Capítulo veinte

Al cabo de un mes de haber huido de la clínica y de haberla recogido yo, Janine no ha curado todavía. Cree haber sido víctima de una intriga y afirma que se la ha encerrado porque se negaba a atacar a Phili y a pedir el divorcio y la anulación. Los demás imaginan que soy yo quien le mete estas ideas en la cabeza y quien la lanza contra ellos, a pesar de que gradualmente, en el curso de las interminables jornadas de Cálese, lucho contra tales ilusiones y quimeras. Afuera, la lluvia mezcla las hojas con el barro, las pudre. Pesadas botas hacen crujir la gruesa arena del patio; pasa un hombre protegiéndose la cabeza con un saco. El jardín está tan desnudo que nada oculta lo poco que se concede aquí al placer. Los esqueletos de los cenadores, los pobres bosquecillos, tiritan bajo la lluvia eterna. La penetrante humedad de las habitaciones nos deja sin ánimo, por la noche, para abandonar el brasero del salón. Llega la medianoche y no podemos resignarnos a subir; y los tizones, pacientemente acumulados, se desmoronan en la ceniza. Además, hay que volver constantemente a convencer a la pobre niña de que sus padres, su hermano y su tío no la quieren mal. Aparto cuanto puedo su pensamiento de la clínica. Siempre concluimos hablando de Phili.

– Usted no puede imaginarse qué clase de hombre era… Usted no puede suponer qué ser…

Y estas palabras anunciaban indistintamente una censura o un elogio, y el tono con que las pronunciaba me bastaba para adivinar si se disponía a elogiarlo o a maldecirlo. Pero le glorificara o le denigrase, los hechos de que ella me daba cuenta me parecían insignificantes. El amor comunica a esta pobre mujer, tan desprovista de imaginación, un asombroso poder de deformar las cosas o de amplificarlas. Yo he conocido a tu Phili, uno de esos inútiles a quienes la rápida juventud convierte en un momento en seres brillantes, a ese muchacho mimado, acariciado, pagado de todo, a quien atribuyes intenciones delicadas o perversas, meditadas maldades; pero que son sólo reflejos.

No comprendíais que, para respirar, tenía necesidad de sentirse el más fuerte. No había por qué hacerle pagar con las setenas. Así no se satisfacen los perros de su especie; buscan por el suelo una pitanza menos cara.

La desventurada no conocía a su Phili ni de lejos. ¿Qué representaba él a sus ojos, fuera de la angustia de su presencia, de las caricias aplazadas, de los celos, del horror de haberlo perdido? Sin ojos, sin olfato, sin antenas, corre y enloquece tras ese ser, sin nadie que le explique lo que es realmente el objeto de su persecución… ¿Existen padres ciegos? Janine es mi nieta; pero si fuese mi hija no la vería sino como lo que es: una criatura que nada puede recibir de otro. Esta mujer de regulares rasgos, gruesa, pesada, de voz estúpida, está marcada con el sello de aquellos que no se detienen ni a ver ni a pensar. A lo largo de estas noches me ha parecido bella, sin embargo, con una belleza extraña a sí misma, impresa en su desesperación. ¿No existe hombre alguno a quien atraiga este incendio? Pero la desgracia arde en las tinieblas y en un desierto, sin otro testigo que este anciano…

Al mismo tiempo que, durante aquellas largas veladas, sentía piedad de ella, no me cansaba de comparar a Phili, ese muchacho semejante a tantos otros, como una vulgar mariposa blanca se parece a las demás mariposas blancas, con aquella pasión que había desencadenado en su mujer y que para ella había aniquilado el mundo visible e invisible: nada subsistía, a los ojos de Janine, sino aquel macho, algo deslucido, inclinado a preferir el alcohol a lo demás y a considerar el amor como un trabajo, una obligación, una fatiga… ¡Cuánta miseria!

