Capítulo dieciocho

La llanura estaba más clara que el cielo. La tierra, ahita de agua, humeaba, y las rodadas llenas de lluvia reflejaban un cielo turbio. Todo me interesaba como cuando Cálese me pertenecía. Nada es mío y no siento mi pobreza. El rumor de la lluvia, por la noche, sobre la vendimia que se pudre no me entristece menos que cuando era el dueño de esta cosecha amenazada. Aquello que he considerado como apego a la propiedad, no es más que el instinto carnal del campesino, hijo de campesinos, nacido de aquellos que, desde hace siglos, interrogan con angustia al horizonte. La renta que he de recibir cada mes se acumulará en casa del notario: jamás he necesitado nada. He estado prisionero durante toda mi vida de una pasión que no me poseía. Como un perro ladra a la luna, me ha fascinado un reflejo. ¡Despertarse a los sesenta y ocho años! ¡Renacer en el momento de morir! Que se me concedan algunos años aún, algunos meses, algunas semanas…

La enfermedad se ha ido; me siento mucho mejor. Amelia y Ernesto, que servían a Isa, pasan a servirme a mí; saben poner inyecciones. Todo está al alcance de mi mano: las ampollas de morfina, las sales de nitrito. Los hijos, atareados, apenas dejan la ciudad y no vienen más que cuando tienen necesidad de algún dato con respecto a una valoración… Todo transcurre sin demasiadas disputas: el terror a salir "perjudicados" les ha hecho escoger esta parte cómica de repartirse los servicios completos de ropa blanca adamascada y de cristalería. Cortarán en dos un tapiz antes de que pueda beneficiarse uno solo. Prefieren que todo esté desparejado a que algún lote aventaje a otro. Esto es lo que llaman pasión por la justicia. Se habrán pasado la vida denominando con bellos nombres los sentimientos más viles… No, yo debo borrar esto. ¿Quién sabe si no viven presos, como yo mismo he vivido, de una pasión que no es precisamente en sus seres la más profunda?

¿Qué piensan de mí? Que he sido derrotado, sin duda, que he cedido. "Me han cogido". Sin embargo, en cada visita me testimonian gran respeto y gratitud. Por lo menos, los asombro. Huberto, sobre todo, me observa; desconfía, no está seguro de que me encuentre desarmado. Tranquilízate, pobre muchacho. El día en que volví convaleciente a Cálese, ya no era muy terrible. Pero ahora…

Los olmos de los caminos y los álamos de la llanura dibujaban grandes planos superpuestos, y entre sus líneas sombrías se acumulaba la niebla y el humo de las hierbas quemadas y ese inmenso aliento de la tierra que ha bebido. Porque nos despertamos en pleno otoño y los racimos, donde mora aún y brilla un poco de lluvia, no encontrarán lo que les ha frustrado el agosto lluvioso. Para nosotros tal vez no sea nunca demasiado tarde. Tengo necesidad de repetirme que nunca es demasiado tarde.

Al día siguiente de mi vuelta penetré, y no por devoción, en la alcoba de Isa. El no hacer nada, esa disponibilidad total de la que no sé si gozo o sufro en el campo, esto sólo, me incitó a empujar la puerta entreabierta, la primera al lado de la escalera, a la izquierda. No solamente la ventana estaba abierta de par en par, sino también el armario y la cómoda. La servidumbre había abandonado la habitación y el sol devoraba, hasta en los más pequeños rincones, los restos impalpables de un destino acabado. La tarde de septiembre zumbaba de moscas sin sueño. Los tilos, tupidos y redondos, parecían frutos maduros. El cielo, oscuro en el cénit, palidecía sobre las colinas dormidas. Vibró la risa de una joven a quien no veía. Los anchos sombreros contra el sol movíanse a ras de las viñas. Había comenzado la vendimia.

Pero la vida maravillosa se había retirado de la habitación de Isa; bajo el armario, un par de guantes y una sombrilla parecían muertos. Miré la vieja chimenea de piedra en cuya campana hay esculpidos un rastrillo, una pala, una hoz y una espiga de trigo. Las chimeneas de otros tiempos, donde podían quemarse enormes troncos, están cerradas durante el verano por grandes pantallas de lienzo pintado. Esta representaba una yunta que un día, siendo niño, en un acceso de cólera, acribillé a navajazos con mi cortaplumas. No estaba más que apoyada contra la chimenea. Al intentar ponerla en su sitio, cayó y descubrió el hueco negro del hogar lleno de ceniza. Recordé lo que habían dicho mis hijos del último día en que Isa había pasado en Cálese: "Quemó papeles; creímos que había un incendio…". Comprendí en aquel momento que ella había sentido la proximidad de la muerte. No se puede pensar a la vez en la propia muerte y en la de los demás. Poseído por la idea fija de mi fin cercano, ¿cómo no me había dado cuenta de la tensión de Isa?

