Capítulo primero

Te asombrará descubrir esta carta en mi arca, sobre un paquete de acciones. Tal vez hubiera sido mejor confiarla a un notario que te la hubiese entregado después de mi muerte; o bien guardarla en el cajón de mi escritorio, lo primero que forzarán los AUTHOR hijos cuando haya empezado a enfriarme. Pero ocurre que, durante años, he rehecho en espíritu esta carta y la imaginaba siempre, en mis insomnios, destacándose sobre el estante del arca, de un arca vacía que no contenía otra cosa que esta venganza, elaborada durante casi medio siglo. Tranquilízate; por otra parte, ya te has tranquilizado: "Las acciones están ahí". Me parece oír esta frase, en el vestíbulo, al regreso del Banco. Sí. Llamarás a los hijos, a través de tu velo negro: "Las acciones están ahí".

Ha faltado muy poco para que ellas no se encontraran "ahí", y yo había tomado bien mis medidas. Si hubiese querido, hoy os encontraríais despojados de todo, salvo de la casa y las tierras. Habéis tenido la suerte de que yo sobreviviera a mi odio. Durante mucho tiempo he creído que mi odio era lo que había más vivo en mí. Y he aquí que hoy, al menos, no lo siento. El anciano en que me he convertido apenas si representa al furioso enfermo que había sido poco antes y que pasaba las noches combinando sólo su venganza -esa bomba que había de estallar más tarde y que yo había montado con una minuciosidad de la que me sentía orgulloso-, pero buscando el medio de poder gozarme de ella.

Hubiese querido vivir mucho para ver vuestras cabezas de regreso del Banco. Se trataba de no facilitarte demasiado pronto el medio de abrir el arca, sino lo suficientemente tarde para gozar de esa última alegría de oír vuestras preguntas desesperadas: "¿Dónde están las acciones?" Y me parecía, entonces, que la más atroz agonía no había de impedirme ese placer. Sí, yo he sido un hombre capaz de calcular tales cosas. ¿Cómo llegué a esto, yo, que no he sido un monstruo?

Son las cuatro y la bandeja de mi almuerzo y los platos sucios sobre la mesa atraen a las moscas. He llamado en vano; en el campo no funcionan las campanillas. Espero sin impaciencia en esta habitación donde he dormido de niño; donde, sin duda, he de morir. El día en que esto ocurra, el primer pensamiento de nuestra hija Genoveva será el de reclamar para los hijos. Yo ocupo solo la habitación más grande, la mejor acondicionada. Hacedme la justicia de reconocer que he ofrecido a Genoveva cederle este sitio y que lo hubiese hecho sin tener en cuenta al doctor Lacaze, que no admite para mis bronquios la atmósfera húmeda del piso bajo. Sin duda, yo hubiera consentido en ello, pero con tal rencor que es mejor que me lo hayan impedido. He pasado toda mi vida llevando a cabo toda suerte de sacrificios, cuyo recuerdo me envenenaba, y alimentaba y acrecentaba esta especie de rencores que el tiempo ha fortalecido.

El gusto por las rencillas es una herencia familiar. Mi padre -se lo oí decir a mi madre con frecuencia- estaba reñido con sus progenitores, quienes, a su vez, murieron sin haber vuelto a ver a su hija, expulsada de casa antes de que hubiese cumplido los treinta años. Ella se había puesto de parte de aquellos primos marselleses a quienes no conocíamos. Jamás hemos sabido las razones de toda esta cizaña, pero hacíamos nuestro el odio de nuestros ascendientes. Y todavía hoy volvería la espalda a uno de esos pequeños primos de Marsella si lo encontrase. No se puede ver a los padres distanciados, ni tampoco a los hijos ni a la mujer. Realmente, no faltan las familias unidas; pero cuando se piensa en la cantidad de ellas en que dos seres se exasperan, se disgustan en torno a la misma mesa, al mismo lavabo y bajo las mismas sábanas, es extraordinario el escaso número de divorcios. Se detestan y no pueden huir del fondo de esas casas…

¿Qué significa esta fiebre de escribir que me ha atacado hoy, aniversario de mi nacimiento? Cumplo sesenta y ocho años y estoy solo para saberlo. Genoveva, Huberto y sus hijos han tenido siempre, en cada cumpleaños suyo, el pastel, las velillas y las flores… Si nada te doy para tu fiesta, al cabo de los años, no es porque la haya olvidado, sino por venganza. Basta… El último ramillete que recibí en un día como éste lo hizo mi madre con sus deformadas manos. Una vez más, a pesar de su corazón enfermo, había ido a rastras hasta la avenida de los rosales…

