CAPITULO CUATRO

Por el ocaso

Nos llevó cuatro horas encontrar al doctor Ernest Snow. Un amigo de Amelia conocía a alguien en Harvard que conocía a alguien que era un estudiante de antropología, y a su vez el estudiante de antropología nos puso en contacto con el doctor Snow.

Sus credenciales eran impactantes. Había escrito cinco monografías sobre los ritos religiosos y mágicos de los indios y un libro llamado Rituales y costumbres de los Hidatsa. Y, lo que es más, vivía a mano, en Albany, Nueva York.

– Bueno – dijo McArthur, bostezando en las tinieblas de una oscura y ventosa mañana de domingo -. ¿Vamos a llamarlo?

– Pienso que sí -le dije -. Me estaba preguntando hasta qué punto no nos habremos equivocado de camino.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó muy intrigada Amelia.

– Bueno, me refiero a todo este asunto de los indios. En realidad, no tenemos ninguna evidencia para justificarlo. Sólo porque el rostro de la mesa pareciera algo así como un pielroja no hay razón para pensar que realmente lo fuese.

Amelia se encogió de hombros.

– ¿Pero qué otra cosa tenemos para continuar? Y está todo eso de la reencarnación. Vamos, Harry, tenemos que intentarlo.

– Bueno, entonces ahí va -dije, y tomé el teléfono.

Marqué el número del doctor Snow y escuché la llamada. Parecía tomarse mucho tiempo en responder.

– Habla Snow – dijo una voz seca y frágil.

– Doctor Snow, lamento molestarle en domingo, pero cuando le diga por qué le llamo espero que me comprenda. Mi nombre es Harry Erskine y soy un vidente profesional.

– ¿Usted es un qué? -respondió el doctor Snow. No parecía muy divertido.

– Predigo la suerte. Trabajo en Nueva York.

Hubo una pausa tensa y luego el doctor Snow dijo:

– Señor Erskine, es muy amable de su parte llamarme un domingo a la mañana para decirme eso. Pero no entiendo por qué es tan importante que usted lea la suerte.

– Se trata de lo siguiente, doctor Snow. Tengo una cliente que está en el hospital, una joven, y está muy grave. Tiene una especie de tumor en la nuca y los médicos están muy desconcertados.

– Lo lamento – dijo el doctor Snow -, pero no logro darme cuenta qué tiene que ver conmigo. Soy doctor en antropología, no en medicina.

– Exactamente por eso le estoy llamando, doctor. Verá, creo que mi cliente está siendo utilizada como receptáculo para la reencarnación de un hechicero indio. Creo que su tumor es en realidad el feto de un pielroja. ¿Usted ya sabe algo sobre eso, no? La forma en que bebían aceite hirviendo y se disponían a renacer en el pasado o en el futuro.

Esta vez, hubo una pausa más larga y más tensa. Luego el doctor Snow dijo:

– ¿Habla usted en serio, señor…?

– Erskine.

– Señor Erskine, ¿sabe lo que está diciendo? ¿Me está diciendo que hoy hay alguien en Nueva York, vivo ahora, que está conteniendo a un hechicero reencarnado?

– Exactamente eso, señor.

– ¿Es algún tipo de broma? ¿Se burla de mí? Usted sabe que los estudiantes suelen hacerlo.

– Me doy cuenta de eso, señor. Pero si me da la oportunidad de ir hasta ahí y hablar durante media hora creo que se dará cuenta que no estamos bromeando. Si quiere comprobar sobre mí puede hablarle al doctor Hughes en el Hospital de las Hermanas de Jerusalén. Estamos haciendo este trabajo con su aprobación.

– ¿Estamos?

– Yo y dos amigos. Uno de ellos es una médium.

Casi podía escuchar la mente del doctor Snow batiéndose al otro lado del teléfono. Amelia y McArthur me miraban nerviosamente mientras yo esperaba la respuesta del viejo.

– Muy bien -dijo finalmente-. Supongo que querrá verme hoy.

– Lo antes posible, doctor Snow. Sé que esto es una incomodidad, pero la muchacha está agonizando.

– Oh, no es una incomodidad. La mujer de mi hermano viene hoy y cuanto menos tenga que verla mejor para mí. Venga en cualquier momento.

– Gracias, doctor Snow.

Colgué el teléfono. Fue tan simple como eso. Siempre me asombra lo lista y prestamente que la gente acepta sobre lo oculto y sobrenatural una vez que se pone en evidencia frente a sus ojos. Posiblemente el doctor Snow había leldo durante años sobre la reencarnación de los hechiceros, sin creer realmente que fuera posible, pero tan pronto como alguien le dijo que en realidad sucedía, estaba dispuesto a aceptarlo sin problemas.