Apenas miraba a su hija, que se deslizaba en la estancia al anochecer. Posaba los labios, al azar, sobre los rizos de la niña, y no porque la criatura careciera de poder ante su madre, puesto que en ella hallaba Janine la fuerza necesaria para no partir en persecución de Phili. Era una mujer capaz de hostigarle, de provocarle y de hacerle escenas en público. No, yo no hubiera bastado para detenerla; quedábase por la hija, pero no recibía de ella consuelo alguno. La niña se refugiaba por la noche en mis brazos o en mis rodillas, hasta el momento en que servían la cena. Hallaba en sus cabellos ese olor a pájaro, a nido, que me recordaba los de María. Cerraba los ojos y apoyaba la boca en aquella cabeza, y procurando no abrazar demasiado fuerte a aquel cuerpecillo, llamaba en mi corazón a mi hija perdida. Y, al mismo tiempo, era a Lucas a quien creía abrazar. Cuando había jugado mucho, sus mejillas tenían ese sabor salado de las de Lucas, cuando se dormía en la mesa, cansado de correr… No podía esperar al postre y, uno a uno, nos ofrecía su cara extenuada de sueño. Así soñaba yo, y Janine vagaba por la habitación, andando, andando, insistiendo en su amor.

Me acuerdo de la noche en que me preguntó:

– ¿Qué habría de hacer para no sufrir?… ¿Cree usted que esto pasará?

Era una noche muy fría. La vi abrir la ventana y las persianas, y mojar su frente y su busto al helado claro de luna. La llevé cerca del fuego, y yo, que ignoro en absoluto los ademanes de la ternura, me senté torpemente a su lado y rodeé sus hombros con un brazo. Le pregunté si le quedaba alguna ayuda.

– ¿Tienes fe?

Contestó distraídamente:

– ¿Fe? -como si no me hubiese comprendido.

– Sí -repliqué-. Dios…

Levantó hacia mí su cara ardiente, me miró desconfiada y me dijo, al fin, "que no sabía qué tenía que ver con eso"… Y como insistiera, añadió:

– Claro, soy religiosa. Cumplo con mis deberes. ¿Por qué me pregunta usted eso? ¿Se ríe de mí?

– ¿Crees tú -le dije- que Phili esté a la altura de lo que tú le das?

Me miró con esa expresión desabrida e irritada de Genoveva cuando no comprende lo que se le dice y, no sabiendo qué contestar, teme que se le tienda un lazo. Por fin se arriesgó.

– Nada tiene que ver una cosa con otra.

No le gustaba mezclar la religión con esas cosas.

Era católica militante, pero le horrorizaban esas relaciones poco correctas. Cumplía con sus deberes. Con el mismo tono hubiera dicho que pagaba sus contribuciones. Lo que yo tanto había execrado durante toda mi vida, era eso, nada más que eso: esa grosera caricatura, esa carga mediocre de la vida cristiana, y yo había fingido ver en ella una auténtica representación para tener el derecho de odiarla. Es necesario mirar frente a frente a lo que se odia. Pero yo, pensaba, pero yo… ¿No sabía ya que me engañaba a mí mismo aquella noche de fin del último siglo, en la terraza de Cálese, cuando el abate Ardouin me dijo: "Es usted muy bueno"? Más tarde me tapé los oídos para no oír las palabras de María agonizante. Sin embargo, a su cabecera se me había revelado el secreto de la muerte y de la vida… Una niña moría por mí… Yo he querido olvidarlo. Incansablemente, he deseado perder esa llave que una mano misteriosa me ha ofrecido siempre a cada vuelta de mi vida: la mirada de Lucas después de su misa de los domingos, a la hora en que se oyen los chirridos de la cigarra… Y aquella primavera aun, la noche de la granizada…

Tales eran mis pensamientos aquella noche. Recuerdo haberme levantado, haber empujado mi butaca tan bruscamente que Janine se estremeció. En aquella hora avanzada, el silencio de Cálese, ese silencio espeso, casi sólido, embotaba, ahogaba su dolor. Dejaba morir el fuego, y, a medida que la habitación se enfriaba, arrastraba su silla al hogar y sus pies casi tocaban la ceniza. El fuego agonizante atraía sus manos y su frente. La lámpara de la chimenea iluminaba a aquella mujer piadosa y rechoncha, y yo paseaba en la penumbra en torno suyo, entre los muebles de caoba y palisandro. Impotente, daba vueltas alrededor de aquel bloque humano, de aquel cuerpo postrado.

