Capítulo once

Esta noche me despertó un ahogo. Hube de levantarme y arrastrarme hasta mi butaca, y, entre el estrépito de un viento enloquecido, he releído estas últimas páginas y me he quedado perplejo por las miserias mías que ellas aclaran. Antes de continuar me acodé sobre el alféizar. El viento se había calmado. Cálese dormía sin un soplo de aire y bajo un cielo estrellado. De pronto, hacia las tres de la madrugada, volvió la borrasca, con truenos y pesadas y heladas gotas de lluvia. Producían tal ruido sobre las tejas que tuve miedo de que granizara. Creí que mi corazón iba a dejar de latir.

Apenas "apunta la uva" en los viñedos. La cosecha próxima cubre los ribazos; pero parece estar allí como esos jóvenes animales que el cazador amarra y abandona en la obscuridad para atraer a las fieras; nubarrones que braman rondan en torno a las viñas que se ofrecen.

¿Qué me importa ahora la recolección? No puedo cosechar nada en el mundo. Tan sólo puedo conocerme un poco mejor. Escucha, Isa. Descubrirás entre mis papeles, después de mi muerte, mis últimas voluntades. Datan de los meses que siguieron a la muerte de María, cuando estaba enfermo y te preocupabas a causa de los hijos. Encontrarás una profesión de fe concebida más o menos en estos términos:

"Si es que acepto en el momento de mi muerte el ministerio de un sacerdote, protesto de antemano, en plena lucidez, contra el abuso que se habrá hecho de mi debilidad intelectual y física para obtener de mí lo que mi razón rechaza."

Pues bien, te debo esta confesión: al contrario, cuando me miro, como estoy haciendo desde hace dos años, con una atención mayor que mi disgusto, es cuando me doy cuenta de la mayor lucidez de mis sentidos, cuando la tentación cristiana me atormenta. No puedo negar que existe un camino en mí que podría conducirme a tu Dios. Si alcanzara a agradarme a mí mismo, combatiría mejor esta exigencia. Si pudiera despreciarme sin segunda intención, la razón sería comprendida para siempre. Pero la dureza del hombre que soy, la horrible desnudez de su corazón, ese don que posee de inspirar el odio y de crear un desierto en torno suyo, nada de todo esto puede hacer prevalecer la esperanza…

¿Quieres creerme, Isa? Acaso tu Dios no vino por vosotros, los justos, sino por los que son como yo. Tú no me conocías, no sabías quién era. Las páginas que acabas de leer, ¿acaso me han hecho a tus ojos menos horrible? Tú ves, sin embargo, que existe en mí una fibra secreta, aquella que hacía vibrar María con sólo acurrucarse en mis brazos, y también el pequeño Lucas, los domingos, cuando, de regreso de misa, se sentaba en el banco que hay frente a la casa y contemplaba la pradera.

¡Oh! No creas, sobre todo, que tengo de mí una idea demasiado elevada. Conozco mi corazón, este corazón, este nudo de víboras. Ahogado por ellas, saturado de su veneno, continúa latiendo por encima de ese hervidero. Nudo de víboras imposible de desanudar, que será necesario romper de un navajazo, de una cuchillada: "Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra” [1].

Es posible que mañana reniegue de lo que te confío ahora, como he renegado esta noche de mis últimas voluntades de hace treinta años. Parece que he odiado, con un aborrecimiento que puede ser expiado, todo lo que tú profesabas, y no puedo menos de odiar a todos aquellos que se declaran cristianos; pero, ¿no es cierto que muchos aminoran una esperanza, desfiguran un rostro, ese Rostro, esa Faz? ¿Con qué derecho, me preguntarás, puedo juzgarlos yo, que soy abominable? Isa, ¿no hay en mi ignominia algo que se parece, aunque no comprenda su virtud, al Signo que tú adoras? Esto que escribo es, sin duda, a tus ojos, una horrible blasfemia. Tendrías que probármelo. ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me has hablado jamás? ¿No habrá, tal vez, una palabra tuya capaz de partirme el corazón? Me parece que esta noche no es demasiado tarde para volver a empezar nuestra vida.

¿Y si no esperara a morir para entregarte estas páginas? ¿Y si te conjurara, en nombre de Dios, para que las leyeras hasta el final? ¿Y si yo acechara el momento en que hubieras acabado su lectura? ¿Y si te viera entrar en mi alcoba con el rostro bañado en lágrimas? ¿Y si me abrieras los brazos? ¿Y si te pidiera perdón? ¿Y si cayéramos de rodillas, uno ante otro?

Parece que ha terminado la tempestad. Parpadean las últimas estrellas. He creído que volvería a llover, pero son las hojas, que escurren las gotas de lluvia. ¿Me ahogaré si me acuesto? Sin embargo, no puedo escribir, y suelto la pluma y dejo caer la cabeza sobre la dura carpeta…

Un silbido animal, luego un estruendo terrible, al mismo tiempo que un relámpago llenando por completo el cielo. En el pánico silencio que ha seguido, estallan las bombas sobre los ribazos, las bombas que lanzan los viñadores para despejar las nubes de granizo o para que se deshagan en agua. Brillan los cohetes en ese rincón de tinieblas donde Barsac y Sauternes tiemblan en la espera de la desgracia. La campana de San Vicente, que ha alejado el granizo, toca a rebato, como alguien que canta en la noche porque tiene miedo. Y, de pronto, sobre las tejas, el rumor como de un puñado de guijarros lanzado sobre ellas. El pedrisco. Momentos antes me hubiera abalanzado a la ventana. Oigo cerrar los postigos de las habitaciones. Le preguntas gritando a un hombre que atraviesa corriendo el patio:

– ¿Es grave? Y él contesta:

– Felizmente está mezclado con lluvia, pero cae con ganas.

Un niño, asustado, corre descalzo por el pasillo. Por costumbre, calculo: "Cien mil francos perdidos"…, pero no me he movido. En otro tiempo, nada me impidió salir, como aquella noche en que me encontré en medio del viñedo en zapatillas, con una vela apagada en la mano y recibiendo la granizada sobre mi cabeza. Un profundo instinto campesino me impulsaba hacia adelante, como si quisiera tenderme y cubrir con mi cuerpo las cepas apedreadas. Pero esta noche me he vuelto un extraño para lo que era mi bien, en el amplio sentido de la palabra. En fin, carezco de interés por las cosas. No sé qué, no sé qué me ha despegado, Isa; se han roto las amarras; voy a la deriva. ¿Qué fuerza me arrastra? ¿Es una fuerza ciega? ¿Un amor? Puede que un amor…

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