De todos modos yo tomé las llaves de mi coche y me puse mi abrigo de espigas.

– ¿Quién viene a Albany? -pregunté, y Amelia y McArthur se levantaron para apuntarse.

– Odio decir esto -dijo McArthur-, pero esto es malditamente más interesante que vender eso de la seguridad social.


El doctor Snow vivía en una casa pequeña, de ladrillos, en las afueras de Albany. Estaba rodeada por oscuros y tenebrosos cipreses, y en sus ventanas había cortinas de encaje amarillo. El cielo estaba amenazador y metálico mientras rondábamos entre el espeso lodo y el hielo, y hacía un viento persistente que soplaba desde el nordeste. Alrededor flotaba un extraño silencio, como el silencio de los niños esperando al profesor que temen.

Nos quedamos en el umbral, golpeándonos las manos para recuperar la circulación, y luego toqué la campanilla. Se escuchó un ding- donggg en el fondo de la antigua casa.

La puerta se abrió y allí estaba el doctor Snow. Era un hombre alto y doblado, con un pelo blanco como de mono y gafas con marco dorado. Llevaba un cardigan marrón con bolsillos pegados y zapatillas de tela de manta escocesa.

– ¿Señor Erskine? -dijo -. Mejor será que pase.

Nos introducimos en el lúgubre salón. Había un fuerte olor a limpiador de lavanda y un gran reloj de péndulo en un rincón. Nos quitarnos los abrigos y el doctor Snow nos condujo a una helada sala de recibir. Había máscaras de fieros indios en todas las paredes, contrastando con la delicadeza inglesa de pajarillos embalsamados bajo campanas de cristal, y algunos pequeños grabados que se estaban borrando con el tiempo.

– Siéntense -dijo el doctor Snow -. Mejor será que me explique de qué se trata todo esto. Mi esposa traerá café dentro de un momento. En esta casa no bebemos licores.

McArthur no pareció nada feliz por eso. En el coche había un frasco de bourbon, pero era muy educado como para pedir permiso e ir a buscarlo.

El doctor Snow se sentó en una dura y pequeña silla de mimbre y cruzó las manos delante suyo. Amelia y yo compartimos un bajo e incómodo canapé y McArthur se colgó de un asiento de la ventana; así podía mirar para afuera a los árboles nevados.

Resumiendo todo lo que pude, le expliqué el caso de Karen Tandy al doctor Snow y le dije sobre la sesión que habíamos tenido la noche antes. Escuchó con mucha atención, haciéndome ocasionalmente preguntas sobre Karen y su tía y sobre la aparición que habíamos visto en la mesa de cerezo de la señora Karmann.

Cuando hube terminado se quedó sentado durante un rato, con sus manos cruzadas y pensando. Luego dijo:

– Por lo que me ha contado, señor Erskine, el caso de esta infortunada muchacha parece auténtico. Creo que tiene razón. Sólo existe otro caso conocido de una persona elegida como receptáculo para el renacimiento de un hechicero, y fue en 1851, en Fort Berthold, en el alto Missouri, entre los indios Hidatsa. Una joven india tuvo un crecimiento en su brazo que eventualmente se hizo tan grande como para desbordarla, y murió. Del bulto emergió un hombre completo y totalmente crecido, que se dijo que había sido un mago de la tribu cincuenta años antes. Hay muy poca evidencia documentada sobre la verdad de la historia, y hasta ahora se ha pensado en eso como un mito o leyenda. Hasta yo mismo le he llamado así en mi libro sobre los Hidatsas. Pero los paralelos con su señorita Tandy son tan semejantes que no veo qué otra cosa pueda ser. Entre los kiowas hay viejas historias sobre los hechiceros reapareciendo como árboles y que le hablaron a gente de la tribu. Aparentemente los árboles y la madera tienen una mística fuerza-vital propia que los hechiceros pueden explotar en beneficio suyo. Y es por eso que creo su historia de la mesa de cerezo. Al principio pensé que trataba de burlarse de mí, pero su evidencia es absolutamente convincente.

– ¿Así que lo cree? -dijo Amelia, apartando el pelo de sus ojos.

– Sí -dijo el doctor Snow, mirándola a través de sus gafas-; lo creo. También me tomé la molestia de hacer lo que sugirieron y llamé al doctor Hughes a Hermanas de Jerusalén. Me confirmó lo que me dijeron. También me dijo que la señorita Tandy se hallaba en un estado muy crítico y que todo lo que alguien pudiese hacer para salvarla sería muy importante.

– Doctor Snow -dije-, ¿hay alguna forma de atacar a este hechicero? ¿Hay algo que podamos hacer para destruirlo antes de que mate a Karen Tandy?

