Capítulo séptimo

Mientras nuestros tres hijos permanecieron en el limbo de la primera infancia, se mantuvo velada nuestra enemistad; la atmósfera era pesada en nuestra casa. Tu indiferencia hacia mí, tu despego por todo lo que me concernía, te impedían sufrir y sentirla. Además, yo no estaba presente. Almorzaba solo, a las once, para llegar al Palacio de Justicia antes del mediodía. Mis asuntos requerían toda mi atención, y tú ya sabes en qué gastaba el poco tiempo de que podía disponer en familia. ¿Por qué esa intemperancia horriblemente sencilla, despojada de todo lo que, por costumbre, le sirve de excusa, reducida a su puro horror, sin sombra de sentimiento, sin la más pequeña y falsa apariencia de ternura? Yo hubiera podido hallar satisfacción en esas aventuras que el mundo admira. Un abogado de mi edad, ¿no hubiese podido conocer, acaso, ciertas insinuaciones? Prescindiendo del hombre de negocios, muchas mujeres jóvenes habrían deseado excitar al hombre… Pero yo había perdido la fe en las criaturas, o, más que nada, en mi poder de gustar a alguna de ellas. A simple vista descubría el interés que animaba a aquellas cuya complicidad sentía y cuya llamada no dejaba de advertir. La idea preconcebida de que todas buscaban el procedimiento de asegurarse una posición helaba mis sentimientos. ¿Por qué no confesar que a la certidumbre trágica de ser una persona a quien no se ama se añadía la desconfianza del rico que le asusta ser engañado y teme que le exploten? Yo te había "pensionado" ya, y me conocías demasiado para esperar un céntimo más de la suma fijada. Por otra parte, ésta estaba ya bien redondeada y nunca sobrepasabas su cifra. Por este lado no sentía temor alguno. Pero, ¡las demás mujeres! Yo era de esos imbéciles que se convencen de que existen, por una parte, las amantes desinteresadas y, por otra, las taimadas que no buscan más que dinero. Como si en la mayor parte de las mujeres la inclinación amorosa no se diera la mano con la necesidad de ser sostenidas, protegidas y mimadas… A los sesenta y ocho años veo de nuevo, con una lucidez que en determinadas horas me haría aullar, todo lo que he rechazado, no por virtud, sino por desconfianza y roñería. Las únicas relaciones esbozadas se torcían bruscamente, sea porque mi receloso espíritu interpretase mal la más inocente demanda, sea porque me hicieran odioso esas manías que tú conoces demasiado bien; esas discusiones en el restaurante o con los cocheros cuando se trataba de propinas. Me gusta saber de antemano lo que debo pagar. Me gusta que todo tenga su tarifa. ¿Me atrevería a confesar esta vergüenza? Lo que más me seducía en mis aventuras era, tal vez, que fuesen a precio fijo. Pero en un hombre así, ¿qué nexo podría subsistir entre el deseo del corazón y el placer? Nunca supuse que los deseos del corazón pudieran satisfacerse; los ahogaba apenas nacidos. Me había convertido en un maestro en el arte de destruir todo sentimiento en ese minuto exacto en que la voluntad desempeña un papel decisivo en el amor, cuando, al borde de la pasión, nos hallamos aún en libertad de abandonarla o lanzarnos a ella. Me inclinaba por lo más sencillo, por lo que se obtiene mediante una tarifa convenida. No me gusta que se me saque el dinero, pero pago lo que debo. Criticáis mi avaricia, pero esto no impide que no me guste tener deudas; lo pago todo al contado. Mis proveedores lo saben y me bendicen. No puedo soportar la idea de dejar a deber la menor suma. Así he comprendido "el amor": dando, dando… ¡Qué asco!

No, yo convengo el precio; me enlodo a mí mismo; he amado, y tal vez haya sido amado… En 1909, en el atardecer de mi juventud… ¿Por qué pasar en silencio esta aventura? Tú la has conocido, supiste acordarte de ella el día en que me obligaste a concretar mi actitud.

