamento de Amelia Crusoe me di cuenta de sus implicaciones. Era un grabado esquemático del cabo de una isla. En la playa había una pequeña agrupación de casas, un molino y un fuerte de altas murallas con la forma de una cruz de Lorena. En las afueras de la playa estaban anclados algunos barcos y canoas de diversos tamaños dando vueltas en el fondo.

El mayor de los barcos era idéntico al velero de la pesadilla de Karen Tandy, y el epígrafe señalaba la conexión. Decía: «Antigua vista conocida de Nueva Amsterdam, 1651. El director- general de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales vivió en este pequeño pero importante poblado.»

Le pasé el libro a Amelia.

– Mira esto -le dije-. Es exactamente el barco con el que soñó Karen Tandy, y mira, en esa canoa hay una media docena de indios. Así era Nueva York hace trescientos veinte años.

Ella estudió cuidadosamente el grabado.

– Harry -dijo-, esto podría ser. Esto podría ser exactamente lo que buscamos. Supongamos que hubiese un hechicero indio en Nueva York, o Nueva Amsterdam, hace todos estos siglos, y supongamos que Karen recogió las vibraciones que había en el mismo lugar en el que él alguna vez vivió.

– Exacto -señaló McArthur, rascándose la barba-. Podría haber habido una aldea india en la calle 82 Este. Imaginaos, a veces parece que todavía la hay.

Me senté y estiré mi dolorida espalda.

– Toda esta historia sobre «de boot» entonces encajaría. Este tío era un hechicero en la época en que los holandeses se establecieron en Manhattan, y las únicas palabras que conocería en europeo serían holandesas. «De boot, mijnheer» sería su forma de decir algo sobre el barco. Y a juzgar por el sueño de Karen tenía miedo del barco. Ella me dijo que le parecía como un barco extranjero, algo como que viniese de Marte. Y me imagino que eso es exactamente lo que les parecería a los indios.

Amelia encontró un cigarrillo en un paquete arrugado y lo encendió.

– ¿Pero por qué es tan maligno? -preguntó -. ¿Y qué tiene que ver eso con el tumor de Karen? Quiero decir, ¿qué tiene que ver el tumor con cualquier cosa?

Inesperadamente, McArthur dijo:

– Lo encontré.

Había estado mirando una gran y polvorienta enciclopedia y marcó la página y me la pasó.

– Hechiceros -leí en voz alta-, a menudo eran magos poderosos a los que se suponía capaces de actos sobrenaturales extraordinarios. Se creían inmortales, y si se los amenazaba, podían destruirse a sí mismos bebiendo aceite hirviendo, y podían volver a nacer en cualquier tiempo o lugar en el futuro o pasado incrustándose en el cuerpo de un hombre, mujer o animal.

Los ojos de Amelia se dilataron.

– ¿Es eso todo lo que dice? -me preguntó.

– Eso es todo -respondí -. Después de eso retorna a lo de las danzas de la lluvia.

– Entonces quiere decir que Karen está…

– Embarazada -dije cerrando el libro-. Por así decirlo, ella está por dar a luz a un salvaje primitivo

– Pero, Harry -dijo Amelia-, ¿qué demonios podemos hacer?

McArthur se paró y fue a buscar cerveza a la nevera.

– Todo lo que podéis hacer -dijo- es esperar hasta que el hechicero esté incubado, y luego le dais una dosis de aceite hirviendo. Eso os librará de él.

– Es imposible -le dije -. Para cuando el hechicero esté pronto a nacer, Karen Tandy habrá muerto.

– Ya lo sé -dijo McArthur lúgubremente, bebiendo su cerveza-. Pero no veo qué otra cosa podéis hacer.

Me dirigí al teléfono.

– Bueno, lo primero que haré será llamar al hospital. Quizás al doctor Hughes se le ocurra algo. Por lo menos ahora tenemos una teoría al respecto, que es muchísimo más de lo que teníamos hace un par de horas.

Marqué el número del Hospital Hermanas de Jerusalén y pregunté por el doctor Hughes. Cuando respondió se le escuchaba más cansado que nunca. Era casi la una de la mañana y debía haber estado de guardia todo el día.

– ¿Doctor Hughes? Soy Harry Erskine.

– ¿Qué desea, señor Erskine? ¿Tuvo novedades de su fantasma?