– Hija mía…

No hallaba la palabra que buscaba. Lo que me ahoga esta noche, al tiempo que escribo estas líneas, lo que duele en mi corazón como si éste se rompiera, ese amor, cuyo nombre por fin conocía, nombre ador…


"Cálese, 10 de diciembre de 193…


Querida Genoveva:

Acabaré esta semana de clasificar los papeles que se desbordan de todos los cajones. Pero mi deber es darte a conocer sin demora este extraño documento. Ya sabes que nuestro padre murió ante su mesa de trabajo y que Amelia lo encontró la mañana del 24 de noviembre frente a un cuaderno abierto. Esto es lo que te mando en paquete certificado.

Sin duda te costará tanto trabajo como a mí comprender su escritura. Ha sido una suerte que la servidumbre no haya podido descifrar la letra. Movido por un sentimiento de delicadeza, decidí en principio ahorrarte esta lectura. Nuestro padre habla de ti en términos singularmente duros. Pero, ¿tengo el derecho de hacerte permanecer en la ignorancia de algo que incumbe tanto a ti como a mí? Tú conoces mis escrúpulos en todo lo que toca de cerca o de lejos a la herencia de nuestros padres. Así, pues, lo he pensado mejor.

Además, ¿quién de los dos ha sido peor tratado en estas páginas amargas? Nada nos revelan que no sepamos ya desde hace mucho tiempo. El desprecio que inspiré a mi padre envenenó mi adolescencia. Durante mucho tiempo he dudado de mí; me he doblegado bajo su mirada implacable, y han tenido que transcurrir muchos años para que, al fin, sepa cuál es mi valor.

Le he perdonado, y añado, incluso, que el deber filial es el que me ha impulsado a enviarte este documento. Porque, cualquiera que sea el juicio que te merezca, es indudable que la figura de nuestro padre, a pesar de todos los horribles sentimientos que nos muestra, habrá de parecerte, no me atrevo a decir más noble, pero sí más humana. Pienso especialmente en su amor por nuestra hermana María y por el pequeño Lucas, de lo que encontrarás en este cuaderno conmovedoras pruebas. Me explico mucho mejor ahora el dolor que manifestó ante el ataúd de mamá y que nos dejó a todos estupefactos. Tú lo creías afectado en parte. Estas páginas no servirán más que para revelarte los sentimientos que subsistían en aquel hombre implacable y locamente orgulloso. Vale la pena que soportes su lectura, por otra parte, tan penosa para ti, querida Genoveva.

Por esto le estoy agradecido a esta confesión, y el sosiego de nuestra conciencia será el beneficio que tú misma encontrarás en ella. Soy naturalmente escrupuloso. Aun cuando posea mil razones para creerme en mi derecho, basta cualquier cosa para turbarme. ¡Ah! La delicadeza moral, desarrollada hasta el extremo en que yo lo he hecho, no hace la vida fácil. Perseguido por el odio de un padre, no he intentado la menor defensa, ni siquiera la más legítima, sin sentir inquietud, sino remordimientos. Si yo no hubiera sido cabeza de familia, responsable del honor del apellido y del patrimonio de nuestros hijos, hubiese preferido renunciar antes a la lucha que sufrir esos desgarramientos y combates interiores de los que en más de una ocasión has sido testigo.