Yo había salvado a aquella pequeña institutriz; la perseguían por infanticidio. Primero, ella se me entregó por gratitud; después… Sí, sí, yo conocí el amor aquel año; mi insaciabilidad hizo que se perdiera todo. No era mucho mantenerla en la penuria, casi en la miseria; era necesario que estuviese siempre a mi disposición, que no viese a nadie, que pudiera tomarla, dejarla, volverla a ver, según mi capricho y durante mis ratos de ocio. Era un objeto mío. Mi afán de poseer, de usar y abusar se extiende a los seres humanos. Hubiera necesitado esclavos. Una sola vez creí haber hallado a esa víctima en la medida de mis exigencias. Vigilaba hasta sus miradas… Pero he olvidado mi promesa de no entretenerte con estas cosas. Se fue a París; no podía mas.

– Si sólo fuéramos nosotros los que no te comprenden -me has repetido con frecuencia-, pero todos te temen y te huyen, Luis. Ya lo ves.

Ya lo veía… En el Palacio de Justicia he sido siempre un solitario. Me eligieron lo más tarde que les fue posible para la Junta del Colegio de Abogados. Después de haberme precedido tanto cretino, yo no deseaba el decanato. En el fondo, ¿lo he deseado alguna vez? Me hubiese visto obligado a figurar, a recibir. Son honores que cuestan muy caros; no vale la pena. Tú sí que lo querías, lo deseabas por los niños. Jamás has querido nada por mí mismo.

– Hazlo por los niños…

El año que siguió a nuestro matrimonio sufrió tu padre su primer ataque, y nos fue cerrado el castillo de Cenon. En seguida adoptaste Cálese. De mí no has aceptado realmente más que mis tierras. Has arraigado en mi suelo sin que nuestras raíces pudieran juntarse. Tus hijos han pasado en esta casa, en este jardín, todas sus vacaciones. Aquí murió nuestra pequeña María, y su muerte no te produjo el horror que debía haberte causado; a la alcoba en que ella sufrió tanto le has concedido un carácter sagrado. Aquí has empollado a tus crías, aquí has cuidado sus enfermedades, aquí has velado cerca de las cunas y aquí has "hecho media" con las amas y las institutrices. En las cuerdas tendidas entre estos manzanos se secaron las pequeñas prendas de ropa de María, toda aquella cándida colada. En este salón, el abate Ardouin reunía a los niños en torno al piano y les hacía cantar a coro, aunque no siempre salmos para evitar mi cólera.

Aquellas tardes de verano, fumando ante la casa, oía a sus voces puras esta tonada de Lulli: ¡Ah, estos bosques, estas rosas, estas fuentes…! Tranquila felicidad de la que me sabía excluido, zona de pureza y de sueño que me había sido prohibida. Apacible amor, ola adormecida que moría a algunos pasos de mi roca.

Cuando entraba en el salón se callaban las voces. Toda conversación se interrumpía al acercarme. Genoveva se alejaba con un libro. Solamente María no me tenía miedo. La llamaba y acudía a mi lado. La estrechaba a la fuerza entre mis brazos, pero la niña se refugiaba en ellos con gusto. Oía latir su corazón de pájaro; Apenas la soltaba, volaba hasta el jardín… ¡María!

No tardó en preocuparles a los niños mi ausencia a la mesa y mi chuleta de los viernes. Pero la lucha entre nosotros dos, bajo sus miradas, conoció tan sólo muy pocos resplandores terribles, en los que yo era frecuentemente derrotado. Cada derrota era seguida de una lucha subterránea. Cálese fue el escenario, porque yo no estaba nunca en la ciudad. Pero las vacaciones del Palacio de Justicia coincidían con las del colegio. Agosto y septiembre nos reunían aquí.