– Encontré una médium, doctor Hughes, y tuvimos una sesión esta noche en el apartamento de Karen. Hubo una clase de manifestación, un rostro. Todos lo vimos. Luego investigamos en los libros de historia india y esas cosas y creemos que puede ser un hechicero indio del siglo xvII. De acuerdo con uno de esos libros, aguarde, los hechiceros indios, «si se los amenazaba podían destruirse a sí mismos bebiendo aceite hirviendo, y podían volver a nacer en cualquier tiempo o lugar en el futuro o pasado incrustándose en el cuerpo de un hombre, mujer o animal». ¿Le parece que esto concuerda, doctor Hughes?

En el otro extremo del teléfono hubo un largo silencio.

Luego el doctor Hughes dijo:

– Señor Erskine, no sé qué decir. Eso concuerda casi demasiado bien. Pero si es verdad, ¿cómo puede nadie destruir una criatura así? El doctor Snait hizo más análisis esta tarde, y está absolutamente claro que si hacernos algo para sacar o matar ese feto, Karen Tandy morirá. La cosa se ha convertido en una parte integral de su propio sistema nervioso.

– ¿Cómo está ella, doctor? ¿Está consciente?

– Casi, pero no está respondiendo muy bien. Si este feto sigue creciendo a la misma velocidad, sólo puedo decir que ella estará muerta en dos o tres días. El doctor Snait piensa que el martes.

– ¿Qué dijo el especialista en ginecología?

– Está tan desconcertado como el resto de nosotros -dijo el doctor Hughes -. Confirmó que el feto no era un niño normal, pero estuvo de acuerdo conmigo que tenía todas las características de un organismo parásito que crecía velozmente. Si usted cree en el hechicero, señor Erskine, entonces su opinión es tan válida como cualquiera de las opiniones a las que llegamos aquí.

Amelia se acercó y se quedó al lado mío y alzó sus cejas interrogativamente.

– ¿Cómo está ella? -me preguntó.

Puse mi mano sobre el auricular.

– Mal. Los médicos no creen que viva hasta el martes.

– Pero, ¿qué dice sobre el hechicero? -preguntó Amelia-. ¿El cree que eso va a crecer y sobrevivir? Quiero decir, ¡Jesús…!

Le hablé de nuevo al doctor Hughes.

– Doctor Hughes, mi amiga me pregunta qué va a sucederle al feto. ¿Qué pasa si aún está vivo cuando Karen Tandy muera? ¿Qué va a hacer al respecto?

El doctor Hughes no dudó.

– Señor Erskine, en ese caso haremos lo de siempre. Si es un niño normal y saludable haremos todo lo posible por salvarlo. Si resulta un monstruo, tenemos inyecciones que pueden disponer de él serena y rápidamente.

– ¿Y si es un hechicero? -dije cautelosamente.

Hizo una pausa.

– Bueno, si es un hechicero, no sé. Pero no pienso cómo podría serlo, señor Erskine. Estoy dispuesto a internarme algo en lo oculto, pero, ¿cómo diantres puede ella dar a luz un indio de trescientos años? Quiero decir que, vamos, que seamos serios.

– Doctor Hughes, fue usted quien sugirió que tratáramos de encontrar si había implicado algo oculto. Y usted dijo que mi opinión era tan válida como la de los demás.

El doctor Hughes suspiró.

– Lo sé, señor Erskine. Lo lamento. Pero debe admitir que suena bastante delirante.

– Delirante o no, creo que debemos tratar de hacer algo al respecto.

– ¿Qué sugiere? -dijo el doctor Hughes pesadamente.

– Algo que usted recomendó dio resultados inmediatos, doctor Hughes. Dijo que debía consultar un experto, y lo hice. Pienso que es hora de buscar otro experto, alguien que sepa más que nosotros sobre tradiciones indias y misticismo. Déme algún tiempo y trataré de hallar a alguien. Es probable que sea alguien de Harvard o de Yale, ¿quién sabe?

– Puede ser -dijo el doctor Hughes-. Muy bien, señor Erskine. Gracias por su interés y su ayuda. No dude en llamarme si hay algo más que desee saber.

Colgué el teléfono lentamente. Amelia y McArthur estaban al lado mío, tan fatigados como yo, pero ahora con ganas de ayudar y realmente interesados. Ellos habían visto el rostro sobre la mesa de cerezo, y creían. Cualquier cosa que fuera el espíritu, fuera un hechicero indio o un espíritu maligno del presente, querían ayudarme en la lucha contra él.

– Si me preguntas -dijo McArthur-, los holandeses debieron guardarse sus veinticuatro dólares y dejarle Manhattan a los indios. Pareciera como que los dueños primitivos se quisieran cobrar su venganza.

Me senté y me restregué los ojos.

– Así lo parece, McArthur. Mejor será que ahora durmamos. Mañana hay montones de cosas que hacer.

Загрузка...