Capítulo octavo

Sin embargo, hubo una circunstancia en que no hubiese tenido que esforzarme para considerarte horrible. En el 96 ó el 97 -tú debes de recordar la fecha exacta- murió nuestro cuñado, el barón Philipot. Tu hermana Marinette le habló una mañana al despertarse, pero él no contestó a sus palabras. Ella abrió los postigos y vio los ojos extraviados del anciano, caída su mandíbula inferior. No comprendió de pronto que ella había dormido durante algunas horas al lado de un cadáver.

Dudo que ninguno de vosotros se haya horrorizado ante el testamento de aquel miserable: dejaba a su mujer una enorme fortuna a condición de que no volviera a casarse. En caso contrario, la mayor parte de sus bienes pasarían a poder de sus sobrinos.

– Será necesario preocuparnos mucho de ella -repetía tu madre-. Felizmente, somos una familia que nos ayudamos unos a otros. No podemos dejar sola a esa criatura.

Marinette tendría entonces unos treinta años, pero acuérdate de su juvenil aspecto. Se había dejado casar dócilmente con un anciano, le había soportado sin rebelarse. No dudabais de que ella debería someterse gustosamente a las obligaciones de su viudez. Para nada contabais con la sacudida de la libertad, esa brusca salida de un túnel a la plena luz.

No, Isa, no temas que abuse de la ventaja que esto me concede. Era natural que aquellos millones se quedaran en nuestra familia y que se aprovecharan de ellos nuestros hijos. Considerabais que Marinette no debía perder los beneficios de aquellos diez años de servidumbre a un marido viejo. Procedíais como parientes bondadosos. Nada os parecía más natural que aquella viudez. ¿Te acuerdas de cuando aún eras soltera? No, ese capítulo estaba terminado; eras madre y no existía nada más, ni para ti ni para los otros. Tu familia no ha brillado jamás por su imaginación. Desde este punto de vista, no pertenecíais ni a los animales ni a los seres humanos.

Se acordó que Marinette pasara en Cálese el primer verano que siguiera a su viudez. Aceptó con alegría, no porque existiera entre vosotras la menor intimidad, sino porque quería mucho a los niños, sobre todo a María. Yo, que apenas la conocía, fui al principio sensible a su gracia. Un año mayor que tú, parecía ser más joven. Tus movimientos se habían hecho más pesados a causa de tus embarazos, pero ella había salido aparentemente intacta del lecho de aquel anciano. Su rostro era infantil. Se peinaba con el moño levantado, según la moda de entonces, y sus cabellos, de un rubio oscuro, espumeaban sobre su nuca. (Una maravilla olvidada hoy: una nuca espumosa.) Sus ojos, demasiado redondos, le daban la apariencia de estar constantemente asombrada. Por juego, rodeaba con mis manos su "talle de avispa", pero el desarrollo de su busto y de sus caderas hubiera parecido hoy casi monstruoso. Las mujeres de entonces parecían flores de estufa.

Me asombró que Marinette estuviera tan contenta. Divertía mucho a los niños, jugaba al escondite en el desván y por la noche a cuadros vivientes.

– Está un poco aturdida -decías tú-. No se da cuenta de su situación.

Ya era demasiado haber consentido en que usara trajes blancos durante la semana, pero te parecía inconveniente que asistiera a misa sin su toca y que su manto no estuviera orlado de crespón. No creías que el calor fuese una excusa aceptable.

La única diversión que había gustado en compañía de su marido era la equitación. Hasta el último día de su vida, el barón Philipot, una figura de los concursos hípicos, no había faltado nunca a su paseo matinal a caballo. Marinette se hizo llevar a Cálese su yegua, y como nadie podía acompañarla, montaba sola, lo que te parecía doblemente escandaloso: una viuda de tres meses no debe practicar ningún ejercicio, pero pasearse a caballo sin la custodia correspondiente sobrepasaba todos los límites.

– Ya le diré lo que piensa nuestra familia -repetías.

Y se lo decías, pero ella hacía lo que le daba la gana.