Doy gracias a Dios de que haya querido que me justifiquen estas líneas de nuestro padre. Y, en primer lugar, confirman todo lo que ya conocíamos con respecto a las maquinaciones inventadas por él para desposeernos de nuestra herencia. No he podido leer sin avergonzarme las páginas donde describe los procedimientos que él había imaginado para tener en su poder al procurador Bourru y al llamado Roberto. Corramos un tupido velo sobre tan vergonzosas escenas. Consta que mi deber era frustrar, costara lo que costase, esos abominables proyectos. Lo hice, y con un éxito del que no me ruborizo. No dudes, hermana mía, que sólo a mí debes tu fortuna. A lo largo de esa confesión se esfuerza el desgraciado en convencerse a sí mismo de que el odio que experimentaba hacia nosotros había muerto de un solo golpe. Se vanagloria de un brusco desprendimiento de los bienes de este mundo. Confieso que no he podido contener la risa en este pasaje. Pero presta atención, si te parece, a la época en que se produjo ese inesperado cambio. Ocurrió en el instante en que sus estratagemas habían sido descubiertas y cuando su hijo natural nos había vendido el secreto. No era fácil hacer desaparecer una fortuna como la suya; un plan de movilización que ha requerido años enteros para ser llevado a efecto no puede ser sustituido en unos días. La verdad es que el pobre hombre sabía su fin próximo y no disponía de tiempo ni de medios para desheredarnos por otro método distinto del que había imaginado y que la Providencia hizo que descubriéramos.

Como abogado no ha querido perder su causa, ni ante sí mismo ni ante nosotros. Tuvo la pillería -a medias inconsciente, según veo- de convertir su derrota en una victoria moral. Ha afectado desinterés y desprendimiento… Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No, en esto no quiero engañarme y creo que con tu buen sentido juzgarás que no tenemos por qué sentir admiración ni gratitud.

Pero existe también otro punto en el que esta confesión aporta a mi conciencia un total sosiego; un punto sobre el cual me he examinado muy severamente, sin haber esperado durante mucho tiempo, te lo confieso hoy, calmar esta conciencia, inquieta. Quiero hablar de las tentativas, por otra parte vanas, de someter a examen de los especialistas el estado mental de nuestro padre. Debo decir que mi mujer ha hecho mucho para impedir todo propósito sobre este particular. Tú sabes que no estoy acostumbrado a conceder gran importancia a sus opiniones. Es la persona menos ponderada que cabe imaginar. Pero aquí no cejaba ni de día ni de noche en llenarme los oídos de argumentos, algunos de los cuales, te lo confieso, me turbaban. Había concluido por convencerme de que aquel gran criminalista, financiero socarrón y profundo psicólogo era el equilibrio mismo… Sin duda, es fácil hacer odiosos a los hijos que se esfuerzan en decir que está desequilibrado su anciano padre para no perder la herencia… Ya ves que no ando con rodeos… Bien sabe Dios que no he dormido durante muchas noches.

Pues bien, mi querida Genoveva este cuaderno, sobre todo en las últimas páginas, muestra con toda evidencia la prueba de que el pobre hombre se hallaba atacado de un delirio intermitente. Su caso me parece incluso interesante para que esta confesión sea sometida a un psiquiatra; pero creo mi deber más inmediato no divulgar estas líneas tan peligrosas para nuestros hijos. Y me apresuro a aconsejarte que debes quemarlas en cuanto hayas terminado su lectura. Importa mucho no correr el riesgo de que vayan a parar a manos de un extraño.

No ignoras, querida Genoveva, que si hemos mantenido siempre secreto todo lo que concierne a nuestra familia, si había tomado mis medidas para que nada trascendiera de nuestras inquietudes con respecto al estado mental del que, por otra parte, era el cabeza de familia, ciertos elementos extraños a nosotros no han tenido ni la misma discreción ni análoga prudencia, y, particularmente tu miserable yerno, ha contado a este respecto las historias más peligrosas. Hoy lo pagamos caro. No te descubriría nada nuevo diciéndote que muchas personas en la ciudad relacionan la neurastenia de Janine con las excentricidades que le han atribuido a nuestro padre, según los chismes de Phili.

Así, pues, desaparecido este cuaderno, que no se hable más de este asunto; que ni siquiera sea motivo de conversación entre nosotros. No digo que esto no sea penoso. Hay indicaciones psicológicas, e incluso impresiones naturales, que descubren en aquel orador un don real de escritor. Razón de más para romperlo. ¿Imaginas a nuestros hijos publicándolo más tarde? Sería terrible.