El doctor Snow frunció su ceño.

– Lo que tiene que entender, señor Erskine, es que la magia de los indios era muy poderosa y de largo alcance. Ellos no hacían una distinción muy clara entre lo natural y lo sobrenatural, y cada indio se vela a sí mismo como en estrecho contacto con los espíritus que guiaban su existencia. Los indios llanos, por ejemplo, pasaban tanto tiempo con sus ceremonias religiosas como en el perfeccionamiento de sus aptitudes para la caza. Consideraban importante poder cazar búfalos con arte y habilidad, pero al mismo tiempo pensaban que sólo los espíritus les darían la fuerza y el coraje para llevar adelante la caza con éxito. Los indios buscaban las visiones y practicaban sus rituales; se dedicaban a ceremonias que les ponían en estrecho contacto con el cosmos. En realidad eran una de las grandes sociedades mágicas de los tiempos modernos. Hemos perdido conocimiento sobre muchos de sus cultos secretos, pero no hay duda de que tenían poderes reales y extraordinarios.

Amelia le miró.

– Lo que trata de decirnos, doctor Snow, es que ninguno de nosotros tiene suficiente poder mágico como para poder combatir a este hechicero…

El doctor asintió.

– Me temo que tenga razón. Y si el hechicero realmente tiene trescientos años, proviene de una época donde la magia de los indios aún era sorprendentemente fuerte. Era un arte oculto étnico puro, sin contaminar por los preconceptos europeos y sin ser influido por el cristianismo.

»Los espíritus ocultos de Norteamérica, en la época de los colonos, eran un millón de veces más poderosos y peligrosos que cualquiera de los diablos o demonios de Europa. Como ven, un espíritu sólo puede ejercer su magia en el mundo de los humanos a través de hombres y mujeres que creen en él y le comprenden. Los espíritus tienen una existencia independiente, pero no pueden tener poder material en nuestro propio mundo material a menos que sean reclamados, consciente o subconscientemente. Y si nadie cree en un espíritu en especial o es capaz de entenderle no puede ser reclamado y queda en el limbo. Los demonios europeos eran nada comparados con los demonios de los pielrojas. Todo lo que eran o son, si se cree aún en ellos, estaba opuesto a los principios buenos y santos del cristianismo. En El exorcista, la historia usa al demonio Pazuzu, la personificación de la enfermedad y la mala salud. Para el pielroja, un demonio como ése hubiese sido ridículo, nada más aterrante que un pequeño perro. Todo el concepto de vida y salud y el significado de la existencia física estaba involucrado en el espíritu equivalente del pielroja, y convertía a este espíritu en particular en un ser increíble con poderes monstruosos. Para mí, el verdadero ocaso del pielroja vino no tanto a través del engaño y la codicia de los blancos, sino a través de la erosión de los poderes ocultos de los hechiceros. Cuando las tribus pielrojas vieron las maravillas científicas de los blancos quedaron muy impactadas y perdieron fe en sus propios magos. Se puede decir que esta magia, si se hubiera usado adecuadamente, pudiera haberlos salvado.

Amelia interrumpió al doctor con una pregunta.

– ¿Pero qué hay sobre el hechicero de Karen Tandy? ¿Qué piensa que hizo? Quiero decir, ¿por qué querrá renacer en ella?

El doctor Snow se rascó la oreja.

– Es difícil decirlo. Por lo que me contaron ustedes sobre un sueño con el barco holandés, arriesgaría a decir que la existencia del hechicero fue amenazada por el establecimiento de los holandeses en Manhattan. Quizas el hechicero trató de prevenir al resto de su tribu de vender la isla tan barata. Con la clase de poderes ocultos que poselan los hechiceros él podría haber logrado ver cuan útil sería la posesión de Manhattan por los blancos para el desarrollo de una Norteamérica blanca. También es posible que los holandeses, siendo calvinistas muy estrictos, consideraran al hechicero como una influencia maligna y lo destruyeran. Fuera lo que fuese lo sucedido, pensó obviamente que su única vía de escape era dejar su existencia del siglo xvII y reaparecer en otra época, yo no creo que la elección de Karen Tandy fuese deliberada. Posiblemente ella era por casualidad un hogar receptivo para su reencarnación, en el momento debido y en el lugar debido.

– Doctor Snow -le pregunté -, ¿si no estamos equipados para luchar contra este hechicero, ¿quién le parece que podría estarlo? Quiero decir, ¿puede alguien alcanzar tanto poder como para destruirlo?

El doctor Snow quedó pensativo.