Cansada de pelear, me pidió que la escoltara. Ella se encargaría de procurarme un caballo muy manso. (Naturalmente, correría con todos los gastos.)

Partimos al alba, a causa de las moscas y porque era necesario recorrer dos kilómetros antes de llegar al primer bosque de pinos. Los caballos nos esperaban ante la escalera de entrada. Marinette le sacaba la lengua a los postigos cerrados de tu alcoba, prendiendo en su amazona una rosa empapada de rocío.

– No del todo apropiado para una viuda -decía.

La campana de la primera misa tañía débilmente. El abate Ardouin nos saludó con timidez y desapareció en la niebla que flotaba sobre los viñedos.

Hablamos hasta llegar al bosque. Me di cuenta de que poseía cierto prestigio a ojos de mi cuñada, menos a causa de mi situación como abogado que por mis ideas subversivas, de las que me hacías campeón en la familia. Tus principios se parecían demasiado a los de su marido. Para una mujer, la religión y las ideas son siempre algo: todo adquiere carácter a sus ojos, un carácter adorable u odioso.

No hubiese faltado más que haber usado de mi ventaja en esta pequeña revolución. Mientras se irritaba contra vosotros, me era muy fácil seguirla, pero esto era imposible cuando manifestaba el desdén que sentía con respecto a los millones que había de perder si volvía a casarse. Me hubiera gustado mucho hablar como ella y representar el papel de buena persona; pero me era imposible fingir; no podía ni siquiera aparentar que aprobaba el que no demostrase ningún interés por la pérdida de esta herencia. ¿He de decirlo todo? No llegaba a prescindir de la hipótesis de su muerte, que haría de nosotros sus herederos. No pensaba en los hijos, sino en mí.

Tenía la ocasión de prepararme de antemano y repetir mi lección; esto era más fuerte que mi voluntad:

– ¡Siete millones! Marinette, no te das cuenta de lo que esto significa; no se renuncia a siete millones. No existe hombre alguno en el mundo que valga el sacrificio de una ínfima parte de esa fortuna.

Y como ella pretendiera poner la felicidad por encima de todo, le aseguré que nadie era capaz de ser feliz después del sacrificio de semejante suma.

– ¡Ah! -exclamaba ella-, por más que los odies, pertenecéis a la misma especie.

Partía al galope y yo la seguía a distancia. Yo había sido juzgado y condenado. ¡Qué no me habrá frustrado esa monomanía del dinero! Hubiese podido hallar en Marinette a una hermana menor, a una amiga… ¿Y queríais vosotros que entregara aquello por lo que lo he sacrificado todo? No, no; mi dinero me ha costado demasiado caro para que os entregue un céntimo antes de exhalar el último suspiro.

Y, sin embargo, no os cansáis. Me pregunto si la mujer de Huberto, cuya visita tuve que soportar el domingo, había sido enviada por vosotros, o si había venido por propia voluntad. ¡Pobre Olimpia! (¿Por qué Phili la llamará Olimpia? Pero hemos olvidado su verdadero nombre…) Estoy por creer que no os ha dicho nada de su visita. No la habéis aceptado entre vosotros; no es una mujer de la familia. Esa persona indiferente a todo lo que no constituye su estrecho universo, a todo lo que no la concierne directamente, no conoce ninguna de las leyes de la "gente". No sabe que yo soy el enemigo. Esto no significa, por su parte, ni benevolencia ni simpatía natural. No piensa jamás en los otros; ni siquiera para aborrecerlos.

– Es muy amable conmigo -protesta Olimpia cuando se pronuncia mi nombre ante ella.

Le tiene sin cuidado mi mal carácter. Y como, por espíritu de contradicción, se me ocurre defenderla contra todos vosotros, cree incluso que siento simpatía por ella.

A través de su confusa conversación he descubierto que Huberto se había contenido a tiempo, pero que todo su haber personal y la dote de su mujer los había comprometido para salir del apuro.

– Dice que recuperará su dinero forzosamente, pero que tendría necesidad de un adelanto… Llama a esto un anticipo de la herencia.