Recuerdo el día en que chocamos de frente, a propósito de una tontería que había dicho yo cuando Genoveva recitaba su lección de Historia Sagrada. Reclamé mi derecho de defender el espíritu de mis hijos y tú me opusiste el deber de proteger sus almas. Había sido ya derrotado una vez, cuando acepté que Huberto estudiara en los Jesuítas y las niñas en el Sagrado Corazón. Había cedido al prestigio que han guardado siempre a mis ojos las tradiciones de la familia Fondaudége. Pero tenía la sed del desquite; y lo que más me importaba aquel día era tocar lo que podía sacarte de quicio, obligarte a salir de tu indiferencia y prestarme tu atención, aun cuando fuera a pesar de tu odio. Había encontrado al cabo un lugar donde enfrentarnos. En fin, te obligué a llegar a las manos. La irreligión no había sido para mí sino una forma vacía donde habían resbalado mis humillaciones de pequeño campesino enriquecido, despreciado por sus camaradas burgueses. Yo la llenaba ahora con mi decepción amorosa y con un rencor casi infinito.

La disputa se encendió durante el almuerzo. Te pregunté qué placer podría experimentar el Ser eterno viéndote comer una tortilla de salmón en lugar de carne cocida. Abandonaste la mesa. Recuerdo la mirada de nuestros hijos. Me reuní contigo en tu habitación. Tenías los ojos secos. Me hablaste con la mayor calma. Comprendí aquella vez que tu atención no se había apartado de mi vida tanto como yo había creído. Tenías en la mano unos escritos en los cuales se estudiaba la forma de obtener nuestra separación.

– He permanecido a tu lado sólo por los niños. Pero si tu presencia ha de ser una amenaza para sus almas, no vacilaré un momento.

No, tú no hubieras vacilado en dejarme, ni a mí ni a mi dinero. Por interesada que fueras, hubieras aceptado cualquier sacrificio con tal de conservar intacta en esos niños la integridad del Dogma, ese conjunto de costumbres, de fórmulas…, esa locura.

No había recibido aún la carta llena de injurias que me dirigiste después de la muerte de María.

Tú eras la más fuerte. Por otra parte, mi posición se hubiese conmovido peligrosamente ante un pleito entre nosotros. En aquella época, y en provincias, la sociedad no se divertía aún con cosas como ésta. El revuelo se había levantado ya cuando supieron que yo era francmasón: mis ideas me situaban al margen del mundo. Sin el prestigio de tu familia me hubiesen hecho mucho daño. Y, sobre todo…, en caso de separación hubiera sido necesario devolver las "Suez" de tu dote. Me había acostumbrado a considerar tales acciones como si fueran mías. La idea de tener que renunciar a ellas era para mí horrible. Esto sin tener en cuenta la renta que nos pasaba tu padre…

Me rendí y acepté todas tus exigencias, pero decidí consagrar mis horas libres a la conquista de los niños. Tomé esta decisión a principios de agosto de 1896; esos tristes y ardientes estíos de otro tiempo se confunden en mi espíritu, y los recuerdos que anoto aquí comprenden casi cinco años, de 1895 a 1900.

No creía que fuera difícil hacerme con los niños. Contaba con el prestigio de padre de familia y con mi inteligencia. Suponía que había de ser para mí un juego atraerme a un muchacho de diez años y a dos niñas. Recuerdo su asombro y su inquietud el día en que les propuse dar un paseo con su padre. Estabas sentada en el patio, bajo un tilo plateado. Y ellos te preguntaron con los ojos.

– Pero, queridos míos, no tenéis por qué pedirme permiso.

Y nos fuimos. ¿Cómo hay que hablar a los niños?

A mí, que estoy acostumbrado a no ceder ante el Ministerio Público, ni ante el defensor ni cuando actúa como acusador privado, ni ante todo un público hostil a quien teme el propio presidente, me intimidan los niños y también la gente del pueblo, incluso esos campesinos de quienes soy hijo. Ante ellos pierdo la serenidad, balbuceo.