– Este es un hecho tan remarcable que uno desearía que no estuviera en juego la vida de una joven. Imagínese, señor Erskine; dentro de dos o tres días realmente nos hubiéramos encontrado con un hechicero indio, viviendo y respirando, surgido de alguna parte del pasado de Norteamérica. Parece casi criminal el pensar en destruirlo.

MacArthur se dio la vuelta de su asiento en la ventana.

– Todos conocemos las maravillas de la antropología, doctor Snow, pero aquí estamos tratando de salvar una vida humana. Karen Tandy no pidió que este brujo creciera dentro de ella. Creo que nos corresponde hacer todo lo posible por salvarla.

– Sí, lo sé -dijo el doctor Snow-. Pero sólo hay un modo de hacerlo.

– ¿Cuál es? – preguntó Amelia-. ¿Es difícil?

– Puede serlo. Y peligroso. Verá, la única persona que puede luchar contra un hechicero es otro hechicero. Aún existen uno o dos en alguna de las reservas. Pero ninguno de ellos será remotamente tan poderoso como este hombre. Puede que conozcan algunos de los viejos rituales, pero es dudoso que tengan algo así como la misma habilidad y fuerza. Y si no pudieran vencerlo, si no pudieran destruirlo totalmente, inevitablemente se matarían a sí mismos.

– Pero espere un minuto -le dije -. Ese hechicero aún está en el proceso de renacer. Aún no ha crecido totalmente y obviamente no es tan fuerte como podría serlo si estuviese totalmente desarrollado. Si ahora pudiésemos conseguir otro hechicero podríamos matarle antes de que emergiera.

– Sería muy peligroso -dijo el doctor Snow-. No sólo para nuestro propio hechicero, sino también para la muchacha. Ambos podrían morir.

– Doctor -le dije -, ella va a morir de todas maneras.

– Bueno, presumo que es verdad. ¿Pero cómo vamos a persuadir a algún pobre viejo y pacífico indio de una reserva a arriesgar su vida por una blanca que ni siquiera conoce?

– Lo sobornaremos -dijo McArthur.

– ¿Con qué? -preguntó Amelia.

– Quizá debiésemos hablar con los padres de Karen Tandy -sugerí -. Ya deben estar en la ciudad. Obviamente son bastante ricos y creo que un par de miles de dólares bastarán. Doctor Snow, ¿cree que usted podría encontrar un hechicero?

El doctor Snow se restregó el mentón.

– Oh, eso no sería muy difícil. Tengo un amigo en South Dakota que probablemente conozca alguno. Naturalmente, tendríamos que pagar el billete del hechicero a Nueva York, suponiendo que él acepte.

– Creo que llegó el momento de hablar con los padres de Karen Tandy -dije -. Tienen derecho a saber qué está sucediendo, y obviamente vamos a necesitar su colaboración; doctor Snow, ¿puedo pedirle un favor?

– Por supuesto -dijo el doctor Snow -. Este caso es fascinante y ayudar es para mí un privilegio.

– ¿Puede llamar a su amigo en South Dakota y pedirle que comience a buscar al hechicero más poderoso que encuentre? Luego, si los padres de Karen Tandy están de acuerdo, al menos ya estaríamos preparados. ¿Haría eso?

– Con placer -dijo el doctor Snow.

Dejamos la casa de Snow a eso de las cinco. Ya era de noche y el viento nos golpeó en la cara como un puñado de hojas de afeitar. Condujimos a través del espantoso y helado paisaje, iluminado a medias, cansados y con frío, pero aún más determinados a salvar a Karen Tandy del misterioso enemigo que había invadido su cuerpo. Lo primero que quería hacer al regresar a Nueva York era averiguar cómo seguía y preguntarle al doctor Hughes cuánto tiempo pensaba que nos quedaba. No tenía sentido todo el gasto de traer a un hechicero indio desde South Dakota si Karen ya estaba muerta o para morirse de inmediato.

– ¿Sabéis una cosa? -dijo McArthur, poniendo sus piernas en el asiento de atrás de mi «Cougar» -. Creo que en todo esto hay algo así como una justicia histórica. Quiero decir, lo lamento por Karen, pero cuando uno cosecha, algo se recoge, ¿no lo creéis?

Amelia se dio la vuelta y le miró.

– McArthur -dijo -, amo tu barba y amo tu cuerpo, pero tu filosofía apesta.

Dejé a Amelia y a McArthur en el Village y luego conduje hasta las Hermanas de Jerusalén para preguntar por Karen. Cuando llegué estaba extenuado y fui al servicio de hombres para lavarme y estirarme el cabello. Cuando me miré en el espejo me vi pálido, cansado y frágil, y comencé a preguntarme cómo diablos obtendría la fuerza para luchar contra un hechicero de la edad dorada de la magia india.