Yo bajaba la cabeza, asentía y fingía estar a mil leguas de comprender lo que a ella le interesaba. ¡Qué candor sé aparentar en tales momentos!

¡Si la pobre Olimpia supiera lo que yo he sacrificado al dinero cuando aún poseía un poco de juventud! En aquellas mañanas de mis treinta y cinco años, tu hermana y yo volvíamos, al paso de nuestros caballos, por entre el camino ya tibio de los viñedos sulfatados. Hablaba a aquella mujer burlona de los millones que no debía perder. Cuando yo escapaba a la obsesión de esos millones amenazados, se reía de mí con una gentileza desdeñosa. Cuanto más me defendía, más me obstinaba:

– Si insisto es en interés tuyo, Marinette. ¿Crees que soy un hombre a quien le obsesiona el porvenir de sus hijos? Isa no quiere que tu fortuna les pase bajo las narices. Pero yo…

Ella reía y, apretando un poco los dientes, murmuraba:

– La verdad es que eres un hombre horrible.

Protestaba diciendo que no pensaba más que en su felicidad. Ella movía la cabeza con disgusto. En el fondo, sin que ella fuera capaz de confesarlo, le atraía más la maternidad que el matrimonio.

A pesar de que me despreciaba, cuando, después de almorzar, a pesar del calor, abandonaba la casa oscura y glacial donde la familia dormitaba acomodada en los divanes de cuero o en las sillas de paja; cuando entreabría los postigos de la ventana y me deslizaba afuera, al aire y al sol, no tenía necesidad de volverme: sabía que ella acudiría. Oía sus pasos sobre la grava. Caminaba torpemente, torciendo los altos tacones sobre la tierra endurecida. Nos acodábamos en la baranda. Le gustaba tener el mayor tiempo posible su brazo desnudo sobre la piedra ardiente. La llanura, a nuestros pies, se sumía en un silencio tan profundo como cuando duerme al claro de luna. Las landas formaban en el horizonte un inmenso arco negro donde el cielo metálico pesaba. Ni un hombre ni un animal se dejarían ver antes de las cuatro. Zumbaban inmóviles las moscas, no menos inmóviles que ese singular vaho en el llano que no lograba deshacer ningún soplo.

Yo sabía que aquella mujer que estaba allí no podía amarme, que no había nada en mí que no le fuera aborrecible. Pero respirábamos juntos en aquella propiedad perdida, en medio de un embotamiento infranqueable. Aquel joven ser, amargado, vigilado estrechamente por una familia, buscaba mi mirada tan inconscientemente como un heliotropo se vuelve hacia el sol. Sin embargo, me hubiera contestado con una chanza a la menor palabra turbia. Me daba cuenta de que ella hubiera rechazado con disgusto el más tímido ademán. Así permanecíamos uno cerca del otro, a orillas de aquella inmensa tina donde la vendimia próxima fermentaba en el sueño de las hojas azuladas.

Y tú, Isa, ¿qué pensabas de aquellas salidas matinales y de aquellas conversaciones cuando se amodorraban todos los demás? Lo sé porque te lo oí decir un día. Sí; a través de los postigos cerrados del salón te oí decir a tu madre, cuando su estancia en Cálese (sin duda vino para reforzar la vigilancia en torno a Marinette):

– Tiene sobre ella una influencia perniciosa, desde el punto de vista de las ideas… Por lo demás, la distrae, y en esto no hay inconveniente.

– Sí, la distrae; es lo importante -respondió tu madre.

Os alegrabais de que distrajera a Marinette.

– Pero después del verano -repetíais- será conveniente buscar otra cosa.

Si alguna vez te he despreciado, Isa, nunca te desprecié tanto como por esas palabras. Sin duda, no imaginabas que pudiese haber el menor peligro. Las mujeres no se acuerdan de lo que no les gusta.

Cierto es que, después de almorzar y junto a la llanura, nada podía ocurrir; porque, por vacío que se hallara el mundo, nos encontrábamos los dos como en un escenario. Si un solo campesino no se hubiera entregado a la siesta, hubiese visto, tan inmóviles como los tilos, a aquel hombre y a aquella mujer, de pie ante la tierra incandescente, que no hubieran podido hacer el menor ademán sin tocarse.