Los pequeños eran muy amables conmigo, pero estaban recelosos. Te habías apoderado de antemano de aquellos tres corazones; todos sus resortes los conocías. Era imposible avanzar en ellos sin tu permiso. Demasiado escrupulosa para empequeñecerme a sus ojos, no les habías ocultado que era necesario rezar mucho por el "pobre papá". Hiciera lo que hiciese, yo ocupaba ya un lugar en su sistema del mundo: yo era el pobre papá, por quien había que rezar mucho y de quien era necesario conseguir la conversión. Todo lo que yo pudiese decir o insinuar con respecto a la religión fortalecía la ingenua imagen que ellos se habían formado de mí.

Vivían en un mundo maravilloso, jalonado de fiestas piadosamente celebradas. Tú lo conseguías todo de ellos hablándoles de la primera comunión que acababan de celebrar, o para la que se preparaban. Cuando por la noche cantaban en la escalinata de Cálese, no siempre eran aires de Lulli lo que oía, sino salmos. Veía de lejos vuestro grupo confuso, y al claro de luna distinguía las tres pequeñas figuras de pie. Mis pasos sobre la grava interrumpían los cánticos.

Me despertaba cada domingo el ajetreo de los preparativos para ir a misa. Siempre tenías miedo de faltar a ella. Relinchaban los caballos. Se llamaba a la cocinera, que se había retrasado. Uno de los niños había olvidado su devocionario. Una voz aguda preguntaba:

– ¿Es éste el domingo después de Pentecostés?

Al volver acudían a besarme y me encontraban todavía en el lecho. La pequeña María, que debía de haber rezado por mi salvación todas las oraciones que sabía, me miraba atentamente, con la esperanza, sin duda, de comprobar una ligera mejoría en mi estado espiritual.

Era la única que no me irritaba. Cuando sus dos hermanos mayores adoptaron ya las creencias que tú practicabas, con ese instinto burgués de comodidad que los haría prescindir más tarde de todas las virtudes heroicas, de toda la sublime locura cristiana, en María, por el contrario, había un fervor conmovedor, una ternura espiritual por los criados, por los aparceros y por los pobres. Se decía de ella:

– Dará todo lo que tenga. El dinero no se le quedará en las manos. Todo esto es muy bonito, pero habrá que vigilarla.

Y aun:

– A todos acepta su bondad, incluso a su padre.

Por la noche, llegaba a mis rodillas sin que se la obligase. Una vez se durmió con la cabeza apoyada en mi hombro. Sus rizos cosquilleaban mis mejillas. Me molestaba la inmovilidad y sentía deseos de fumar. Pero, sin embargo, no me moví. Cuando, a las nueve, llegó su niñera a buscarla, yo mismo la subí hasta su alcoba y todos vosotros me mirasteis con estupor, como si fuese la fiera que lamía los pies de los pequeños mártires. Pocos días después, la mañana del 14 de agosto, me dijo María, y tú sabes cómo lo hacen los niños:

– Prométeme hacer lo que yo te pida… Prométemelo primero y te lo diré después…

Me recordó que al día siguiente cantabas tú en la misa de once, y me dijo que sería magnífico que yo fuera a oírte.

– ¡Me lo has prometido! ¡Me lo has prometido! -decía besándome-. ¡Me lo has jurado!

Creyó que el beso que le devolví era de aquiescencia. Estaba enterada toda la casa. Me sentía observado. El señor, que jamás pisaba la iglesia, iría a misa al día siguiente. Era un acontecimiento de gran importancia.

Por la noche me senté a la mesa en un estado de irritación que no pude disimular mucho tiempo. Huberto preguntó no sé qué acerca de Dreyfus. Recuerdo haber protestado furiosamente contra lo que le contestaste. Abandoné la mesa y no volví. Preparé la maleta, y al alba del 15 de agosto tomé el tren de las seis y pasé un día horrible en un Burdeos agobiador y desierto.