¿Dónde estaba? Sí; te preguntas por esta súbita furia de escribir; "furia", es ésa la palabra. Puedes comprobarlo en mi caligrafía, en estas letras curvadas en el papel como se curvan los pinos bajo el viento del Oeste. Escucha: te he hablado en principio de una venganza largo tiempo meditada y a la cual renuncio. Mas algo hay en ti, algo de ti sobre lo que yo quiero triunfar, y es tu silencio. ¡Oh! Compréndeme. Tienes mucha palabrería y puedes discutir largas horas con Cazau, lo mismo de aves que de huertos. Con los niños, incluso con los más pequeños, charlas y dices tonterías durante días enteros. ¡Ah! Esas comidas de las que salía yo con la cabeza vacía, preocupado por mis asuntos, por mis inquietudes, de las cuales a nadie podía hablar… Sobre todo a partir del asunto Villenave, cuando me convertí de pronto en un gran abogado de lo criminal, como dicen los periódicos. Cuanto más me inclinaba a creer en mi importancia, más me dabas tú la sensación de mi nada… Pero no, no se trata todavía de esto; de lo que quiero vengarme es de una especie de silencio, del silencio en que te obstinas con respecto a nuestra casa, a nuestro desacuerdo profundo. ¡Cuántas veces, en el teatro, o leyendo una novela, me he preguntado si existen en la vida amantes y esposas que "hagan escenas", que se confíen claramente y que hallen un consuelo en confiarse!

Durante estos cuarenta años en que hemos sufrido hombro a hombro, tú has hallado siempre la fortaleza necesaria para evitar toda palabra un poco profunda, has cambiado siempre de conversación.

He creído mucho tiempo en un sistema, en la adopción de una actitud cuya razón se escapó a mis ojos, hasta el día en que comprendí, sencillamente, que no te interesaba nada de esto. Estaba tan lejos de tus preocupaciones que te evadías no por el terror, sino por fastidio. Eras muy hábil olfateando el viento, me veías llegar a distancia; y si yo me acercaba a ti por sorpresa, hallabas fáciles escapatorias, o bien me dabas una pequeña palmada en la mejilla, me besabas y te ibas luego.

Podría temer, sin duda, que rompieras esta carta en cuanto hubieses leído las primeras líneas. Pero no, porque al cabo de varios meses te asombro y te intrigo. A poco que te hubieses fijado en mí, ¿cómo no habrías notado un cambio en mi humor? Sí, tengo confianza esta vez en que no habrás de evadirte. Quiero que sepas, quiero que sepáis tú, tu hijo, tu hija, tu yerno y tus nietos, quién era ese hombre que vivía solo frente a vuestro grupo estrechamente cerrado; ese abogado lleno de fatiga a quien había que cuidar porque era el amo del dinero, pero que sufría en otro planeta. ¿En qué planeta? Jamás quisiste ir a verle. Tranquilízate; no trato de hacer aquí mi elogio fúnebre, escrito prematuramente por mí mismo, sino una requisitoria contra vosotros. La dominante característica de mi naturaleza, y que hubiera interesado a otra mujer distinta de ti, es mi espantosa lucidez.

Esta habilidad en engañarse a uno mismo, que ayuda a vivir a la mayor parte de los hombres, me ha faltado siempre a mí. Jamás he gustado nada vil que no haya conocido primero…

No he tenido más remedio que interrumpir…; no me han traído aún la lámpara; no han venido a cerrar las contraventanas. Contemplaba el tejado de las bodegas, cuyas tejas conservan la presencia de los colores vivos de las flores o los trinos de los pájaros. Escuchaba a los tordos en la yedra del álamo carolino, el rumor producido por una barrica que rodaba. Es una suerte aguardar a morir en el único lugar del mundo donde todo se conserva igual a mis recuerdos. Sólo el zumbido del motor reemplaza al chirrido de la noria a la que daba vueltas una mula. También hay ese horrible avión postal que anuncia la hora de merendar y ensucia el cielo. No les acontece a muchos hombres hallar en la realidad, al alcance de su vista, ese mundo que la mayoría no descubre más que en sí mismos, cuando tienen el valor y la paciencia de acordarse. Yo pongo mi mano sobre mi pecho y palpo mi corazón. Contemplo el armario de luna donde se encuentran, en un rincón, la jeringuilla hipodérmica y la ampolla de nitrato amílico, todo lo que bastaría en caso de crisis. ¿Me oirían si los llamase? Quieren que sea una falsa angina de pecho; tratan mucho menos de persuadirme que de convencerse a sí mismos para poder dormir tranquilos. Respiro ahora. Diríase que una mano se ha posado sobre mi hombro izquierdo, que lo inmoviliza en una falsa posición, como haría alguien que no quisiera que yo lo olvidara. En mi caso, la muerte no vendrá subrepticiamente. Se mueve en torno a mí desde hace años, la escucho; noto su aliento; es paciente conmigo, que no la desafío y que me someto a la disciplina que impone su proximidad. Me dispongo a morir, vestido con la bata, la vestimenta de los grandes enfermos incurables, en una butaca de orejas donde mi madre aguardó su fin; sentado como ella, cerca de una mesa llena de frascos con medicinas, sin afeitar, maloliente y esclavo de numerosas manías repugnantes. Pero no os confiéis: consigo rehacerme después de mi crisis. El procurador Bourru, que me creía muerto, me ve de nuevo revivir, y durante horas tengo, en los sótanos de los bancos, la fuerza suficiente para cortar yo mismo mis cupones.

