Segunda parte

Capítulo doce

París, Rue Bréa


¿Cómo se me ha ocurrido conservar este cuaderno entre mi equipaje? ¿Qué he de hacer ahora de esta larga confesión? He roto con los míos. Todo cuanto hacía que yo me afanara aquí intensamente, no existe ya para mí. ¿Por qué reemprender este trabajo? Tal vez porque, sin saberlo, hallaba en él una especie de consuelo y de liberación. ¡Qué día abren ante mí las últimas líneas escritas durante la noche de la granizada! ¿No estaba al borde de la locura? No, no hablemos aquí de locura. Que ni siquiera se la nombre. Serían capaces de utilizarla contra mí, en el caso de que estas páginas cayeran en sus manos. No las dirijo a nadie. Es necesario destruirlas antes de que me sienta peor… A menos que las legue a ese hijo desconocido que he venido a buscar a París. Sentí la tentación de revelar su existencia a Isa, cuando hice alusión a mis amores de 1909, cuando estuve a punto de confesar que mi amiga había ido a refugiarse en París hallándose encinta…

Me creía generoso por haber enviado a la madre y al niño, antes de la guerra, seis mil francos anuales. Nunca se me ocurrió la idea de aumentar esta suma. Es culpa mía haber encontrado aquí a dos seres sojuzgados, reducidos a bajos menesteres. Con el pretexto de que habitan en este barrio, he alquilado una habitación en una casa de la calle Bréa. Entre el lecho y el armario apenas si me queda sitio para sentarme a escribir. Por otra parte, ¡qué de ruidos! En mis tiempos, Montparnasse era un lugar tranquilo. Ahora parece habitado por locos que no duermen jamás. Mi familia hizo menos ruido en la escalinata la noche en que oí con mis oídos y vi con mis ojos… ¿A qué insistir sobre esto? Sin embargo, sería una liberación anotar aquí este horrible recuerdo, aun cuando sea por poco tiempo… Además, ¿por qué destruir estas páginas? Mi hijo, mi heredero, tiene derecho a conocerme. Con esta confesión repararía, en una débil medida, el alejamiento en que le he tenido desde que nació.

¡Ay! Me han bastado dos entrevistas para juzgarle. No es hombre capaz de encontrar en estas líneas el menor interés. ¿Qué podría comprender de todo esto ese empleado, ese subalterno embrutecido que juega en las carreras?

Durante el viaje nocturno entre Burdeos y París imaginé los reproches que había de dirigirme y preparé mi defensa. ¡Cómo nos dejamos influir por las novelas y el teatro! Estaba seguro de encontrarme con un hijo natural lleno de amargura y de grandeza de alma. Lo mismo le concedía la dura nobleza de Lucas como la belleza de Phili. Lo había previsto todo, salvo que se me pareciera. Hay padres a quienes les gusta que se les pregunte:

– Su hijo, ¿se parece a usted?

He sabido qué clase de odio me ha asaltado al ver levantarse ese espectro de mí mismo. Quise en Lucas a un hijo que no se me pareciera. En este aspecto, Roberto es distinto de mí. Se ha mostrado incapaz de resistir el menor examen. Ha tenido que renunciar a ello después de repetidos fracasos. Su madre, que se ha sacrificado dándole cuanto tiene, le desprecia. No puede contenerse aludiéndole constantemente. El baja la cabeza; no se consuela de todo ese dinero perdido. En desquite, es un perfecto hijo mío. Pero que yo le deje esta fortuna escapa a su imaginación miserable. No representa nada para él; no lo cree posible. A decir verdad, tanto su madre como él tienen miedo.

– No es legal… Podríamos vernos metidos en un lío.

Esa mujer gruesa y pálida, de descoloridos cabellos, esa caricatura de la que yo amé, me mira con sus pupilas todavía muy bellas.