Es extraño que después de esto me hayáis vuelto a ver en Cálese. ¿Por qué he pasado siempre mis vacaciones a vuestro lado, en lugar de viajar? Podría imaginar contundentes razones. A decir verdad, se trataba de no hacer un doble gasto. Nunca he creído que fuese posible partir de viaje y prodigar tanto dinero sin haber colgado previamente el puchero y cerrado la casa. No hubiera experimentado placer alguno yendo de un lado a otro, sabiendo que dejaba tras de mí el gasto de una casa. Terminaba, pues, volviendo al pesebre común. Desde el momento en que mi comida se servía en Cálese, ¿cómo era posible ir a alimentarme en otro lugar? Tal era el espíritu de economía que mi madre me había legado y del que yo había hecho una virtud. Volví, pues, pero en tal estado de rencor que ni siquiera María pudo dominarlo. Comencé a emplear contra ti una nueva táctica. Lejos de atacar francamente tus creencias, me cebaba, en las menores circunstancias, tratando de ponerte en contradicción con tu propia fe. ¡Pobre Isa! Confiesa, tan buena cristiana como eres, que jugaba un juego magnífico. Habías olvidado, si es que alguna vez lo supiste, que caridad es sinónimo de amor. Con el mismo nombre englobabas cierto número de deberes hacia los pobres que tú cumplías escrupulosamente con miras a tu eternidad. Reconozco que en esto has cambiado mucho; ahora, naturalmente, te preocupan los cancerosos. Pero entonces, una vez socorridos los pobres, tus pobres, te encontrabas a tus anchas exigiendo lo que te debía la gente que vivía bajo tu dependencia. No cedías lo más mínimo con respecto al deber de las amas de casa, obteniendo el mayor trabajo con el menor dinero posible. Aquella pobre vieja que se pasaba todas las mañanas ante la casa con su carretón de legumbres y a quien tú hubieras socorrido largamente si te hubiese tendido la mano, no te vendía ni siquiera una lechuga sin que tú pusieras a contribución todo tu afán para regatearle unos céntimos de su escaso beneficio.

Los más tímidos ruegos de los criados y de los trabajadores para un aumento de salario te causaban primero estupor y después una indignación cuya vehemencia era tu fuerza y te aseguraba siempre la última palabra. Tenías una especie de genio para demostrar a esa gente que no necesitaba nada. En tus labios, una enumeración indefinida multiplicaba las ventajas de que ellos gozaban:

– Ustedes poseen alojamiento, una barrica de vino, la mitad de un cerdo que alimentan con mis patatas, y un huerto donde coger legumbres.

Los pobres diablos no soñaban con ser tan ricos. Tú asegurabas que tu doncella podía ingresar íntegramente en la Caja de Ahorros los cuarenta francos que le entregas cada mes.

– Le doy todos mis vestidos viejos, mis enaguas, mis zapatos. ¿Para qué le sirve el dinero? Haría regalos a su familia…

Por otra parte, los cuidabas solícitamente si estaban enfermos. No los abandonabas nunca, y reconozco que, en general, eras siempre querida y a menudo incluso amada devotamente por esas gentes que despreciaban a las amas de casa demasiado débiles. Para todas estas cosas profesabas las ideas de tu ambiente y de tu época. Pero jamás habías confesado que las condena el Evangelio.

– ¡Vaya! -decía yo-. Creía que Cristo había dicho…

Te quedabas perpleja, desconcertada, furiosa a causa de los niños. Caías siempre en el lazo:

– No es necesario tomarlo al pie de la letra… -balbucías.

Y yo triunfaba, satisfecho, y te abrumaba con ejemplos para probarte que la santidad consiste precisamente en seguir el Evangelio al pie de la letra. Si tenías la desgracia de protestar diciendo que no eras una santa, te citaba el precepto: "Sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial."