Encontré al doctor Hughes en su oficina leyendo una pila de informes a la luz de su lámpara de escritorio.

– Señor Erskine -dijo- ¿ya está de vuelta? ¿Qué tal le fue?

Me arrojé en la silla frente a él.

– Por lo menos, creo que sabemos lo que sucede. Pero hasta dónde podremos enfrentarlo o no, bueno, esa es otra historia.

Escuchó seriamente mientras le expliqué lo que había dicho el doctor Snow. También le dije que estábamos tratando de encontrar un hechicero rival para que volase a Nueva York.

El doctor Hughes se levantó de su silla y fue hasta la ventana. Miró las luces movedizas del tráfico y los primeros copos de una nueva nevada.

– Espero que nada de esto llegue hasta los periódicos -dijo -. Ya es bastante difícil lograr que no lo comente el resto de los especialistas y cirujanos envueltos en la cuestión. Pero, imagínese, el segundo o tercer especialista en tumores del mundo tiene que hacer traer a un pielroja de las planicies de South Dakota, algún curandero con pinturas de guerra y huesos, porque no puede lograr él mismo enfrentarse con un tumor.

– Usted sabe tan bien como yo que éste no es un tumor ordinario -le dije -. Y no se puede combatir a un tumor mágico con los métodos habituales. La prueba de lo que usted está haciendo se hallará en la cura.

El doctor Hughes desvió su mirada de la ventana.

– ¿Y si ella no se cura? ¿Qué diré entonces? ¿Que he traído un hechicero pielroja y eso tampoco sirvió para nada?

– Doctor Hughes…

– Está bien, señor Erskine. No tengo escrúpulos al respecto. He visto suficientes tumores en mi vida como para saber que no es una enfermedad ordinaria. Y yo creo en su teoría sobre los indios. No sé por qué la creo, pero no puedo ver ninguna otra explicación racional. Ninguno de mis colegas ni siquiera ha tenido una idea tan loca.

– ¿Cómo sigue ella, doctor? -le pregunté -. ¿El tumor aún crece?

– ¿Quiere verlo usted mismo? -dijo -. Está mucho peor que cuando lo vio ayer.

– Sí, está bien. Trataré de no perturbarla, como la última vez.

En silencio, tomamos el ascensor hasta el décimo piso. En silencio nos pusimos las batas y las máscaras. En silencio caminamos por el corredor hacia el cuarto de Karen Tandy y abrimos la puerta.

Era grotesco. Karen Tandy estaba acostada ahora sobre su pecho; su rostro, tan blanco como la sábana en la que descansaba. El tumor estaba hinchado en su espalda; una ampolla chata y blanca de piel hinchada. Era tan grande como una almohada, y de cuando en cuanto parecía moverse y agrandarse y ponerse cómodo por su cuenta; un gran crecimiento pulposo con una maligna vida propia.

– ¡Dios! -dije despacio -, ha crecido enormemente.

– Y cada vez se pone más grande -dijo el doctor Hughes-. Venga, tóquelo.

Caminé cautamente hasta el lado de la cama. El tumor era tan grande que era difícil creer que en realidad fuera parte de la muchacha que yacía bajo él, llevándolo en su espalda como si fuera una joroba. Cautelosamente estiré mis dedos y lo apreté. Parecía firme y distendido, pero había una sensación de algo movedizo dentro. En realidad, se sentía exactamente como el vientre de una mujer embarazada.

– ¿No puede simplemente matarlo? -le pregunté al doctor Hughes-. Ya debe tener el tamaño de un niño pequeño. ¿No puede clavar un bisturí en él?

El doctor Hughes movió la cabeza.

– Ojalá pudiese, si quiere saber la verdad quisiera poder cortarlo con una cuchilla de camicero. Pero cada radiografía demuestra que el sistema nervioso de esta criatura está intrincadamente ligado con el sistema nervioso de Karen. Cualquier intento quirúrgico de sacarlo la mataría de inmediato. No son sólo como madre e hijo, sino más bien como gemelos siameses.

– ¿Ella puede hablar?

– No ha dicho nada durante varias horas. La sacamos de la cama esta mañana para pesarla y entonces dijo un par de palabras, pero nada que ninguno de nosotros pudiese entender.

– ¿La pesaron? ¿Está muy mal?

El doctor Hughes metió las manos en los bolsillos de su bata y miró tristemente a su agonizante paciente.

– No ha perdido nada de peso, pero tampoco lo ha ganado. Cualquier cosa que sea este tumor toma todo su alimento directamente de ella. Cada gramo que crece, lo toma de Karen.

– ¿Han venido sus padres?