– Si le hubiese visto en la calle -me dice- no le hubiera reconocido…

Y yo, ¿la habría reconocido? Temía su rencor, sus represalias. Lo había temido todo, pero no esa indiferencia melancólica. Agriada, embrutecida por ocho horas diarias de mecanografía, le daban miedo las historias. Ha conservado una enfermiza desconfianza de la justicia, con la que en otro tiempo tuvo algunas cuestiones. No obstante, les he explicado bien la maniobra: Roberto alquila a su nombre una caja en un establecimiento de crédito; yo traslado a ella mi fortuna. Me autoriza para abrirla y se compromete a no tocarla hasta mi muerte. Evidentemente, le exijo una declaración firmada, según la cual reconoce que todo lo que encierra la caja me pertenece. Yo no puedo, a pesar de todo, entregarme a ese desconocido. Tanto la madre como el hijo objetaron que a mi muerte se encontraría el papel. Estos idiotas no quieren fiarse de mí.

He intentado hacerles comprender que se puede confiar en un procurador de provincias como Bourru, que todo me lo debe y a quien le he dado trabajo durante cuarenta años. Tiene en depósito un sobre en el cual he escrito: "Para quemar el día de mi muerte", y que, estoy seguro, será quemado con todo lo que contiene. Allí hubiese guardado la declaración de Roberto. Estoy seguro de que Bourru quemará el sobre, ya que guarda determinados documentos que tiene interés en que desaparezcan.

Pero Roberto y su madre tienen miedo de que Bourru no queme nada y que, a mi muerte, les haga cantar. También he pensado en esto. Les entregaría en propia mano documentos que enviarían a presidio a Bourru si vacilara. El papel sería quemado por Bourru ante ellos, y cuando se hallaran en posesión de mi dinero podrían entregar sus armas. ¿Qué más querían?

No comprenden nada. Están emperrados, tanto ese idiota como esa imbécil a quienes quiero entregar mis millones, y en lugar de arrodillarse ante mí, como yo imaginaba, discuten, arguyen… Aunque se corriera algún riesgo, bien valía la pena. Pero no, no quieren firmar el papel.

– Sería delicadísimo… por la declaración de la renta… Nos marearían…

He de odiar mucho a los otros para no dar con la puerta en las narices a esos dos. De los "otros", también tienen miedo.

– Descubrirían el pastel… Nos procesarían…

Roberto y su madre imaginan que mi familia ha avisado a la policía y que estoy vigilado. Consienten en verme solamente por la noche, en los barrios extremos. ¡Como si con mi salud pudiera velar y pasarme la vida en taxi! No creo que los otros desconfíen. No es la primera vez que viajo solo. No tienen razón para creer que la otra noche, en Cálese, asistiera, invisible, a su consejo de guerra. Por lo menos, no me han descubierto todavía. Nada me impedirá esta vez cumplir con mi propósito. El día en que Roberto consienta, podré dormir tranquilo. Ese estúpido no cometerá ninguna imprudencia.

Esta noche, 13 de julio, toca una orquesta al aire libre; en el extremo de la calle Bréa bailan las parejas. ¡Oh, apacible Cálese! Recuerdo la última noche que viví allí. A pesar de la prescripción del doctor, había tomado aquella noche un sello de veronal y me había dormido profundamente. Me desperté sobresaltado y consulté mi reloj. Era la una de la madrugada. Me asustó oír varias voces. Mi ventana había quedado abierta. No había nadie en el patio ni en el salón. Pasé al lavabo, que está situado al norte, sobre la puerta de entrada. Allí, contra su costumbre, se había rezagado la familia. Dado lo avanzado de la hora, no desconfiaban de nadie. Sólo las ventanas del lavabo y del pasillo daban a aquel lado.

La noche era tibia y apacible. En los intervalos oía claramente la respiración un poco entrecortada de Isa, el leve ruido de una cerilla al encenderse. Ni un soplo movía los negros olmos. No me atreví a asomarme, pero reconocí a cada enemigo por su voz, por su risa. No discutían. Una reflexión de Isa o de Genoveva era seguida de un largo silencio. Después, de pronto, a una palabra de Huberto, replicaba Phili y hablaban los dos a la vez.

