Capítulo sexto

No creo haberte odiado desde el primer año que siguió a aquella malhadada noche. Mi aborrecimiento ha nacido poco a poco, a medida que era para mí más claro ese percatarme de tu indiferencia hacia mí y de que no existía otra cosa para ti que esos pequeños seres que gemían, gritaban y tenían hambre. No te habías dado cuenta de que, no habiendo cumplido aún mis treinta años, me había convertido en un civilista abrumado de trabajo y era saludado ya como un joven maestro en ese foro, el más ilustre de Francia después del de París. A partir del asunto Villenave (1893), me revelé también como un gran criminalista (es muy difícil despuntar en estas dos especialidades de la abogacía), y tú fuiste la única persona que no se dio cuenta del universal renombre que había logrado con mi carrera.

También en ese año se convirtió nuestro desacuerdo en guerra abierta.

Ese famoso asunto Villenave consagró mi triunfo, pero apretó el dogal que me ahogaba; tal vez me hubiera proporcionado alguna esperanza, pero me facilitó la prueba de que yo no existía a tus ojos.

Los Villenave -¿recuerdas tan sólo su historia?-, al cabo de veinte años de matrimonio, se amaban con un amor que se había hecho proverbial. Se decía: "unidos como los Villenave". Vivían con su único hijo, un muchacho de quince años, en el castillo de Ornon, a las puertas de la ciudad; recibían a poca gente, porque se bastaban a sí solos.

– Un amor como sólo se ve en las novelas -decía tu madre, con una de esas frases hechas de las cuales Genoveva había heredado el secreto.

Juraría que has olvidado completamente ese drama. Si te lo cuento te burlarás de mí, como cuando recordaba, de sobremesa, mis exámenes y mis oposiciones…, pero tanto peor. Una mañana, el criado que se cuidaba del piso oyó, procedentes del primer piso, el ruido de un disparo de revólver y un grito de angustia. Echó a correr escaleras arriba. La habitación de sus amos estaba cerrada con llave. Oyó unas palabras pronunciadas en voz baja, un sordo alboroto y unos pasos precipitados en el tocador. Al cabo de un instante, como no había cesado de mover el picaporte, se abrió la puerta. Villenave se hallaba sobre el lecho, en mangas de camisa y cubierto de sangre. Madame Villenave, con los cabellos en desorden, vestida con una bata, se hallaba al pie del lecho con un revólver en la mano. Decía:

– He disparado sobre el señor Villenave. Avise en seguida a un médico, al cirujano y al comisario de policía. No me moveré de aquí.

No pude obtener de ella más que esta confesión: "He disparado sobre mi marido", lo que fue confirmado por el señor Villenave en cuanto se halló en disposición de hablar. Incluso él se negó a hacer otra información.

La acusada no quiso elegir abogado. Yerno de uno de sus amigos, fui nombrado de oficio para su defensa; pero en mis diarias visitas a la cárcel no pude conseguir lo más mínimo de aquella obstinada mujer.

Las más absurdas historias corrían por la ciudad con respecto a ella. En cuanto a mí, no dudé de su inocencia desde el primer día. Ella había aceptado toda la responsabilidad, y el marido, que la amaba, toleraba la acusación que ella se hacía. ¡Ah, el olfato de los hombres que no son amados para descubrir la pasión en otro! Aquella mujer se hallaba enteramente poseída por el amor conyugal. No había disparado sobre su marido. ¿Le había amparado con su cuerpo para defenderle de algún amante desengañado? Nadie había entrado en la casa desde la víspera. No había amistad alguna que frecuentase aquella casa… En fin, no voy ahora a contarte esta vieja historia.

Hasta la mañana del día en que debía actuar ante el tribunal decidí mantenerme en una actitud negativa y demostrar solamente que la señora Villenave no podía haber cometido el crimen de que se le acusaba. Y en el último minuto, ante la declaración del joven Yves, su hijo, o, mejor dicho (porque la declaración fue insignificante y no aportó luz al esclarecimiento del hecho), ante la mirada suplicante e imperiosa de su madre hasta el momento en que el hijo abandonó el lugar destinado a los testigos, y la especie de consuelo que ella demostró entonces, se desgarró súbitamente el velo: denuncié al hijo, a aquel adolescente enfermo, celoso de su padre demasiado amado. Con apasionada lógica, llevé a cabo aquella improvisación, hoy famosa, en la que, según confiesa, el profesor F. ha hallado el fundamento esencial de su sistema y ha renovado, a la vez, la psicología de la adolescencia y la terapéutica de los neuróticos.

Si echo mano de este recuerdo, mi querida Isa, no es porque cedo a la esperanza de suscitar, al cabo de cuarenta años, una admiración que tú no sentiste en el momento de mi triunfo, cuando los periódicos de ambos mundos publicaron mi fotografía. Pero al mismo tiempo que tu indiferencia en esa hora solemne de mi carrera me daba la medida de mi abandono y mi soledad, durante semanas tuve ante mis ojos, entre los cuatro muros de una celda, a aquella mujer que se sacrificaba, más que por salvar a su propio hijo, para salvar al hijo de su marido, al heredero de su nombre. Era él, la víctima, quien le había suplicado:

– Acúsate.