Pero entre nosotros podemos llamar a las cosas por su nombre, y, una vez terminada la lectura de este cuaderno, no tendríamos la menor duda de la semidemencia de nuestro padre.

Me explico hoy unas palabras de tu hija, que yo había considerado capricho de enferma:

El abuelo es el único hombre religioso que he conocido.

La pobre criatura se había dejado sugestionar por las vagas aspiraciones, por los ensueños de aquel hipocondríaco. Enemigo de los suyos, odiado de todos, sin amigos, desgraciado en el amor, como ya verás -hay pormenores cómicos-, celoso de su mujer hasta el punto de no haberle perdonado un vago amorío de soltera, ¿deseó, al fin, los consuelos de la oración? No lo creo. Lo que aparece claramente entre esas líneas es el desorden mental más caracterizado: manía persecutoria, delirio religioso. Tal vez me preguntes si realmente había en su caso la huella de un verdadero cristianismo. No, un hombre tan enterado como yo en estas cuestiones bien lo sabe. Confieso que su falso misticismo me ha producido un inigualable disgusto.

¿Serán, acaso, distintas las reacciones de una mujer? Si tal religiosidad te impresionara, recuerda que nuestro padre, asombrosamente dotado para el odio, no ha amado nada que no se dirigiera contra alguien. La afectación de sus aspiraciones religiosas es una crítica directa, o indirecta, de los principios que nuestra madre nos inculcó de niños. Da en un misticismo fuliginoso para anonadar la religión razonada, moderada, que fue siempre el privilegio de nuestra familia. La verdad es el equilibrio… Pero me detengo en consideraciones en las que me seguirías penosamente. Ya te he dicho bastante. Consulta tú misma el documento. Estoy impaciente por conocer la impresión que te ha causado.

Me queda poco espacio para contestarte a las preguntas que me haces. Mi querida Genoveva, en la crisis por que pasamos, el problema que tenemos que resolver es angustioso. Si conservamos en una caja estos paquetes de billetes, habremos de vivir de nuestro capital, lo que es una desgracia. Si, por el contrario, damos en la Bolsa órdenes de compra, los cupones cortados no nos consolarán del ininterrumpido desmoronamiento de los valores. Puesto que, de todos modos, estamos condenados a perder, lo lógico es guardar los billetes del Banco de Francia: el franco no vale más de cuatro marcos, pero está respaldado por una inmensa reserva de oro. Nuestro padre había visto claramente todo esto, y debemos seguir sus enseñanzas. Sin embargo, querida Genoveva, hay una tentación contra la cual debes luchar con todas tus fuerzas: la tentación de la inversión a toda costa, tan arraigada en el pueblo francés. Sabes que me encontrarás siempre que necesites un consejo. A pesar de la crisis actual, pueden, por otra parte, presentarse algunas ocasiones un día u otro. En este momento me interesa mucho un Quina y un anisado; éste es un tipo de asunto para los que no hay crisis. Según creo, ésta es la dirección que debemos tomar, audaz y prudentemente a la vez.

Me alegro de las buenas noticias que me das de Janine. De momento, no hay que temer ese exceso de devoción que te preocupa en ella. Lo esencial es que su pensamiento se ha apartado de Phili. En cuanto a lo demás, ya vendrá por sí solo: ella pertenece a una raza que no ha sabido nunca abusar de las cosas mejores.

Hasta el martes, querida Genoveva.

Tu hermano que te quiere,


HUBERTO."


De Janine a Huberto


"Querido tío:

Quiero pedirte que sirvas de mediador entre mamá y yo. Se niega a confiarme el Diario del abuelo. Según ella, mi culto por él no resistiría una lectura semejante. Si tiene tanto interés en que aparte de mí este querido recuerdo, ¿por qué me repite a diario: " No puedes suponer lo que dice de ti. Ni tu rostro se salva…"? Me asombra más aún la prisa con que me dio a leer la dura carta en que tú comentabas ese Diario…

Cansada de mi insistencia, mamá me ha dicho que me lo dejaría leer si a ti te parecía bien, y que se limitaría a lo que tú dijeras. Acudo, pues, a tu espíritu de justicia.