– Mamá, ¿estás segura de que la caja de caudales de su despacho no guarda más que papeles sin valor? Un avaro es siempre imprudente. Recuerda el oro que quiso darle a Lucas… ¿Dónde lo escondía?

– No, él sabe que conozco la clave de la caja: María. No la abre más que cuando tiene que consultar una póliza de seguro o una hoja de impuestos.

– Pero tal vez pudiera revelarnos cantidades que él ha ocultado, mamá.

– No hay más que papeles referentes a los bienes inmuebles. Me he asegurado bien de ello.

– Esto es terriblemente significativo, ¿no os parece? Diríase que ha tomado todas sus precauciones. Y Phili murmuró con un bostezo:

– ¡No! Pero, ¡vaya un cocodrilo! ¡Y qué suerte haber topado con un cocodrilo semejante!

– Y si queréis creerme -dijo Genoveva-, tampoco encontraréis nada en la caja del Lyonnais… ¿Qué dices a esto, Janine?

– Pero, en resumen, mamá, diríase que algunas veces te ha querido. Cuando erais pequeños, ¿no era cariñoso alguna vez siquiera? ¿No? No habéis sabido trastearlo. No habéis sido sagaces. Había que intentar envolverlo, conquistarlo. Estoy segura de que yo lo conseguiría si él no tuviera tal horror a Phili.

Huberto interrumpió agriamente a su sobrina:

– Lo cierto es que la impertinencia de tu marido nos costará cara…

Oí reír a Phili. Me asomé un poco. La llama de un encendedor iluminó un instante sus manos unidas, su barbilla blanda y sus labios gruesos.

– Entonces ha tenido que esperar a que llegara yo para sentir horror por todos vosotros, ¿no es eso?

– No, antes nos detestaba menos…

– Acuérdate de lo que cuenta la abuela -continuó Phili-, de su actitud cuando perdió a su hija… Parecía burlarse de algo. No ha puesto nunca los pies en el cementerio…

– No, Phili, vas demasiado lejos. Si ha querido a alguien en el mundo, ha sido a María.

De no saber sido por esa protesta de Isa, hecha con voz débil y temblorosa, no hubiera podido contenerme. Me senté en una silla baja, con el cuerpo inclinado hacia adelante y la cabeza apoyada en el alféizar. Genoveva decía:

– Si María hubiese vivido, no hubiera ocurrido nada de esto. Lo único que habría hecho hubiese sido mejorarla…

– ¡Qué va! Le hubiera tomado ojeriza como a los demás. Es un monstruo. No tiene sentimientos humanos…

Isa protestó todavía:

– Te ruego, Phili, que no trates de este modo a mi marido, ni ante sus hijos ni ante mí. Debes respetarlo.

– ¿Respetarlo? ¿Respetarlo? Me pareció oír que murmuraba:

– Si creéis que es divertido haberme metido en una familia semejante…

Su suegra le replicó secamente:

– Nadie te ha obligado.

– Pero han hecho brillar las esperanzas a mis ojos… ¡Vaya! Ya está llorando Janine. ¿Cómo? ¿Es que he dicho algo extraordinario? -y con suficiencia gruñó-: ¡Ya, ya!

Oí sonarse a Janine y que alguien, cuya voz no pude identificar, exclamaba:

– ¡Cuántas estrellas!

El reloj de San Vicente dio las dos.

– Hijos míos, hay que irse a dormir.

Huberto protestó diciendo que no podían separarse sin haber decidido nada. Ya era tiempo de proceder. Phili aprobó. No creía que yo pudiese vivir mucho tiempo. Después no habría nada que hacer. Han debido aceptarse todas mis determinaciones…

– Pero, en fin, queridos míos, ¿qué esperáis de mí? Lo he intentado todo. No puedo hacer nada más.