– Sí, esta mañana. La madre estaba muy trastornada. Les dije que íbamos a intentar una operación, pero naturalmente no les dije nada sobre el asunto del hechicero. Ya estaban lo suficientemente enojados conmigo porque aún no había podido operar. Si comenzaba a decirles sobre indios pielrojas de otros tiempos hubiesen pensado que estaba loco.

Miré una vez más a Karen Tandy, yaciendo blanca y silenciosa bajo su horrible carga, y luego dejamos el cuarto y retornamos a la oficina del doctor Hughes en el piso dieciocho.

– ¿Piensa que será difícil convencer a sus padres? -le pregunté-. El problema es que todo esto costará dinero. Tendremos que sobornar al hechicero y habrá que pagar su billete de avión y su hotel, para no hablar de lo que sucedería si en la batalla le hieren. Me encantaría ayudar, pero los videntes no somos exactamente unos Rockefeller. Dudo poder juntar más de trescientos o cuatrocientos dólares.

El doctor Hughes parecía malhumorado.

– Bajo circunstancias normales podría sacar el dinero del hospital, pero no veo cómo puedo hacerlo para usar un hechicero. No, creo que sus padres tienen el derecho de saber qué sucede y hacer su propia elección. Después de todo está en juego la vida de su hija.

– ¿Quiere que yo les hable? -le pregunté.

– Si usted quiere, puede. Están esperando en el apartamento de la tía de Karen, en la calle 82. Si tiene algún problema pídales que me llamen y que confirmen que tiene mi apoyo.

– Muy bien -dije -. ¿Qué tal un trago ahora?

– Buena idea -dijo el doctor Hughes, y buscó su botella de bourbon. Sirvió dos grandes vasos y yo me tomé el mío de inmediato, bien caliente y reconfortante después de un fatigante día con un viaje de ida y vuelta a Albany. Me recosté en la silla, y el doctor Hughes me ofreció un cigarrillo.

Fumamos un rato en silencio, luego dije:

– Doctor Hughes…

– ¿Por qué no me llama Jack? Este hospital es muy formal. A los pacientes les hace sentir más seguros el escuchar que se llama «doctor» a todo el mundo. Pero no creo que sea esa la clase de segundad que usted necesite.

– Muy bien, Jack. Yo soy Harry.

– Eso es mejor. Encantado de conocerte, Harry.

Bebí más bourbon.

– Jack -dije -, ¿te has detenido a considerar exactamente qué estarnos haciendo y por qué lo hacemos? Yo no conozco a Karen Tandy mejor que tú. Por momentos pienso qué demonios hago yendo y viniendo de Albany por alguien que ni siquiera conozco.

Jack Hughes sonrió.

– ¿No te parece que ésa es una pregunta que todo el que ayuda a otra gente se la hace? Yo me hago esa pregunta diez veces por día. Cuando eres un médico, la gente lo da por descontado. Vienen hacia ti cuando están enfermos y piensan que eres sensacional, pero en cuanto están bien de nuevo, dejas de ser interesante. Algunos pacientes son agradecidos. Algunos te mandan tarjetas de Navidad. Pero la mayoría de ellos ni siquiera me reconocerían si me cruzara con ellos por la calle.

– Creo que tienes razón -le dije.

– Sé que tengo razón -replicó Jack-. Pero creo que este caso es algo diferente. No me interesa por las razones de siempre. Desde mi punto de vista, eso que está creciendo en Karen Tandy representa un problema médico y cultural.

– ¿Qué quieres decir?

Jack Hughes se paró y vino a sentarse al borde del escritorio, a mi lado.

– Míralo desde este enfoque -dijo-. Lo más fascinante sobre Estados Unidos es que siempre supuso ser una nueva nación, libre de opresión y libre de culpa. Pero desde el momento en que el hombre blanco se estableció aquí, la culpa quedó como una bomba de efecto retardado. Hasta en la Declaración de la Independencia hay un intento de borrar esa culpa, ¿recuerdas? Jefferson escribió sobre los despiadados indios salvajes, cuya conocida regla bélica es una indiscriminada destrucción de todas las edades, sexos y condiciones. Bien, desde el principio, el indio no ha contado como un individuo que esté dotado por su creador con esos ciertos derechos inalienables. Gradualmente, la culpa de lo que se le hizo al indio ha erosionado el sentido de posesión y pertenencia de nuestro propio país. Esta no es nuestra tierra, Harry. Esta es la tierra que robamos. Hacemos chistes sobre Peter Minuit comprando la isla de Manhattan por veinticuatro dólares. Pero en la actualidad, un trato así se consideraría un robo, una estafa lisa y llanamente. Luego están todas esas historias sobre Wounded Knee y todas las demás masacres indias. Somos culpables, Harry. No hay nada que podamos o debamos hacer sobre el pasado; aún seguimos siendo culpables.