Confiesa, pobre Isa, que yo te he hecho mucho bien a mi manera, y que si hoy día piensas en los cancerosos me lo debes en parte. En esa época, tu amor por los niños acaparaba toda tu atención. Devoraban tus reservas de bondad, de sacrificio. Te impedían ver a los demás hombres. No solamente te habías apartado de mí, sino de todo el mundo. Ni siquiera a Dios podías hablarle de otras cosas que no fueran su salud y su porvenir. En esto tenía yo mi punto fuerte. Te preguntaba si no sería necesario, desde el punto de vista cristiano, desear para ellos todas las cruces, la pobreza y la enfermedad. Me interrumpías inmediatamente:

– No quiero contestarte. Hablas de lo que no sabes.

Pero, para tu desgracia, estaba el preceptor de los niños, un seminarista de veintitrés años, el abate Ardouin, cuyo testimonio yo invocaba implacablemente y a quien intimidaba mucho, porque no le hacía intervenir más que cuando estaba seguro de tener razón, y él era incapaz, en aquella especie de discusiones, de no descubrirme todo su pensamiento. A medida que se desarrollaba el proceso Dreyfus, hallé mil motivos para oponerte al pobre abate:

– Desorganizar el ejército por un miserable judío… -decías.

Esta sola frase desencadenaba mi simulada indignación, y no cejaba hasta haber obligado al abate Ardouin a confesar que un cristiano no puede suscribir la condena de un inocente, aun cuando fuera en beneficio de un país.

Además, no intenté convenceros ni a ti ni a los niños, que no conocíais el asunto más que por las caricaturas de los periódicos. Vosotros constituíais un bloque inquebrantable. Incluso cuando yo tenía razón, no dudabais de que era a fuerza de argucias. Guardabais silencio ante mí. Al acercarme, tal como hoy sucede, cesaban inmediatamente las discusiones. Pero algunas veces no sabíais que me ocultaba tras un macizo de arbustos e intervenía de pronto sin que pudierais batiros en retirada, viéndoos obligados a aceptar el combate.

– Es un buen muchacho -decías, refiriéndote al abate Ardouin-, un verdadero niño que no cree en el mal. Mi marido juega con él como el gato con el ratón. Por esto le soporta, a pesar de su horror a las sotanas.

A decir verdad, había consentido de antemano en la presencia de un preceptor eclesiástico porque ningún seglar hubiera aceptado ciento cincuenta francos por dar clase todas las vacaciones. Durante los primeros días, aquel joven alto, negro y miope, paralizado por la timidez, me pareció un ser insignificante y no le concedí mayor atención que a un mueble. Hacía estudiar a los niños, los llevaba de paseo, comía poco y no decía una sola palabra. Engullido el último bocado, subía a su habitación. Algunas veces, cuando la casa estaba vacía, se sentaba al piano. Yo no entiendo nada de música, pero, como tú decías, "daba gusto oírlo". Sin duda, no has olvidado un incidente que, con toda seguridad, has supuesto que creó una secreta corriente de simpatía entre el abate Ardouin y yo. Un día, los niños señalaron la aproximación del párroco. Inmediatamente, según mi costumbre, huí a los viñedos. Pero Huberto acudió a buscarme de tu parte: el párroco tenía algo urgente que decirme. De mala gana emprendí el regreso a casa, porque temía mucho a aquel pequeño anciano. Tenía, me dijo, que descargar su conciencia. Nos había recomendado al abate Ardouin como un excelente seminarista cuyo subdiaconado había sido demorado por razones de salud. Ahora bien, acababa de saber, durante su retiro eclesiástico, que el retraso debía ser atribuido a una medida disciplinaria. El abate Ardouin, a pesar de su religiosidad, era un apasionado por la música y, arrastrado por uno de sus camaradas, había dormido fuera de casa con objeto de oír en el Grand-Théatre un concierto benéfico. A pesar de que habían asistido vestidos de seglar, fueron reconocidos y denunciados. Lo más escandaloso fue que la intérprete de "Tais", Mme. Georgette Lebrun, figuraba en el programa. Al espectáculo de sus pies desnudos y de su túnica griega, sostenida bajo los brazos por un cinturón de plata ("esto era todo -decían-; ni siquiera unas hombreras minúsculas"), se produjo un "¡oh!" de indignación. En el palco de la Unión, un caballero de cierta edad exclamó:

– Esto es un poco fuerte… ¿Hasta dónde hemos llegado?