– Sí -dijo Huberto-. Tú puedes mucho…

¿Qué fue lo que susurró? Se me había escapado lo que tenía más interés en conocer. Por el acento de Isa comprendía que estaba asombrada, escandalizada.

– No, eso no me gusta nada.

– No se trata de saber lo que te gusta, mamá, sino de salvar nuestro patrimonio.

Y todavía los susurros entrecortados de Isa:

– Es muy duro, hijo mío.

– Sin embargo, abuela, no debe usted continuar siendo su cómplice más tiempo. Nos deshereda, pero con su autorización. Su silencio otorga.

– Janine querida, ¿cómo te atreves?…

¡Pobre Isa, que había pasado tantas noches a la cabecera de la cama de aquella pequeña chillona, a quien había aceptado en su alcoba porque sus padres querían dormir y no había niñera que la soportase!… Janine hablaba secamente, con un tono que hubiera bastado para sacarme de quicio. Añadió:

– Siento decir estas cosas, abuela. Pero es mi deber.

¡Su deber! Daba este nombre a la exigencia de su carne, a su terror de ser abandonada por aquel guapo cuya risa idiota llegaba hasta mí…

Genoveva aprobó las palabras de su hija. Ciertamente, la debilidad podía convertirse en complicidad. Isa suspiró:

– Tal vez, hijos míos, fuera más sencillo escribirle.

– ¡Nada de eso! Sobre todo, ninguna carta -protestó Huberto-. Las cartas son siempre las que nos pierden. Espero, mamá, que no le habrás escrito todavía, ¿verdad?

Ella confesó que lo había hecho dos o tres veces.

– ¿Cartas amenazadoras o insultantes?…

Isa no se decidía a confesar. Y yo reía… Sí, me había escrito unas cartas que conservaba religiosamente, dos cartas que contenían graves injurias y una tercera casi conmovedora, con las cuales podría hacer que perdiera todos los pleitos de divorcio con que pudieran intentar convencerla esos hijos imbéciles. Todos estaban preocupados, como cuando un perro gruñe y comienza a hacerlo el resto de la jauría.

– ¿No le ha escrito usted, abuela? ¿Tiene él alguna carta peligrosa para nosotros?

– No, no lo creo… Es decir, una vez, Bourru, ese pequeño procurador de San Vicente a quien mi marido debe de tener sujeto de una forma u otra, lloriqueando (es un canalla y un hipócrita), me dijo: "¡Ah, señora, ha sido usted muy imprudente escribiéndole!"…

– ¿Qué es lo que le decías? Supongo que no le insultarías, ¿verdad?

– Una vez, cuando la muerte de María, le dirigí unos reproches tal vez demasiado violentos. Y en otra ocasión, en 1909. Se trataba de un asunto más serio que los demás.

Huberto gruñó:

– Esto es muy grave, excesivamente grave.

Y ella creyó tranquilizarle diciéndole que había arreglado inmediatamente las cosas, que se había arrepentido y reconocido su error.

– ¡Ah, ya! Algo así como un ramillete…

Entonces no hay que temer en un pleito de divorcio.

– Pero, después de todo, ¿quién os prueba? que sus intenciones sean tan negras?

– ¡Vamos! Es necesario estar ciego. El misterio impenetrable de sus operaciones financieras, sus alusiones, las palabras que se le escaparon a Bourru, ante testigos: "Cuando muera el viejo, pondrán el grito en el cielo…"

Discutían aún como si la anciana no estuviera presente. Se levantó de su butaca gimiendo. Según decía, no podía permanecer sentada afuera, por la noche, a causa de su reuma. Sus hijos ni siquiera le contestaron. Oí un vago "buenas noches" que le dirigieron sin interrumpir su conversación. Fue ella quien tuvo que besarlos uno a uno, porque ninguno de ellos se movió. Me acosté prudentemente. Sus pesados pasos sonaban en la escalera. Llegó ante mi puerta y oí su jadeo. Dejó la bujía en el suelo y abrió. Se acercó a mi lecho y se inclinó sobre mí, sin duda para asegurarse de que estaba dormido. ¡Cuánto tiempo permaneció de esta forma! Tenía miedo de traicionarme. Respiraba entrecortadamente. Por último, volvió a cerrar mi puerta. Cuando hubo cerrado la suya, volví a ocupar en el lavabo mi puesto de escucha.