– No es nada, es la edad -repetían aquellos hijos estúpidos.

Pero ella, el día en que quemó sus cosas, sabía que su hora estaba próxima. Había querido desaparecer enteramente: había borrado sus menores huellas. Miré en el hogar aquellas cenizas grises que el viento movía ligeramente. Las tenazas que ella había utilizado se encontraban todavía allí, entre la chimenea y la pared. Las cogí y escarbé en aquel montón de polvo, en aquella nada.

Escarbé como si aquello hubiese conservado el secreto de mi vida, el de nuestras vidas. A medida que las tenazas penetraban en el montón, la ceniza se hacía más densa. Reuní algunos fragmentos de papel que el espesor de los paquetes debía haber protegido, pero no salvé más que palabras, frases incompletas, de sentido impenetrable. Todo pertenecía a una escritura que yo no reconocía. Mis manos temblaban, movíanse con ahínco. En un pequeño fragmento, manchado de hollín, pude leer esta palabra: PAX, y una fecha bajo una pequeña cruz: 23 de febrero de 1913. Luego: "Mi querida hija…". Con otros fragmentos intenté reconstruir los caracteres trazados al borde de la página quemada, pero no tuve más que esto: "Tú no eres responsable del odio que te inspira este niño; serías culpable si cedieras a él. Pero, por el contrario, te esfuerzas…". Después de muchos esfuerzos pude leer aún: "…juzgar temerariamente a los muertos… El afecto que siente por Lucas no prueba…". El hollín cubría el resto, salvo una frase: "Perdona sin saber lo que tienes que perdonar. Ofrece por él tu…".

Tendría tiempo de reflexionar más tarde. No pensaba en otra cosa que en encontrar algo más. Continué escarbando, inclinado sobre las cenizas, en una posición incómoda que me impedía respirar. Me trastornó un momento el descubrimiento de un carnet de hule, que parecía intacto. Pero ninguna de sus hojas se había salvado. Tras la cubierta descifré estas palabras escritas por Isa: Ramillete espiritual, y debajo: "No me llamo Aquel que condena; mi nombre es Jesús. (Cristo a San Francisco de Sales.)"

Seguían otras citas ilegibles. En vano permanecí largo rato inclinado sobre aquel polvo; no conseguí nada más. Me incorporé y contemplé mis manos ennegrecidas. Vi en el espejo mi frente manchada de ceniza. Me asaltó un deseo de andar, como en mi juventud, y bajé apresuradamente la escalera, olvidándome de mi corazón.

Por primera vez después de algunas semanas, me dirigí a las viñas, en parte despojadas de sus frutos y que parecían adormecidas. El paisaje era límpido, hinchado como esas azuladas pompas de jabón que en otro tiempo sacaba María del extremo de una paja. El viento y el sol endurecían ya las rodadas y las huellas profundas de las pezuñas de los bueyes. Caminaba llevando en mí la imagen de aquella Isa desconocida, presa de esas poderosas pasiones que sólo Dios tenía el poder de ablandar. Aquella ama de casa había sido una hermana devorada por los celos. El pequeño Lucas le había sido odioso… Una mujer capaz de odiar a un chiquillo… ¿Celos a causa de sus propios hijos? ¿Porque yo prefería a Lucas? Pero ella también había aborrecido a Marinette… Sí, sí: ella había sufrido por mí; yo había tenido el poder de torturarla. ¡Qué locura! Muerta Marinette, muerto Lucas, muerta Isa… Y yo, anciano, en pie, al borde de la misma sepultura donde se habían abismado, me sentía contento por no haber sido indiferente a una mujer, por haber provocado en ella tales emociones.