He aquí lo que habían visto el abate Ardouin y su camarada. Uno de los delincuentes fue expulsado en seguida. El abate había sido perdonado:era persona importante; pero sus superiores le postergaron durante dos años.

Estuvimos de acuerdo en manifestar que el abate era digno de toda nuestra confianza. Pero, en lo sucesivo, el párroco demostró una gran frialdad al seminarista, que, según decía, le había engañado. Tú recuerdas este incidente, pero lo que siempre has ignorado es que aquella noche, mientras ¡fumaba en la terraza, al claro de luna, vi venir hacia mí la delgada silueta negra del culpable. Torpemente me pidió perdón por haberse introducido en mi casa sin haberme advertido de su indignidad. Como yo le asegurara que su escapatoria me lo había hecho más simpático, protestó con súbita firmeza y se lamentó de sí mismo.

– No podía -me dijo- medir la extensión de mi falta.

Había pecado contra la obedencia, contra su vocación y sus costumbres. Había cometido el pecado de escándalo. En toda su vida no podría reparar lo que había hecho… Veo aún aquel largo espinazo encorvado y su sombra, en el claro de luna, cortada en dos por la baranda de la terraza. Por prevenido que estuviera contra individuos de esta clase, no me era posible sospechar la menor hipocresía ante tanto dolor y vergüenza. Se excusaba de su silencio ante nosotros por la necesidad en que se había encontrado de subvenir durante dos meses a las necesidades de su madre, una pobre viuda que trabajaba a jornal en Libourne. Cuando le contesté diciendo que, para mí, nada le obligaba a darnos cuenta de un incidente que concernía sólo a la disciplina del seminario, me estrechó la mano y pronunció estas palabras insospechadas, que oí por primera vez en mi vida y que me produjeron una especie de estupor:

– Es usted muy bueno.

Tú conoces mi risa, esa risa que, incluso al principio de nuestra vida en común, te crispaba los nervios; tan poco comunicativa que, en mi juventud, tenía el poder de matar en torno mío toda alegría. Aquella noche reí ante aquel gran seminarista perplejo. Por fin, pude hablar:

– No sabe usted, señor abate, hasta qué punto es chusco eso que ha dicho. Pregúnteles a los que me conocen si soy bueno. Pregúntele a mi familia, a mis colegas. Mi razón de ser es la maldad.

Me contestó con embarazo que un hombre que es verdaderamente malo no habla de su maldad.

– Le desafío -añadí- a que encuentre en mi vida algo de eso que llama usted una buena acción.

Aludiendo a mi profesión, me respondió entonces con las palabras de Cristo:

– "Yo estaba preso y vos me habéis visitado".

– En eso me beneficio yo también, señor abate. Obro por interés profesional. Todavía no hace mucho que pagaba a los carceleros para que mi nombre, en el momento oportuno, se pronunciara a oídos de los presos… Así que vea usted.

No recuerdo su respuesta. Caminábamos bajo los tilos. ¡Cuánto te hubiera asombrado si te hubiese dicho que hallaba cierto goce en la compañía de aquel hombre con sotana! Y era verdad, sin embargo.

Yo me levantaba con el sol y bajaba para respirar el aire fresco del alba. Veía al abate dirigirse a misa. Caminaba con rápidos pasos, tan absorto en sus pensamientos que algunas veces pasaba sin verme a pocos metros de mí. Era en la época en que te abrumaba con mis burlas, en que me ensañaba haciendo que te contradijeras con tus propios principios… Esto no impedía que me diera cuenta de las cosas. Fingía creer, cada vez que te sorprendía en flagrante delito de avaricia o dureza, que no quedaba entre vosotros ninguna huella del espíritu de Cristo, y no ignoraba que bajo mi techo vivía un hombre según ese espíritu, pero ignorado de todos.

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