Los demás estaban todavía en el mismo sitio. Hablaban a media voz. No podía oír muchas de sus palabras.

– No era de su clase -decía Janine-. También ha sido esto. Phili, querido, estás tosiendo. Ponte el abrigo.

– En el fondo, no es a su mujer a quien detesta más, sino a nosotros. ¡Es increíble! Ni siquiera se ve en las novelas. No tenemos por qué juzgar a nuestra madre -concluyó Genoveva-, pero me parece que no le quiere demasiado…

– ¡Caramba! -era la voz de Phili-. Ella siempre recuperará la dote. Las Suez de papá Fondaudége… Desde 1884 deben de haber subido mucho…

– ¿Las Suez? Pero si fueron vendidas…

Reconocí las vacilaciones y la simpleza del marido de Genoveva. El pobre Alfredo aún no había despegado los labios. Genoveva, con ese tono agrio y chillón con que le habla siempre, le interrumpió:

– ¿Estás loco? ¿Vendidas las Suez?

Alfredo contó que en el mes de mayo había encontrado a su suegra en el momento en que firmaba los papeles, y ella le había dicho:

– Parece que éste es el momento oportuno para venderlas. Están ya muy altas y no tardarán en bajar.

– ¿Y no me lo advertiste? -exclamó Genoveva-. Tú eres completamente idiota. El le ha hecho vender las Suez. Y nos cuentas esto como la cosa más natural del mundo…

– Pero, Genoveva, yo creí que tu madre os tenía al corriente de esto. Puesto que se ha casado bajo el régimen dotal…

– Sí, pero, ¿acaso no se ha embolsado él los beneficios de la operación? ¿Qué crees tú, Huberto? No habernos advertido… Y yo hubiera pasado toda mi vida al lado de este hombre…

Janine intervino para suplicarles que hablaran en voz baja. Despertarían a su hija. Durante algunos minutos no percibí nada más. Luego se oyó de nuevo la voz de Huberto.

– Pienso en lo que antes decíamos todos. Estando mamá, no podemos intentar nada por esa parte. Al menos, sería necesario preparar poco a poco…

– Tal vez le gustaría más esto que la separación. Puesto que la separación implica necesariamente el divorcio, plantea un caso de conciencia… Evidentemente, lo que propone Phili choca de buenas a primeras. Pero nosotros no seríamos los jueces. No seríamos nosotros quienes habríamos de decidir en último término. Nuestro papel consiste en provocar los hechos. Y éstos no se producirán a menos que las autoridades competentes reconozcan su necesidad.

– Y yo os repito que todo eso es dar palos de ciego -dijo Olimpia.

Era necesario que la mujer de Huberto estuviera furiosa por haber elevado la voz de aquella manera. Afirmó que yo era un hombre ponderado y de sano juicio.

– Y debo decir -añadió- que estoy frecuentemente de acuerdo con él, y que lo volvería como un guante si no deshicierais mi obra…

No oí nada de la insolencia con que debió de contestarle Phili, pues todos reían, como ocurría siempre que Olimpia hablaba. Yo recogía los fragmentos de la conversación:

– Hace cinco años que no actúa como abogado, que no puede actuar.

– ¿A causa de su corazón?

– Ahora, sí. Pero cuando dejó de hacerlo no estaba aún enfermo. Lo cierto es que disputaba con sus colegas. Tuvo algunas escenas en los pasillos de la Audiencia. He tenido referencias de ello…

Agucé en vano el oído. Phili y Huberto habían acercado sus sillas. No oí más que un murmullo indistinto, y poco después esta exclamación de Olimpia:

– ¡Vamos, vamos! El único hombre con quien podía hablar aquí de mis lecturas, cambiar ideas generales…, y queréis…

Lo único que pude oír de la respuesta de Phili fue la palabra "chiflada". Un yerno de Huberto, ese que no habla casi nunca, dijo con voz entrecortada:

– Os ruego que seáis corteses con mi suegra.