Era cómico y, en verdad, me reía solo, jadeando un poco, apoyado en el rodrigón de una cepa, frente a las pálidas extensiones de bruma, donde los pueblos con sus iglesias, sus caminos y todos sus habitantes habían naufragado. La luz del crepúsculo se abría paso penosamente hasta aquel mundo sepultado. Sentía, veía y tocaba mi crimen. No cabía enteramente en aquel horrible nido de víboras: odio de mis hijos, deseo de venganza y amor al dinero, sino en mi negativa de buscar más allá de aquellas víboras entrelazadas. Me había supeditado al nudo inmundo, como si hubiese sido mi propio corazón, como si los latidos de este corazón se hubieran confundido con aquellos reptiles hormigueantes. No había bastado, a lo largo de medio siglo, no conocer en mí nada más que lo que yo era. Incluso había usado de ello contra los demás. Me fascinaban, ante mis hijos, miserables ambiciones. De Roberto recordaba su estupidez, y a esta apariencia me remitía. Nunca se me ofreció a mí el aspecto de los demás como lo que hay que descarnar, como lo que preciso atravesar para llegar a ellos. A los treinta años, a los cuarenta, hube de hacer este descubrimiento. Pero hoy soy un anciano de corazón premioso y contemplo cómo el último otoño de mi vida adormece los viñedos y los llena de nieblas y de rayos. Aquellos a quienes debía amar, han muerto; han muerto los que hubieran podido amarme. Y no tengo tiempo ni fuerzas para intentar el viaje hacia aquellos que sobreviven, para redescubrirlos. No hay nada en mí, ni siquiera mi voz, mis ademanes ni mi risa, que no pertenezca al monstruo que he lanzado contra el mundo y a quien he dado mi nombre.

¿Y eran precisamente estos pensamientos a los que daba vueltas, apoyado en el rodrigón de aquella cepa, al borde de un surco ante los campos esplendorosos de Yquem, a la hora del crepúsculo? Un incidente, que debo señalar aquí, me los aclaró sin duda. Pero ya estaban en mí aquella noche, cuando volvía a mi casa, con el corazón embargado por la paz que envolvía la tierra. Las sombras se extendían; el mundo entero era sólo aceptación. A lo lejos, las perdidas cuestas parecían espaldas curvadas. Aguardaban la niebla y la noche para yacer quizá, para tenderse, para dormir con un sueño humano.

Esperé hallar a Genoveva y a Huberto en la casa. Me habían prometido cenar conmigo. Era la primera vez en mi vida que ansiaba su llegada, que ésta me producía alegría. Estaba impaciente por mostrarles mi nuevo corazón. No se podía perder ni un minuto para conocerlos, para hacerme conocer de ellos. ¿Hubiera tenido tiempo, antes de morir, de poner a prueba mi descubrimiento? Vencería rápidamente las etapas que me conducirían hacia el corazón de mis hijos, pasaría a través de todo lo que nos separaba. Se había roto, por fin, el nudo de víboras. Avanzaría tan rápidamente en su amor que llorarían cuando me cerraran los ojos.

No habían llegado aún. Me senté en el banco cerca del camino, atento al ruido de los motores. Cuanto más tardaban, más deseaba su llegada. Tenía momentos en que volvía mi antigua cólera: ¡les daba lo mismo hacerme esperar! Les importaba muy poco que sufriera a causa de ellos; lo hacían adrede… Me contuve. La demora podía obedecer a una misma causa que yo ignoraba, y no había ninguna probabilidad de que fuese precisamente aquella en que, por costumbre, alimentaba mi rencor. La campana anunciaba la cena. Me dirigí a la cocina para advertir a Amelia que era preciso esperar todavía un poco. Era muy extraño verme bajo aquellas vigas negras de donde pendían los jamones. Me senté cerca del fuego en una silla de anea. Amelia, su marido y Cazau, el hombre de negocios cuyas risas había oído de lejos, se callaron a mi entrada. Me rodeaba una atmósfera de respeto y terror. Nunca he hablado a los criados. No porque fuese un amo difícil o exigente, sino porque no existían a mis ojos, porque no los veía. Pero aquella noche me tranquilizaba su presencia. Y porque mis hijos no llegaban, hubiese querido cenar aquella noche en un rincón de la mesa donde la cocinera trinchaba la carne.

Cazau había huido; Ernesto se ponía una chaquetilla blanca para servirme. Me oprimía su silencio. Busqué en vano una palabra. Pero nada conocía de aquellos seres que nos servían devotamente desde hacía veinte años. Por fin recordé que antaño una hija suya, casada en Sauveterre de Guyenne, iba a verlos, y que Isa no le pagaba el conejo que nos llevaba porque comía varias veces en la casa. Sin volver la cabeza, pregunté un poco rápidamente:

– Bien, Amelia, ¿y su hija? ¿Siempre en Sauveterre?

Volvió hacia mí su cara avinagrada y, mirándome de hito en hito, dijo:

– El señor ya sabe que murió…, hará diez años, el 29, el día de San Miguel. ¿El señor no se acuerda?

Su marido guardaba silencio; pero me miró duramente; creía que aparentaba olvidar. Balbucí:

– Perdóneme… Esta vieja cabeza mía…

Pero como cuando me sentía molesto e intimidado me reía un poco burlonamente, no pude evitar hacerlo. El hombre anunció con su voz acostumbrada:

– El señor está servido.