Nunca había oído a Jack Hughes hablar tan elocuentemente. Le miré observar su cigarrillo y quitarse cenizas de sus arrugados pantalones.

– Por eso el caso es tan interesante y tan aterrador -dijo-. Si toda esta historia del hechicero es verdad entonces por primera vez el blanco, con un sentido de culpa totalmente desarrollado, va a ponerse en contacto con el pielroja de los tiempos primitivos de su colonización. Hoy pensamos en los indios de forma totalmente diferente. En el siglo xvII eran salvajes y se interponían con nuestra necesidad de tierra y nuestra codicia de cosas materiales. Ahora tenemos todo lo que queremos; podemos permitirnos ser más amables y tolerantes. Sé que todos hemos estado hablando de destruir a este hechicero, y combatiéndolo, ¿pero no sientes también alguna simpatía hacia él?

Yo tomé una bocanada de humo.

– Siento simpatía por Karen Tandy.

– Sí – dijo Jack-, claro que sí. Es nuestra paciente y su vida corre un riesgo terrible. No podemos olvidarlo. ¿Pero no sientes nada por este salvaje del pasado?

En una forma curiosa, Jack Hughes tenía razón. Yo sentía algo. Había una mínima parte de mi cerebro que quería que él sobreviviese. Si hubiese una manera en que tanto Karen Tandy como el hechicero pudiesen vivir, ésa sería mi elección. Yo tenía miedo de él, estaba aterrado por sus poderes y su manejo de lo oculto, pero al mismo tiempo era como el héroe mítico de la leyenda, y destruirlo significaría destruir algo de la herencia norteamericana. Era el único sobreviviente del pasado vergonzante de nuestro país, y matarlo sería como apagar la última chispa del espíritu que había dado a los Estados Unidos un telón de fondo coloreado y mítico. Era el último representante de la magia original de Norteamérica.

Justo en ese momento, sonó el teléfono. Jack Hughes lo atendió y dijo:

– Hughes.

Alguien hablaba muy excitadamente en el otro extremo. Jack Hughes frunció su ceño e hizo gestos; luego dijo:

– ¿Cuándo? ¿Está seguro? Bueno, ¿no trataron de forzarla? ¿Qué quiere decir con eso de que no se puede?

Finalmente colgó el auricular.

– ¿Hay problemas? -le dije.

– No lo sé. Es Karen. McEvoy dice que no pueden abrir la puerta. Algo sucede dentro del cuarto y no pueden abrir la puerta.

Dejamos la oficina y corrimos por el pasillo hasta el ascensor. Allí había dos enfermeras con un carro lleno de botellas y perdimos unos preciosos segundos mientras ellas trataban de salir del paso. Entramos, apretamos el botón del décimo y descendimos.

– ¿Qué demonios crees que ha sucedido? -le pregunté concisamente a Jack.

El movió la cabeza.

– ¿Quién sabe?

– Espero que el hechicero no esté ya en condiciones de usar sus poderes -dije-. Si puede, estamos perdidos.

– No lo sé -replicó Jack Hughes-. Ven, ya llegamos.

Las puertas del ascensor se abrieron y corrimos velozmente por el pasillo hasta el cuarto de Karen Tandy. El doctor McEvoy estaba parado afuera con dos enfermeros y Selena, la radiólogo.

– ¿Qué sucedió? -dijo Jack.

– La dejaron sola menos de un par de segundos -explicó el doctor McEvoy-. Los enfermeros cambiaban de guardia. Cuando Michael trató de volver no pudo abrir la puerta y mire…

Miramos dentro del cuarto de Karen Tandy a través del panel de vidrio de la puerta. Me sorprendió ver que ya no estaba en la cama. Las sábanas y las mantas se hallaban revueltas y puestas de lado.

– Allí -susurró Jack-. En el rincón.

Incliné mi cabeza y vi a Karen Tandy de pie en el rincón más lejano de la habitación. Su rostro estaba horriblemente blanco, y sus labios estaban retraídos sobre sus dientes y estirados en una mueca grotesca. Se inclinaba hacia adelante bajo el peso del enorme y extendido bulto en su espalda, y su largo camisón blanco del hospital estaba retirado de sus hombros, revelando sus pechos arrugados y sus costillas prominentes.

– Dios mío -dijo Jack -. ¡Está bailando!

Tenía razón. Se movía lentamente de pie a pie, con el mismo vals silencioso que había bailado la señora Herz. Era como si estuviera respondiendo a un tambor silencioso, a una flauta insonora.

– Tenemos que entrar -ordenó Jack -. Puede matarse si sigue corriendo así.