Y ella había llevado su amor hasta el extremo de hacer creer al mundo que era una criminal, que ella era la asesina del único ser a quien amaba. La había impulsado el amor conyugal, no el amor materno… (Y los hechos lo han demostrado: se ha separado de su hijo y bajo diversos pretextos ha vivido siempre alejada de él). Yo hubiera podido ser un hombre amado como Villenave. También a él le vi muchas veces durante el proceso. ¿Qué poseía más que yo? Era muy bello, de buena familia, sin duda, pero no debía de ser muy inteligente. Su actitud hostil hacia mí, después del proceso, lo ha demostrado sobradamente. Y yo, yo poseía una especie de genio. Si en aquel momento hubiese tenido a una mujer que me hubiera amado, ¿hasta dónde hubiese podido llegar? Uno solo no puede conservar la fe en sí mismo. Es necesario que poseamos un testigo de nuestra fuerza; alguien que señale los golpes, que lleve la cuenta de los puntos, que nos corone en el día de la recompensa, como en otro tiempo, cuando en la distribución de premios, cargado de libros, buscaba entre la gente los ojos de mi madre y, al son de una música militar, depositaba ella los laureles de oro sobre mi tierna cabeza pelada.

En la época del asunto Villenave, mi madre comenzó a apagarse. Me di cuenta poco a poco. El interés que tenía por un gozque negro, que ladraba furiosamente en cuanto yo me acercaba, fue el primer signo de su decadencia. Apenas se hablaba en cada visita de otra cosa que de este animal. Y ella no escuchaba lo que yo le contaba de mí.

Por otra parte, mi madre no hubiera podido reemplazar el amor que me hubiese salvado en esa caída de mi existencia. Me había legado su vicio de amar demasiado al dinero; tenía esta pasión en la sangre. Hubiera hecho uso de todos sus esfuerzos para mantenerme en una profesión donde, como ella decía, "ganase mucho". Cuando me atrajo la literatura, cuando fui solicitado por los periódicos y las grandes revistas, cuando los partidos de izquierda me ofrecieron una candidatura en La Bastide -el que me reemplazó fue elegido sin dificultad-, resistí a mi ambición porque no quería renunciar a "ganar mucho".

También éste era tu deseo, y me habías dado a entender que no abandonarías la provincia. Una mujer que me hubiese amado hubiera deseado mi gloria. Me habría enseñado que el arte de vivir consiste en sacrificar una baja pasión por una más alta. Los periodistas imbéciles, que aparentan indignarse porque tal o cual abogado se aprovecha de ser diputado o ministro para buscar algunas provechosas minutas, procederían mejor admirando la conducta de aquellos que han sabido establecer entre sus pasiones una jerarquía inteligente, y que han preferido la gloria política a los asuntos más beneficiosos. El defecto de que tú me hubieras curado, si me hubieses querido, era el de no colocar nada por encima del beneficio inmediato, de ser incapaz de dejar la pequeña y mediocre presa de los honorarios por la sombra del poder, porque no hay sombra sin realidad: la misma sombra es una realidad. Pero, ¡bah! Yo no tenía más que el consuelo de "ganar mucho", como el tendero de la esquina.

He aquí lo que me queda: cuanto he ganado a lo largo de esos años horribles, ese dinero del cual tenéis la locura de querer despojarme. ¡Ah! Incluso la idea misma según la cual gozaréis de él a mi muerte me es insoportable. Ya te he dicho al empezar que, al principio, había tomado mis disposiciones para que no os quedara nada. Te he dado a entender que había renunciado a esta venganza… Pero era desconocer ese movimiento de marea que es el odio en mi corazón. Y cuanto más se aleja y me conmuevo… Pero vuelve, y me anega esa oleada cenagosa.

Ahora, después de estas Pascuas, después de esta ofensiva encaminada a despojarme en provecho de vuestro Phili, y cuando he vuelto a ver completa a esa jauría familiar sentada en corro ante la puerta y espiándome, me obsesionan las particiones, esas particiones que os lanzarán a unos contra otros; porque vosotros os pelearéis como perros en torno a mis tierras y a mis valores. Las tierras serán vuestras, pero los valores no existen. Aquéllos de que os he hablado al principio de estas páginas los vendí la semana pasada a su más alta cotización. Ahora han comenzado a bajar. Todos los buques zozobran cuando los abandono; no me engaño jamás. Los millones líquidos los tendréis también; los tendréis si yo quiero. Hay días en que decido que no encontréis un céntimo.

Oigo vuestro rebaño cuchicheando al subir por la escalera. Os detenéis; habláis sin temor de que me despierte -se da por sentado que soy sordo-; veo bajo la puerta el resplandor de vuestras bujías. Reconozco la voz de falsete de Phili -diríase que aun la está cambiando- y, de pronto, las risas ahogadas, los cloqueos de las mujeres. Tú les regañas, les dices:

– Os aseguro que no duerme…

Te acercas a mi puerta y escuchas; miras por el ojo de la cerradura; mi lámpara me denuncia. Te vuelves a la jauría. Seguramente les dices, susurrando:

– Aun está despierto; os escucha…

Y se alejan todos, andando de puntillas. Crujen los peldaños de la escalera. Una a una se cierran las puertas. En la noche de Pascua, la casa se ha llenado de parejas. Y yo podría ser el tronco vivo de esas jóvenes ramas. La mayor parte de los padres son amados. Tú eres mi enemiga, y mis hijos se han pasado al enemigo.

Hay que afrontar esta guerra. No tengo fuerzas para escribir. Y, sin embargo, no quiero acostarme, tenderme, ni cuando el estado de mi corazón lo requiere. A mi edad, el sueño atrae la atención de la muerte; y es preciso no parecer muerto. Mientras permanezco de pie, parece como si ella no pudiese venir. ¿Acaso lo que más temo es la angustia física, la angustia del último estertor? No, es que la muerte es lo que no existe, lo que no se puede expresar más que por signos.

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