Me levanté inmediatamente y fui a sentarme en el comedor mal iluminado, frente a la sombra de Isa… Aquí Genoveva, luego el abate Ardouin, después Huberto… Busqué con los ojos, entre la ventana y el aparador, la alta silla de María que había servido para Janine y para la hija de Janine. Simulé comer algunos bocados; me horrorizaba la mirada del hombre que me servía. En el salón se había encendido un fuego de sarmientos. En aquella estancia, cada generación, al retirarse, como hace una marea con las conchas, había dejado álbumes, cofrecillos, daguerrotipos y lámparas "cárcel". [2]

Muertas figurillas cubrían las consolas. El cansino paso de un caballo en la sombra y el ruido del trujal junto a la casa me lastimaron el corazón.

"¿Por qué no habéis venido, hijos míos?"

Me tembló esta lamentación en los labios. Si a través de la puerta la hubiesen oído los criados, hubieran creído que había un extraño en el salón, porque no podían ser la voz ni las palabras del viejo miserable que, según imaginaban, no quería saber que su hija había muerto.

Todos, mujer, hijos, amos y criados, se habían unido contra mi alma, me habían impuesto un papel tan odioso. Me había identificado atrozmente con la actitud que ellos exigían de mí. Me había conformado al modelo que me proponía su odio. ¡Qué gran locura, a los sesenta y ocho años, esperar remontar la corriente, imponerles una visión nueva del hombre que soy ahora, que he sido siempre! Sólo vemos aquello que estamos acostumbrados a ver. Y a vosotros, pobres hijos míos, a vosotros no os veo. Si yo fuera más joven, las huellas hubieran profundizado menos, las costumbres no hubieran arraigado tanto; pero dudo de que, incluso en mi juventud, hubiese podido romper este encantamiento. Pensaba que era necesario poseer una fuerza. ¿Qué fuerza? Alguien. Sí, alguien en quien reunimos todos y que había de ser el que garantizase mi victoria interior a ojos de los míos; alguien que fuera testigo en mi favor, que me descargara de mi inmundo fardo, que lo tomara sobre sí…

Incluso los mejores no aprenden a amar por sí solos. Para pasar de largo ante los ridículos, los vicios y, sobre todo, la estupidez de los seres, es necesario poseer un secreto de amor que el mundo no conozca. Mientras ese secreto no sea hallado, se cambiarán en vano las condiciones humanas. Creía que el egoísmo me hacía extraño a todo lo que compete a lo económico y lo social. Es cierto que he sido un monstruo de soledad e indiferencia; pero también había en mí un sentimiento, una oscura certidumbre de que para nada servía revolucionar la faz del mundo; había que tocar al mundo en el corazón. Busco sólo a aquel que lleve a cabo esta victoria; será necesario que sea el Corazón de los corazones, el centro vivo de todo amor. Deseo que tal vez sea ya súplica. Faltó muy poco aquella noche para que me arrodillara, hundiendo mis codos en una butaca, como hacía Isa en los veranos de antaño, con los tres niños pegados a sus faldas. Volvía de la terraza hacia aquella ventana iluminada; ahogaba mis pasos e, invisible en el jardín en sombras, contemplaba a aquel grupo suplicante.

– Prosternada ante Vos, oh, Dios mío -murmuraba Isa-, os doy las gracias por haberme dado un corazón capaz de conoceros y amaros…

Estaba de pie, en medio del salón, vacilante, como conmovido. Pensaba en mi vida, contemplaba mi vida. No, no es posible remontar tal corriente de barro. Había sido un hombre tan espantoso que no pude tener un solo amigo. Y me preguntaba si lo fui por no haber sido nunca capaz de disfrazarme. Si todos los hombres vivían tan enmascarados como yo había vivido durante medio siglo, tal vez se asombraran al descubrir en ellos que las diferencias de nivel son tan pequeñas. A decir verdad, nadie avanza a cara descubierta, nadie. La mayor parte remedan la grandeza, la nobleza. Sin saberlo, se parecen a tipos literarios, o a otros. Los santos lo saben, que se odian y se desprecian porque se ven. No me hubieran despreciado tanto si no hubiese sido tan franco, tan abierto, tan llano.

Tales eran los pensamientos que aquella noche me perseguían, mientras paseaba por aquella habitación en sombras, golpeándome al pasar contra la caoba y palisandro de un moblaje macizo, despojos del pasado de una familia y donde tantos cuerpos, hoy día convertidos en polvo, se habían apoyado y sentado. Las botas de mis hijos habían ensuciado el diván cuando se sentaban en él para hojear Le Monde lllustré de 1870. La tela continuaba manchada en los mismos sitios. El viento giraba en torno a la casa, arrastrando las hojas muertas de los tilos. Se habían olvidado de cerrar los postigos de una habitación.

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