Es necesario que viva el tiempo suficiente para poder terminar esta confesión, para obligarte, en fin, a que me escuches; a que me escuches tú, con quien durante varios años he compartido mi lecho, tú, que nunca has dejado de decirme por la noche, en cuanto me acercaba:

Tengo mucho sueño, me estoy durmiendo; me duermo…

Y lo que apartabas de ese modo eran más mis palabras que mis caricias.

Cierto es que nuestra desgracia nació en esas conversaciones interminables en que nosotros, jóvenes esposos, nos complacíamos. Dos niños: yo tenía veintitrés años; tú dieciocho, y tal vez el amor fuera para nosotros un placer menor que esas confidencias, esos abandonos. Como en las pueriles amistades, nos habíamos jurado decírnoslo todo. Yo, que tenía tan poco que poder confiarte, me veía obligado a embellecerlo con miserables aventuras; no dudaba de que tú estabas tan desprovista como yo. Incluso no había supuesto que nunca hubieses podido pronunciar otro nombre de muchacho antes que el mío; no lo creí hasta la noche…

Era en esta misma alcoba donde ahora escribo. Ha variado el papel de las paredes; pero los muebles de caoba continúan en el mismo sitio. Sobre la mesa había un jarro de cristal opalino y este juego de té, ganado en una rifa. El claro de luna iluminaba la estera. El viento del Sur, que atraviesa los eriales, traía hasta nuestro lecho el olor de un incendio.

Rodolfo, el nombre de ese amigo de quien me habías hablado con frecuencia y siempre en las tinieblas de nuestra alcoba, como si su imagen estuviera presente entre nosotros en las horas de nuestra más profunda unión, volvió a ser pronunciado por ti aquella noche. ¿Lo has olvidado? Pero esto no era bastante para ti.

Hay muchas cosas, querido, que hubiese deseado contarte antes de nuestros esponsales. Hubiera sentido remordimientos no contándotelo… ¡Oh! Nada grave, te lo aseguro…

No me preocupaba nada y no hice lo más mínimo para que me lo confesases. Pero prodigabas tus confesiones con una complacencia que desde un principio me molestó. No cedías ante ningún escrúpulo, no obedecías a ningún sentimiento de delicadeza hacia mí, como tú me decías y como, por otra parte, creías.

No, te embriagabas en un recuerdo delicioso, no podías contenerte. Tal vez presintieras en todo aquello una especie de amenaza para nuestra felicidad, pero, como se dice vulgarmente, era más fuerte que tú. No dependía de tu voluntad el que la sombra de ese Rodolfo dejara de flotar en torno a nuestro lecho.

Sobre todo, no hay que creer que nuestra desdicha se haya originado en los celos. Yo, que había de convertirme más tarde en un celoso enloquecido, no había experimentado nada que atrajera sobre mí esta pasión en aquella noche de verano de que te hablo, una noche del año 85, en que me confesabas que habías sido en Aix, durante las vacaciones, la novia de ese muchacho desconocido.

Cuando pienso que al cabo de cuarenta y cinco años me ha sido dado poder explicarme todo eso… Pero, ¿leerás solamente tú mi carta? Todo esto te interesa tan poco… Todo lo que se refiere a mí te molesta. Ya los niños te impedían verme y escucharme; pero en cuanto nacieron los nietos… ¡Mucho peor! Intento esta última oportunidad. Tal vez muerto tenga más poder sobre ti que en vida. Por lo menos, en los primeros días. Por algunas semanas ocuparé de nuevo un lugar en tu existencia. Por deber leerás estas páginas hasta el fin. Tengo necesidad de creerlo. Lo creo.

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