Nuestros paseos nocturnos no eran menos inocentes. Recuerdo una noche de agosto. La cena había sido tempestuosa a causa de Dreyfus. Marinette, que representaba conmigo al bando de la revisión, me aventajaba en el arte de hacer hablar al abate Ardouin, de obligarle a intervenir. Como habías hablado exaltadamente de un artículo de Drumont, Marinette, con su voz de niña en clase de catecismo, preguntó:

– Señor abate, ¿está permitido odiar a los judíos?

Aquella noche, con alegría nuestra, no escurrió el bulto. Habló de la grandeza del pueblo elegido, de su augusto papel de testigo y de su pronosticada conversión, anunciadora del fin de los tiempos. Y como Huberto protestara diciendo que era necesario odiar a los verdugos de Nuestro Señor, respondió el abate que cada uno de nosotros tenía el derecho de odiar a un solo verdugo de Cristo:

– A nosotros mismos, y a nadie más…

Desconcertada, interviniste manifestando que con tan peregrinas ideas no faltaba más que entregar Francia al extranjero. Felizmente para el abate, os reconcilió Juana de Arco. En la escalinata gritaba un niño:

– ¡Qué bello claro de luna!

Salí a la terraza. Sabía que Marinette me seguiría. Y, en efecto, oí su voz ahogada:

– Espérame…

Un boa rodeaba su cuello.

La luna llena se levantaba al Este. La joven admiraba las largas sombras oblicuas de las glorietas sobre la hierba. Las casas de los labradores recibían la luz sobre sus caras cerradas. Ladraban los perros. Me preguntó si la luna inmovilizaba a los árboles. Me dijo que todo había sido creado, en una noche como aquélla, para tormento de los solitarios.

– Una decoración vacía -dijo.

¡Cuántas caras unidas en aquella hora, y cuántos hombros juntos! ¡Qué complicidad! Veía claramente una lágrima pendiente de sus pestañas. En la inmovilidad de todo, sólo su aliento tenía vida. Ella respiraba siempre un poco anhelante… ¿Qué queda de ti esta noche, Marinette, muerta en 1900? ¿Qué perdura, al cabo de treinta años, de un cuerpo sepultado? Recuerdo tu aroma nocturno. Para creer en la resurrección de la carne, tal vez sea necesario haber vencido a la carne. El castigo de aquellos que han abusado de ella es no haber podido ni siquiera imaginar su resurrección.

Cogí su mano como lo hubiera hecho con la de un niño desgraciado. Y, como un niño, apoyó su cabeza sobre mi hombro. La recibí porque allí estaba. La arcilla recibe al durazno que cae. La mayor parte de los seres humanos no se eligen mejor que los árboles que han crecido juntos y cuyas ramas se confunden por el crecimiento.

Pero mi infamia en ese minuto fue pensar en ti, Isa, pensar en una venganza posible: servirme de Marinette para hacerte sufrir. Por breve que fuera el instante en que esta idea anidó en mi espíritu, es cierto, sin embargo, que concebí este crimen.

Dimos algunos inciertos pasos fuera de la zona del claro de luna, hacia el bosquecillo de granados y jeringuillas. El destino quiso que oyera un rumor de pasos entre los viñedos, en ese sendero que seguía todas las mañanas el abate Ardouin para ir a misa. Sin duda, era él… Pensé en aquella frase que me dijo una noche:

– Es usted muy bueno.

¡Si hubiera podido leer en mi corazón en aquel instante! ¿Me salvó acaso la vergüenza que experimenté en aquel momento?

Llevé a Marinette a la luz y la hice sentar en el banco. Sequé sus lágrimas con mi pañuelo. Le dije lo que le hubiera dicho a María si se hubiera caído y la hubiera levantado en la avenida de los tilos. Fingí no darme cuenta de que podía haber habido un poco de turbación en su abandono y en sus lágrimas.

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