Permíteme que, en primer lugar, prescinda de la primera objeción que a mí respecta. Por implacable que el abuelo se haya podido mostrar en ese documento conmigo, estoy segura de que no me juzga tan mal como lo hago yo misma. Estoy segura, sobre todo, de que su severidad no atañe a la desgraciada que vivió todo un otoño a su lado, hasta su muerte, en la casa de Cálese.

Perdóname, tío, que te contradiga en un punto esencial. Yo soy el unico testigo de la transformación que experimentaron los sentimientos del abuelo durante las últimas semanas de su vida. Denuncias su vaga y malsana religiosidad, y yo te afirmo que tuvo tres entrevistas -una a fines de octubre y dos en noviembre- con el señor cura párroco de Cálese, cuyo testimonio, no sé por qué, has rehusado. Según mamá, el Diario en que él anota los menores incidentes de su vida no hace alusión a estas tres entrevistas, lo que no hubiera dejado de hacer si hubiesen sido éstas el motivo de un cambio en su destino… Pero mamá dice también que el Diario está interrumpido a la mitad de una palabra. Es muy posible que la muerte sorprendiera a vuestro padre en el momento en que se disponía a hablar de su confesión. Sostendréis en vano que de haber sido absuelto habría comulgado. Yo sé lo que me repitió la antevíspera de su muerte. Obsesionado por su indignidad, el pobre hombre había decidido esperar a las Navidades. ¿Qué razón tienes para no creerme? ¿Por qué hacer de mí una alucinada? Sí, la antevíspera de su muerte, el miércoles; le oigo aún, en el salón de Cálese, hablarme de aquellas Navidades tan deseadas, con una voz llena de angustia o tal vez velada ya…

Tranquilízate, tío; no pretendo hacer de él un santo. Te recuerdo que fue un hombre terrible, y, algunas veces, incluso espantoso. Esto no impide que una luz admirable llegara a él en sus últimos días y que él, él solo, en ese instante, fue quien me cogió la cabeza entre las manos, quien me hizo desviar a la fuerza mi mirada…

¿No crees que vuestro padre hubiera sido otro hombre si vosotros hubieseis sido diferentes? No me acuses de lanzarte la piedra. Conozco tus cualidades, sé que el abuelo se mostró cruelmente injusto contigo y con mamá. Pero la desgracia de todos nosotros fue que nos considerara cristianos ejemplares… No protestes. Después de su muerte, he tratado a personas que pueden tener sus defectos, sus debilidades, pero que proceden según su fe, que se mueven en plena gracia. Si el abuelo hubiera vivido entre ellos, ¿no habría descubierto, al cabo de tantos años, ese puerto al que no pudo llegar hasta la víspera de su muerte?

Un momento aún. No pretendo abrumar a nuestra familia en favor de su jefe implacable. No olvido, sobre todo, que el ejemplo de la pobre abuela hubiera podido bastar para abrirle los ojos si, durante mucho tiempo, no hubiese preferido saciar su rencor. Pero déjame decirte por qué le doy finalmente la razón contra nosotros: donde estaba nuestro tesoro se encontraba nuestro corazón. No pensábamos más que en la herencia amenazada. Ciertamente, no habrían de faltarnos las excusas. Tú eres un hombre de negocios, y yo una pobre mujer… Esto no impide que, salvo en la abuela, nuestros principios permanecieran separados de nuestra vida.

Nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros actos, no fijaban ninguna raíz en esta fe a la que nos adheríamos con palabras. Nos habíamos consagrado con todas nuestras fuerzas a los bienes materiales, mientras el abuelo… ¿Me comprenderías si te afirmara que allí donde estaba su tesoro no estaba su corazón? Juraría que el documento cuya lectura se me niega sobre este particular ha de aportar un testimonio definitivo.

Espero, querido tío, que me comprenderás; aguardo confiada tu respuesta…


JANINE."


Fin

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