– Michael, Wolf -dijo el doctor McEvoy a los dos enfermeros -. ¿Les parece que pueden derribar la puerta con los hombros?

– Trataremos, señor -dijo Wolf, un robusto alemán con el pelo oscuro cortado a lo militar-. Lamento todo esto, señor, nunca imaginé…

– Derribe la puerta -dijo Jack.

Los dos enfermeros se alejaron un poco de la puerta y luego se arrojaron juntos contra ella. Se sacudió y rajó y finalmente se partió el vidrio. Una extraña corriente fría, como aquella que ya había soplado en nuestra sesión en el apartamento de la señora Karmann, atravesó heladamente el agujero de la puerta.

– De nuevo -dijo Jack.

Michael y Wolf retrocedieron de nuevo y se volvieron a lanzar contra la puerta. Esta vez la arrancaron de sus bisagras y se abrió. El doctor Hughes entró y se dirigió directamente hacia Karen, donde ella se estaba sacudiendo y brincando sobre la alfombra. El gran bulto de su espalda se movía y desplazaba con cada paso. Era una visión tan obscena que me sentí mal.

– Ven, Karen -dijo Jack Hughes tranquilizadoramente-, vuelve ahora a la cama.

Karen se dio vuelta sobre uno de sus pies descalzos y le miró. Otra vez no eran sus ojos. Eran feroces e inyectados en sangre y potentes.

Jack Hughes se le acercó con sus manos extendidas. Ella retrocedió lentamente, con la misma mirada de odio en sus ojos. La joroba en su espalda se movió y estiró, como si fuera una oveja cautiva en una bolsa.

– El- dice- que- usted- no- debe -dijo vacilantemente con su propia voz.

El doctor Hughes se detuvo.

– ¿El dice que yo no debo qué, Karen?

Ella se lamió los labios.

– El- dice- que- usted- no- debe- tocarlo.

– Pero, Karen – dijo el doctor Hughes-. Si no te cuidamos, él tampoco sobrevivirá. Estamos haciendo lo posible por ambos. Nosotros le respetamos. Queremos que él viva.

Ella retrocedió aún más, tumbándose en una mesa de instrumental.

– El- no- le- cree.

– ¿Por qué no, Karen? ¿No hemos hecho todo por ayudar? No somos soldados ni guerreros. Somos médicos como él. Queremos ayudarle.

– El- sufre.

– ¿Sufre? ¿Por qué?

– Le- duele. Está- herido.

– ¿Por qué está herido? ¿Qué le hirió?

– No- lo- sabe. Está- herido. Fue- la- luz.

– ¿La luz? ¿Qué luz?

– Les- matará- a- todos.

De pronto Karen comenzó a ladearse. Luego gritó, y gritó, y cayó de rodillas, retorciéndose y restregándose sobre su espalda. Michael y Wolf corrieron hacia ella y la llevaron rápidamente de vuelta a la cama. Jack Hughes preparó una inyección con tranquilizante, y la puso decididamente en el brazo de Karen. Gradualmente disminuyeron sus gritos y se hundió en un sueño nervioso, sacudiéndose y temblando y pestañeando sus ojos.

– Esto arregla todo -dijo el doctor Hughes.

– ¿Qué es lo que arregla, Jack? -le pregunté. -Tú y yo iremos directamente a ver a sus padres y vamos a decirles exactamente qué es lo que anda mal. Vamos a traer ese hechicero de South Dakota y combatiremos esa bestia hasta que muera.

– ¿Sin culpa? -le pregunté -. ¿Sin simpatía?

– Por supuesto, siento culpa y también simpatía. Y porque tengo simpatía es que voy a terminarlo.

– No te entiendo.

– Harry -dijo Jack -, ese hechicero sufre. No sabe por qué, pero dijo que era la luz. Si sabes algo sobre ginecología sabrás por qué nunca hacemos radiografías de fetos a menos que creamos que ya están muertos o que amenazan la vida de sus madres. Toda vez que un ser humano es radiografiado, los rayos X destruyen células en la zona adonde están dirigidos. En un adulto, eso no es demasiado importante, porque ya está totalmente desarrollado y la pérdida de unas pocas células no es dañina. Pero en un feto diminuto, una célula destruida puede significar un dedo de la mano, o del pie, o incluso un brazo o una pierna que nunca se desarrollarán.

Le miré.

– ¿Quieres decir que…?

– Simplemente quiero decir que hemos arrojado tantos rayos X sobre ese hechicero como para ver a través de Fort Knox en un día de niebla.

Miré el bulto venenoso que se inflaba en la espalda de Karen Tandy.

– En otras palabras -dije-, que es un monstruo. Lo hemos deformado.

Jack Hughes asintió. Afuera estaba nevando otra vez.

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