Phili dijo que bromeaba. Los dos, ¿no eran acaso víctimas en este asunto? Como el yerno de Huberto aseguraba con voz temblorosa que él no se consideraba una víctima y que se había casado con su mujer por amor, dijeron todos a coro:

– ¡Yo también! ¡Yo también! ¡Yo también! Irónicamente, Genoveva dijo a su marido:

– ¡Ah! ¿Tú también? ¿Te vanaglorias de haberte casado conmigo sin haber sabido antes a cuánto ascendía la fortuna de mi padre? Recuerda la noche de nuestra boda, en que me dijiste: "¿Qué se propone con no querer decirnos nada, si sabemos que es enorme?"

Rieron todos. Huberto habló nuevamente; habló sólo algunos instantes. No oí más que la última frase:

– Es un caso de justicia, un caso de moralidad que se impone ante todo. Defendemos el patrimonio, los sagrados derechos de la familia.

En el profundo silencio que precede al alba, sus conversaciones se hicieron más inteligibles.

– ¿Hacerlo seguir? Tiene demasiado trato con la policía: he tenido ocasión de comprobarlo. Lo sabría… -Y algunos instantes después:- Se conoce su dureza, su rapacidad. Hay que reconocer que se ha puesto en duda su delicadeza en dos o tres asuntos. Pero por lo que respecta al buen sentido, al equilibrio…

– En todo caso, no se puede negar el carácter inhumano, monstruoso, antinatural, de sus sentimientos hacia nosotros…

– Así, ¿tú crees, pequeña Janine -dijo Alfredo a su hija-, que esto bastaría para establecer un diagnóstico?

Comprendía. Había comprendido. Habíase apoderado de mí una gran calma, un sosiego nacido de esa certidumbre: ellos eran los monstruos y yo la víctima. La ausencia de Isa me gustaba. Más o menos, había protestado mientras estuvo ante ellos, y ante ella no se hubiesen atrevido a aludir a estos proyectos que yo acababa de sorprender y que, por otra parte, no me asustaban. ¡Pobres imbéciles! Como si yo fuese hombre que me dejara incapacitar o encerrar. Antes de que ellos hubieran movido el dedo meñique, yo habría puesto instantáneamente a Huberto en una situación desesperada. El ya sabe que lo tengo cogido. En cuanto a Phili, poseo unas informaciones… Jamás se me había ocurrido que podía verme en la necesidad de hacer uso de ellas. Pero no las utilizaré; me bastará con enseñar los dientes.

Por primera vez en mi vida experimenté la alegría de ser el menos malo. No sentía deseos de vengarme de ninguno de ellos. O, al menos, no quería otra venganza que arrancarles esta herencia en torno a la cual se consumían de impaciencia y de angustia.

– ¡Una estrella fugaz! -exclamó Phili-. No he tenido tiempo de hacer un voto.

– Nunca se tiene tiempo -dijo Janine. Y su marido añadió con alegría de niño:

– Cuando veas una, gritarás: " ¡Millones!".

– ¡Qué idiota es este Phili!

Todos se levantaron. Las butacas del jardín arañaron la arena. Oí el ruido de los cerrojos de la puerta de entrada, las risas ahogadas de Janine en el pasillo. Las puertas de las habitaciones se cerraron una tras otra. Mi decisión estaba tomada. Desde hacía dos meses no había sufrido ningún ataque. Nada me impedía ir a París. Por lo general, me iba sin advertirlo. Pero no quería que mi partida pareciese una huida. Hasta la mañana, rehíce mis planes de otras veces. Lo dejé todo dispuesto.

Загрузка...